Aquella Navidad, de manera inesperada, pudieron hacer realidad eso que todo el mundo dice cuando le preguntan: ¿qué harías si te tocara la lotería? Entre la multitud de respuestas tópicas y típicas, decidieron destinar los treinta mil euros del premio a tapar agujeros, tanto en sentido literal como metafórico. Su casa era antigua, llevaba años pidiendo a gritos una reforma y, por fin, podrían acometerla a lo grande.
Sus hijos tenían ya veinte y veintidós años. Pasaban con ellos solo los veranos y las vacaciones de Navidad, los dos estudiaban Periodismo y vivían en la capital, lejos del pueblo, en un piso compartido con otros dos estudiantes. Decidieron arreglar también sus dormitorios, total, la casa era grande, de las de antes, sobraban habitaciones. Y ahora tenían dinero de sobra hasta para lo que parecía imposible: acondicionar el enorme sótano que ocupaba los mismos metros cuadrados que la planta baja y el piso superior.
Papá Noel existía. Los Reyes Magos existían. La gente que salía en la tele el día del sorteo navideño existía. Los sueños, la posibilidad de hacer realidad los sueños, también existía en un pequeño rectángulo de papel, por solo veinte euros y con cinco números como cinco soles. El 22 de diciembre, un niño de San Ildefonso cantó esos cinco números con la música de fondo de un bombo en el que se apelotonaban miles de sueños como los reos de una cárcel luchando por su libertad. Y el preso indultado ese año llevaba en el orden correcto las cinco cifras del décimo que Mercedes compró en una administración de lotería solo porque le gustó la terminación.
—¿Por dónde empezaremos, Paco?
—No sé, Mercedes, no sé. Todavía no me creo que nos haya tocado. Será mejor que lo pensemos unos días, ¿no?
—Pues también tienes razón. —Mercedes se rascó la barbilla y sonrió a su marido—. Ahora no tendrás excusa para que le metamos mano de una vez al sótano, ¿eh?
—Mira tú por dónde te va a sonar la flauta, mujer. —Le devolvió la sonrisa—. Vas a salirte con la tuya. Pero no está mal pensado, oye. Mientras nos vamos haciendo a la idea podíamos empezar a revisar todo lo que hay abajo, ¿qué te parece? Antes de meternos en un pedazo de obra, lo más práctico es limpiar primero, tirar lo que no sirva… En eso sí que podemos empezar a adelantar.
—Pues no se hable más.
Aprovecharon que Paco tenía vacaciones hasta después de Reyes y, salvo los ratos que Mercedes dedicó a encerrarse en la cocina a preparar los menús navideños, pasaron horas en el sótano, en chándal y zapatillas, mientras compartían ataques de tos provocados mitad por el polvo y mitad por las risas cuando descubrían tesoros olvidados.
Aparecieron dos cajitas diminutas que habían comprado en el viaje de novios y que contenían el primer diente de leche de Pablo y de Laura, junto con sus chupetes; las mochilas raídas que llevaron cuando hicieron el Camino de Santiago, siendo novios; una caja olvidada con ropas de bebé de cuando los niños tenían meses. Paco sacó de una caja una carpeta llena de papeles. La abrió, y lo primero que encontró fueron dos entradas de cine de “Lo que el viento se llevó”. Las agitó en el aire y miró a su mujer:
—¡Merce! ¡Mira lo que ha salido por aquí!
—¿Qué es? —Ella estaba en la otra punta del sótano y no llevaba las gafas puestas.
—¿Qué te crees? Te doy una pista. La primera película que vimos en el cine fue…
—¡Lo que el viento se llevó! —dijo ella tras pensarlo unos segundos. Se echó a reír y repitió—: Lo que el viento se llevó… y…
—¡Y el culo no resistió! —Paco terminó la frase por ella y coreó sus carcajadas—. Las puedo tirar, ¿no?
—Sí… bueno… no sé… Déjalas en lo alto de la mesa de ping pong. Podemos poner ahí las cosas dudosas. No vayas a tirar nada sin consultarme, que te conozco.
—Vale, mujer. Que en la casa mandas tú.
—Ya, ya. ¡Y menos mal! Será en lo único que mando…
Las últimas palabras las dijo en voz baja y Paco no llegó a escucharlas. Tampoco es que hubiera diferencia si lo hubiera hecho. Delegaba en Mercedes todas las decisiones que correspondían al hogar o a los hijos, como debía ser. Para eso trabajaba mucho más de las cuarenta horas semanales de la mayoría, para tener a su familia atendida como Dios manda, con las necesidades cubiertas y con medios suficientes para hacer un viajecito al extranjero en vacaciones y costear las carreras de los niños. Y que a Mercedes no le faltara ni su gimnasio, ni su peluquería, ni nada de lo que las mujeres necesitan para ser felices.
