Por ti, por mí, por ella

—¿De verdad te parece buena idea? —preguntó Jaime con una sonrisa.
—Sí, claro… Si no, no te lo hubiera dicho.
—Ya.
Jaime lo dejó ahí. Mercedes se acarició la barriga. Faltaba menos de un mes para el parto, ¡qué ganas de verle la cara a su niña!
—A ver, Jaime, —Notó una patada y sonrió—, no estoy diciendo que vaya a empezar a trabajar enseguida, solo digo que puedo darme de alta en la bolsa de trabajo. Posiblemente pasarán meses antes de que me llamen, si me llaman. Tiempo suficiente para dejar a la nena más mayorcita.
—¿Y el pecho? ¿Has cambiado de opinión sobre eso?
—Que no, hombre, no te pongas así. Pienso dárselo y lo sabes.
—No hace falta que te pongas a trabajar. Puedo hablar con Jacinto, él tiene siempre la última palabra en las decisiones de la junta directiva de la empresa y todavía no ha hecho público que la subdirección se la va a dar a Marcos. Y yo no he comentado nada de tu embarazo en el trabajo porque no me gusta darle tres cuartos al pregonero. Jacinto le debe muchos favores a mi padre. Puedo decirles a mamá y a él que lo inviten a comer o a tomar café, si quieres, y que, como quien no quiere la cosa, que saquen el tema de que van a ser abuelos. No hace falta ni que vayamos nosotros también, que no parezca que queremos presionar o que…
—Que no, Jaime, que no es por eso.
—¿Entonces, por qué ese antojo de volver a trabajar? Si no es por el dinero…
—Es por… —Mercedes se toca la barriga de nuevo—, es por mí, por nosotros. Quiero que mi hija esté orgullosa de su madre cuando crezca y que…
—Cuando crezca ¿cómo?, ¿sin una madre? Porque si la va a criar una persona extraña ya me dirás tú. Yo me siento orgulloso de mi madre, y toda la vida ha sido solo eso: madre y esposa. Y creo que lo ha hecho genial.
Mercedes se muerde la lengua. Como entre al trapo con el tema de la suegra, pierde la batalla, fijo. Coge la mano de Jaime y se la lleva al vientre:
—Mira cómo se mueve, cariño, ¿la notas? Va a ser una guerrillera.
—Claro. —Jaime agacha la cabeza y deja un beso en la tripa—. Chiquitina, dile a tu madre que sea buena y no te deje sola.
Mercedes se pone de pie con más brusquedad de la que quería. Para disimular, se acerca a la encimera de la cocina y se sirve un vaso de agua.
—No la voy a dejar sola, Jaime, no digas tonterías.
—Pues ya me dirás tú qué vas a hacer si te pones a trabajar. Alguien tendrá que estar con la niña, ¿no?
—A ver, mis padres trabajaban los dos y también creo que lo hicieron genial, ¿no?
Nada más decirlo, Mercedes se da cuenta de su error. Jaime también, claro, y no desaprovecha la ventaja.
—¿Genial, dices? Ya. La que lo hizo genial fuiste tú. Ser la mayor de los cinco no les daba derecho a que te pidieran que hicieras de madre con tus hermanos. Y, además, nuestra hija no tiene más hermanos por ahora, así que… ya me dirás —repite.
—¿Entonces para qué he estudiado una carrera? ¿Eh?
—Pero, Merce, no te pongas así. Si yo estoy muy orgulloso de ti, cariño. Has trabajado como una mula toda tu vida, has tenido que sacarte la carrera mientras cuidabas de cinco críos, sacaste una notaza estupenda en el MIR… ¿te parece poco todo eso? Te has ganado a pulso descansar un poco, ya va siendo hora de que alguien se preocupe por ti en lugar de preocuparte tú por los demás.
—Pues por eso. Empezar a trabajar sería como ocuparme de mí.
—Para eso ya estoy yo, mujer. ¿Pero y nuestra niña? ¿Quién se iba a ocupar de nuestra hija?
—Jaime, cuando me pediste que nos casáramos quedamos en que yo trabajaría.
—Sí, pero no contábamos con que te quedarías embarazada antes de lo que pensábamos.
—No tiene nada que ver.
—Sí que lo tiene, Mercedes. Tenemos una hija en camino. Tenemos dinero más que suficiente para vivir. Si crees que vamos a necesitar más, le diré a mi padre que hable con Jacinto para que me suba el sueldo. Seguro que le dice que sí.
—¿No lo entiendes, Jaime?
—Y, además, no quiero a nadie extraño en mi casa.
Mercedes da un sorbo de agua sin sed, solo para ganar tiempo. Debió meditarlo antes de sacar el tema de conversación, pero es que desde hace unos días es incapaz de pensar en otra cosa. Cuando Jaime le propuso cambiar los anticonceptivos por el preservativo le pareció bien. Pero ha estudiado medicina, sabe que los controles de calidad en temas de farmacia son muy buenos, y sabe que no es tan fácil que haya preservativos pinchados. Y está feliz con su embarazo, sorprendentemente feliz. No se lo esperaban, claro, se suponía que los niños vendrían al cabo de tres o cuatro años, pero cuando ocurrió le pareció un regalo inesperado.
De hecho, pensó Mercedes hace unos días, es extraño que los dos lo encajaran tan bien. Sobre todo, Jaime.
Y ese pensamiento y otros por el estilo son los que, de noche, la hacen dar vueltas en la cama. Aunque le echa la culpa a la tripa, sabe que el motivo no está en su útero, sino en su cabeza.
Mira a Jaime y lo ve rascarse detrás de la oreja. Siempre hace eso cuando va a decir algo que tiene pensado desde hace tiempo. La niña, en la tripa, se revuelve más de la cuenta.
—Pues mira, Mercedes, si te pones así, no sé cómo voy a impedirlo. Pero le diré a mamá que se venga a casa. Ella sola, o, si quiere, que se venga también papá. Por lo menos durante el primer año. No quiero que a mi hija la eduque una extraña.
—Ya veremos.
Jaime se levanta y abraza a su mujer por la espalda.
—Ea, Merce. Esa es mi condición, y así todos contentos. No discutamos más, ¿vale?
Mercedes no contesta. Le da otro sorbo al vaso de agua y se acaricia la barriga una vez más. Jaime no se ha dado cuenta, pero el gesto de rascarse la oreja lo ha delatado. A saber cuanto tiempo lleva esperando para dejar caer lo de que su suegra se instale en la casa. La niña, en la tripa, le da una patada tan fuerte que casi le duele y a Mercedes le parece que su chiquitina le está leyendo el pensamiento.
Mañana echará los papeles a la bolsa de trabajo. Y ojalá la llamen incluso antes de dar a luz. Recuerda que la baja maternal existe. Que su madre se va a jubilar en unos meses. Y que, en casa de sus padres, la habitación de sus dos hermanos menores está vacía desde que Pedro se casó y Santi se fue a vivir con su novia.
Su niña estará orgullosa de su madre. Vaya que sí.

