Pido la palabra. Abrazada a los miedos

Mocade recibe una vez más a Vanesa Sánchez Martín-Mora que nos regala un nuevo relato suyo:

ABRAZADA A LOS MIEDOS

Escuché como la señora abría el postigo de la puerta que daba al patio; el suelo estaría encharcado por la tormenta que cayó durante la noche. No tenía reloj para ver la hora, pero no debía ser muy temprano. Los escasos rayos de luz ya se colaban acertados por las grietas de la madera que tapiaba la ventana, y eso solo sucedía en esa parte de la casa llegando el medio día.

Las tripas vibraban bajo mi piel desde hacía varias horas. La señora siempre aparecía después de ventilar la casa, me ponía un mendrugo de pan encima del retrete y esperaba para asegurarse de que me lo comía, supongo que no quería correr riesgos si mi madre aparecía por allí. Pero ese día no hubo nada que comer.

 Debí quedarme dormida un rato largo. Cando desperté, todo estaba sumido en una penumbra que seguramente avecinaba otra tormenta. No había rastro alguno de que la señora hubiese entrado para dejarme algo de comer, ni tampoco se escuchaba ruido alguno que me hiciese saber que no estaba sola. De pronto, un líquido caliente y ácido subió hasta mi garganta y lo vomité, pero no me asusté, conocía esa sensación.

Unos minutos después, escuché los pasos de la señora. De vez en cuando usaba zapatos con tacón y repiqueteaban al acercarse. Seguramente me escuchó vomitar, pero eso nunca lo he sabido. La maté unos días después. Los zapatos delataban su presencia tras la puerta del diminuto baño en el que perdí la cuenta de los días que estuve dentro, pero no llegó a entrar esa tarde. Creo que fue una especie de castigo.

La herida de la pierna estaba sangrando cuando me desperté de nuevo al día siguiente. Recuerdo el frio de la cerámica en mis muslos y la sangre bajando despacio hasta mi rodilla. Lo que no recuerdo es qué pasó ni quien cosió la herida, pero no se curaba. La piel de alrededor se veía más amoratada cada día.

Era otro día más en un cubículo de azulejos desconchados por donde salían cucarachas algunas veces. Al principio me daban miedo, pero después de varios días empecé a ignorarlas, a obviar su presencia. Hasta me sirvieron de entretenimiento mientras corría el reloj.

Estaba a punto de desvanecerme de la flojera cuando los zapatos de la señora sonaron cada vez más rápidos y más cerca. Una voz extraña se escuchó antes de que la puerta se abriese a trompicones por lo hinchada que estaba de la humedad. Será mi madre, pensé. Una joven con bata blanca y una cofia en la cabeza con el dibujo de una cruz roja se arrodilló al verme acostada dentro de aquella bañera oxidada. Del grifo que la coronaba siempre caía una gota de agua que yo bebía. En seguida me puso las manos en la frente y se dio cuenta de que estaba ardiendo. Empezó a discutir con la señora que permanecía inmóvil y de brazos cruzados con los labios muy apretados, como siempre. Unos minutos después de haber salido de mi guarida, la joven volvió con un maletín que tenía dibujada la misma cruz roja del gorrito de su cabeza. Sé que fue mi madre la que mandó a aquella joven, la conozco. Lo que no entendí nunca era porque mi madre no se ocupó de mí en lugar de mandar a alguien. Me dejó aquí cuando la nombraron líder de los revolucionarios. Según me contó antes de irse a defender nuestros derechos, la señora cuidaría de mí el tiempo que ella estuviese en el frente. Ojalá se diera cuenta de que corro menos peligro si me lleva con ella donde sea que tenga que estar.

La pierna me quemaba como si tuviese una vela encendida cerca de la piel, no sé qué clases de líquidos eran los que la joven vertió en mi herida, pero poco a poco, con el paso de los días, la pierna dejó de sangrar y de doler tanto. Ya no tenía ese color morado de antes.

Recuerdo que durante los días que aquella joven, que resultó ser una enfermera, venía a curar mi herida, la señora no falló ningún día con el mendrugo de pan y un pedazo de manzana renegrida que a veces tenía hormigas, pero que no me importaba porque el sabor dulce era un placer que jamás antes había disfrutado. Aquello duró apenas una semana. El ultimo día que vino, aquella joven enfermera se despidió de mi con un beso en la mejilla después de examinarme y cerciorarse de que había mejorado. Quise darle las gracias, pero desde que mis cuerdas vocales fallaron al gritar el día que me separaron de mamá, no he conseguido que mi voz se entienda, por eso preferí callarme. No quería ser mal educada y apreté su mano cuando ella borró el rastro de una lágrima de mi cara. Ese fue el último día que comería manzana dentro de aquel fúnebre baño.

Cuando la señora cerró la puerta, dejándome de nuevo a la suerte del tiempo, rodeada de las cucarachas que aparecían cuando no presenciaban ruido alguno y obviándome también a mí, me moví sigilosa hasta la puerta que separaba mi vida de la realidad. Apoyé mi oreja en la madera astillada y mal pintada para ver si lograba distinguir alguna palabra. Quería que aquella joven volviese de vez en cuando; sus caricias eran muy parecidas a las de mamá, y no quería que aquello dejase de suceder. Al volver a entrar en aquella bañera que me estaba dejando la espalda igual que un arco de flechas me mareé un poco, y fue al sujetarme en aquella cortina que desprendía un fuerte hedor a moho y que había adoptado un color verdecino como el de la verdolaga que crecía junto a la casa que mamá tenía antes, cuando algo plateado y metálico rodó hasta introducirse bajo un cojín mugriento que mi madre me puso un día que vino a verme. Nunca antes había visto aquel utensilio, pero era peligroso por lo afilado que estaba.

A la mañana siguiente, la señora empezó muy temprano a trastear cerca de mí, pero al otro lado de la puerta. Sé que era temprano porque los rayos de luz aparecieron bastante rato después. Sonaban ruidos de puertas y ventanas como si las abrieran y cerraran, con furia, y después, un silencio absoluto que me puso la piel de gallina. De pronto volví a escuchar el traqueteo de sus zapatos acercarse con ligereza a la puerta con una rapidez atípica en ella. Traía un mendrugo de pan en las manos y sonreía como jamás lo había hecho antes. No sé qué intención tenía con aquella sonrisa, solo puedo decir que me convertí en la asesina perfecta cuando se agachó a soltar el trozo de pan duro en la tapa de retrete. Me abalancé con agilidad sobre ella y le clavé aquel trozo afilado de metal en la garganta. Recuerdo que antes de irme del agujero en el que había mancillado mi dignidad, la dejé desangrándose y con fuertes espasmos, tirada en el suelo.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen de Alf-Marty en Pixabay

Pido la palabra. ¿Quiere ser usted más feliz?

Autor: Fernando Bermúdez Cristóbal

Nos visita hoy en «Pido la palabra» el escritor Fernando Bermúdez Cristóbal. Nació en Tauste (Zaragoza) «Perla» de las Cinco Villas de Aragón. Graduado en Ciencias Sociales por la Universidad de Zaragoza. Estudió Derecho en la UNED, y Metafísica mediante la Universidad de San José (California). Es lector asiduo a la literatura, y un melómano de la música clásica. A la temprana edad de los 14 años comenzó a escribir novela corta. Colaborando como articulista en los periódicos Amanecer, El Noticiero y Heraldo de Aragón. E igualmente ayudó impulsar la revista Bardenas. Más tarde, pasó a llamarse Arada y Cultivo. Escribía con placet de la época. A los 17 años el periódico Amanecer quiere contratarlo como redactor de dicha prensa. Le halaga la oferta. Fueron momentos singulares en su vida. Rechaza la oferta de Amanecer y también la propuesta de la Editorial Rollán de Madrid, puesto que creaban una colección literaria, exclusivamente para él. A los 18 años se dedicó al estudio universitario.
Dejó atrás un bagaje literario, entorno a unas veinte novelas cortas, y cientos de artículos como colaborador de los periódicos y revistas comentados. Actualmente reside en Zaragoza. No ha olvidado su ocio, y ha reiniciado la escritura, algo que tal vez nunca hubiera renunciado a ello. Retorna a la literatura con una novela histórica publicada en 2011; “Casio de Tahust” y “Al norte del remanso”. En 2014 publicó “Pacioli y Aurora”. En 2015 “La Colina de Purburel”. En 2016 Relatos Favorábilis de Lectura”. En 2018 Los “Efluvios de las Rosas”. En 2020 sin editar “La sobrina del general”. En 2019 ganador del premio nacional de literatura Bolivia. En 2022 ganador de la Pluma de Oro de Chile. Pertenece a la Asociación de Escritores de Aragón.

Hoy comparte en Letras desde Mocade este artículo suyo:

¿QUIERE SER USTED MÁS FELIZ

Procure usted no hablar mal de terceras personas. Su registro de voz queda grabado en su subconsciente. Si ha dicho algo no cierto o inexacto, cada vez que se encuentre con el aludido procurará rehuirlo o en su defecto no se encontrará a gusto con él, ni consigo mismo. La razón es coherente y muy sencilla. Su subconsciente le remitirá un mensaje a su consciente de aquel recordatorio no grato.

El pensamiento es distinto. Es fugaz. Y aunque procede, aparentemente, de la misma naturaleza, su sinopsis no hace daño al subconsciente al no expresarlo con la voz. 

Evitar ser negativos con este hecho. Nos sentiremos mejor.

Para ser feliz no hace falta copiar la forma de ser de otras personas. Aspecto, este, muy frecuente en personas jóvenes. Ni pretender las riquezas de pudientes gentes de negocios. Ni tampoco las ostentaciones aparentes de suntuosas mansiones, chalet de lujo, coches deslumbrantes, ni lucir o exhibir el cuerpo por una pasarela. 

Piense que yo tampoco le voy a dar una fórmula para que lleve a cabo lo anterior. Y, además, quiero manifestarle que existen muchas personas que poseen inmensas riquezas y también son inmensamente infelices. No obstante, voy a intentar que su ser, su yo, como persona, se encuentre consigo mismo y mejore su bienestar.

La felicidad, ni se compra, ni se vende. La felicidad humana es algo mucho más importante que todo lo expresado.

La felicidad es connatural con el ser humano y con su propio yo, que, en sí, es la conciencia de la persona. Otra cosa es cómo nos han educado para encontrarse uno mismo con su propio yo. Esta es una tarea definitoria, tal vez ardua, ahora y siempre. No obstante, tengo que decir de la existencia de personas, los menos, que han nacido con esa “gracia” de ser felices permanentemente. A eso se le llama “gracia exógena”. Dicho coloquialmente. La creatividad de dentro hacia fuera.

Iniciamos el siglo XXI de la era cristiana con unas influencias externas hacia nuestras personas, tanto para los niños, jóvenes, enseñantes y adultos, que en la mayoría de los casos anulan nuestra personalidad, y con ello nuestro propio yo. La forma generalizada del vivir con prisas, premuras, nuevos comportamientos sociales y económicos, hacen que nuestra cultura y civilización sean contradictorios, y tal vez exista la falta de un primitivismo interno en las personas, para que sepan discernir o separar hasta qué punto el ser humano actúa siempre como resorte o copia de lo que ve u oye, y nunca actúe por su propia iniciativa como consecuencia de su propia creación interna. Esto último sería la consideración del yo, como ser.

Para saber utilizar uno mismo el yo, hay que empezar a ser sincero con uno mismo. Para ser sincero con uno mismo, habrá que conocerse en los grados íntimos de su propia persona. Tanto en lo material, como en lo inmaterial. O también podríamos sintetizar lo tangible y lo espiritual.

Tendríamos que aprender a respetarnos a nosotros mismos, como seres unilaterales, para saber respetar y convivir con el resto de los seres. Genéricamente hablando, me refiero a la sociedad en general, a nuestros congéneres, hijos y familiares.

Es difícil respetarse a uno mismo. El humano, lo que conocemos como el “homo sapiens”, es la única criatura que genéticamente conserva en su interior los mismos instintos primitivos que nuestros antepasados de hace millones de años. Hay que empezar a luchar con ese primitivismo que sin darnos cuenta aflora en nuestras mentes, y a veces en nuestra conducta de forma instantánea e incontrolable.

Hay que saber discernir claramente el bien y el mal. Aunque congénitamente ya conocemos las dos ciencias. Obsérvese el comportamiento de un niño pequeño cuando, sin motivo alguno, pega o gatuña al más próximo. Está ofreciendo su instinto agresivo y habrá que corregir ese defecto innato. Si no se lleva a la práctica y el pequeño sigue con la misma conducta, ese niño llegará a ser de adulto una persona agresiva, sin poder determinar a priori su grado de agresividad.

La formación del humano está compuesta por los siguientes pilares para poder ejercer una acción práctica de favorecer lo contranatural de nuestras sinapsis:

Primero:

-Los padres constituyen uno de los pilares básicos para la formación de los adolescentes.

-El entorno donde se desenvuelve el adolescente.

-Los enseñantes o profesores.

-Las amistades.

-Y el comportamiento de la sociedad. (Usos y costumbres).

Lo conceptual, de lo enunciado, podríamos definirlo que llevado a la práctica es imposible su perfección, y por ello no se puede ejercer una fuerza que perfeccione al ser humano, en su periodo de formación, porque estamos hablando de algo tan sencillo como es genéricamente el comportamiento del humano. Hay padres que no pueden formar a sus hijos, porque ellos carecen de su propia formación interna. Son pilares vacíos. El entorno está supeditado, en principio, a la vivienda y el fundamento en general de la población donde residas. Los enseñantes sí son importantes. La educación son mimbres para los adultos. Por ello es fundamental la docencia.

Al parecer, esta conjunción de conceptos podría plantearnos la pregunta de la aparente relación de ¿qué tiene que ver todo esto para ser felices? Y yo respondo rotundamente; pues todo, y tal vez nada. Pero estas dos respuestas serían una incongruencia y hasta una metáfora sin sentido.

Hemos de recopilar datos, antes enunciados, para paulatinamente ir al meollo de cómo ser felices con nosotros mismos. Tendremos que prescindir de la retórica y, tal vez, un tanto de inicios metafísicos, pues no es esa la intención de esta charla.

He dicho en primer lugar: 

NO HABLAR NEGATIVAMENTE, Y EN VOZ ALTA DE TERCERAS PERSONAS, YA QUE NUESTRA VOZ SE QUEDA REGISTRADA EN NUESTRA MENTE. El pensamiento es fugaz y distinto. Los pensamientos negativos, y según su grado, pueden considerarse como los “pecados veniales del alma”. Nunca se dicen. Y los que dicen, que lo dicen, no dicen la verdad. Ni siquiera esas personas que salen en los medios de comunicación (televisiones, etc.) por ganar dinero. Esos dicen hechos circunstanciales.  

Las personas que por sistema hablan mal del prójimo, perjudicando la imagen de terceros, no pueden encontrarse bien consigo mismos. Son personas infelices.

