Del coronavirus. Carta a un médico aragonés

#Aplausosanitario

Un aplauso especial para Adela, mi amiga y compañera en «Letras desde Mocade», que estos días está dando lo mejor de sí misma a los enfermos de Marbella.

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Detrás de una mascarilla improvisada y de un traje hecho con bolsas de plástico verde, no te puedo poner cara. Pero sé qué estás allí, que eres uno de los héroes que están luchando por mí y por todos los que sentimos amenazadas nuestras vidas por este letal coronavirus.

Sé que hoy solo tienes ojos para este enemigo minúsculo y mortífero. Y también sé que tú te sientes en peligro. Que a lo mejor tienes tanto miedo como yo, pero lo escondes detrás de ese traje desharrapado. Y a mí solo me muestras tu valentía. Por eso eres un héroe, porque eres de carne y hueso.

Esto nos ha pillado de repente, sin referentes. Y solo podemos entenderlo en términos bélicos. Porque de una guerra se trata. De una guerra que tenemos que ganar entre todos. Te recuerdo que en España los grandes ejércitos siempre han caído ante nuestra forma de guerrear. Ningún ejército pudo nunca contra nuestra guerra de guerrillas, cuyo nombre no tiene traducción a otro idioma.

Para esta guerrilla, sin uniformes de gala, solo valéis los corazones valientes. Los que lucháis por una causa que os sale de las entrañas. Los que creéis que existe la humanidad.

Esta guerra ya no se libra en los campos de batalla. Hoy el enemigo se ha atrincherado en nuestros cuerpos. Y nuestros héroes sois los que nos sanáis y los que salváis a todos los hombres sin distinción de razas ni de ideologías.

Los que estáis en las trincheras de los hospitales sois unos verdaderos titanes. Ya no nos sirven los soldados de los viejos ejércitos ni los sermones de los políticos. Y esto que nos parece tan nuevo no lo es. Nos habíamos olvidado de las grandes batallas de la historia. Por ejemplo, las de los Sitios de Zaragoza las libraron los médicos y las enfermeras luchando contra el tifus. Cuando huyeron las tropas francesas no quedó olor a pólvora sino que Zaragoza apestaba desde lejos por el olor a cadaverina. Se ha hablado mucho de los cañones y de Agustina de Aragón y poco de la entrega de los médicos y de las enfermeras anónimas al mando de la Madre Rafols.

He traído esto a colación para decirte que, entre los cadáveres anónimos, estaban muchos de tus antecesores. Y por eso tú estás aquí, sin temer al enemigo letal, porque tu forma de luchar la llevas en la sangre y en los genes.

Quizá es un buen momento para glosarte, como hace mi querida Irene Vallejo, un discurso de Pericles, el político más famoso de la Grecia Clásica. Me refiero al que pronunció cuando una epidemia parecida al coronavirus invadió Atenas.

Si a la ciudad le va bien en su conjunto, eso beneficia a los ciudadanos particulares. Pero si toda la ciudad enferma, de nada le sirve la prosperidad de los individuos. En ese momento solo se gana la batalla con una comunidad fuerte y unida. Con una comunidad guiada por los médicos que sustituyen a los soldados de los campos de batalla.

Bien, pues nosotros, hijos de la sociedad del bienestar, habíamos olvidado las lecciones de la historia. Nosotros, que no habíamos vivido ni epidemias ni guerras, pensábamos que habíamos conquistado la paz en la tierra, que nada podría quitarnos la felicidad que nos daban los bienes conseguidos con dinero.

Esta, como siempre sucede con las plagas, nos ha pillado por sorpresa. Y nos ha entrado pánico. En unos días nuestra vida ha dado la vuelta. Nos sentimos desamparados. No sabemos qué hacer. Desde nuestro confinamiento queremos hacer algo, y no sabemos qué. Queremos ser solidarios, pero nos sale mal porque no lo habíamos aprendido ni en las escuelas ni en nuestras casas.