Paco dejó las entradas sobre la mesa de ping pong y terminó de revisar la carpeta. Lo siguiente que había en la caja era un marco bastante grande boca abajo. Lo sacó, le dio la vuelta y sopló para quitarle el polvo, lo que le valió otro ataque de tos.
—¡Mercedes! ¿Qué hago con esto? Hay que ver la de trastos que llegamos a acumular…
—Espera, que desde aquí no sé lo que es.
Ella se acercó. Al reconocerlo, cogió el marco con mucho mimo de las manos de su marido y se le quedó mirando.
—¡Pero si es mi título!
—Como has dicho que te consulte… Ten en cuenta que si seguimos así no vamos a tirar nada, mujer. —Miró el título de Empresariales enmarcado con el nombre de Mercedes y añadió—: Lleva veinte años arrumbado y si lo guardamos se va a pasar otros veinte años igual.
—No estarás diciendo que lo tire, ¿no?
—A ver… Es como lo de las entradas. Las he puesto ahí por no contrariarte, pero se supone que estamos de limpieza, ¿no?
—Ya. Bueno, vale que las entradas las tiremos. Pero mi título…
—A ver… —repitió él. Señaló el título—. Eso y las entradas no son más que papeles. Pero el título abulta mucho más y lo que queremos es despejar el sótano y ganar espacio.
—Ay, Paco, pero es mi título.
—¿Y qué?
—Pues que entonces también podíamos tirar el tuyo, si te pones así.
—No digas bobadas, mujer. No es lo mismo.
—¿Por qué no?
—Porque no. Además, mi título no estorba. Ni siquiera está aquí. Está en mi oficina, lo sabes de sobra.
—Y este podía haber estado en la mía si yo hubiera seguido trabajando.
Mercedes fue a soltarlo en la mesa de ping pong, pero cambió de idea. Cogió una de las cajas vacías y, con el rotulador de trazo grueso que habían bajado para marcarlas, escribió en el cartón: “PARA GUARDAR”. Metió en ella el título, se cruzó de brazos y miró a Paco.
—Mi título se queda.
—Pues vamos bien —dijo él. Se cruzó también de brazos.
—¿Algún problema?
—No, no… Total, si tienes el capricho, se guarda. —Trató de no alterarse—. Yo solo lo decía porque no va a servir de nada.
—Eso nunca se sabe. Yo podría volver a trabajar.
—¿Tú? ¿Ahora? ¿Para qué? No digas tonterías, Mercedes. No nos hace puñetera falta que, a tu edad, te pongas a buscar trabajo. No irás a empezar otra vez con eso a estas alturas, ¿no?
—Pues mira, casi que lo estoy pensando. Ahora que los niños son mayores las cosas son muy distintas. Ya no me necesitan como cuando eran pequeños.
—¡Mercedes, por Dios, que eso ya lo decidimos hace años!
—¿Lo decidimos? Paco, Paco… lo decidiste tú en realidad. Yo solo me dejé convencer. Y no es que me arrepienta, de verdad, cariño. He criado dos hijos maravillosos y creo que he sido una buena madre y una buena esposa. Así que, ¿por qué no iba a poder empezar a trabajar de nuevo?
—¡Porque no nos hace falta! —repitió él, y esta vez subió el volumen.
—¡No te hará falta a ti! —dijo ella con el mismo tono de voz—. ¿Pero qué pasa si yo lo necesito? ¿Eh? ¿Qué hay de mí?
—¿Se te ha subido la sidra a la cabeza? ¡Vas a tener entretenimiento de sobra con la obra de la casa! Alguien tendrá que estar aquí y controlar a los albañiles, escoger las cortinas, resolver los imprevistos…
—Claro. Y ese alguien tengo que ser yo, ¿no es eso?
—Por supuesto. Yo tengo que trabajar. Lo lógico es que te encargues tú, como siempre.
Mercedes sacó el título de la caja y lo apretó contra su pecho. Miró a su marido.
—Paco, mi título y yo vamos a salir de este sótano. Nos han tocado treinta mil euros, Paco. Nos ha tocado la lotería. Un premio. Un buen premio. Si me apuras, te diría que nos ha tocado más de un premio. Por lo menos, a mí. Acabo de darme cuenta.
Volvió a dejar el título en la caja, se acercó a su marido y le puso las manos en el pecho.
—Paco, cariño, tira las entradas si quieres. De verdad. No me importa. Pero…
Dejó la frase sin acabar. Los ojos le brillaban y Paco supo que no era por el polvo del sótano. Recordó otra clase de polvos y descubrió, debajo de las patas de gallo de ella, el rostro de la joven empresaria de la que se enamoró. La que casi le pisó el ascenso. La que aceptó que la invitara al cine y le confesó, después de la boda, que había elegido aquella película porque era la que duraba más tiempo.
Tal vez ella tuviera razón. Tal vez les hubiera tocado algo más que los treinta mil euros de la lotería. Tal vez habría que desempolvar de aquel sótano muchas más cosas de las que pensaban.
Adela Castañón