Hemos comentado de las personas que nacen con esa “gracia” especial de ser felices por su propia natura. Que son los menos, pero existen. Y también he dicho que es un don, que ni se compra, ni se vende. Es cierto. Pero no es menos cierto que el humano debe de hacer los posibles para que exista un acercamiento para sí mismo, por el cual anímicamente su mente se aproxime a ese término de realidad que estamos desarrollando.

Hemos hablado de las influencias externas, tanto en el campo social, cultural y en las actividades que nos circundan. Que estamos en el siglo XXI de la era cristiana, y las influencias externas, en todos los órdenes, queramos o no, influyen directamente en nuestros comportamientos personales. Nuestras situaciones personales, tanto en lo económico, lo emocional y en el trabajo. No cabe la menor duda que son conceptos tan vulnerables e importantes que rompen la sintonía y el puzzle de la mente mejor asentada. Para ello habrá que recapitular muy detenidamente y en otra charla el sentimiento de la impotencia hacia estos imponderables, adonde en el capítulo de la organización económica se tratará detenidamente. Iremos paso a paso, sin mezclar estos conceptos para no desastibilizar el organigrama de lo conceptualmente a la persona tratada unipersonalmente con su identificación de su ser y por ende de su yo.  

La intromisión en nuestras vidas de los medios de comunicación con sus mensajes entra por nuestro ser sin darnos cuenta. La televisión con multitud de canales, al igual que las ondas de radio, nos envían mensajes que les interesan a ellos, en virtud del grupo político y económico patrocinador, pero lo entendible para el oyente es analizar fríamente si esas noticias le interesan a su persona; no admitir los mensajes porque sí. Eso nunca.

La red informática a través de Internet, y sus sistemas, han convertido un status denominado “virtual”. E incluso me atrevo a decir que la política con su globalización está entrando en la concepción del concepto de lo “virtual”.

Todo ello es aceptable en cuanto a su composición científica aplicada al campo de la investigación y el trabajo ordinario, tanto en determinadas profesiones, como en el empresarial. Es obvio, y permítanme que rompa un poco el hielo, diciendo que para consumir tomates, lechugas, y hacer una buena ensalada, la profesión del hortelano tendrá que existir, aunque agache el riñón, no tanto como antes, porque también tienen el auxilio de la nueva tecnología. 

La sociedad virtual es una evidencia. Ya no hablas con tu amigo, o amiga por teléfono. Simplemente te pones delante de la pantalla y a través de la “Webcam” de la pantalla de Internet se ven las caras y llevan una conversación sin moverte de tu casa. Lo mismo sucede con la familia y ese largo etcétera de ejemplos que podríamos poner.  

¿Qué sucede con los jóvenes? ¿Se esta fomentado un nuevo concepto de sociedad? Mi contestación tajante: Sí. Además, a pasos agigantados. Es evidente. De todo ello, a mí lo que verdaderamente me da respeto son los niños. La etapa de la niñez ¡es tan bonita! Representa la bondad, lo ingenuo, el descubrir las cosas de la vida paulatinamente. Les confieso, con modestia y humildad, que he escrito un cuento para niños, con un contenido pedagógico.  Eso sí, para niños que sepan leer bien. Quiero decir, que asimilen la lectura y su mente conceptualmente asocie lectura y hechos. El cuento comienza diciendo: Se trata de una familia ictiológica que vive en la orilla del río. Automáticamente aflora la sensibilidad de mi esposa, que, por ser pintora, será quien ornamente los dibujos adecuadamente al libro. Comentario: “Cariño, tendrás que cambiar el término “ictiológica” por el “de peces”. Los niños no conocen el significado de lo que has puesto». Es cierto, tengo que ponerme a la altura de la comprensión y sensibilidad de los niños. Reconozco el gran mérito que tiene el saber expresarse y pensar como los niños. Al final, he conseguido el cuento (No se lo digan a nadie, con la ayuda de mi mujer) y tengo verdaderos deseos de publicarlo; sinceramente gozo como un niño leyendo las travesuras de Gorki.

Observen cómo yo mismo estaba rayando la línea de la conducta con un proceder inadecuado. Por eso, comentaba anteriormente el temor que tengo con la etapa de la niñez. Hay que cuidarla y custodiarla. La especialidad de la docencia en esta etapa es la de mayor trascendencia y responsabilidad para que el niño se vaya transformando camino de la pubertad, despacio y sin prisas. Cuando veo y oigo que utilizan el ordenador a los cinco años para hacer los deberes, pienso si esas criaturas ¿sabrán escribir a mano cuando tengan diez años? Ahí es un campo de mucha moderación y equilibrio. El amor en la enseñanza de forma directa cautiva e impacta en el niño/a, recordando de adultos a la señorita Adela o al profesor Julián. El ordenador no tiene nombre; ordenador. Considero lamentable este tipo de conducta por ser un oprobio a la propia persona. Y digo lamentable, porque hay niños que están delante de las pantallas del ordenador, hasta doce horas diarias, los fines de semana, y hablan con otros niños, únicamente cuando van al colegio. No hacen vida social. Estos jóvenes están fomentando un nuevo concepto de sociedad. La sociedad virtual. Es una nueva situación que usted puede tener en su casa, sin darse cuenta, pero ahí está. Es una nueva concepción del sistema de vivir. Ante ello, saquen a sus hijos a pasear por los jardines. A tomar el sol, a jugar en los parques con otros niños. Actividades recreativas a la intemperie. ¡Háganlo por favor! Tiempo tendrán para descubrir las conductas del ser, como tal. ¡Ayúdenles a que sean felices! Sencillamente, son niños.

Volviendo al tema de los adultos, decíamos que en el siglo XXI, adonde nos llegan las noticias del mundo de forma rápida y alarmante, sobre todo si son taciturnas, para a continuación decir o pensar, que bien estoy en mi “casica”. Tampoco se trata de eso, siempre han sucedido en el mundo cosas buenas y cosas malas. Únicamente nos enterábamos de las noticias con menos rapidez. Ahora, lo vemos todo in situ. Ello puede constituir un agobio a las personas por la cantidad abrumadora de información que entra en tu mente. ¿Qué debemos hacer? Discernir o separar los temas en relación a su importancia. Así de sencillo. No debe influir en nuestro estado de ánimo la intensidad de noticias, sino la calificación de las mismas.

Soy repetitivo en los temas que merecen la consideración de importantes. Por ello, hemos comentado anteriormente, sobre los pilares de la formación de las personas. Yo sigo insistiendo que independientemente de la sociedad externa, existe la formación interna de la familia, y para mí, y estoy plenamente convencido, el cincuenta por ciento del éxito de la formación del ser está en el hogar. Otro aspecto a considerar es que los padres estén convencidos de que nos han educado bien, cuando en realidad no poseían los conocimientos suficientes para la adecuación y propósito de un buen fin. No hay que achacarles ni inculparles de ningún daño de conciencia. Simplemente, la mayoría de las veces no han sabido aconsejar o comportarse con el raciocinio apropiado, porque ellos tampoco lo poseían. Y como consecuencia de ello no ha habido el entendimiento suficiente para que existiese esa concordancia entre padres e hijos.

El dinero no forma a las personas. Ese es un mal endémico. Y el resto de completar la formación humana es un compendio de conceptos en el que también interviene el factor suerte, y algo muy fundamental como es el verbo del individuo. Dicho coloquialmente, ¿cómo es la persona en cuanto a sus valores intrínsecos?

Al principio he dicho dos frases muy importantes para que las personas seamos felices:

La primera: Hay que empezar a ser sincero con uno mismo.

La segunda: Tener que aprender a respetarnos a nosotros mismos.

Analicemos qué es ser sincero con uno mismo

Ser sincero con uno mismo es dificilísimo, pero no utópico. Comencemos por las mañanas al levantarnos de la cama. Lo primero que tenemos que hacer es gratificarnos a nosotros mismos por sentirnos y palparnos nuestro cuerpo, como ser, y el que pueda ver la luz del día dar gracias a su Dios, porque con dolores corporales o sin ellos tenemos un regalo nuevo; un nuevo día que nos incorporamos a compartir la vida del Universo y es entonces cuando el ser del humano, su yo, debe semejarse al jacinto. Esa planta, aunque pequeña, es erguida, bella y olorosa.

Pequeños, porque debemos ser modestos, fuertes en espíritu, aunque nuestros huesos estén curvos por el dolor. Y bellos y olorosos porque así debemos sentirnos frente a las miserias terrenales.

Medir nuestros conocimientos, para saber hasta qué punto puedes alcanzar las cotas de actividad, tanto en lo particular como en lo laboral, y en otros muchos aspectos de la vida. Matizando: Participar en todo, pero con prudencia de saber hasta donde puedes llegar sin perjudicar a terceros o a ti mismo, porque, en un momento determinado, puedes fomentar un protagonismo de algo que rebase tus conocimientos y propicie una situación, a veces silenciosa, frente a los demás que sin darte cuenta dañe tu persona e incluso tu credibilidad.

En momentos determinados, la modestia es buena consejera.

La modestia, en unión de la prudencia, la honradez y el buen hacer, tanto en el trabajo, como en el estatus social, es la semilla que a la larga propicia la cosecha de la consideración de los demás y la tuya propia. ¡Muy importante! Es lo que se dice sentirse tranquilo y bien con uno mismo. 

LA MODESTIA

La modestia no es ser pusilánime, ni muchísimo menos. Ni confundirla con la pobreza material. La modestia es el saber estar y el saber conjugar, en una muñeca llevar un reloj de oro, y en la otra un reloj de plástico, sin denotar o expresar cual de ellos tiene mayor valor económico, sino pensar que ambos cumplen un fin; utilizar la hora. 

La modestia es un medio entre la imprudencia, que no respeta nada, y la timidez, que ante todo se detiene. La modestia se muestra en las acciones y en las palabras. El imprudente es el que todo lo dice y todo lo hace en todas situaciones, delante de todo el mundo, y sin ningún miramiento. El hombre tímido y embarazado, que es lo contrario de este, es el que toma toda clase de precauciones para obrar y para hablar con todo el mundo y en todos los negocios; se siente siempre como trabado e impedido y no sirve para nada. La modestia y el hombre modesto ocupan el medio entre estos extremos. El modesto sabrá guardarse a la vez de decirlo y hacerlo todo y en todas ocasiones como el impudente, así como de desconfiar siempre y de todo según hace el tímido, que con tanta facilidad se desalienta. Así el hombre modesto sabrá hacer y decir las cosas dónde, cómo y cuándo conviene hacerlas y decirlas. (Según mi versión aristotélica y de Azcárate).     

LA PRUDENCIA.

La prudencia es una virtud de la razón, no especulativa, sino práctica: la cual es un juicio, pero ordenado a una acción concreta.

La prudencia nos ayuda a reflexionar y a considerar los efectos que pueden producir nuestras palabras y acciones, teniendo como resultado un actuar correcto en cualquier circunstancia. La prudencia en su forma operativa es un puntal para actuar con mayor conciencia frente a las situaciones ordinarias de la vida.

La prudencia es la virtud que permite abrir la puerta para la realización de las otras virtudes y las encamina hacia el fin del ser humano, hacia su progreso interior.

La prudencia es tan discreta que pasa inadvertida ante nuestros ojos. Nos admiramos de las personas que habitualmente toman decisiones acertadas, dando la impresión de jamás equivocarse; sacan adelante y con éxito todo lo que se proponen; conservan la calma aún en las situaciones más difíciles, percibimos su comprensión hacia todas las personas y jamás ofenden o pierden la compostura. Así es la prudencia, decidida, activa, emprendedora y comprensiva.

El valor de la prudencia no se forja a través de una apariencia, sino por la manera en que nos conducimos ordinariamente. Posiblemente lo que más trabajo nos cuesta es reflexionar y conservar la calma en toda circunstancia, la gran mayoría de nuestros desaciertos en la toma de decisiones, en el trato con las personas o formar opinión, se deriva de la precipitación, la emoción, el mal humor, una percepción equivocada de la realidad o la falta de una completa y adecuada información.

La falta de prudencia siempre tendrá consecuencias a todos los niveles, personales y colectivos, según sea el caso. Es importante tomar en cuenta que todas nuestras acciones estén encaminadas a salvaguardar la integridad de los demás en primera instancia, como símbolo del respeto que debemos a todos los seres humanos. 

El ser prudente no significa tener la certeza de no equivocarse, por el contrario, la persona prudente muchas veces ha errado, pero ha tenido la habilidad de reconocer sus fallos y limitaciones aprendiendo de ellos. Sabe rectificar, pedir perdón y solicitar consejo.

La prudencia nos hace tener un trato justo y lleno de generosidad hacia los demás, edifica una personalidad recia, segura, perseverante, capaz de comprometerse en todo y con todos, generando confianza y estabilidad en quienes nos rodean, seguros de tener a un guía que los conduce por un camino seguro.  

Cómo alcanzarla: 

El recuerdo de la experiencia pasada: Si una persona no sabe reflexionar sobre lo que le ha sucedido a él y a los demás, no podrá aprender a vivir. De esta manera la historia se transforma en maestra de la vida.

Inteligencia del estado presente de las cosas: El obrar prudente es el resultado de un “comprender” mirando la comprensión como la total responsabilidad, como el verdadero amor que libera de las pasiones para llegar al final de la vocación humana “el conocimiento”.

Discernimiento al confrontar un hecho con el otro, una determinación con la otra. Descubrir en cada opción las desventajas y las ventajas que ofrecen para poder llegar a realizar una buena elección.

Asumir con humildad nuestras limitaciones, recurrir al consejo de todas aquellas personas que puedan aportarnos algo de luz.

Circunspección para confrontar las circunstancias. Esto sería que alguna acción mirada y tomada independientemente puede llegar a ser muy buena y conveniente, pero viéndola desde dentro de un plan de vida, de un proyecto de progreso personal, se vuelve mala o inoportuna.

La experiencia es, sin lugar a dudas, un factor importante para actuar y tomar las mejores decisiones. Aprender o no es nuestra opción.  

LA HONRADEZ Y EL BUEN HACER

La virtud de la honradez es el honor ejemplificado en las vidas de las personas. La palabra honradez proviene de tener y practicar el honor con los bienes tangibles, intangibles o con la fama. Como la mayoría de las virtudes y valores humanos, está presente en nuestra propia naturaleza, conviene que los padres la desarrollen en sus hijos y les ayuden a ejercitarla en armonía con los demás. Una persona es honrada cuando concilia las palabras con los hechos, pues es una condición fundamental para las relaciones humanas, para la amistad y para la auténtica vida comunitaria.  

Los padres tienen que enseñar a sus hijos, desde que empiezan a tener raciocinio, la honradez, dando su propio ejemplo. Realizando bien las tareas familiares, haciendo responsablemente los trabajos en la empresa y las tareas voluntarias u obligatorias en la sociedad, para que los hijos comprendan que la honradez les proporcionará la felicidad y la tranquilidad que ellos necesitan para una feliz convivencia en la familia, en los estudios, trabajos y sociedad. La honradez, cuanto más se ejercita, más se convierte en costumbre, luego en hábito y después en virtud.  

