Mi castillo

La piel es mi muralla,
mis ojos, las almenas que vigilan la torre
y que vierten al foso las lágrimas de sal
que a salvo me mantienen
cuando llega el ocaso, 
con su hora mágica de sueño entre dos luces.

Mi cuerpo es el castillo
que guarda entre sus muros mis tesoros:
los recuerdos perdidos, 
sueños encadenados
que como prisioneros en sus celdas
intentan escapar y romper las amarras
que los tienen atados,
las cadenas del miedo,
de las indecisiones y las dudas
que no dejan que vuelen.

Y el alma,
igual que una princesa en su castillo,
permanece encerrada,
ajena a los susurros que llegan desde fuera,
inmóvil, sorda y ciega.
Pero hay recuerdos que vuelan por el aire,
ese aire que se cuela por huecos traicioneros
que la memoria deja. 

Y entonces, en mis sueños,
los deseos olvidados se despiertan,
susurran sus anhelos,
y mi alma, que estaba acobardada,
se convierte en el dragón más fiero
que ruge y lanza llamas
y aviva con su fuego
la guerrera que vive en mi interior.
Y despierto y me pongo de nuevo 
la armadura brillante del amor.

Igual que una amazona 
elijo mi armamento, 
mi escudo es el papel
y mi espada es la pluma.
Y la tinta que vierto cuando escribo
es mi sangre gritando que te quiero.

¡Que error es encerrarse en un castillo
por pensar que la vida está allí a salvo,
sin comprender que lo que es más hermoso
se muere allí encerrado!

No sé bajar el puente levadizo,
y carezco de alas para escapar volando.
Si trato de nadar para cruzar el foso
me hundiré en una ciénaga de llanto. 
Por eso, por no poder huir
a buscarte en los bosques y en los prados,
escribo estos poemas
que ayudan a romper el muro de dolor
que tiene al corazón aprisionado. 

Adela Castañón

Imagen: Stefan Keller from Pixabay

Cien años tejiendo la paz

WILPF o LIGA INTERNACIONAL DE MUJERES POR LA PAZ Y LA LIBERTAD

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Este fin de semana, del 11 al 13 de noviembre, he asistido a la Asamblea Nacional que WILPF España ha celebrado en Zaragoza. Entusiasmada por los proyectos y por gran la actividad de las participantes, me preguntaba: «¿Por qué es tan desconocido este movimiento de mujeres pacifistas? Seguro que, si salgo a la calle y pregunto qué es WILPF, la gente me contestará que no sabe o, a lo sumo, que es una marca de coches o de lavadoras».

De esas reflexiones, y otras similares, nació este artículo. Sin darme cuenta, estaba entonando un mea culpa: «¡No sabemos vender bien nuestros proyectos!»

Espero que, si llegáis hasta el final, estas siglas tan enrevesadas dejen de sonaros a marca comercial americana y descubráis la trascendencia del movimiento.

Tejedoras de la paz

A lo largo de la historia, las mujeres hemos desempeñado un papel muy activo en la construcción de la paz y en la búsqueda de soluciones no violentas.

La experiencia nos dice que nuestra actividad ha resultado más eficaz cuando hemos dejado a un lado nuestras ideologías y nos hemos unido para influir en lo público. Con nuestra participación en movimientos pacifistas, hemos aumentado nuestra capacidad mediadora en las guerras y en los conflictos.

Y, de esto vengo a hablaros hoy. Del legado pacifista que hemos recibido de las madres de WILPF.

Pero, ¿qué es exactamente WILPF?

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Supongo que cuando habéis empezado a leer os lo estaríais preguntando, como me lo pregunté yo cuando se refundó en España en el año 2011.

Pues WILPF es una organización de mujeres pacifistas que acaba de cumplir cien años. Y es bastante desconocida porque su lengua de contacto es el inglés.

La palabra WILPF está compuesta con las siglas de Women’s International League for Peace and Freedom. Que, por cierto, resulta casi impronunciable en español.

Esta organización centenaria ha desarrollado una gran actividad en los países anglosajones, pero poca en España. Precisamente, para acercarla al mundo hispano parlante, las secciones latinoamericanas proponen llamarla LIMPAL (Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad); que haya traducciones simultáneas en los encuentros; y que los documentos sean bilingües.

Orígenes y primeros años de WILPF

Nació en 1915, en plena Guerra Mundial, durante un congreso en La Haya (Holanda) que se había convocado exprofeso para su fundación. En abril de 2015, se celebró otro congreso en el mismo lugar para conmemorar su centenario.