Desde el miedo de nuestro aislamiento hemos descubierto que solo nos podéis salvar los que lleváis batas blancas. Con vuestros rostros anónimos, sois los hermanos que os dejáis la piel por nosotros. Hoy sois nuestra única esperanza y nuestra tabla de salvación.

De repente he abierto la ventana y he tirado mis soldaditos de plomo. En mi interior vosotros ibais creciendo como los gigantes buenos de los cuentos.

Sin saber cómo he empezado a aplaudir. Y he oído todos los aplausos de mis vecinos. Se me han puesto los pelos de punta y se me han enrasado los ojos.

Cuando he cerrado la ventana, me he puesto a escribir esta carta. A la vez anónima e íntima. Escrita desde las entrañas y a golpe de emoción.

A ti, que cuando he ido a hacerme la prueba no he podido ni siquiera oír tu voz, te digo sencillamente, gracias.

No sé si el test me dará positivo o negativo. Pero, después de ver tu entrega, no me preocupa. Sé que tú y tus compañeros me salvaréis, aunque tengáis que arriesgar vuestras vidas.

Audentes fortuna iuvat.

Carmen Romeo Pemán

Los otros héroes del coronavirus

En estos días en los que la palabra coronavirus es sinónimo de saturación, he pensado mucho si escribir o no este artículo. Y ha ganado el sí porque voy a tratar un aspecto que, quizá, se ha dejado un poco de lado.

No creáis que voy a hablar de los sanitarios, aunque lo haré solo un poquito, por la parte que me afecta. Y también pasaré de puntillas sobre otros colectivos, aunque también les rendiré mi pequeño homenaje. Mi artículo quiere ser un aplauso para quienes, como mi hijo, encuentran motivo de superación en cualquier experiencia de vida. Aunque se llame coronavirus.

He pensado mucho el título, y la palabra héroes me vino enseguida a la mente. No cabe duda de que, después de los enfermos, los sanitarios hemos sido los segundos protagonistas. La actitud de todo el mundo, esos aplausos que nos regalan desde los balcones, la respuesta de los ciudadanos a ese lema de #YoMeQuedoEnCasa son, para nosotros, el mejor de los regalos. Ni todos los salarios del mundo valen lo que vale sentirnos apoyados por la gente de a pie, que no por los responsables políticos, ni por su gestión, ni por la escasez de mascarillas, ni por… pero he dicho que no iba a hablar de eso, así que mejor me quedo en el aplauso que os quiero dedicar, en nombre de mis compañeros y mío, porque, para nosotros, que estamos en primera línea en la trinchera, vosotros sois nuestro gran refuerzo en la retaguardia.

Y después de los sanitarios quiero agradecer la labor de muchos otros, aunque seguro que alguno se me olvida, por lo que me disculpo de antemano. Me refiero a las fuerzas de seguridad, a todos los que trabajan en cualquier campo de la industria de la alimentación, desde el agricultor o el ganadero hasta el que nos atiende, armado de valor, guantes y mascarilla, en la carnicería o en el súper, guardando la distancia de seguridad. Pasando, claro está, por transportistas, distribuidores, etc. A los equipos de limpieza, a los empleados de las funerarias, a los cuidadores de personas dependientes, a los voluntarios que se ofrecen para hacer recados, comprar medicinas, a los que atienden las gasolineras. A los profesionales que atienden a mi hijo y a otros como él que, sin tener obligación, le envían un video para saludarlo, le envían fichas para hacer en el ordenador y que se las devuelva por correo, o le piden una foto como la que cierra este artículo para juntarla con otras fotos de otros compañeros y formar entre todos una piña que difunda ese mensaje tan importante para ganar esta lucha.

Y ahora voy con esos otros héroes que me han inspirado este artículo y que, en mi caso, están representados a la perfección por mi hijo.

Los que me conocen saben que soy madre de un joven con TEA (Trastorno de Espectro Autista) que ha roto todas las estadísticas. Su pronóstico era desolador, pero nos pusimos el mundo por montera y hoy es un chico feliz, un habitante del mundo con pleno derecho, porque hemos peleado como leones y nos hemos ganado a pulso todo lo que tenemos. Y, en esta crisis del coronavirus, hemos tenido dos momentos puntuales que lo convierten, a mi parecer, en un héroe. A él, y a los que son como él. El primero que os voy a contar es más anecdótico, pero servirá como pincelada para que quienes no conocen bien las características del autismo se hagan una idea. Y el segundo… bueno, ese es otra historia. Pero vamos por partes.