La honradez debe mantenerse por encima de falacias, imposturas y falsificaciones. La mejor expresión de la honradez es mantener el derecho al honor propio y al ajeno, a la propia imagen y a la intimidad personal y familiar, que incluso está recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La honradez paga, a la corta o a la larga. Lo honrado, lo real, lo genuino y auténtico, la buena fe, se enfrentan en desventaja a lo deshonesto, a lo falso, a lo ficticio, etc. pero la honradez hace libre a las personas. La honradez, que expresa respeto por uno mismo y por los demás, se opone a la deshonestidad, que no respeta a la persona misma ni a los demás.

Las personas honradas siempre actúan con sinceridad, en base a la verdad y a la auténtica justicia, de forma genuina, auténtica y objetiva, expresando respeto por uno mismo y por los demás. La honradez produce confianza, sinceridad, verdad y apertura hacia los demás. Su propio ser y su yo, tienen que sentir un placentero bienestar espiritual. 

Aunque el sabio Diógenes, con un candil en la mano estuvo buscando a un hombre honrado y no lo encontró, no pierda Vd. la esperanza de localizarlo, pues hay millones. Yo conozco a muchísimos. ¿A que Vd. también?….. ¡Hum! Ya observo que lo pone en duda. En mi próxima charla sobre la economía actual, procuraré armonizar el compendio de todo éste engranaje de palabrería, que espero haya sido de su agrado.

Mientras, tenga en su casa un pequeño “jacinto”, lo sitúe entre la sombra y el sol, para contemporizar los extremos de la vida; sólo riéguelo con poca agua, y piense en lo antedicho, todas las mañanas de su vida.

Deseo entrañablemente que saboree el Cosmos del Universo, y cada día que amanezca sea un poquito más feliz. 

***   

Fernando Bermúdez. Graduado en Ciencias Sociales y Humanidades. 

Definitivo. Regalo de Navidad de una escritora para nuestros lectores

Hoy la Navidad trae un regalo a nuestro blog. El relato de una escritora, María Hidalgo Arellano, que ha querido compartir una historia con todos nosotros. Os dejo unas palabras suyas como presentación:

«Hace muchos, muchos años en un pueblo donde en invierno siempre huele a tierra mojada aunque no llueva nunca, un padre le dijo a su hija que no dejara de escribir. Ella fue profesora de lengua y literatura en el pasado. En el presente ayuda en la empresa familiar y es madre a tiempo completo. En el futuro, quizás, consiga escribir a rachas».

Adelante, amigos, y disfrutad de esta historia:

DEFINITIVO

El día que muera papá, mi casa dejará de oler a ralladura de limón. Se desmoronará la cal del patio blanco, poco a poco. Se resquebrajarán las baldosas por las esquinas y el suelo quedará como un mar de olas. Se nos olvidará que se vendimia a principios de septiembre el tinto fino, cuando la uva esté duz. Se acabarán los racimos, las viñas, los campos de olivos, los tomates maduros. No se recalará jamás el bizcocho. Nadie se atreverá a mezclar el sabor del flan de café con lágrimas. No se harán hogueras con sarmientos para asar chuletas de cordero ni veremos a nadie comerse la fruta con pan. No sabremos dónde se venderá el azúcar más barato ni compraremos huevos al por mayor. El día que muera papá, las puertas de mi casa empezarán un lamento de chirridos eternos. Nadie untará con aceite las bisagras. Los libros se volverán amarillos, casi de cartón-piedra. Seremos incapaces de releer Señora de rojo sobre fondo gris porque se nos escurrirán las palabras de las páginas. Seremos también incapaces de quemar los libros en un fuego devorador. Y los dejaremos en la estantería de siempre, de adorno. Vaciaremos el armario de cuatro jerséis, dos pantalones y un pijama de invierno. El mejor traje, supongo, se lo llevará a la tumba. El día que muera papá me quedaré vacía, como su habitación. Habrá eco entre los muebles desnudos, el espejo y el colchón marcado con la forma de su cuerpo. Habrá eco en mi cabeza porque solo escucharé su voz repetida. Y no la podré borrar. Y la oiré cuando esté lejos de allí y cuando vuelva. Y cerraré los ojos porque en el fondo lo que querré será oírlo cada día, cada hora. Y tendré mucho miedo a olvidar cómo sonaba su voz. El día que muera mi padre quizás comeremos lentejas. Un guiso insípido porque le faltará sal. Pero comeremos con prisas, por obligación, sin hambre y sin ganas. Nos sentaremos alrededor de una mesa triste e intentaremos agarrarnos al único pilar que quedará en pie: quizás será mi madre, quizás algún hermano. El día que enterremos a papá deberá ser un día lluvioso, plomizo. Necesitaré notar la humedad entrando por la punta de los dedos y recorrerá con escalofríos cada milímetro de mi piel. El día que entierren a papá veré a mi hija, por primera vez, llorar en serio. Se atragantará con sus propios fluidos y se le hará imposible imaginar el resto de su vida sin su abuelo. Y la abrazaré y notaré en ese momento que me echa en cara sin decírmelo toda una ristra de rencores que se resumirán en uno: “no te has dado cuenta de que se moría el abuelo, de que quizás estaba enfermo”. El día que entierren a papá cogeré a Jaime en brazos para que vea el cuerpo sin vida porque me pedirá al oído darle un beso al abuelo. Y después, en la oscuridad de la casa, al volver del cementerio, me confesará haber notado su cara como un trozo de mármol, “como las piedras del baño, mamá”. Y yo lo cogeré de la mano y lo llevaré al salón. Le enseñaré fotos antiguas y disimularé mis lágrimas. Él se dará cuenta de mis lloros y me dará un abrazo caliente. El día que muera papá llevaré un jersey que no me volveré a poner nunca más. Me prometeré a mí misma que no borraré su contacto del móvil y sabré, en ese momento, que llamaré el día veinticinco de cada mes durante el resto de mi vida. Me enfadaré si algún día me contesta alguien que no sea él. El día que enterremos a papá iré cerrando puertas. Primero la de su habitación. Me costará volver a entrar y tardaré meses en hacerlo. Y cuando lo haga veré a mi padre muerto en la cama, sin hablar, sin sentir, sin querer. Cogeré un pañuelo de su mesita y lo esconderé en mi bolsillo. Será mío para siempre. Después cerraré la salita, la trastera y el comedor.  Cogeré también un bote de cristal, un frasco pequeño e intentaré meter en él toda la esencia de mi vida: los abrazos en el sillón orejero, las comidas en el campo, el olor a lumbre, la mirada, el perdón, los rezos nocturnos, el sabor de las gachas o los cielos de verano. Lo taparé con un corcho y me dará pánico abrirlo más tarde por si me quedo vacía de golpe, por si me absorbe la vida. La noche que vendrá, cuando por la entrada de casa entre un viento helado y paralizador, bajaré a verlo morir. Le tocaré la mano todavía caliente y le susurraré que no tenga miedo, que se vaya tranquilo, que mis hijos, los otros, los muertos, lo esperarán en la entrada del Cielo. Pero no me contestará.

Mi casa quedará vacía, aunque llena de gente. Y se irá a otra casa para siempre. Y no me gusta como suena “siempre” porque cuando muera papá me daré cuenta de que la vida no es eterna, no ésta. De que el camino, es verdad, tiene un final y no lo querré ver. Y me encerraré en cualquier baño a gritar. Dejaré por la escalera un mechón de pelo detrás de otro. Y se formarán en los recovecos bolas de pelusas inmensas.

Mi padre morirá y mi casa solo olerá a él.

María Hidalgo Arellano

Imagen: Alejandra Hidalgo Arellano

A orillas del Rin

Por Vanesa Sánchez Martín Mora

Vanesa Sánchez Martín Mora es nuestra invitada de hoy con un precioso relato: A orillas del Rin.

Este relato lo publicó, hace dos años, en la antología solidaria «Canfranc. Relatos de ida y vuelta», en beneficio de la Asociación AlMa, que trabaja en favor de los niños con discapacidad física e intelectual severa, y de sus familias.

Vanessa, bienvenida de nuevo a Mocade, y gracias por compartir este relato con nuestros lectores.

A orillas del Rin

Por fin mamá fue valiente y me compró el libro, sabiendo que le iba a costar una disputa con papá porque no le gustaba que me consintiera. Yo no lo consideraba un capricho. Les decía mil veces que eran referencias para cuando yo escribiera mis propias obras literarias, pero la realidad era que escuché a una profesora que lo había leído y no se había enterado de nada; me entró curiosidad.

Durante la cena, papá nos puso al día de todos los soldados que se había encontrado en la ciudad, que la gente estaba preocupada porque no pintaba nada bien la cosa. Se escuchaba, ya entonces, que a los judíos los estaban llevando a campos de concentración, y papá decía que acabaríamos abandonando Praga algún día.

Me subí a mi cuarto sin tomar postre. Le dije a mamá que el puré me había dejado la barriga bastante llena, pero era mentira.Subí porque estaba deseando leer “La Metamorfosis» de Franz Kafka. Estaba tan ansiosa por saber de qué trataba, que no pude comer el pastel de zanahorias, con todo lo que me gustaba. Hasta mi hermana Sophie se extrañó. Siempre nos estábamos peleando por comer un poco más.

A la mañana siguiente, después de leer el relato de Kafka, me desperté con ganas de ir al nuevo cementerio a visitar su tumba y decirle, al pobre, que me había gustado mucho y que sí que la había entendido, pero, al poner los pies en la calle, vi una avalancha de gente que venía en mi dirección. Varios soldados estaban reclutando a judíos, y sabía que lo eran porque nos obligaban a llevar, desde hacía unos años, una estrella amarilla de seis puntas cosida a la altura del pecho. Había gente que temía llevarla y que les pudiese pasar algo. A mí, en cambio, me gustaba. Estaba muy orgullosa de mi familia y de ser judía.

El caso es que no pude ir al cementerio. Papá tiró de mi brazo con tanta fuerza que casi me lo disloca. Dijo que no se podía salir de casa, pero él salió con la excusa de que iba a buscar una vía de escape. No entendía entonces para qué queríamos escapar, si en Praga se vivía muy bien.

Unas horas más tarde entró en casa como un cachorrillo asustado, y menos mal, porque, de no ser así, se habría dado cuenta de que había cogido uno de sus libros que me tenía prohíbo leer porque era para adultos.

—Tenemos que hacer las maletas, pero coged solo cosas necesarias. Martha, nada de libros, son muy pesados y ocupan mucho espacio.

—Pero papá, yo no puedo vivir sin los libros, me moriré si no leo y también me moriré si me voy de Praga. ¿Por qué tenemos que irnos tan rápido?

—No puedo deciros mucho más ahora. Haced las maletas. Nos vamos en dos horas.

No estaba dispuesta a salir de allí sin libros, y menos a no llevar conmigo mi cuaderno verde y la pluma que me trajo de España la abuela en su última visita.

—Martha, cariño, —dijo mamá al entrar en mi cuarto—. ¿Te ayudo a cerrar la maleta? —Pero no quería que viera lo que llevaba y me senté encima para terminar de cerrarla.

—No, gracias.

La estación de tren estaba llena de gente. Había muchos niños llorando y asustados. Muchas personas despidiéndose de sus seres queridos. No entendía por qué se despedían y no se iban todos juntos si era cierto que corríamos tanto peligro.

De repente, se oyó un silbido muy fuerte, a continuación, la gente empezó a chillar y a correr como loca. Sin sentido. Papá dijo que no entráramos en pánico, que nos agarrásemos fuerte de las manos para no perdernos entre la multitud. Avanzamos unos pasos, pero era imposible no chocarse con la gente. Un señor alto sujetó a Sophie del brazo.

—¡Suelta a mi hermana, imbécil!

—Aparta, mocosa. Tenemos ordenes de enviaros a Auschwitz y vais a venir todos conmigo.

Papá tiró de nosotras y echamos a correr hacia el pelotón de gente que se estaba concentrando en el medio.

—Pero papá, yo no quiero que ese soldado nos lleve a Auschwitz.

—Mezclaos con la gente mientras busco un sitio por el que no nos vean abandonar la estación, ya veremos luego a donde nos dirigimos. Lo que está claro es que estos trenes solo tienen un destino.

Papá se dio la vuelta, buscando con desesperación y, justo cuando un señor levantó la mano llamándolo, el soldado vino de nuevo, pero esta vez con refuerzos.

—Suban todos al tren, es una orden.

—¿Y quién lo ordena? —le solté de golpe.

—Cariño —dijo mamá mientras me tapaba la boca—, no seas desobediente.

—Suban todos al tren, es una orden. —Y esa vez estaba mucho más enfadado.

Caminamos en dirección a los vagones y no dejé de mirar a papá. No comprendía como él se había podido quedar callado, y por qué no estaba buscando esa vía de escape.  Era muy extraño verlo hacer caso de lo que decía un soldado nazi, pero no quise decir nada por si era parte de su plan para escapar.

Los vagones eran oscuros, no tenían ninguna ventana. El suelo estaba lleno de paja y olía a pis de rata, como en aquella granja que visité en una excursión del colegio. No dejaba de subir gente, aunque apenas cabían más personas. Cuando entramos, algunos estaban sentados en el suelo, pero empezaban a pisotearlos y era mejor ir de pie.

—Papá, ¿qué hacemos aquí, a donde nos llevan? —preguntó Sophie.

—No te preocupes, cariño, cuando lleguemos a ese sitio podremos coger otro tren a donde queramos. ¿Dónde os gustaría ir?

Intentaba que no tuviésemos miedo, yo sabía que estaba mintiendo porque siempre que lo hacía se daba pequeños pellizcos en la barba. Mamá se quedó muda con nosotras, solo hablaba bajito al oído de papá y asentía de vez en cuando, eso sí, casi me rompió la mano de tanto apretármela.

Junto a nosotros había un señor que no me quitaba ojo desde que subió al vagón, de vez en cuando se le caía una lágrima. Sí, solo una lágrima, parecía como si el otro ojo no le funcionase. Me daba un poco de vergüenza preguntarle si necesitaba algo, no quería ser impertinente otra vez y que papá me regañase, pero es que me daba tanta lástima…

—¿Está enfermo, señor? —solté de repente y sin poder evitarlo.

—Te pareces mucho a mi nieta, ¿sabes? Ella murió hace unos meses mientras jugaba en el parque. Un soldado le disparó por intentar proteger a su madre. Quisieron enviarla a un campo de concentración y ellas se negaron. Tenía solo nueve años.

—Lo siento mucho.

—Ojalá tú tengas más suerte, pequeña.

—Disculpe —dijo papá—, no va a morir nadie. Deje de asustar a las niñas.

—Ojalá todos tengamos más suerte —dijo el señor mientras nos daba la espalda.

El camino se nos hizo mucho más largo de lo que realmente fue. Era asfixiante tantísima gente en un vagón para ganado y sin ventilar. Los inviernos en Polonia eran muy duros, lo pudimos comprobar durante el viaje, ya que íbamos mirando por una ranura que había en el suelo del vagón, por la que entraba un frio horrible.

Papá no habló durante el trayecto, y tampoco separaba sus pies de aquella ranura del suelo, pero entonces no sabíamos de sus intenciones.