Adela Castañón

Imagen de Andi Graf en Pixabay

Y fueme peor

A todos los que, en algún momento, han tenido que abandonar su casa.

Cuando cumplí los once años, mi padre me sacó de la escuela y todos los días me mandaba a cuidar la viña de Fontabanas. Antes de llegar me paraba en la caseta del señor Gervasio. Le llevaba el pan que nos había sobrado la víspera y la bota con un poco de vino. Como no sabía de qué hablar, le contaba cosas que pasaban en El Frago. Entonces él me acariciaba la cabeza y me decía:

—Anda, déjalo. —Tragaba saliva—. Para tus gentes yo siempre he sido un extraño, así que ni siquiera se molestarían en enterrarme si me encontraran muerto. A los que no hemos nacido aquí nos comerán los buitres.

—Eso no es así —protestaba yo—. Mi madre me prepara todo para usted y me dice que a la vuelta le cuente cómo se encuentra.

—Claro, claro. Es que tu madre es tan forastera como yo. Llegó de Ansó cuando se casó con tu padre y siempre será “la ansotana”. Así, sin nombre y sin amigas con las que alparcear.

—Es que mi madre no las necesita. Está todo el día trabajando y no le queda tiempo ni de asomarse a la ventana.

—Algún día entenderás lo duro que es vivir en un pueblo en el que no has nacido. Hasta te dan los buenos días con otro tono. Por cierto, estos fragolinos parece que siempre están enfadados. Con un ¡quihaay! se nos quitan de encima. Bueno, a veces entre ellos también se hablan así. En mi pueblo, allá en los Monegros, decíamos: “Buenos días nos dé Dios”.

—¿Y por qué se fue de su pueblo?

Al señor Gervasio se le soltó la lengua. Que sus padres no podían alimentar a doce hijos. Que, cuando cumplían diez años, todos tenían que salir de casa y no mirar atrás. Que todos se iban con los trajineros hasta que los dejaban de sirvientes en algún pueblo.

—¿Cómo vino a parar a El Frago?

Entonces me contó que a él lo habían dejado en la Carbonera, donde trabajaban muchos fragolinos.  Allí, junto a las caberas no pasaba frío y siempre le caía algún bocado.

—Todo iba medianamente bien hasta que cogí unas calenturas que lo jodieron todo. Menos mal que uno de los que estaban conmigo me habló de esta caseta. La llaman la Caseta del Judío. Dicen que por las noches vuelve el fantasma de su dueño, aunque yo nunca lo he visto. Y eso que llevo muchos años. Aquí nació mi hijo y murió mi mujer de sobre parto. —Se quedó callado y yo me levanté para marcharme.