Esta Liga de mujeres, en los años 20, se consolidó y comenzó su difusión. Se pusieron en marcha algunos programas para llevar a cabo sus primeras actividades importantes: negociaciones para parar la guerra, movimientos antiarmamentísticos, “misiones” a los lugares en conflicto, presiones ante la Sociedad de Naciones, entre otras.

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La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue un punto de inflexión. La organización se enfrentó a situaciones comprometidas, muchas de ellas derivadas de la represión del nazismo.

En la posguerra, no resultó fácil afrontar las secuelas que había dejado la contienda. Entre otras cosas porque, en estos años, afloraron contradicciones internas en algunos movimientos pacifistas. Por ejemplo, Anita Augspurg, una de las fundadoras de WILPF y víctima de la represión nazi, dijo: “Es una organización que promueve la paz y la libertad. Pero yo ahora pongo la libertad por delante”.

Este bache también se debió, en parte, a su posicionamiento contra el nacimiento de la OTAN.

No obstante, intentó superar los obstáculos y actuó con energía para reorganizarse. Fueron años de una activa participación en la ONU: en la Conferencia de San Francisco, en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en la creación de UNICEF. En 1948, WILPF alcanzó el “estatus consultivo” de la ONU como organización no gubernamental.

Desarrollo posterior

Desde los años 60, viene compartiendo con otras organizaciones el trabajo por el desarme universal. Con el programa STAR (Stop the Arms Race), WILPF se ha centrado en la lucha contra todo tipo de armamento, especialmente contra el químico y contra las armas y pruebas nucleares. Con el programa Alcancemos una voluntad crítica (Reaching Critical Will), promueve la creación de movimientos y acciones a favor del desarme en todo el mundo.

En el programa Mujeres por la paz declara:

Todos nuestros proyectos están encaminados a la resolución pacífica de los conflictos y a obtener la paz, una paz justa y duradera, con todo lo que esto conlleva: justicia, igualdad, desarrollo económico (…) En cumplimiento de la Resolución 1325 de las Naciones Unidas sobre Mujeres Paz y Seguridad (2000), que impulsa el aumento de las mujeres en las negociaciones de paz, y en las instituciones que promueven la prevención de las guerras y la cultura de paz.

Manifiesto del 2015

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La decidida voluntad pacifista de WILPF está recogida en el manifiesto que se aprobó en el año 2015, en el Congreso de La Haya.

La violencia no es inevitable. Es una elección. Nosotras elegimos la no violencia, como medio y como fin. Liberaremos la fuerza de las mujeres y, en colaboración con hombres de igual parecer, crearemos un mundo justo y armonioso. Vamos a realizar la paz, que consideramos un derecho humano.

Una exposición sobre la historia de WILPF

Antes de terminar,  os voy a presentar la exposición que hemos hecho un grupo de socias de WILPF. Nos ha parecido una manera clara y didáctica de dar a conocer esta organización pacifista y antibelicista, que defiende los derechos de las mujeres.

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Está compuesta por cuarenta carteles que se centran en la historia de la Liga de mujeres por la paz y la libertad (WILPF).

Tomando como fondo el archivo fotográfico de la sede de Ginebra, cada cartel ilustra y explica un acontecimiento destacado.

Si los recorremos por orden, tenemos una información bastante ajustada de los avatares de WILPF en los primeros cien años de su existencia.

¿Para qué y por qué esta exposición?

Para divulgar su historia y difundir su trabajo de forma cronológica y temática. Y, porque, si conocemos nuestras raíces, entenderemos mejor nuestro futuro. El testimonio de las mujeres del pasado puede servirnos de estímulo para que nuestros compromisos actuales sean más firmes.

Las mujeres de WILPF intentamos llevar la paz a todos los rincones de nuestro planeta, en especial a las zonas de guerra. Procuramos tender puentes de diálogo en los conflictos y en los momentos difíciles.

Para conseguir el desarme total y universal, una paz justa y duradera, y la igualdad entre hombres y mujeres, buscamos una influencia directa sobre los gobiernos.

Ficha técnica

Hemos realizado la exposición las integrantes del “Grupo de Historia” de WILPF-España:

Concha Gaudó Gaudó (comisaria de la exposición), Carmen Magallón Portolés (presidenta de WILPF España), Gloria Álvarez Roche, Cristina Baselga Mantecón, Sandra Blasco Lisa, Piluca Fernández Llamas, Pili Lainez Clavería, Carmen Romeo Pemán e Inocencia Torres Martínez.