—Tengo muchísima sed, me muero de sed —dije de repente— si no paramos pronto se me va a quedar la garganta tan pegada que me asfixiaré de todos modos porque no entrará aire a mis pulmones.

—Sirves para el teatro —dijo Sophie, cruzándose de brazos. Estaba graciosa cuando fruncía el ceño—. Eres una teatrera.

No pude más que reírme, aun corriendo el riesgo de que se me pegase la garganta, pero entonces papá sacó una cantimplora de su macuto y me dio un sorbo.

Papá seguía callado y eso ya me estaba pareciendo demasiado extraño. Me di cuenta de que mamá lo miraba por el rabillo del ojo, pero ella tampoco se atrevía a decir nada. De pronto, el tren se paró y se escuchaba cómo los soldados de fuera daban voces a los pasajeros que iban bajando. Les decían a los hombres que se pusieran a un lado y a las mujeres y niños, en el otro. No tenía ni idea de porque los separaban. En ese momento papá arrancó la madera por la que habíamos estado mirando todo el camino y nos ordenó que saliéramos por ahí.

—Rápido, chicas. No sé dónde estamos exactamente, pero si no nos reunimos aquí en el día de hoy, nos encontraremos en París. En este macuto lleváis todo lo que necesitareis para llegar a Francia.

No me lo podía creer. Con apenas doce años que yo tenía y los quince de mi hermana, nos vimos solas en aquella situación. No sabíamos que hacer, si mis padres conseguirían escapar pronto o deberíamos refugiarnos cerca de aquel lugar para no perdernos. ¿Cómo íbamos a llegar nosotras solas hasta París, si nunca habíamos salido de Praga? Pero saltamos. No consiguieron atraparnos, estuvimos escondidas en el hueco de una tubería de la que salía un hilo de agua. Sophie dijo que allí no nos buscaría nadie, que por el mal olor que desprendía no buscarían ahí. Y acertó.

En el macuto que nos dio papá en el último momento, justo antes de escurrirnos por entre aquellas maderas, había provisiones, agua y algunas chocolatinas por si nos daban bajadas de azúcar, era lo que siempre llevábamos durante las excursiones. Y eso fue lo que comimos durante esos dos días que estuvimos escondidas. También llevábamos el dinero de papá y una foto donde salíamos los cuatro. Es el único recuerdo que tenemos de aquella época.

Ya nos habíamos planteado salir de aquella tubería cuando Sophie arranco a llorar:

—¡Calla boba!, que nos puede escuchar alguien.

—Me da igual, Martha, tengo mucho miedo. No sabemos qué les han hecho a nuestros padres ni qué nos harán a nosotras cuando se enteren de que nos hemos escapado.

—Saldremos de aquí cuando caiga el sol. Nadie nos verá porque nadie sabe que estamos aquí.

Tardé un rato en tranquilizarla, parecía yo su hermana mayor. Yo también tenía muchísimo miedo, sobre todo después de escuchar a escondidas una conversación entre mis padres en las que papá decía que en sitios como aquel solo llevaban a las personas para exterminar la raza judía, que las metían en una cámara de gas y acababan con miles en unos minutos.

—Ten más cuidado al pisar, si sigues haciendo tanto ruido nos acabarán descubriendo y nos matarán —dijo Sophie cuando nos pusimos en marcha.

—No puedo andar de otra manera, parece que todas las ramitas que hay en el suelo me tocan a mí, ¿acaso crees que lo hago queriendo?

—Pues mira bien donde pisas, Martha.

—Mira bien donde pisas, mira bien donde pisas… por qué no vas tú la primera, listilla.

—Porque tú eres quien sabe a donde tenemos que ir.

—Para eso sirve la geografía que estudiamos en el colegio, se nota que no eras aplicada en esta materia.

—Vale ya, Martha. Estamos muy cerca de algunas casas y nos podemos topar con alguien. Tal vez hayan dado aviso de que dos niñas andan solas por el mundo y nos estén buscando.

El frio de noviembre en Polonia era demoledor. Aun quisimos caminar un poco más y alejarnos lo suficiente para buscar un sitio seguro donde dormir cuando empezase a amanecer. Habíamos decidido que avanzaríamos también de noche para no correr riesgos. En mi cuaderno, tracé una línea y anoté todos los sitios que recordaba del mapa que nos encontraríamos entre Polonia y Francia, era la única forma que se me ocurrió para saber hacia dónde dirigirnos sin perdernos; añoré mi casa por un momento. Habíamos sido unas niñas tan felices allí que aún duele pensar en la forma que tuvimos que abandonar nuestras vidas.

Estuvimos durmiendo en graneros, nos acurrucábamos cerca de las gallinas para entrar un poco en calor y por la mañana cogíamos uno de sus huevos para desayunar. No estaban tan ricos como las tortitas de maíz con cacao de mamá, pero nos mantenía nutridas. Nos encontramos con varias personas que nos ayudaron, e incluso nos dieron prendas limpias. Corrieron riesgos ocultando en su propiedad a niñas judías que los nazis buscaban, pero sabían que era lo correcto, que el mundo estaba de nuestro lado, aunque la voz de los nazis se hiciera notar mucho más.

Dos semanas después de lo que les pasó a nuestros padres, llegamos a la frontera entre Alemania y Francia. Estábamos en Khel y teníamos que cruzar el Rin en barca, era la única manera viable de entrar en Francia, pero entonces sucedió algo: cuando inspeccionábamos el puerto, por si encontrábamos a algún marinero que nos ayudase a cruzar el río, alguien nos sorprendió por detrás. Era la policía alemana, soldados de la SS.

Nos ataron las manos y nos metieron a la fuerza en la parte de atrás de una camioneta. Yo me quedé bloqueada, sin saber qué hacer o decir. Poco importaba ya todo lo que habíamos conseguido, y por mucho que Sophie llorase no iban a soltarnos. Nos habían capturado.

El lugar a donde nos llevaron era mucho más siniestro y oscuro que el vagón que nos transportó a Auschwitz. Había barro por todas partes, la gente vestía con un pijama de rayas solamente y estaban esqueléticos; si no morían de hambre morirían de frio —aquello era una locura—.  Nadie podía aguantar mucho tiempo en esas condiciones.

Sophie estaba muda desde que habíamos llegado, no conseguí sacarle ni una palabra, tampoco la gente que se acercaba a nosotras para ayudarnos. Nos destinaron a un barracón donde había adultos y niños. Eran familias enteras o casi enteras, nosotras estábamos solas en el mundo. Solas y atrapadas en un campo de concentración del que no recuerdo su nombre porque solo estuvimos un día. Nuestro destino final era el campo de exterminio de Treblinka, o eso era lo que nos decían los soldados de la SS cuando nos capturaron.

—¿Sois las fugitivas de las que habla todo el mundo? —Aquel niño rubio de ojos verdes, tenía en su mirada una chispa de esperanza—. Tenéis que enseñarnos a escapar de aquí.

—¿Has venido con tus padres o tampoco sabes lo que les ha pasado, como a los nuestros? —pregunté con rapidez.

—¡Discúlpate, Martha! —hablo por fin la muda de mi hermana—. No tienes ningún derecho a ser tan bruta con la gente, no aprendes a mantener la boca cerrada ni en los peores lugares del mundo. Perdónala, su nombre debería ser impertinente —se dirigió al chico.

—El mío es Noah, y mi mamá ha muerto. Fue hace unos meses, justo antes de que nos capturasen los soldados de la SS. Ella tenía una enfermedad del corazón, y un día no despertó…, sin más. En parte mi padre y yo nos alegramos de que muriese en nuestra casa, pudimos enterrarla en el cementerio, no como a la gente de aquí. A ellos, cuando mueren, los amontonan en una fosa y cuando hay muchos directamente los queman. He visto como lo hacen…

—¡Venga ya! Nadie hace eso…

—Te lo puedo enseñar si quieres —contestó nada orgulloso.

Después de comprobar que Noah no mentía, me dieron ganas de asesinar a aquellos soldados con mis propias manos.

Aquella noche, después de haber visto la fosa de personas derretidas, no podía sacarme esa imagen de la cabeza, eso y el hedor a carne chamuscada que se respiraba a todas horas.

—Tenemos que escapar de aquí, Sophie, antes de que nos lleven a Treblinka. Si aquí queman a las personas después de dejarlas morir, que no nos harán donde quieren llevarnos.

—Eres muy ignorante a veces, Martha. ¿Crees que alguien puede escapar de un sitio así?

—Pues seremos las primeras. Ya casi lo conseguimos una vez.

No sabíamos cuando seria nuestro traslado a Treblinka, por lo que no podía desperdiciar ni un minuto sin trazar un plan para escapar de allí. Fui hasta la cama de Noah y le pregunté si podíamos salir para ver las estrellas. No se me ocurrió otra cosa.

—Pero si en invierno no se ve el cielo, siempre hay nubes o está lloviendo.

—¡Venga, vamos, quizás tengamos suerte esta noche!

Aquel niño era mucho más inocente de lo que podía parecer yo, y me siguió sin rechistar. Estaba casi segura de que se conocía el terreno mejor que nadie y le dije que me enseñase el lugar más fácil por el que escapar.

—¿Lo dices en serio?

—No puedo seguir aquí ni un segundo más, necesitamos escapar antes de que acaben con nuestras vidas. Dime, ¿algún agujero en la alambrada por el que salir sin que nos vean?

—¿Bromeas?, ¿un agujero? Perdona, pero yo no buscaría nada de eso. Hay un camión que viene cada día y se lleva las pertenencias de los que mueren. Se escucha que lo venden en mercados clandestinos. Yo, si fuese vosotras, me subiría a uno de esos camiones para salir de aquí sin ser vistas. Es un plan que he pensado muchas veces, pero mi papá está muy débil y nos pillarían a la primera. Por eso seguimos aquí, no quiero abandonarlo.

Lo interrogue durante los siguientes veinte minutos. Necesitaba toda la información posible para saber cómo y cuándo actuar; después, salí corriendo a decírselo a Sophie, quien tardó demasiado en darse cuenta de que iba totalmente en serio.

Eran las siete de la mañana cuando aquel trasto viejo que Noah llamaba camión entró humeando y paró justo donde dormían los soldados de la SS, en la parte de atrás de la cocina donde guisaban para ellos. Nuestra cocina estaba en el propio barracón y allí solo se preparaba un puchero con caldo caliente para todo el mundo.

El caso es que solo contábamos con unos minutos para hacernos hueco en aquel montón de chatarra. Noah estaba vigilando para que nos diese tiempo de subir al camión o entretener a los soldados si era necesario. Echamos a correr una vez se bajó el conductor y nos escondimos tras unos sacos de patatas mientras cargaban la mercancía que saldría de allí con nosotras. Sophie me agarraba de la mano tan fuerte que por fin pude sentirla caliente en muchos días.

—No te vayas a echar a llorar que te conozco, y nos van a pillar si te oyen.

—No, no voy a llorar, solo estoy nerviosa y orgullosa a la vez. Eres muy valiente —me dijo—. Ojalá nuestros padres pudieran vernos. Estarían orgullosos de nosotras, sobre todo de ti, Martha.

Y entonces me eché a llorar yo. Los echaba tanto de menos… Y me dolía, me dolía pasar por todo aquel sufrimiento y no tener la recompensa de volver a abrazarlos algún día.

—Deja de llorar, renacuaja, y corred a ese camión a la voz de ya si queréis salir de aquí vivas. —Se me quedaron los ojos como platos al escuchar esa voz tan potente y desconocida. Era la cocinera, había salido a fumar un cigarrillo y no nos habíamos dado cuenta de ella, en cambio, aquella señora había captado nuestras intenciones con solo un gesto.

Y al mirar hacia la chatarra de color verdoso que empezaba a rugir como un tractor, supe que era el momento de echar a correr. Le hice señas a Noah para que se decidiese a venir con nosotras, pero negó una vez más con la cabeza, rechazando una plaza hacia la libertad.

Subimos de un salto a la parte trasera de aquel camión y nos ocultamos detrás de unos sacos de tela. Aún no habían terminado de cargar la mercancía, pero la cocinera entretuvo a los soldados pidiéndoles fuego para que nosotras pudiésemos asegurar nuestra plaza en aquel trasporte.

Y, de pronto, oímos el portazo que dieron al cerrar el camión y pudimos sentir el fuerte traqueteo por los baches que se habían formado por la lluvia que horas antes habíamos sufrido al llegar allí.

—Ya queda poco, hermanita. Pronto estaremos de camino a París y allí decidiremos que hacer.

—¡Alto! —oímos de pronto—. Abran de nuevo las puestas del camión. —Y frenó en seco. Sentimos como se abrían las puertas y el peso de que alguien había subido. Era nuestro fin—. Maldita sea, menos mal que esta aquí, enganchado en un saco. Si llego a casa sin el reloj mi mujer me mata. Dice que le costó carísimo y yo no lo pongo en duda…, ni me atrevo. —Todos rieron al unísono y las puertas del camión se cerraron de nuevo. Ahora sí, nos íbamos de verdad.

No sabíamos cuál era el destino de aquella mercancía, pero no tardamos más de tres días en descubrirlo. Nuestras fuerzas eran mínimas, si no salíamos para beber y comer algo moriríamos allí mismo, sin testigos.

Estábamos en el puerto de Somport, en la frontera entre Francia y España, fue lo primero que leí cuando salimos de aquel cubículo que nos había mantenido ocultas todo el viaje, y en el que tuvimos que hacer nuestras necesidades a pesar de la vergüenza. De nuevo echamos a correr hacia la parte abandonada de aquellas vías de tren.

—¡Alto, niñas! —oímos a nuestra espalda—, ¿no querréis que os pillen?

—Usted…, ¿no va a delatarnos?

—¿Delataros?, no. Llevo semanas esperando vuestra llegada. Perdí la esperanza cuando os capturaron en la frontera de Alemania con Francia; pero, hace tres días, mis compañeros me dijeron que las niñas que habían sido atrapadas a orillas de Rin habían logrado escapar de nuevo en un camión de la SS, y supe que vendríais hasta aquí. Venid conmigo, soy amigo de Gabriel, vuestro difunto padre,

No sé aun si fue el miedo a continuar solas o escuchar el nombre de nuestro padre lo que nos hizo seguir a aquel señor, pero lo hicimos. Un rato después, ya a salvo de miradas, nos dijo que a nuestros padres les habían disparado en cuanto alguien les contó a los soldados de la SS que habían ayudado a huir a dos niñas, y que él era la vía de escape de papá, que nos sacaría de aquella tortura que entonces llamaron guerra, pero que sin duda era lo que hoy en día se conoce como Holocausto.

Resultó que aquel camión transportaba oro que los alemanes ofrecían a los españoles a cambio de Wolframio, y aquel señor era participe de aquel trapicheo solo como tapadera. Su misión desde hacía mucho tiempo era ayudar a los judíos a viajar hacia la estación de Canfranc, hacia la libertad. Y nosotras llegamos allí el 31 de diciembre de 1942, en el tren de la seis de la tarde. Allí estaban nuestros abuelos, esperándonos para llevarnos a casa.