Cuando se declaró el estado de alarma, Javi, que todos los días tiende su albornoz después de la ducha, me preguntó:

–Mamá, ¿tiendo el albornoz dentro, en el lavadero?

Yo miré por la ventana. Hacía sol, no vi nubes por ningún sitio, y, al pronto, no comprendí la razón de su pregunta. Debéis saber que las personas con autismo son muy literales, no entienden de dobles sentidos, ni cosas así, pero estoy tan compenetrada con Javi que a veces se me olvida y me pilla despistada, así que le respondí con otra pregunta:

–¿Por qué ibas a tender dentro de casa, Javi? Hace buen día y no creo que llueva.

–Pues para mantener el confinamiento, mamá.

Por poco me derrito allí mismo de ternura. Le expliqué que el confinamiento se refería a no salir de casa, pero que podía subir a la terraza cuantas veces quisiera, a mirar el mar. A Javi le encanta caminar, damos paseos de dos horas varias veces a la semana, y adora todo lo relacionado con la playa, el paseo marítimo, el viento, el clima, etc. Por suerte vivo cerca de la playa y desde nuestra terraza puede ver el mar. Ya podréis imaginar lo contento que se puso.

Bueno, pues hasta ahí, esa es la primera noticia, que da paso a la siguiente, que se produjo hace solo dos días.

El escenario es muy parecido: todos en casa, llevamos ya varios días de confinamiento, yo estoy con el ordenador y él viene a mi despacho.

–Mamá.

–Dime, Javi.

–He escuchado en la tele una noticia muy interesante.

–¿Ah, sí? –Tampoco le hago excesivo caso. Al fin y al cabo hablamos mucho todos los días y le encanta conversar de todo, de modo que estoy acostumbrada a interacciones variadas–. ¿Y qué han dicho?

–Que quien tenga autismo puede salir a dar paseos acompañado de un familiar si lleva su certificado.

Él sabe que es una persona con autismo. Lo tiene tan asumido como yo, por ejemplo, sé que soy una persona habladora, o que su abuela sonríe a todas horas. Y su lenguaje es siempre muy formal y correcto, como saben quienes lo conocen, y más cuando se trata de comentar noticias o acontecimientos. Le hemos trabajado mucho la comunicación, y le encanta y nos encanta que se exprese a su manera, tan personal y “académica”, por llamarlo de algún modo. Así que su comentario no me extraña, pero sé que espera una respuesta por mi parte y se la doy en forma de otra pregunta:

–¿Y tú qué opinas de eso?

En el fondo espero que me diga algo como “¡qué bien!” o “entonces podemos salir a dar paseítos” o algo así, pero su respuesta me desarma por completo.

–Pues me parece muy bien, pero yo creo que eso debe servir para niños pequeños que se pongan nerviosos si se quedan en casa, como me pasaba a mí cuando era pequeño, o para los que no entiendan bien lo que está pasando. Pero yo estoy muy bien informado y además estamos haciendo estiramientos en casa y me asomo a la terraza muchas veces al día, así que creo que es mejor que no salgamos y nos quedemos en casa para dar ejemplo y ayudar a que todos hagan lo correcto.

A ver, ¿es, o no es para comérselo a besos?

Por eso, porque hay gestos como el suyo en miles de hogares, porque hay personas que no salen en las noticias pero que aportan su grano de arena, he querido hoy rendir un homenaje a esos héroes silenciosos.

Por eso hoy aplaudo yo también. Por todos nosotros, por los sanos y por los enfermos, por vosotros que estáis regalándome vuestro tiempo al leer esto, y por ellos, por todos ellos, que, en la lucha contra el coronavirus, están también hombro a hombro, a nuestro lado.

Gracias.