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Carmen Romeo Pemán

Tardes en la estación. Por Vanesa Sánchez Martín-Mora

Hoy nos visita de nuevo Vanesa Sánchez Martín-Mora. En las redes se define como «Escritora, ilustradora y mamá de Martina», y en las tres facetas brilla por igual. Este relato que ha querido compartir en Letras desde Mocade es buena prueba de ello. Bienvenida, Vanesa, y aquí tienes tu casa.

TARDES EN LA ESTACIÓN

Sam, era un niño de nueve años, pelirrojo, de profundos ojos verdes y la cara salpicada de pecas. Su madre lo peinaba cada día marcándole la raya en el centro y minutos después Sam lo alborotaba de cualquier forma porque decía que con ese peinado los niños se reían de él. Siempre llevaba la ropa limpia, los zapatos brillantes y olía a jabón de violetas que su abuela Ruth hacía en casa.

—¿Qué haces cada día en la estación, cariño? —preguntó Anna, su madre.

—Bueno, observo a las personas y luego invento historias sobre ellos.

—¿Eso es lo que haces todo el tiempo, escribir?

—Sí, a veces llega el viejo Bobby y comparto con él mi merienda. Al pobre le quedan solo cuatro dientes ¿sabes? Mastica fatal el chocolate.

—¿Bobby?, ¿quién es Bobby? —dijo Anna preocupada.

—Ah, es el perro del guardia. Es muy viejo para jugar; se queda dormido por todas partes. Solo sabe roncar.

   Mientras Anna sonreía por la charla con Sam, lo agarró por los hombros para darle un beso en la frente, ponerle bien las mangas de la camisa y un fallido intento por volver a peinarlo. Le dijo que no volviese tarde para la cena, pues prepararía espaguetis, pero Sam no la escuchó. Había echado a correr.

   Eran las cuatro de la tarde cuando Sam llegó a la estación ferrovial. El tren de línea Paris-Lyon, tenía prevista la salida a las cuatro y media. Como cada día, el pequeño era fiel a su cita para ver partir aquella máquina de grandes ruedas. Él nunca había salido de la ciudad, pero había muchas personas que sí, que iban y venían a todas horas. Y él envidiaba a cualquiera que lo hiciera.

   Sam sacó de su cartera verde un cuaderno y varios lápices, también sacó un trozo de pan y una onza de chocolate que colocó de forma ordenada a su lado izquierdo, y un trozo de tela bien doblada que usaba para amortiguar un poco la dureza del suelo. Se sentó en el mismo lugar de siempre, en el andén, junto a una papelera.

   Faltaba poco para que el tren se pusiera en marcha, ya se notaba el traqueteo de los zapatos de los caminantes cuando se escuchó el silbato que lo anunciaba. El tren se iba. Vio subir a mucha gente después de ver bajar a otras tantas que, a veces, llegaban a chocar por las prisas.

—Hola, pequeño —dijo la mujer que llevaba sobre su cabeza un canotier con plumas de colores llamativos y un vestido rojo bastante elegante—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Supongo.

—Vengo cada semana para ver a mi hermana que está enferma, y siempre te encuentro aquí. ¿Qué anotas en ese cuaderno?

—Cosas —espetó sin levantar la vista del papel que tenía delante.

—¿Y puedo saber qué tipo de cosas?

—Historias que invento cuando veo a la gente de la estación.

—¿Hay alguna historia que hable de mí? —dijo la mujer entusiasmada.

—Sí, y de esa cosa tan rara que lleva siempre en la cabeza, pero quizá no le guste lo que escribí sobre eso.

   La mujer echo a reír a carcajadas. El niño arrugó el entrecejo y la miró sin entender que era lo que le hacía tanta gracia. Le revolvió un poco más si cabe su peculiar cabello y se despidió de él.

   Tres días más tarde a la misma hora de siempre, Sam se encontraba preparando su zona de trabajo cuando vio que la señora del sombrero raro se mantenía en el andén, observándolo. Tenía en la mano dos billetes de tren y un paquete envuelto en papel Kraft sujeto con una cuerda. Sam se dio cuenta de que aquel día se estaba mordiendo las uñas de la mano que tenía libre, un gesto que antes no le vio hacer.

—Hola, pequeño. Soy Sara. ¿Me recuerdas?

—Sí, señora, la recuerdo, y a su sombrero también.

—¿Cuál es tu nombre?

—Sam.

—Bueno, Sam. Tengo un regalo para ti —le dijo mostrando el paquete marrón.