Vanesa Sánchez Martín Mora

Imagen: Pixabay

Reseña de Dame mi nombre

Iciar de Alfredo, autora de la novela «Por qué lloras», nos deja hoy una emotiva reseña de la novela de Adela Castañón, «Dame mi nombre». Es una gran alegría compartirla hoy con todos nuestros lectores. ¡Gracias, Iciar!

Orcas en mi piscina

Conocí a Adela en la Escuela de Escritores de Madrid, donde cursamos juntas un itinerario de novela de varios años y algún otro curso. Semana tras semana, escribíamos los ejercicios y los compartíamos, con tanto miedo como vergüenza, con el profesor y los compañeros. Tengo que confesarlo: me encantaba que le tocase comentar el mío. Aparte de encontrar todos y cada uno de mis puntos flacos, siempre me arrancaba alguna carcajada. Adela es divertida y generosa a partes iguales. Dedica al ejercicio del compañero un montón de tiempo, lo destripa y le da la vuelta. Como ella misma dice, se pone sus gafas de bruja y se lanza al mar. La dulzura de sus palabras, la exactitud y originalidad de sus comparaciones hacen que tu corazón se abra en canal y que, según vas leyendo sus opiniones, pases de la emoción a la risa en un segundo y acabes con dolor de costillas y los ojos llenos de agua. Y, sobre todo, comprendes que tiene razón. Lo hace tan fácil que te preguntas: Pero ¿cómo no me he dado cuenta yo antes?

Tengo que confesarlo: no tengo la menor idea de cómo escribir una reseña, solo soy capaz de decir si algo que leo me gusta o no; no puedo más que hablar de lo que ha significado para mí Dame mi nombre, un proyecto que nació durante el segundo año del Itinerario de Novela y que se ha convertido en toda una novela. He visto brotar ese libro desde sus primeras páginas; Juan Luis y Verónica, Ana, Andrés y Pablo son también buenos amigos míos. Adela los creó, les dio vida y, después de que escribiera la palabra «fin», los hemos desmenuzado juntas hasta dejarlos bien guapos. Son personajes que pertenecen a dos familias normales que tienen problemas normales, que se meten en líos, discuten y también ríen. Entre ellos se va tejiendo una historia llena de ternura que se entrelaza, se une y se separa; una historia tan cercana que el lector podrá reconocerse en cada pasaje. Es una historia cotidiana con la que es muy pero que muy fácil identificarse.

Dame mi nombre es Adela en estado puro. Tiene su misma sensibilidad y, al mismo tiempo, su fuerza. Los personajes se deslizan por tu cabeza sin que te des cuenta. Las tramas son suaves y avanzan con precisión, como el mecanismo de un reloj, que se intuye pero que no se ve. Tal y como ella misma dijo en la presentación del libro, el lector no encontrará grandes misterios, una acción trepidante o una historia épica, sino otra sencilla, con personajes cercanos con los que podrá identificarse sin problemas. Además, está tan fenomenalmente escrita e hilada de forma tan sutil que te cogerá de la mano en las primeras páginas y no te soltará hasta que llegues al fin. Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Lo he leído varias veces y esta última casi del tirón. No he tardado ni quince días en hacerlo, y eso, para mí, es un suspiro.

Por si eso fuera poco, tengo que reconocer que lo pasé pipa como lectora cero de este libro. Eso fue lo mejor de todo. Leer el borrador me permitió estar cerca de Adela y poner en práctica mucho de lo que aprendimos en la Escuela de Escritores año tras año. Y, es curioso, pero hemos tronchado de risa al darnos cuenta de que solemos cometer errores similares. Por ejemplo, las dos explicamos las cosas hasta la saciedad. Uno de nuestros profesores, el inolvidable Fernando, solía decirnos que, con tantas vueltas y revueltas sobre un mismo tema, no hacíamos más que tomar al lector por imbécil. Pues bien, si no fuera por las correcciones de Adela, en mi libro yo habría escrito unas tres o cuatro páginas para explicar lo que es un kraken y también para describir cómo nadan en la piscina los bichos buzo, aclaraguas, barqueritos, garapitos o como quieran llamarse. Nunca olvidaré su comentario: «Hija, ni que hubieras encontrado orcas en tu piscina».

Adela es así, tiene una forma muy original de convencerte de que algo no va bien. Y lo hace de inmediato. De verdad, creo que en Dame mi nombre ella sí que lo ha logrado. No he encontrado una sola orca en su piscina. Y, además, puedo decir que me ha entusiasmado su libro, más si cabe que la primera vez que lo leí.  

Si quieres conocer alguno de sus relatos, puedes hacerlo aquí: http://www.letrasdesdemocade.com

Si te apetece leer Dame mi nombre, puedes comprarlo aquí.

Iciar de Alfredo

Imagen: Pixabay

Tardes en la estación. Por Vanesa Sánchez Martín-Mora

Hoy nos visita de nuevo Vanesa Sánchez Martín-Mora. En las redes se define como «Escritora, ilustradora y mamá de Martina», y en las tres facetas brilla por igual. Este relato que ha querido compartir en Letras desde Mocade es buena prueba de ello. Bienvenida, Vanesa, y aquí tienes tu casa.

TARDES EN LA ESTACIÓN

Sam, era un niño de nueve años, pelirrojo, de profundos ojos verdes y la cara salpicada de pecas. Su madre lo peinaba cada día marcándole la raya en el centro y minutos después Sam lo alborotaba de cualquier forma porque decía que con ese peinado los niños se reían de él. Siempre llevaba la ropa limpia, los zapatos brillantes y olía a jabón de violetas que su abuela Ruth hacía en casa.

—¿Qué haces cada día en la estación, cariño? —preguntó Anna, su madre.

—Bueno, observo a las personas y luego invento historias sobre ellos.

—¿Eso es lo que haces todo el tiempo, escribir?

—Sí, a veces llega el viejo Bobby y comparto con él mi merienda. Al pobre le quedan solo cuatro dientes ¿sabes? Mastica fatal el chocolate.

—¿Bobby?, ¿quién es Bobby? —dijo Anna preocupada.

—Ah, es el perro del guardia. Es muy viejo para jugar; se queda dormido por todas partes. Solo sabe roncar.

   Mientras Anna sonreía por la charla con Sam, lo agarró por los hombros para darle un beso en la frente, ponerle bien las mangas de la camisa y un fallido intento por volver a peinarlo. Le dijo que no volviese tarde para la cena, pues prepararía espaguetis, pero Sam no la escuchó. Había echado a correr.

   Eran las cuatro de la tarde cuando Sam llegó a la estación ferrovial. El tren de línea Paris-Lyon, tenía prevista la salida a las cuatro y media. Como cada día, el pequeño era fiel a su cita para ver partir aquella máquina de grandes ruedas. Él nunca había salido de la ciudad, pero había muchas personas que sí, que iban y venían a todas horas. Y él envidiaba a cualquiera que lo hiciera.

   Sam sacó de su cartera verde un cuaderno y varios lápices, también sacó un trozo de pan y una onza de chocolate que colocó de forma ordenada a su lado izquierdo, y un trozo de tela bien doblada que usaba para amortiguar un poco la dureza del suelo. Se sentó en el mismo lugar de siempre, en el andén, junto a una papelera.

   Faltaba poco para que el tren se pusiera en marcha, ya se notaba el traqueteo de los zapatos de los caminantes cuando se escuchó el silbato que lo anunciaba. El tren se iba. Vio subir a mucha gente después de ver bajar a otras tantas que, a veces, llegaban a chocar por las prisas.

—Hola, pequeño —dijo la mujer que llevaba sobre su cabeza un canotier con plumas de colores llamativos y un vestido rojo bastante elegante—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Supongo.

—Vengo cada semana para ver a mi hermana que está enferma, y siempre te encuentro aquí. ¿Qué anotas en ese cuaderno?

—Cosas —espetó sin levantar la vista del papel que tenía delante.

—¿Y puedo saber qué tipo de cosas?

—Historias que invento cuando veo a la gente de la estación.

—¿Hay alguna historia que hable de mí? —dijo la mujer entusiasmada.

—Sí, y de esa cosa tan rara que lleva siempre en la cabeza, pero quizá no le guste lo que escribí sobre eso.

   La mujer echo a reír a carcajadas. El niño arrugó el entrecejo y la miró sin entender que era lo que le hacía tanta gracia. Le revolvió un poco más si cabe su peculiar cabello y se despidió de él.

   Tres días más tarde a la misma hora de siempre, Sam se encontraba preparando su zona de trabajo cuando vio que la señora del sombrero raro se mantenía en el andén, observándolo. Tenía en la mano dos billetes de tren y un paquete envuelto en papel Kraft sujeto con una cuerda. Sam se dio cuenta de que aquel día se estaba mordiendo las uñas de la mano que tenía libre, un gesto que antes no le vio hacer.

—Hola, pequeño. Soy Sara. ¿Me recuerdas?

—Sí, señora, la recuerdo, y a su sombrero también.

—¿Cuál es tu nombre?

—Sam.

—Bueno, Sam. Tengo un regalo para ti —le dijo mostrando el paquete marrón.

—¿Un regalo, para mí? Mamá dice que son lujos que no puedo tener siempre, solo en mi cumpleaños y en algunas navidades que papá gana algo más de dinero.

Sam se quedó un poco extrañado, las únicas personas que le habían hecho regalos eran sus padres y la abuela Ruth. Pensó que quizás esa señora era muy rica y les hacía regalos a los niños, regalos que escondía en la gran maleta que la acompañaba.

—¿Alguna vez has montado en tren?

—No, señora. No tenemos dinero para viajar, y tampoco a nadie a quien pudiésemos visitar.

—Podrías venir conmigo, te encantaría. Cerca de mi casa hay una gran tienda de dulces, ¿te gustan los caramelos, Sam?

—Nunca los he probado, pero los veo cada día en el escaparate de la tienda del señor Ford, de camino a la escuela.

—Te compraré varios si vienes conmigo. ¿Qué te parece la idea?

   El niño se quedó callado, pensando. Le había dicho muchas veces a su madre que le llevase a algún lugar para poder montar en tren, pero su madre le decía que no había dinero para esos lujos. Por una parte, deseaba subir a ese cacharro que tanto le gustaba, pero también estaba preocupado por su madre, no le gustaba que hablase con extraños, y si se enteraba se enfadaría mucho con él.

—Solo si promete que volveremos pronto —dijo al fin—. A mi madre no le gusta que me retrase para la cena, y a mí no me gusta tomarla fría. Se preocupará mucho si llego tarde, siempre lo hace.

—Prometido —dijo Sara.

Rígida como una estatua, esperó a que Sam recogiese sus cosas mientras le escuchaba decirle al viejo Bobby que le esperase, que volvería en un rato.  La señora lo cogió de la mano y subió con él al tercer vagón, desde el que se veía la garita del señor Robinson, el guardia y amigo del padre del pequeño. Una vez se hubieron acomodado le tendió el paquete, Sam lo cogió de buen agrado y lo abrió.

—¿¡Un cuaderno!? Ya tengo cuadernos, no necesito más —dijo decepcionado.

—Este será especial, a partir de ahora escribirás tu propia historia —le dijo dándole una palmadita en la pierna.

—Mi historia, ¿por qué mi historia? —preguntó sorprendido. Pero Sara no contestó, solo saco de su bolsa el libro que estaba leyendo y se acomodó en su asiento.

   En ese instante, Sam no dijo nada más, giró la mirada hacia la ventanilla para observar el paisaje cuando el tren avanzase. Observó al viejo Bobby que ladraba sin descanso junto a su ventanilla y le extrañó. Preocupado por no volver tarde a casa, pues su madre había preparado para la cena su plato favorito, ratatouille, no se dio cuenta que el guardia había salido corriendo hacia su vagón mientras gritaba palabras que se perdieron con el ruido de la máquina al ponerse en marcha, y que se disiparon tan rápido como el humo del tren.

Aquella noche sí se quedaría fría su cena; y el corazón de su madre.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen: Javad Esmaeili en Pixabay

 

Pido la palabra: La melodía del viento

Hoy Mocade abre sus puertas a una colaboración para nuestro Pido la palabra. Vanesa Sánchez Martín-Mora, que ya nos deleitó hace dos años con su precioso relato Mamá no se esconde, nos visita de nuevo y pone música a nuestro rincón de Letras desde Mocade con una nueva historia: La melodía del viento. ¡Bienvenida de nuevo, Vanesa!

La melodía del viento

El día que Musake decidió tener un hijo, anduvo hasta el río Kunene y, sentada cerca de la orilla, bajo un árbol de tronco ancho y abundantes hojas que parecían hacer una reverencia al agua, se puso a pensar. Esperaba con gratitud la melodía que acompañaría al bebé toda la vida. La que retumbaría en sus entrañas hasta su muerte.

 Ese día, el viento golpeaba sus trenzas color ocre y hacia tintinear los collares que le adornaban el cuello. Una tormenta de polvo seco rodeó a Musake durante unos minutos y le interrumpió el tiempo que estaba dedicando a escuchar la melodía que debía llegar pronto.

A causa de la tormenta, las ovejas que pastaban cerca se movían nerviosas y correteaban perdiendo el orden en el que caminaban.  Eso la distraía.

Después de unas horas rodeada del polvo del desierto de África, Musake, incapaz de darse cuenta de las señales que estaba recibiendo, lloró en silencio y con tristeza. Una lágrima rodó hacía la mitad de la mejilla, donde el viento, que seguía rozando su piel, hizo que se fundiera con la pasta que le había tintado el cuerpo. No dejaba de rezar en voz baja, suplicaba una y otra vez la tan esperada melodía que debía enseñar al padre de su hijo al llegar al poblado. Una melodía que debía conocer todo el mundo antes del nacimiento de su futuro hijo y que le serviría para calmarlo en momentos difíciles.  

Ella también tenía una canción desde que su madre la pensó, como cada miembro de la tribu Himba. Según cuenta la leyenda, los Himba son una de las pocas tribus que no cuentan la edad de los niños desde su nacimiento o su concesión, sino desde el día que son pensados por sus madres.

El día estaba acabando y los minutos traían la oscuridad de la noche. Musake, desesperada por no escuchar nada, seguía invitando a la melodía. El viento azotaba con más furia, y hacía que el movimiento de sus trenzas y el tintineo de sus collares vibraran con más intensidad. Nada dulce interrumpía sus pensamientos que por minutos se iban descontrolando. Fue el pastor que intentaba regresar al poblado quien reparó en el llanto de la mujer, se dirigió hasta el árbol que la protegía y se atrevió a calmarla.

—La noche corre rápido y no deberías permanecer aquí mucho rato más.

—Sí, me voy ahora mismo.

—Puedes acompañarme si quieres hasta llegar al poblado, pero yo voy más despacio. Mis piernas ya no son lo que eran.

—Voy a esperar un poco más. Vaya tirando, quizás nos encontremos a mitad de camino. No creo que tarde mucho.

—¿Esperas a alguien?

—No exactamente, yo…

—Entiendo.

—¿Lo entiende? No pensé que supiera lo que hago aquí.