Adela Castañón

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Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío

 

#relatosdelascincovillas

De las fragolinas de mis ayeres

Ese día no fui al campo con mi padre. Tenía que llevar dos mulas a la herrería y arreglar la hortaliza del huerto. Él se llevó el caballo. Por la tarde, cuando volví a casa, encontré a mi abuela con los brazos en cruz, arrodillada delante de la hornacina, donde siempre había estado del Corazón de Jesús. Desde la entrada oí la jaculatoria que todos nos sabíamos de memoria: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío”.

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—¿A quién le rezas, abuela? ¿No ves que ya no está el santo? —Me acerqué y le puse la mano en el hombro.

—¡Qué desgracia, hijo mío! Llevaba aquí desde que me casé. Tu abuelo le hizo esta capillica, así lo veíamos siempre que salíamos de la cocina.

—Anda, abuela, cálmate. Lo entiendo, pero ahora no podemos hacer nada.

—No, no lo entiendes. El Corazón de Jesús nos protegía sin tener que ir a la iglesia.

—Pero era solo un santo de escayola pintada. Podremos poner otro.

—¡No, hijo, no! Los santos tienen vida. Por eso les rezamos y nos corresponden. Y no nos perdonan que los olvidemos.

—Abuela, ¿no te das cuenta de que la gente ya no cree en estas cosas?

—¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza?

Entonces la abuela siguió hablando. Que el Corazón de Jesús era lo más importante que teníamos. Que cada vez que pasaba por delante se santiguaba, rezaba una jaculatoria y hacía una genuflexión. Que así se sentía segura. Que sabía que mientras él estuviera en casa no nos pasaría nada a nosotros.

—Compréndelo, abuela. Ha sido un accidente. Se le ha caído a mi madre cuando lo estaba limpiando.

—Claro, al final tenía que pasar. Mira que le advertí que tuviera cuidado. Que no fuera tan aturullada.

También me dijo que ni a ella ni a mi padre les gustaba tener un santo en casa.

—¡Que no es eso, abuela! A ver cómo te lo explico. Era como un muñeco. Y, como tú nos has dicho muchas veces, los santos mutilados son de mal agüero y…

—¡Jesús, María y José! —No me dejó terminar—. ¡Qué herejes! Eso es lo que sois. Ahora, ¿quién nos socorrerá en los malos trances?

—Abuela, por favor, cálmate. No sé, creo que…

—Y tú, ¿qué sabrás? Ya veo que no te ha contado tu padre lo de las fiebres de malta.

—Ya sé, ya sé lo que me vas a decir. Que tú me lo has contado muchas veces. Pero él dice que se curó gracias al médico.

La abuela cogió la pila del agua bendita que tenía al lado de su cama y echó gotas en las ventanas, para que no entraran los malos espíritus. Mientras tanto me senté junto al hogar. Cuando acabó se acercó y me dijo.

—¿Tampoco sabes que malparió la yegua? ¿No te han contado que el Corazón de Jesús salvó a la madre y al potro? Pues bien asustados que estaban todos. Yo misma le oí decir al veterinario que no había nada que hacer.

—¡Vuelta con la burra al trigo! ¿Sabes lo que va diciendo el veterinario? ¡Eh! Pues que tú y tus jaculatorias sois sus peores enemigos.

—¿Tampoco sabes lo de la muerte repentina? —siguió, como si no me hubiera oído.

Se secó las manos en el delantal negro que le llegaba hasta los pies y me habló muy seria.

—Mira, aunque te quieran comer la mollera, no les hagas caso. Solo hay una manera de no morir en el monte de repente. Hay que ver a un santo y santiguarse antes de salir del pueblo. Yo se lo decía a todo el mundo, pero no me creían. Y a los dos criados de casa Picaruela, a esos que se reían de mí, los encontraron muertos de un cólico miserere.

—Abuela, sería porque comerían algo en malas condiciones.

—Mira que eres tozudo, hijo mío.