—¿Un regalo, para mí? Mamá dice que son lujos que no puedo tener siempre, solo en mi cumpleaños y en algunas navidades que papá gana algo más de dinero.

Sam se quedó un poco extrañado, las únicas personas que le habían hecho regalos eran sus padres y la abuela Ruth. Pensó que quizás esa señora era muy rica y les hacía regalos a los niños, regalos que escondía en la gran maleta que la acompañaba.

—¿Alguna vez has montado en tren?

—No, señora. No tenemos dinero para viajar, y tampoco a nadie a quien pudiésemos visitar.

—Podrías venir conmigo, te encantaría. Cerca de mi casa hay una gran tienda de dulces, ¿te gustan los caramelos, Sam?

—Nunca los he probado, pero los veo cada día en el escaparate de la tienda del señor Ford, de camino a la escuela.

—Te compraré varios si vienes conmigo. ¿Qué te parece la idea?

   El niño se quedó callado, pensando. Le había dicho muchas veces a su madre que le llevase a algún lugar para poder montar en tren, pero su madre le decía que no había dinero para esos lujos. Por una parte, deseaba subir a ese cacharro que tanto le gustaba, pero también estaba preocupado por su madre, no le gustaba que hablase con extraños, y si se enteraba se enfadaría mucho con él.

—Solo si promete que volveremos pronto —dijo al fin—. A mi madre no le gusta que me retrase para la cena, y a mí no me gusta tomarla fría. Se preocupará mucho si llego tarde, siempre lo hace.

—Prometido —dijo Sara.

Rígida como una estatua, esperó a que Sam recogiese sus cosas mientras le escuchaba decirle al viejo Bobby que le esperase, que volvería en un rato.  La señora lo cogió de la mano y subió con él al tercer vagón, desde el que se veía la garita del señor Robinson, el guardia y amigo del padre del pequeño. Una vez se hubieron acomodado le tendió el paquete, Sam lo cogió de buen agrado y lo abrió.

—¿¡Un cuaderno!? Ya tengo cuadernos, no necesito más —dijo decepcionado.

—Este será especial, a partir de ahora escribirás tu propia historia —le dijo dándole una palmadita en la pierna.

—Mi historia, ¿por qué mi historia? —preguntó sorprendido. Pero Sara no contestó, solo saco de su bolsa el libro que estaba leyendo y se acomodó en su asiento.

   En ese instante, Sam no dijo nada más, giró la mirada hacia la ventanilla para observar el paisaje cuando el tren avanzase. Observó al viejo Bobby que ladraba sin descanso junto a su ventanilla y le extrañó. Preocupado por no volver tarde a casa, pues su madre había preparado para la cena su plato favorito, ratatouille, no se dio cuenta que el guardia había salido corriendo hacia su vagón mientras gritaba palabras que se perdieron con el ruido de la máquina al ponerse en marcha, y que se disiparon tan rápido como el humo del tren.

Aquella noche sí se quedaría fría su cena; y el corazón de su madre.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen: Javad Esmaeili en Pixabay

 

Los cuentos de Martina

De las fragolinas de mis ayeres.

A Martina Berges, de hoy. La última niña de casa Martina.

Martina dormía en una de las dos alcobas que daban al cuarto de estar, con cortinas de flores y vigas encaladas. En la otra dormían sus padres.

Colgaba sus vestidos preferidos en una percha a los pies de su cama niquelada. Delante de todos, el blanco que le ponían los domingos para ir a misa. Justo debajo, en el suelo muy ordenaditos, los zapatos y los calcetines de perlé que le había tejido su madre junto a la estufa, cuando se sentaba a descansar. Encima de una mesilla de madera de pino, apilaba los libros que le prestaba la maestra. El primero era su favorito: Cuentos de Padín. Por las noches, su madre, antes de irse a dormir, lo abría al azar y le leía uno. Algunos los había oído tantas veces que se los sabía de memoria.

Con el calor que llegaba del cuarto, la cal de los maderos se resquebrajaba en figuras caprichosas. Cuando su madre acababa el cuento, le daba las buenas noches y ella se quedaba con la mirada fija en uno de esos dibujos. Se inventaba una historia y después se la contaba a Padín, el cachorrillo que la seguía a todas las partes. Hasta dormía en la alfombra junto a su cama. Lo llamaba Padín, como su autor preferido.