—Claro que lo sé, yo también soy padre. No fui yo quien se sentó bajó este mismo árbol a pensar hace veinte años, fue mi esposa, pero como cada miembro de los Himba conozco todas las costumbres. Aún no he perdido la memoria, mujer.

—Discúlpeme, no quería ofenderle, es solo que estoy ansiosa por escuchar la melodía que vestirá mi bebé.

—¡Ah!, es eso lo qué esperas. Pensé que ya la habías escuchado. Esto…

—¿Escuchar dice? Apenas soy capaz de concentrarme con todo el ruido que hay a mi alrededor.

—Bueno querida, como será finalmente esa melodía no lo sé, lo que sí sé es que quien espera es el viento.

—¿Qué tiene que ver el viento en toda esta historia?

—A veces, debemos ver con los oídos. Las señales dicen mucho más que las palabras.

—No entiendo lo que quiere decirme.

—No es a mí a quien debes entender, sino al viento. Debo irme, la noche acecha y el rebaño no acostumbra a volver cuando no hay luz.

Musake, sin entender lo que aquel pastor le decía, cerró los ojos e intentó concentrarse otra vez. De nuevo, se levantó el viento. No sabía si realmente había cesado por un rato o es que estaba tan ensimismada en la conversación que no se había dado cuenta de que seguía azotando.

Cansada de escuchar la combinación de sonidos que el viento provocaba en sus trenzas y en todos accesorios y harapos que la vestían y de sentir violados sus pensamientos, se levantó para marcharse cuando, sin saber cómo, una fuerte ráfaga la hizo caer de culo donde había estado sentada toda la tarde. Entonces, recordó las sabias palabras del pastor sobre las señales. ¿Sería eso una señal de que debía esperar un poco más? —se preguntó.

Se recostó sobre el tronco áspero que aún no había sido descorchado, y cerró los ojos. Seguía evitando escuchar los sonidos que habían quedado en su mente cuando sin darse cuenta empezó a mezclarlos formando una dulce canción. Paró en seco de tararear, abrió los ojos con rapidez y echó a correr hacía su casa. En el camino, se encontró con el pastor, le agarró fuerte de las manos y dándole un beso en la mejilla le dijo gracias al oído. El anciano sonrió con ella. Su alegría la delataba.

—Corre muchacha, corre. Lleva a tu casa lo que ha nacido dentro de ti y no pierdas el tiempo aquí.

Su felicidad había esfumado el cansancio, la tristeza y el llanto que la acompañaron horas antes. Al llegar al lado de su esposo se lanzó a sus brazos y girando con él le confesó como el viento había llevado a sus oídos algo dulce que debía conocer.

Aquella noche el viento soplo con más fuerza de lo que acostumbraba en aquella época. Los rayos y truenos no cesaron durante la noche, pero no supuso un impedimento para que Musake y su esposo vivieran una noche tan ardiente que no sintieran el frio de fuera. Aquella noche hubo una fusión entre el aire y el fuego.

Once meses después, mientras Musake sacaba agua fresca de una tinaja para la cena, sintió un fuerte dolor bajo su vientre. Un aviso de que el bebé estaba por llegar a sus brazos. Aquella noche, se levantó una tormenta que le hizo recordar el día que pensó en su futuro hijo, una tormenta llegada sin aviso y con furia.

El bebé nació esa misma madrugada. Un regordete niño dormía acunado por su padre mientras Musake terminaba de lavarse. Y fue justo cuando cerró las ventanas y miró la negrura que había fuera, cuando pensó como llamarían al bebé. Daren, que significaba nacido en la noche.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen de D Mz en Pixabay 

Pido la palabra: #WeChat# ¿Lo entiendes?

Hoy Letras desde Mocade abre sus puertas a una nueva colaboración en nuestro espacio “Pido la Palabra”. Pilar Borraz Rozas nos regala un relato en memoria de alguien que ha jugado un papel importante en la pandemia que asola al mundo. Pilar, maestra y madre, nos cuenta lo siguiente:

“Escribo porque lo necesito para vivir, porque es lo que me permite entenderme y entender la incertidumbre y la angustia que, a veces, me rodean. Aunque siempre me gustó escribir, desde que me jubilé se ha convertido en un reto personal y un alimento esencial para mi salud. Y a él le dedico buena parte de mi tiempo”.

Gracias, Pilar, por acercarte a nosotras y compartir este precioso relato homenaje en nuestro blog. Tienes la palabra.

Mónica, Carmen, Carla y Adela

 

#WeChat# ¿Lo entiendes?

Homenaje a Li Wenliang. In memoriam

 

Desde la única abertura de la celda, el prisionero alcanza a leer un cartel descomunal.

Administración de Orden Público. Estación de policía Zhangnan de la Oficina de Seguridad Pública de Wuhan. Sucursal de Wuchang. Centro de detención. Sección: Investigaciones Lealtad política de los ciudadanos.

Desde que lo detuvieron y aislaron, ese letrero es lo único que puede vislumbrar del exterior. Ostentoso y excesivo, las pomposas letras brillan inconscientes sin saber cuánto desentonan en este lugar. De vez en cuando, amortiguados por el grosor de las paredes, también le llegan ecos de voces lastimeras y gritos.

Abren la puerta de la pulcra mazmorra y da comienzo la ceremonia que precede al primer interrogatorio de la noche:

—Cuarto día del primer mes lunar del año Genzi de la Rata. Lugar: Sala de interrogatorio B.2. Hora: 00:30. Duración: Según obstinación acusado. Interrogado: Zhao Liu. Médico. Acusación: Propagar falsos rumores que perturban severamente el orden social. Policías: Y. H.

—¿A cuántos agitadores has enviado mensajes en WeChat difundiendo los rumores?

—Sólo a mis amigos. Lo juro. No son agitadores. Siguen las normas con honradez. Igual que yo.

—¿Niegas también tus mensajes y cartas en Sina Weibo? ¿Reconoces tus comentarios falsos sobre un nuevo y peligroso virus? Has inventado contagios y pacientes. ¿Por qué has publicado tantas mentiras? ¡Habla!

 —No son mentiras. Es mi responsabilidad. Soy médico, sé reconocer el peligro de contagio. La gente tiene que saber, deben tomar medidas.

—¡Silencio! Te lo advertimos seriamente. Si sigues siendo obstinado, tus padres y tu mujer pueden salir perjudicados por tu terquedad. ¡Admite tus mentiras!

—No, no lo son. Ya en el dos mil tres vi un virus parecido. Entonces murieron demasiadas personas. ¡Demasiadas!

—¡Tapa tu sucia boca! ¡Admite tu culpa y no difundas más bulos! Aún puedes evitar el castigo. Deja tu impertinencia y colabora.

—Soy buen ciudadano. Obedezco las normas. ¿Acaso no llevo la insignia del partido cosida en mis batas? ¿Por qué voy a mentir?

—Eres listo, pero no vas a engañarnos. Declara que los mensajes son ficticios y que nunca debiste escribirlos. Firma tu confesión y solo serás un vulgar chismoso.

—No puedo hacerlo. No son embustes. Es un peligro real. No firmaré.

—Eres demasiado testarudo. No escuchas.

—¿No me corresponde acaso decir la verdad? ¿Qué clase de médico soy si guardo silencio?

—Un buen ciudadano no extiende rumores. Has alterado la estabilidad colectiva.

—¿Habéis pensado en la humillación de mis padres al ver mi detención en televisión?

—Tus infundios se han extendido por todo el país. Hay que apaciguar a la población.

—Es un virus muy contagioso, hay que advertir. Los sanitarios necesitan protegerse.

—¡Cállate de una vez! Tus mentiras alertan innecesariamente ¿Lo entiendes? Debes entenderlo.

—No. No lo entiendo. Solo escribí lo que mis ojos vieron. Nunca antes un contagio…

—¡Que te calles!

—Tengo que hablar. Si no actuamos, pronto será una epidemia fuera de control…

 —¡Deja de engañar! Tienes que cambiar tu forma de pensar. No seas obstinado.

—¡Es verdad lo que escribí en WeChat y en Weibo! Yo no difundo rumores.

—Debes reconocer tu culpabilidad ¿Lo entiendes? ¿Verdad que lo entiendes?

El prisionero, agotado tras horas de interrogatorio, se desmaya. Los dos policías salen para hacer el cambio de turno. Mientras tanto, el acusado se repondrá y continuará la intimidación. A solas de nuevo, Zaho Liu abre los ojos. Las últimas palabras que recuerda son como un martillo golpeando en sus oídos: ¿Lo entiendes? ¿Lo has entendido?

 Necesito combatir el miedo, vencer la ofensa, piensa. ¿Cómo fui tan ingenuo Cuando compartí los mensajes y les dije que eran privados? Les pedí que no los difundieran y que no me implicaran. Nunca quise esto. No hay nada más que yo pueda hacer. Lo entiendo. Sí, ahora lo entiendo.

El acusado solicita un nuevo interrogatorio. Les dará lo que quieran. Los dos policías entran y da comienzo el ritual que precede al sexto interrogatorio de la noche:

Cuarto día del primer mes lunar del año Genzi de la Rata. Lugar: Sala de interrogatorio B.2. Hora: 7:00.  Duración: Según obstinación acusado. Interrogado: Zaho Liu. Médico. Acusación: Propagar falsos rumores que perturban severamente el orden social. Policías interrogadores: K, X.

La CCTV abre el informativo matutino con una noticia de última hora:

 Zaho Liu, el médico de Wuhan ha confesado difundir falsos mensajes y rumores que han alterado gravemente el orden público. Reconoce haber cometido delitos de habla y actos ilegales con intención fraudulenta. En la carta que ha firmado, el acusado entiende la gravedad de la infracción y admite su culpa.

En la comisaría, desde la única abertura de la celda, el joven médico escucha el sonido de la CCTV dando la noticia de su confesión. Y siente como si envejeciera de repente. Tumbado en la fría litera, se incorpora ante el repentino ataque de tos. Otro más en poco rato. La fiebre ha empezado a subir. Y cada vez respira peor.

Pilar Borraz Rozas

Imagen: Diario16.com

Pido la palabra: Mamá no se esconde

Hoy, en Pido la Palabra, tenemos el gusto de compartir con vosotros un relato que su autora, Vanesa Sánchez Martín-Mora, ha publicado hace poco en Moon Magazine. Vanesa nació en 1982, en un rincón de Extremadura, y ha sido alumna de técnicas narrativas del escritor y profesor Néstor Belda. Como ella misma nos cuenta, «siempre he sentido una gran pasión por las historias que duermen entre las tapas de un libro, pero fue hace poco cuando decidí que era hora de contar las mías».

Le agradecemos que haya querido visitar nuestro blog para traernos esta historia que es breve en palabras, pero intensa en contenido. Y seguro que la disfrutaréis tanto como nosotras.

***

MAMÁ NO SE ESCONDE

Cuando lo he oído llegar dando golpes como siempre, he corrido a esconderme. Esta vez he cambiado de escondite porque casi siempre me encuentra, y cuando lo hace, al día siguiente, no puedo ni moverme. Ha preguntado: “¿Dónde está mi cena?”, y ha tirado la cazadora al sillón que hay cerca del televisor, en el que no nos deja sentarnos ni a mamá ni a mí. Mamá está en la ducha, no creo que lo haya oído. Hace unos minutos me ha dicho: “ponte el pijama, cielo”, y ha entrado corriendo al baño. Sabe que algunos días papá tarda en acostarse y tengo que dormir en mi escondite. Cuando llega se enfada si no está aseada para encerrarse con él en la habitación durante un rato. Y cuando pasa eso, los golpes que le da a mamá son más fuertes. Mamá siempre me dice: “tranquilo, cielo. No duelen mucho. Pero sé que no es verdad. A mí me duelen que te cagas. Hoy, desde donde me he escondido, puedo ver la puerta del baño. Papá la ha roto de una patada, ha sacado a mamá de la bañera, la ha agarrado del pelo y le ha dicho: “eres una hija de puta con suerte porque vengo muy cachondo”. No sé lo que significa puta, pero se lo dice todos los días. A lo mejor no es algo malo y se lo diga para que mamá no llore tanto. Papá ha dado tal portazo al entrar en la habitación que se han movido las perchas que hay encima de mi cabeza. Sé que ha sido él. Últimamente mamá no tiene fuerzas ni para sujetarme la mochila cuando me recoge en el cole. Estoy oyendo mucho ruido. Es raro. Cuando se encierran en la habitación no suelo oír nada. Papá acaba de decir: “verás como ya no te quejas más, zorra”, y ha salido de la habitación. Lo sé porque le he visto cruzar a la cocina. Se ha manchado la ropa de algo rojo. Se acaba de sentar en su sillón con un botellín en la mano. A mamá ya no la oigo, seguro que se ha quedado dormida de cansancio.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen: Pixabay

Una historia de súper héroes

Hace unas semanas asistí a una jornada sobre autismo organizada por la Asociación Principito. Me emocionó tanto la intervención inaugural de Rosa María Benítez que le pedí permiso para compartir sus palabras. No solo me autorizó, sino que también tuvo la generosidad de enviarme el texto de su intervención. Y ese texto viste hoy de gala nuestro blog. Os dejo con Rosa y con su historia. No necesita más presentación.

*****

UNA HISTORIA DE SÚPER HÉROES

Como decía, soy Rosa y soy mamá y soy maestra y mi mundo es azul.

Si me lo permitís os voy a robar unos minutos para contaros una historia. No una de príncipes y princesas sino de superhéroes, pero de esos sin capa ni antifaz, sólo con su incansable espíritu de lucha como bandera. Os voy a contar una historia de papás y mamás luchadores.

Había una vez una hermosa pareja con un hermoso proyecto en común: querían tener un bebé. Después de nueve largos meses de espera llegó a casa… llamémosle Juan e iluminó a todos con su presencia.

Juan crecía en una preciosa familia llena de amor, cariño y comprensión. Todos admiraban lo grande que era, cómo sonreía o incluso cómo comenzaba a balbucear:

—Cualquier día se nos arranca con una palabra— decían felices los abuelos.

Pero ese día no llegaba.

Mamá y Papá mostraban con orgullo lo listo que era su retoño. Tanto que, apenas comenzó a comer purés, cogía su cuchara y comía solo y se enfadaba si Papá intentaba dársela. Y por supuesto el biberón también se lo tomaba solo, porque era un bebé súper independiente.

No anduvo de los primeros en el grupo de amigos, pero al final lo hizo y era un experto en dar vueltas alrededor del columpio en el parque.

Pero Juan todavía no se arrancaba a hablar.

—Ya verás que cuando menos lo esperes se arranca, tú tampoco fuiste el más rápido entre tus primos— comentaba la abuela, orgullosa con Juan en los brazos.

Una tarde, mientras Juan jugaba a hacer torres y filas de colores con sus bloques, Mamá lo llamó para darle su merienda y ni se inmutó. Lo volvió a llamar, se acercó y lo tocó y Juan la miró con una mirada perdida, como si fuera una extraña.