San Cristobalón de Moral de Calatrava

San Critobalón de Moral de Calatrava

Entonces me contó otra vez la historia de san Cristobalón. Que en la puerta de la iglesia habían pintado un san Cristóbal muy grande. Así se podía ver desde todos los caminos que llegaban al pueblo. Así los hombres lo veían cuando salían y aseguraban que ese día volverían vivos.

—Y todo era normal hasta que un rayo rompió la puerta. A los pocos días, tu abuelo, que en paz descanse, fue a Zaragoza y compró un Corazón de Jesús. Me dijo que era tan milagroso como san Cristóbalón y que nos protegería sin salir de casa

—Abuela, pues a mí me parece que tienes miedo.

—¡Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía! ¡Corazón de Jesús, perdónalo, que no sabe lo que dice!

—¿Lo ves? Es lo que yo te digo.

—¿Qué maneras de hablar son esas? Esas palabras no son tuyas.

—Es que también lo dice mi padre. Y mucha gente.

—Pues llámalo cómo quieras. Pero esto nos traerá alguna desgracia. Por eso llevo aquí rezando desde que he visto el chandrío que ha hecho tu madre. Espero que haya roto el santo después de salir tu padre.

—¡Shist! ¡chiss!¡chss! Oigo relinchar un caballo. Se acerca. —le dije interrumpiéndola.

—Seguro que viene asustado —me contestó—. Los caballos vuelven a casa cuando huelen la muerte.

Bajó la cabeza y comenzó a repetir la jaculatoria: “Sagrado corazón de Jesús, en Vos confío”. Noté que sus rezos no tenían el tono de otros días, como si hubieran perdido el sentido con la hornacina vacía. El caballo volvía solo, sin el amo.

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María Pemán Casajús

Biel, 1930. María Pemán Casajús (Biel, 1855-1931). En 1872 se casó con Andrés Ferrández Arenaz (Biel, 1853-1917), de oficio pelaire, domiciliados en la calle del Jesús. Tuvieron cuatro hijos: Antonio, Simón, Petra y Benita. Eran los de casa El Moreno.

Carmen Romeo Pemán

Vida

Hoy solo os dejo palabras. Porque la historia la vais a saber escribir vosotros.

A mi hijo.

Mi infancia. La infancia con mis amigas. Cuentos de hadas en los que todas, por turnos o a la vez, somos las protagonistas. Nosotras, de princesas. Los niños, de vaqueros y de indios. Bicicletas para ellos. Futbol. Barbies para nosotras. Jugar a las casitas. El colegio. Algodón rosa en la feria.

Las manillas del reloj. El tiempo medido en segundos.

La universidad. Las muñecas olvidadas. Las bicicletas oxidadas. Maquillajes. Barras de labios compartidas. Fiestas de pijama. La pandilla, numerosa y divertida. Excursiones con los chicos. Los bailes. La pandilla, cada vez más reducida. Las primeras parejas. Los cuentos transformados en novelas rosas. Algodón blanco para desmaquillarse.

Amaneceres y anocheceres. El tiempo medido en días.

Las primeras bodas. Mis amigas, de blanco. Yo, de blanco. Casas propias. Mi casa. Sus casas. Barbacoas compartidas. Mi marido. Sus maridos. Coches. Trabajos. Peluquería. Recetas de cocina de una casa a otra. Sábanas de algodón.

Las hojas del almanaque. El tiempo medido en meses.

El embarazo de la primera. La emoción del resto de nosotras. Sus embarazos. Mi propio embarazo. Tiendas de ropita de bebé. Ecografías. Lista de nombres. Unas, de niña. Otras, de niño, igual que yo. Preparar las canastillas. Partos. Cesáreas. Visitas, regalos. Cajas de bombones. Pañales. Amor. Amor a raudales. Cuentos más olvidados. Novelas llenas de polvo. La vida. La película de la vida. Mil veces mejor que mil cuentos y novelas.