Una mañana, cuando Martina se despertó, lo primero que vio fue el agujero de la viga que estaba justo encima de su cabeza. Lo había hecho la noche anterior. Primero probó con las tijeras de los recortables, pero se le doblaron. Al final, lo consiguió dando vueltas con un lápiz como si fuera un destornillador. “Ahora sí que podré pasar”, pensó.

El viaje por las rendijas comenzaba cuando se iba su madre. Padín se sentaba sobre las patas traseras, levantaba las orejas y escuchaba los cuentos que Martina inventaba para él. Todo se complicó el día que Martina desapareció por el agujero. El cachorro comenzó a ladrar. Más que a ladrar, a lloriquear mirando al techo. Enseguida llegaron sus padres, que esa noche estaban desgranando maíz junto al hogar. No habían oído ningún ruido ni la habían visto pasar por la cocina hacia la calle. La buscaron por todos los rincones. Como la noche avanzaba y no aparecía, cerraron la puerta de la calle:

—Seguramente andará en alguno de sus juegos al escondite con Padín —comentó la madre. —Déjala que cuando se canse de jugar se irá sola a la cama, que ya se va haciendo mayor.

Al amanecer, Padin vio a Martina que se descolgaba por el agujero del madero con el camisón desgarrado y dejó de lloriquear.  Martina lo miró a los ojos y le habló con tono de enfado:

—Mira, si vuelves a ladrar, yo no te dejaré dormir a mi lado. Tendrás que ir a la cuadra con los mastines del ganado. —A la vez que se lo decía, se le enrasaban los ojos.

Ese día, en la escuela tampoco quiso jugar en el recreo. Se sentó en el rincón de la puerta que daba a la iglesia. Sacó del bolsillo una libreta de tapas de hule negro y, con su torpe letra, se puso a escribir. Cuando sus compañeras la vieron acurrucada y concentrada, se acercaron:

—Eso lo haces para hacerte la interesante —le dijo una de coletas pelirrojas.

—Anda, déjala, que no se atreve a saltar a la comba —terció otra.

Entonces se acercó la maestra:

—¿Ya estamos como todos los días? Dejadla en paz —y volviéndose a Martina le dijo—: Sería mejor que jugaras con ellas.

—Pero si son ellas las que no me dejan. Me dicen que soy pequeña y que no sé correr ni jugar al “tú la llevas”.

Martina a sus casi nueve años era una niña con un pelo muy liso, tan liso que para su primera comunión no le pudieron hacer tirabuzones. Siempre había ido peinada con coletas, hasta el día en que se llenó de piojillo buscando nidos con los chicos. Su madre se enfadó y le espolvoreó la cabeza con DDT Chas, los polvos que usaba para las gallinas. A continuación le cortó el pelo a tijeretazos. Al día siguiente, antes de llegar a la plaza, oyó a las chicas: “Pareces un chico”. Pasó de largo y se acercó al grupo de los chicos. Pero, como no  los podía seguir en sus correrías, todos a una le cantaron eso de: “meonaa, cagonaa”.

Martina se las apañó sola y buscó un escondite apartado del pueblo. Cuando salía de la escuela, cogía la libreta y el lápiz, llamaba a Padín y juntos tomaban el camino del río.

Allí, como si fuera una comadreja, se metía dentro del tronco de un viejo árbol arrastrado por la corriente hasta la orilla del río. Y, escribe que te escribe, perdía la noción del tiempo. Una tarde notó que algo se movía a sus pies, le pareció una serpiente y gritó.

Padín, que estaba fuera sentado sobre sus patas traseras, comenzó a ladrar dando vueltas alrededor del tronco. Al poco rato, Martina vio los ojillos del abuelo que asomaban por un hueco del árbol.

—Abuelo, perdona, es que me he encontrado con esta cueva encantada.

—Déjate de encantamientos y vámonos a casa. Ya casi es hora de cenar. Todos te estábamos buscando.

En la puerta de la casa la esperaba su madre con el delantal recogido en la cintura. Le dio una buena zurra y la mandó a la cama sin cenar. Martina lloró y lloró, sin saber por qué lloraba.

Cuando su madre acabó de zurcir un pantalón de su padre, se acercó a darle las buenas noches. Ella le pidió que le leyera un cuento de Padín. El que siempre la hacía llorar.

—Y colorín, colorado. —Su madre cerró el libro y le dijo al oído—Prométeme que mañana serás buena

—Te lo prometo. Palabrita del Niño Jesús. —Cruzó los índices y se los besó. Su madre le dio un beso y salió de la alcoba.

Al poco rato Padín comenzó a ladrar.

Carmen Romeo Pemán.