Ya habían pasado unos dieciocho meses desde que lo pusieran por primera vez en sus brazos. Y la sonrisa brillante de Mamá se puso un poco gris. Porque Juan:

  • No habla.
  • Le gusta correr dando vueltas.
  • Lo llamas y no te mira.

La sonrisa de Mamá es gris y decide consultarlo con Papá:

Le dice que exagera, que no es nada. Pero Mamá que siempre duda pregunta a la abuela:

Le dice que exagera, que no es nada. Pero Mamá que siempre duda pregunta al pediatra:

Le dice que exagera, que no es nada. Pero Mamá que siempre duda pregunta a Google:

Y lo que ve le da miedo, tanto, que un frio helado entra por sus pies y lentamente le recorre todo el cuerpo y la paraliza. Y por un tiempo deja de preguntar.

Todos la aconsejan, todos le dicen que ve fantasmas. Las personas más mayores incluso le dicen que de tanto nombrar a la calamidad le va a llegar. Pero Mamá sabe que pasa algo.  No le pone etiqueta, pero pasa algo.

Por no escuchar más consejos, porque tiene que volver a trabajar, o porque cree que estando con otros niños se disiparán todos los fantasmas decide llevarlo a la guardería. Y con esa experiencia conoce una nueva faceta de Juan.

Siempre tienen que ir por las mismas calles y, si eligen otra, le entra una cólera incontrolable. Entonces el sentimiento de culpa invade a Mamá porque piensa que esa rabieta es de niño malcriado.

Cuando entra en la guarde, aunque Mamá pone la más alegre de sus sonrisas, Juan se agarra a ella como si entrar en aquel lugar fuera una tortura para todos sus sentidos. Y el sentimiento de culpa de Mamá crece porque siente que lo está abandonado en manos de unas extrañas.

Y así día a día con infinita paciencia. Y nada cambia. Pero un día Papá se acerca con sigilo a Mamá y le comenta con voz preocupada que ve algo extraño en Juan, que hay veces que está en su propio mundo, que se evade del de ellos.

Mamá suspira aliviada, ya no está sola en su lucha interna. Y, como un torbellino, le cuenta de nuevo a Papá todas sus preocupaciones. Deciden ir a la guarde y hablar con su seño. Quieren compartir con ella sus desvelos y la seño les confirma sus sospechas. Y en ese momento descubren que en su vida hay un monstruo.

Un monstruo enorme contra el que tienen que luchar. Además saben que cuanto antes lo identifiquen más fácil será su lucha, porque solo así:

  • Podrán ponerle ojos y cara.
  • Podrán mirarlo de frente.
  • Y podrán buscar herramientas para combatirlo.

Ahora sí que vuelven al pediatra con la fuerza suficiente para no aceptar un no, con la seguridad de que necesitan buscar ayuda, y finalmente salen de la consulta con una derivación al Centro de Atención Temprana.

Preparados para esa primera cita Mamá y Papá toman de la mano a Juan y, aunque tiemblan como hojas, llevan su sonrisa puesta. La sonrisa de lo transitorio, la sonrisa que cree que allí está la solución a todos sus problemas, la sonrisa que les da la esperanza de que en un par de meses todo se arreglará.

Pero, como en las horas anteriores al alba, salen de allí con un destino más oscuro. Después de una hora de intensas preguntas y de un continuo cuestionarse si lo que han hecho hasta ahora con Juan está bien, les entra la duda de si allí está la solución a todos sus problemas, si van a ser capaces de afrontar todos los retos que les han planteado. Aunque salen con unas energías desbordantes para comenzar a trabajar con Juan porque quieren ver ya los resultados.

Pero, como en las horas anteriores al alba, sigue estando todo muy oscuro y trabajar con Juan no es tan sencillo, “traerlo a nuestro mundo” o “conectar con el suyo” no es posible todos los días. Y Mamá y Papá siguen luchando.

Pero, como en las horas anteriores al alba, la oscuridad persiste y al final se ve al monstruo.

Un día, después de varios meses de evaluación, de numerosas sesiones, pautas y de mucho trabajo, la psicóloga del Centro los llama a su despacho. Un despacho de paredes blancas y muebles claros, un despacho con muchas imágenes colocadas de forma estratégica en cajas, en la pared, en la mesa,… y se sienta y les habla y de repente comienza a hablar de su monstruo:

  • Le pone ojos cuando dice que Juan no fija la mirada.
  • Le pone boca cuando habla del escaso desarrollo del lenguaje de Juan.
  • Le pone manos cuando habla de la hipersensibilidad al tacto.
  • Le pone cuerpo cuando habla de la necesidad de Juan de llevar ropa holgada.
  • Le pone pies cuando explica por qué Juan a veces corre y se balancea de manera descontrolada.
  • Y le pone nombre cuando lo llama AUTISMO.

Entonces dejan de escuchar, vuelven a casa con un sueño roto, con una pesadilla en sus manos y comienzan su duelo porque se les ha caído ese castillo de naipes que era su futuro idealizado.

Llegados a este punto debo pararme. Cuando empecé a hilar este cuento, no quería que fuera una historia triste, porque yo, hoy, ya no estoy triste con mi cuento, ni creo que nadie deba estarlo. Pero sí creo que para sentir una alegría plena primero se ha tenido que carecer de ella. De este modo podremos saborearla cuando está cerca. Sentirla y disfrutarla cuando nos llega. Por eso creo que este cuento no estaría completo si hubiera obviado la parte triste, ya que, aunque no nos guste, la tristeza también es necesaria.

Como os iba contando, aunque en las horas anteriores al alba todo es oscuro, siempre llega el alba y detrás de ella también la luz radiante de un nuevo día. Esto también les pasó a la Mamá y el Papá de Juan. Les llegó el alba y con ella todo un trabajo enorme: leyeron, se informaron, iniciaron terapias (algunas más fructíferas que otras) y empezaron a ser muy críticos con toda la información que les llegaba, porque no todo vale, porque cada persona es única porque nadie mejor que ellos conoce a Juan y sabe lo que realmente le funciona.

Poco a poco Mamá y Papá iban dominando al monstruo, porque sabían que solo trabajando con Juan lo mantendrían a raya. Juan cambió, aunque no fue sencillo ni inmediato. Un día, así sin pensarlo, Juan miró a Mamá a los ojos y le regaló una sonrisa. Otro día, Juan señaló a Papá el coche con el que quería jugar aquella tarde. Y otro día, los cogió de la mano y mirándolos a los ojos les dijo MAMÁ y PAPÁ.

Durante este tiempo Mamá y Papá aprendieron que la vida era como una montaña rusa, unas veces estaban arriba disfrutando y otras abajo luchando, pero siempre juntos sentados en la misma vagoneta. Mamá y Papá también aprendieron que el monstruo muchas veces cambia de cara y hay que volver a identificarlo:

A veces es una entrevista en la USMI, a veces una cita en el neurólogo, a veces toda la burocracia que hay que vivir para solicitar una beca, una ayuda o llegados al caso la Ley de Dependencia o la tramitación de la Discapacidad (que ya la palabra es horrible de por sí).

Mamá y Papá siempre recuerdan uno de los monstruos que más miedo les dio: El día que Juan entró al cole. Además este monstruo tenía muchos brazos. Brazos como tentáculos que los atrapaban:

  • El dictamen de escolarización previo, con el rosario de nuevas entrevistas con psicólogos para volver a contar como era Juan, el rosario de fotocopias de todos los informes que había que adjuntar, el rosario de medidas que iban a poner a Juan en el cole.
  • El no saber cómo iba a estar Juan en el cole: ¿Lo comprenderá su seño? ¿Tendrá amiguitos? ¿Sabrán dejarle su espacio cuando lo necesite? ¿Sabrán animarlo para unirse al grupo? ¿Soportará bien el ruido de una clase con más niños? ¿Estará preparado para recibir tantos estímulos?
  • ¿Se habrá planteado todas estas cuestiones algún docente cuando le ha llegado un niño autista a su aula?

A pesar de todo, finalmente Mamá y Papá le pusieron cara también a este monstruo. Aunque siempre con el pellizquito, hoy respiran y disfrutan nuevamente de la subida de la montaña rusa. Juan es feliz en su cole. Juan tiene amigos. Juan se relaciona con los niños, Juan es Juan, es Valentina, es Adrián, es Amir, es Álvaro, es Pablo, es José, es Carlos, es Víctor, es Nico, es Myriam, es Lucía.

Y en esa subida de la montaña rusa Mamá y Papá pasan tres años, cuatro años, cinco años en esa vagoneta siempre juntos y con esa barra de seguridad que es la psicóloga del Centro de Atención Temprana, sus terapias y sus desvelos para que Juan y su familia siempre avancen, nunca se rindan y continúen dentro de la montaña rusa que es su vida.

Un día, así como en un suspiro, llega el sexto cumpleaños de Juan y lo que debería ser una semana frenética de preparativos para la fiesta se convierte en algo lúgubre y triste porque, no se sabe bien por la decisión de qué experto, después de cumplir los seis años Juan tiene que salir del CAIT. Y para ese monstruo a día de hoy nadie tiene herramientas con las que ayudar a ponerle cara. Y contra ese monstruo nadie puede luchar…

O puede que ya no sea así, puede que en esa montaña rusa Mamá y Papá ya no estén solos en su vagoneta. Es que, poco a poco, esa montaña rusa se ha ido convirtiendo en un punto de encuentro. En un hermoso tren azul lleno de ilusiones y esperanzas.

En ese tren todas las Mamás y los Papás se sienten acompañados en este nuevo camino. Al fin y al cabo, van en un tren azul donde las familias que se suben se sienten seguras y comprendidas, entendidas y apoyadas.

Para finalizar, me gustaría citar un fragmento de “El Principito”, de Antonie de Saint-Exupéry.  Ese libro nos ha enseñado muchas cosas a mis hijas y a mí:

—Adiós— dijo el Principito.

—Adiós— dijo el zorro—. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

—Lo esencial es invisible a los ojos—. Repitió el principito, a fin de acordarse.

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Creo que sobran comentarios. Solo me queda una cosa por decir: Gracias, Rosa.

Adela Castañón

Imagen: Asociación Principito

Pido la palabra: Tal vez mañana

Mocade se viste hoy de gala para dar la bienvenida a una amiga muy querida en nuestro «Pido la Palabra». Conocimos a  Eva Escobar en una escuela de escritura on line hace algo más de dos años. Llegó allí igual que nosotras cuatro, dispuesta a cumplir un viejo sueño que arrastraba desde la infancia. Con los veinticuatro relatos de aquellos dos módulos ha publicado un libro dedicado a sus padres. Aunque el esfuerzo la dejó exhausta, el virus literario seguía ahí. Y, fruto de una maravillosa reactivación, nos ha regalado hoy esta preciosa historia. Que no sea la única, Eva. Vuelve a visitarnos cuando quieras….

…Tal vez, mañana.

Carmen, Carla, Mónica y Adela

La noticia le había llegado a través de un correo electrónico. No pudo terminar de leerlo. Apagó la pantalla del ordenador, sacó la cazadora del armario y salió sin despedirse.

Anochecía. A esas horas la avenida estaba casi vacía. Una pareja paseaba por la otra acera. Apenas pudo oír el rumor de su conversación. Delante de él, un hombre tiraba de la correa de su perro y daba monótonas caladas a un cigarro. Pensó que alguien los estaría esperando en casa.

Agachó la cabeza y aceleró el paso. El aire frío, cargado de humedad, le vendría bien para despejarse después de haber pasado el día entero encerrado en su habitación.

Decidió dar un paseo por la playa, como acostumbraba a hacer por las tardes al salir de la oficina, antes de quedarse sin trabajo.

Mientras caminaba, volvió a repasar los hechos que lo habían llevado a esa situación. Vivía con un chico con el que solo tenía en común un contrato de alquiler. ¿Qué le importaban a él sus problemas? Su única diversión era salir los sábados a recorrer los bares de la ciudad y después pasar la semana entera recuperándose de la resaca.

Al principio, cuando su mujer y su hija se fueron, dominaba la situación. Estaba todo el día ocupado con su trabajo, sin pensar en nada más. Los problemas empezaron cuando lo despidieron, hacía ya más de un año. Le dijeron que se trataba de un ajuste de plantilla provocado por la fusión de su banco con otra entidad y, de la noche a la mañana, se vio en la calle. A partir de ese momento no supo qué hacer con tanto tiempo libre. Veía a Silvia y a Clara por todos los rincones de la casa.

Tuvo que buscar un compañero para poder pagar los gastos de un piso tan grande. Después de dar muchas vueltas, encontró a Jaime, un recién licenciado que acababa de llegar a la ciudad, contratado por una empresa puntera en tecnología. No tenía ninguna queja de él, cada uno hacía su vida sin meterse en la del otro. Al principio, Jaime lo había convencido para acompañarlo en alguna de sus escapadas nocturnas, con la excusa de que necesitaba a alguien que le enseñara la ciudad. Pero enseguida se cansó de ir de un local a otro y de tropezarse con personas a las que encontraba vacías. Además, no le sobraba el dinero para gastarlo en tonterías. Bastante tenía con mendigar un puesto de trabajo en las puertas de sus antiguos clientes.

Sumido en esos pensamientos había llegado hasta el paseo marítimo. Se paró un instante. El mar estaba agitado y las nubes, teñidas ahora de un gris oscuro, se acumulaban en el horizonte.

Dos niños corrían hacia la playa detrás de un balón. Al pasar a su lado uno de ellos le dio un empujón. Pedro se giró hacia él y le increpó. El niño se dio la vuelta, lo miró asustado y salió corriendo hasta donde estaba su amigo. A lo lejos, asomadas a la barandilla del paseo, sus madres los vigilaban. “¡Malditos niños maleducados!”, se dijo.

Emprendió de nuevo el paseo. Pensó que en ese momento podría estar sentado en el sillón del salón mientras Clara y Silvia veían en la televisión ese concurso que tanto las gustaba, que consistía en adivinar canciones a partir de las pistas que iba dando el presentador. ¡Qué nerviosas se ponían cuando intentaban adelantarse a la respuesta del concursante! Su hija Silvia trataba de persuadirlo de que jugara con ellas, pero él siempre tenía algo que hacer. Cuando estaba en casa aprovechaba para poner al día su correo o para preparar alguna presentación importante. Ya le hubiera gustado poder jugar con su hija como lo hacía Clara. Pero su trabajo no le permitía esos lujos. Se movía en un entorno muy competitivo y tenía que estar siempre superándose a sí mismo

Desde hacía un tiempo le venían a la cabeza situaciones cotidianas a las que antes no había prestado atención. Había empezado a sucederle meses atrás,  desde una noche en la que se despertó sobresaltado, abrió los ojos y vio la imagen de Silvia. Llevaba el delantal puesto y la cara y las manos pringadas de masa de croqueta. No tendría más de cuatro años. Él entró en la cocina a coger algo de la nevera y le hizo tanta gracia verla así que fue corriendo a buscar la cámara de fotos.