Paseos por el parque con niños abrigados en sus cochecitos en invierno. Primavera. Cochecitos guardados. Sillitas de paseo. Pequeños que empiezan a dar sus primeros pasos. Mi pequeño sentado en el césped. Ropa que se queda pequeña. Niños que se acercan a otros niños para jugar. Niños que sonríen a los niños que se les acercan. Niños acercándose al mío. Mi niño, que llora cuando llegan los otros. Niños que corren. Un niño sentado en el césped. Mi niño. Niños que ríen. Un niño que grita. Mi niño. Las mismas mujeres. Amigas de antes. Vecinas de ahora. Miradas de reojo. Sonrisas forzadas. Palabras amables. Mentiras amables.

Las cuatro estaciones. El tiempo medido en años.

Calendarios en la pared de las cocinas. Fiestas de cumpleaños marcadas en rosa en los suyos. Citas médicas en el mío. Padres que llevan a sus hijos al fútbol. El padre de mi hijo. Partidos en el televisor, con auriculares. La puerta del salón cerrada. Mi casa, que cada vez parece más pequeña. El mundo exterior, que cada vez parece más grande.

Niños de otras llorando por heridas en las rodillas. Peleas y reconciliaciones de chiquillos que duran lo que un suspiro. Mi niño con heridas. Rabietas. Autoagresiones. Vigilar las uñas, que siempre estén cortas. Arañazos. Noches de insomnio. Aullidos a la luna.

Niños comiendo helados. Niños gorditos. Niños inquietos. Niños sudorosos. Mi niño. Percentil bajo de peso. Preocupaciones del pediatra. Soluciones que no lo son.

Supermercado. Carrito de la compra. Madres llenándolos de compresas, de lazos para el pelo, de cuchillas de afeitar. Mi propio carrito. Pañales de bebé. Talla extra grande. Tiritas. Betadine. Farmacia después del supermercado. Vitaminas solubles. Batallas a la hora de comer. Impotencia frente a la báscula. Sus kilos, cada vez menos. Mis kilos, cada vez más. Su ayuno. Su anorexia. Mi gula desesperada.

Actividades extraescolares de los hijos de otras. Clases de inglés. Baile. Kárate. Mis actividades y las de mi niño. Logopeda. Psicólogo. Estimulación. Fisioterapia. Regar las plantas del jardín, aunque no crezcan. Cambiar la hora de la compra. Ir al súper después de comer. Dinero justo. Sin tarjetas de crédito.

Primavera en el barrio. Invierno en mi hogar.

Casas en las que cada vez hay más habitantes. Nuevos bebés. Madres de otros niños sin tiempo para más cosas. Intercambios de recetas de cocina que no llegan a la mía. Mi casa, ahora más vacía desde que nos quedamos solos los dos. Mirada que nunca me corresponde. Música que escapa por las ventanas de otras casas. Cristales cerrados en la mía para mantener presos los gritos, los llantos, las rabietas, las autolesiones. Ambulancias en la puerta de mi casa. Hospitales. Ida y vuelta.

Mujeres del barrio que ahora ven su vida a través de sus hijos. Niños que vuelven a protagonizar cuentos de hadas como los nuestros. Que van al colegio. A la universidad. Mi niño. Internet. Búsquedas. Programas de modificación de conducta. Dietas. Logopeda. Psicólogo. Siempre. Seguir regando las macetas.

El tiempo se detiene. La primera noche de seis horas de sueño sin interrupciones. Salir de casa. Paseos cortos dando la vuelta a la manzana. Viajes al contenedor de basura con bolsas llenas de objetos inútiles. Decoración de la casa. Pizarras en todas las habitaciones. Fotos clavadas con chinchetas en las pizarras. Rutinas. Seguridad. Apoyo en una asociación. Madres como yo. Nuevas amigas.

Ya no hay reloj, ni almanaques, ni estaciones. El tiempo se mide en objetivos alcanzados.

Adolescentes que llegan de madrugada. Reproches. Chicas bebidas. Madres con arrugas y patas de gallo. Divorcios y heridas nuevas en sus vidas. Cicatrices que ya son historia en la mía. Ya no hay luces naranjas giratorias reflejadas en los cristales de mi casa. A veces, luces azules frente a las casas de otros en mitad de la noche. Policía llevando a adolescentes bamboleantes y despeinados.