—Mocé, ya te he dicho que algún día lo entenderás. —Me hablaba desde un camastro, sin abrir los ojos—. Todos queremos formar parte del rebaño mejor alimentado, pero los perros no dejan entrar a las ovejas desconocidas. Así no les escasea la hierba y se mueven poco. Mientras tanto ellos se pueden echar la siesta. —Volvió a quedarse callado—. Ahora vete y no le digas a nadie que me vienes a ver, que pensarán que te he contagiado el solimán que llevamos dentro los forasteros.

Con su hijo Antón coincidí pocas veces antes de que se marchara. Estaba de repatán para casa Luriés. Madrugaba mucho y volvía muy tarde. Todo por una comida escasa. Encima se llevaba las culpas de todos los desaguisados. Según señor Gervasio, su hijo estaba harto de los amos y de unos criados bobalicones y mentirosos.

Antes de cumplir los catorce, un día me encontré la caseta cerrada. El señor Gervasio desapareció y nadie comentó nada. Ni siquiera mi madre. Pero yo me seguía acercando a la puerta a ver si volvía. Poco a poco se me quitó la costumbre. Y cada vez que miraba a mi madre, el señor Gervasio crecía dentro de mí.

Pasaron los años. Mi madre murió. Yo me casé con una moza de otro valle. A mis hijos les contaba las historias del señor Gervasio y de su hijo Antón. Antón, como había hecho su padre, se fue de El Frago cuando cumplió los diez años. El señor Gervasio le había advertido muchas veces que, si un día abandonaba el pueblo, que se fuera con los trajineros. Desde allí lo más fácil era juntarse con los que iban y venían a Ayerbe. Como eran gentes de muchos lugares que se unían para transportar las mercancías, se pasaban el camino dando noticias de otros pueblos, y así no contaban sus penas.

Después, el señor Gervasio subía todas las mañanas a la Cruz de Pinarón. Allí, entre los que venían de un sitio y otro le daban noticias. Que si Antón se había echado al monte, que si estaba en la legión o que si andaba metido en el estraperlo. Pero, antes de un año, le perdieron las huellas y nadie volvió a saber nada de él.

Yo les decía a mis hijos que el señor Gervasio sabía que su hijo era como él. Que los dos habían salido de sus pueblos buscando una vida mejor y no encajaban en ninguna parte. Entonces, me levantaba la boina y me rascaba la cabeza. Mis hijos sabían que les iba a repetir una vez más las palabras del Buscón. Esas que le había oído tantas veces a mi maestro y que las tenía bien metidas en la mollera. “Nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”.

Un día, antes de comer, mi hijo pequeño vino a buscarme a la viña.                               

—¡Padre, padre! Está abierta la caseta del señor Gervasio.

Me acerqué despacio, sin hacer ruido. Cuando me asomé por una rendija, pensé que se me había ido la olla o que había vuelto el judío. En el camastro del señor Gervasio había un bulto encogido. Achiqué los ojos. Era un anciano. Con los nervios se me escapó su nombre.

—Señor Gervasio, al final ha vuelto. ¡Qué alegría! —Mientras tanto empujaba la puerta, como había hecho siempre.

—No le conozco, buen hombre —me dijo con esfuerzo—. No soy el señor Gervasio, soy su hijo. Al final, los hombres, como los animales, siempre volvemos.

Después dejó de hablar y no paraba de gruñir. Me recordó a esos perros que, para guardar su rebaño, se tienen que enfrentar a otros perros y vuelven a casa llenos de heridas. Yo también dejé de hablarle y le repetí varias veces: “quihaay”. Entonces él me respondió con lo mismo y se dio la vuelta hacia la pared. Con los días conseguí que me hablara. Cuando le entraron los temblores de las tercianas, lo llevé a una Casa de la Caridad, donde cuidaban a los viejos. Les dije que era un pariente lejano, que si le pasaba algo yo me encargaría de todo.

Los arrieros me trajeron la noticia. Fui a buscar sus pertenencias. En la parte trasera del caserón, debajo de un sauce, estaba su macuto.

—Nunca hablaba con nadie —Era la voz de un anciano que se me acercó arrastrando los pies—. Lo encontraron colgado allí. —Con su mano temblorosa me señaló las ramas del sauce—. Y lo echaron al pozo que hay detrás de la tapia. Desde el primer día supe dónde estaba. A las pocas horas de morir, los buitres ya daban vueltas en el cielo.

Entonces me volvieron las palabras del Buscón: “Determiné pasarme a las Indias pensando que, si mudaba de mundo y de tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor”.

Carmen Romeo Pemán

Fotografías: propiedad de la autora.