Al día siguiente, cuando se levantó, se fue directo al ordenador a buscar aquella imagen. Le llevó un buen rato encontrarla entre todas las carpetas que Clara había ido guardando. Se pasó el día entero mirando fotos. Allí estaba toda su historia familiar, ordenada por años y por acontecimientos, desde los primeros veraneos en la playa, cuando Silvia era pequeña, hasta la última comida en un restaurante, pocos días antes de que ellas se marcharan. No podía creer que todo hubiera transcurrido tan deprisa. Clara siempre le estaba pidiendo que imprimiera las fotos y las ordenara en álbumes pero, por una cosa u otra, él lo había ido posponiendo.

Estuvo muchas horas delante de la pantalla preguntándose si no habría alguna manera de rebobinar su vida, de situarse de nuevo detrás del objetivo de alguna de esas imágenes, incluso de aquellas que no había tomado él porque ni siquiera estuvo presente.

Sintió rabia cuando a Clara le dieron la beca Fulbright. “Pide un permiso y vámonos los tres juntos. Dentro de un año podemos volver”, le dijo. No podía dejarlo todo y marcharse sin más a Estados Unidos. Le  había costado mucho esfuerzo alcanzar su posición.

Cuando a Clara se le terminó la beca le ofrecieron un puesto en una universidad de allí. Lo llamó. Volvió a pedirle que se fuera con ellas. Pero no era el momento. Estaba intentando recuperar su trabajo. Incluso existía la posibilidad de que le ofrecieran un puesto mejor.

Ahora acababa de enterarse de que ya no estaban solas. Había alguien más en la vida de Clara.

Sin darse cuenta había llegado al final del paseo. Lloviznaba. Las olas batían con fuerza contra las rocas. Sobre una de ellas, recortada contra el horizonte, pudo distinguir la silueta de la escultura.

Se subió al muro. Miró hacia abajo. Todo estaba oscuro. Sintió la ropa mojada y el viento frío que le agitaba el pelo. Un paso hacia adelante y todo habría terminado. Entonces, sin saber por qué, le vinieron a la mente los versos del escultor. “Los ojos para mirar. Los ojos para reír. Los ojos para llorar… ¿Valdrán también para ver?”

Se dio la vuelta, se bajó del muro y volvió a casa. Al día siguiente contestaría al correo, tal vez todavía estaba a tiempo, tal vez aún no era tarde para marcharse.

Eva Escobar

Imagen: Eva Escobar

¡Gracias, Eva! En este rincón tendrás siempre un lugar donde escribir. 

Un abrazo de tus cuatro amigas de Mocade.

PIDO LA PALABRA: LOS PARTICULARES HÉROES DE EMMA

Inauguramos hoy nuestra sección «Pido la palabra» con el relato de un amigo, que ha querido compartirlo con nosotras: Ernesto Francisco Valga Amado (Lima, Perú, 1982). Es médico y, desde niño, escribe en su tiempo libre. Ha sido finalista en el «II Concurso del Migrante Peruano en España», organizado por el Consulado General del Perú en Madrid-España (2010) y en el «I Concurso de Relato Corto: Superhéroes” organizado por Ámbito Cultural de El Corte Inglés (2015) con los cuentos “Dialogo en la Barceloneta” y “Los particulares héroes de Emma”, respectivamente. Ha participado en varios talleres de escritura creativa. 

LOS PARTICULARES HÉROES DE EMMA

Owlman, el hombre búho, puede volar y ver en la oscuridad. Por lo que dicen no es muy alto y suele trabajar de noche. A diferencia de otros héroes no lucha contra los malos. Pero tiene un poder increíble: su vista le permite descubrir a las personas enfermas y las cura. No tengo muy claro cómo lo hace. Los niños del cole, acostumbrados a las peleas, dicen que Owlman es aburrido: «Emma y sus gustos raros», dicen. Pero yo lo encuentro especial. Los héroes de los niños son importantes cuando hay malos, sin embargo, Owlman podría seguir siendo útil en tiempos de paz.

Dovewoman, la mujer paloma, es mi heroína favorita. A diferencia de Owlman construye y decora casas de madera. A Carla, mi mejor amiga, también le gusta. Los niños, sin embargo, la odian: ellos solo quieren espadas y rayos láser. No saben que construir hogares es divertido. No soy tonta: sé que Dovewoman no duraría cinco segundos contra Batman y sus amigos pero podría hacer de la Batcueva un lugar hermoso para vivir.

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El número siete de “Las aventuras de Dovewoman” es el que más me gusta. Mi madre me lo regaló por mi cumpleaños. En él se cuenta cómo Dovewoman descubre que una de sus casas ha sido ocupada por un extraño. Decide sorprenderlo. Espera pacientemente detrás de un árbol. Siente algo moviéndose deprisa por su costado, ¿será el viento? Finalmente decide entrar, lo hace con miedo pero, sobre todo, con muchísima curiosidad. Sabe que es vulnerable. Así que observa la escena en silencio: hay un hombre cansado y sudoroso, sentado en un sofá. Ella se acerca lentamente y siente cómo su corazón empieza a latir más rápido. El hombre abre y cierra los ojos: parece estar luchando contra sueños terribles. Dovewoman le limpia el rostro y lo recuesta en el sofá, parece enfermo. Piensa que se quedaría con él por siempre, aunque no lo conoce. Desde donde se encuentra puede ver un antifaz sobre la mesa. Decide irse y se dirige hacia la puerta que parece lejana. Se detiene ante ella y la observa. Cuando por fin la abre, una lluvia torrencial la empuja de nuevo hacia el interior. Al volver la vista hacia atrás se da cuenta de que el hombre ha abierto los ojos, la está mirando y le sonríe. Dovewoman no sabe si lo que le impide salir de esa casa es la lluvia o el hombre desconocido. No le importa. Decide quedarse y arriesgarse.

Carla dice que el número ocho de “Las aventuras de Dovewoman” es el que más le gusta: la heroína descubre que el hombre desconocido se llama Owlman y que puede curar a las personas de enfermedades pero no a sí mismo. Como cabría esperar, ambos se enamoran y empiezan a vivir juntos, sin más preámbulos ni dudas. Creo que Carla, al igual que Dovewoman, es la clásica romántica. Tal vez debería ser como Carla y mis amigas, tener diez años y la cabeza llena de historias de amor. Pero a mí me gusta más el número siete porque es cuando se conocen y se abre un mundo de posibilidades. Por ejemplo, me imagino a Dovewoman marchándose de la casa, volando bajo la lluvia, o que Owlman sigue durmiendo y no logra hablar con ella. O quizás Owlman sí que se despierta pero, en vez de quedarse con ella, se coloca su antifaz y se marcha por la ventana. Carla siempre escucha mis historias y se ríe. «Estás loca», me dice con una sonrisa cómplice.

Sin embargo, el número quince también me gusta. Porque después de unas cuantas aventuras juntos, Owlman y Dovewoman tienen una bebé. Es gracioso, Owlman, acostumbrado a lidiar con las peores enfermedades, tiene miedo de cualquier estornudo de su niña y Dovewoman, tan segura en sus decisiones artísticas, no sabe qué carrito de bebé escoger.

Esa niña, mitad búho y mitad paloma, lo ha cambiado todo en la vida de esos superhéroes peculiares. Representa el capítulo final de una decisión que tomó Dovewoman en un día lluvioso. Y aunque a mí me apetezca leer otras aventuras, la sonrisa de la niña en la viñeta final me hace pensar que la historia no pudo ser diferente.

Ernesto Francisco Valga Amado

Foto: Francisco Valga Amado

Gracias, Francisco, por enriquecer con esos superhéroes tan llenos de magia nuestro rincón de Mocade. Esperamos volver a verte por aquí. Un abrazo.

Mónica, Carla, Carmen y Adela

 

DE ESCRITORES, BRÚJULAS, MAPAS Y BLOGS

No hace falta ser muy imaginativa para distinguir a los escritores de brújula de los de mapa. Los de brújula empiezan a escribir partiendo de alguna idea, de algún personaje concreto, o de alguna situación que han vivido, pero sin saber muy bien adónde los llevará el desarrollo de su proyecto. Van, por decirlo así, improvisando sobre la marcha. Los de mapa, por el contrario, hacen un trabajo previo que implica una planificación cuidadosa. Elaboran una serie de indicaciones o pasos a modo de hoja de ruta. Y con esa guía avanzan en la escritura hasta llegar al final que tienen planeado desde que inician su historia.

Brújulas, mapas y bloggeros

Se me ocurre que algo así podría decirse de algunos blogs. He visto artículos sobre tipos de blogs que los clasifican en función de diferentes variables, por ejemplo, según el público al que se dirigen, según el contenido, según la finalidad. Nos podemos encontrar, por tanto, con blogs personales, profesionales, de marca, de negocios, y un montón de etiquetas más sobre las que no creo necesario extenderme. Pero si tuviera que atenerme a una clasificación para nuestro Letras desde Mocade, diría que es un blog de escritoras noveles para escritores noveles o, ¿por qué no?, consagrados; nos encantaría que nos visitaran para dejarnos consejos y opiniones. Y esa clasificación la he tomado de un artículo de Gabriella Literaria  que descubrí en su blog, y que define muy bien este universo. Cuando lo leí, me identifiqué en seguida con el primero que describe.

Letras desde Mocade es, o queremos que sea, ese café donde podemos refugiarnos en una tarde de lluvia, o en un día soleado, para encontrarnos con amigos y pasar un rato agradable haciendo lo que nos gusta: escribir para aprender, aprender para escribir y compartir conocimientos, relatos, artículos, y todo aquello que nos pueda enriquecer.

Detrás de cada blog están las personas que lo escriben. Y si quisiera trasladar ese concepto de escritores de brújula o mapa a nuestro blog, no sabría bien cómo incluirlo. Porque Mocade somos cuatro amigas. Unas más de brújula y otras más de mapa. Y es importante para todas nosotras asegurarnos de que se nos conozca bien, de que quienes nos sigan tengan claro lo que ofrecemos y cómo lo hacemos. Así que, puestos a describir, diría que nuestro blog nació un poco con brújula, pero en el mes y algo que llevamos con él, hemos empezado a dibujar un mapa. Y queremos que sea un mapa interactivo. Por eso nuestro Letras desde Mocade ha añadido una habitación de invitados a su casa. Hemos ideado el apartado de “Pido la palabra” para que quienes nos lean y sientan el deseo de algo más, de escribir también en nuestra página, puedan hacerlo. Y, por el mismo motivo, nos hemos puesto un calendario serio y nos hemos comprometido a publicar relatos y artículos, porque queremos intercambiar textos y aprendizajes.

El plano de Mocade

Cuando una persona empieza a construir su casa, es frecuente que, antes o después, aparezcan los famosos “ya que…” Y eso, en una obra, puede suponer cuando menos un engorro, por no hablar de un presupuesto inflado hasta límites espeluznantes: “ya que” ponemos la cocina se puede aprovechar y ampliar el lavadero, “ya que” el baño hay que echarlo abajo podríamos comprar ese Jacuzzi que vimos en las rebajas, «ya que»… póngase lo que se quiera.

En el caso de Mocade, nuestros “ya que” viene sin esas cargas a cuestas. Porque «ya que» hemos visto que hay personas que nos siguen, queremos darles la oportunidad para que compartan sus escritos con nosotras. «Ya que» hemos empezado a asomarnos a las redes, estamos aprendiendo y disfrutando cuando descubrimos enlaces de utilidad que podemos compartir con nuestros seguidores. «Ya que» las cuatro hicimos realidad nuestro proyecto de escribir, queremos darle continuidad.

Hemos empezado con una brújula, a golpe de timón, pero nos gustaría que nuestra navegación fuera creando mapas que ayudaran e hicieran disfrutar a otros. No es que seamos Cristóbal Colón, pero tampoco él sabía, cuando zarpó, que América lo estaba esperando.

Ojalá vosotros y nosotras lleguemos a ser como esa tripulación de las tres carabelas. Nosotras, al Nuevo Mundo que esperamos descubrir y que nos está aguardando para que lo exploremos, ya le pusimos nombre: Mocade. Su worldbuilding, su moneda, sus leyes, sus nativos… todo está por disfrutar y por crear. Y en ello estamos.

Adela Castañón

Imagen: Colourbox. Derecho de autor: f9photos

PIDO LA PALABRA

Si quieres escribir y no sabes dónde hacerlo, pide la palabra. En Mocade te ofrecemos este espacio.

Nuestro Letras desde Mocade nació como una plataforma donde las autoras, que nos conocimos haciendo cursos de escritura por Internet, decidimos continuar juntas ese aprendizaje compartido, pero sin fecha de caducidad.

Mocade es nuestro rincón ficticio, nuestro universo literario, el patio de recreo al que nos asomamos para disfrutar. Es un asteroide más que aterrizó en la galaxia de la escritura hace apenas un mes, pero que está creciendo a la velocidad de la luz.

La presentación de nuestro blog acababa así:

Y, por último, conocer a todas aquellas personas que quieren leer cosas nuevas, compartir sus historias y aprender juntos.

Personas que aún no lo saben pero que son habitantes de Mocade.

¡Bienvenidos!”  

https://wordpress.com/post/letrasdesdemocade.wordpress.com/6

Pues bien, nos hemos dado cuenta de que, para invitar a alguien a nuestra casa, debemos procurar que se sienta cómodo, así que hemos pensado preparar un sillón desde el que nuestros amigos se puedan expresar. Un sitio acogedor para que quien nos visite pueda pedir la palabra. Y ese lugar es «Pido la palabra».

¿Quieres participar con nosotras desde este lado de la pantalla? ¿Te apetece compartir algo con nuestra comunidad? Escríbenos. Mándanos tu artículo, tu relato, y hablamos delante de un café (virtual, claro está). Danos permiso para revisarlo, porque mimamos mucho a nuestro Mocade, y a todos se nos puede colar una errata. Y, una vez revisado, y si estás de acuerdo con las correcciones (en caso de que las haya), podrás verte aquí, en este apartado de “Pido la palabra” que hemos creado para hacer que Letras desde Mocade sea un poco más de todos y para todos.

Empezaremos con una publicación al mes; tenemos un calendario programado ya que pensamos que es importante la regularidad y la seriedad. Al principio hay que mantener las manos lejos del teclado porque la primera idea es lanzarnos al espacio y publicar, publicar y publicar. Pero no se puede gastar el sueldo de un año en solo un mes, así que preferimos garantizar la continuidad de este precioso proyecto. El primer viernes de cada mes tendrás en nuestro Letras desde Mocade un folio en blanco a tu disposición.

Tampoco podemos dar cabida a obras con una extensión similar a la del Quijote en nuestro blog. Mocade es todavía un bebé de pecho, y darle de comer un solomillo podría resultar hasta indigesto. En principio aspiramos más a calidad que a cantidad. Así que, como aperitivo, vamos a ensayar con escritos limitados a un máximo de mil palabras.

De momento, esto es todo. Si alguna vez quieres hablar (escribir), además de escuchar (leer), ya lo sabes: Pide la palabra, que nosotras te ofrecemos el escenario y el micrófono virtual. Comenta en este post o envíanos un mail a letrasdesdemocade@gmail.com. ¡Bienvenido!

Adela Castañón

Imagen: Unsplash