Gritos y discusiones que escapan a través de las ventanas de otras casas. Silencio que reina dentro de la mía. Sin música. Sin diálogos. Silencio bendito. Silencio anhelado. Silencio sin gritos, sin llantos. Silencio sin rabietas. Paz. Macetas que empiezan a florecer.

Pasar de largo por los pañales del supermercado. Empezar a comprar verduras. Experimentos en la cocina. Sus kilos, que suben. Mis kilos, que bajan. Natación. Descubrimiento del agua. Juegos en la piscina. Reencuentro con músculos de la cara que creíamos perdidos. Sonrisas frente al espejo. Sonrisas frente a frente. Contacto visual.

Ventanas abiertas. Silencio que escapa. Palabras que entran. “Mamá”. “Agua”. “Pelota”. Palabras que se multiplican. Fotos quitadas de las pizarras. Noches sin pesadillas. Noches blancas.

Verano. Calor. Luz. Aunque en el barrio y en el mundo esté nevando.

Programas específicos. Prácticas adaptadas. Más sonrisas. Más palabras. Un viaje en tren. Felicidad. Riesgo. Un viaje en avión. Campeones. Un viaje en barco. Aprender a montar en bicicleta. Besos. Abrazos. Te quiero. Te quiero.

El mismo barrio. Casas que ahora son nidos vacíos. Mi casa, llena.

Mi vida.

Sus ojos en mis ojos.

Su mano en la mía.

Mi niño.

Te quiero.

Adela Castañón

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Imagen de cabecera:  ArtTower en Pixabay

Imagen de cierre: chiplanay en Pixabay

La tornaboda de Bárbara de Farasdués

#leyendasaragonesas

Compairón. 2, Recortada

Detalle de un compairón o manta de lana que se ponía debajo de la silla de la novia el día de la tornboda, o viaje de la novia a su futuro hogar, la casa del novio.  Museo Ángel Orenanz y Artes del Serrablo.

—¿Qué hace la señora Bárbara a sus sesenta y ocho años vestida de novia a la antigua usanza? —pensé la primera vez que vi la foto—. ¿Adónde va montada en un burro aparejado con silla de novia y un compairón?

No podía dejar de dar vueltas a esas preguntas. De repente me di una palmada en la frente y pensé: “Está clarísimo”. Todo se relacionaba con el viaje de las tornabodas.

Este no es un relato fantástico, no. Es la transcripción casi literal de unas costumbres aragonesas. Unas costumbres que tenían mucho que ver con los matrimonios entre las personas de las casas ricas y con la dote que aportaba la novia en una boda concertada por los padres, a través de un aponderador, que exageraba los bienes y las virtudes de la novia. Es que las hijas eran una carga para la familia y había que casarlas cuanto antes. Pero casarlas bien.

Seguramente nada de esto le pasó a la señora Bárbara de Farasdués. Es posible que en su treintena, moza vieja ya, se apañara con un pastor cinco años más joven y que se fueran a vivir a una de esas casas pobres de la Peñeta. Es posible que se hubieran casado en una misa antes del amanecer sin invitados ni ceremonias. Es posible que, cada vez que viera una boda con la comitiva de la tornaboda, o vuelta a casa del novio, se imaginara a sí misma como la reina de aquella ceremonia que tanto había deseado.

Y también es posible que ella no quisiera morirse sin que alguien la retratara como a las grandes novias, aunque fuera en un burro viejo y no en una yegua.

Los primeros contactos

Y la señora Bárbara no tuvo a nadie que la presentara, ni que la aponderara. Un día que iba a lavar se encontró en el camino con Fulgencio que iba a soltar el rebaño.

—Oye, Barbara, ya va siendo hora de que nos recojamos.

—Pues cuando quieras.

Y así estuvieron unos meses, con encuentros en el camino, en los que se contentaban con una mirada. Un día Fulgencio apoyó la barbilla en la vara con la que dirigía a las ovejas, y sin rodeos le dijo:

—Tendríamos que hablar con el cura para que nos amonestara.

—Lo que tú digas, Fulgencio.

Pero las cosas no se hacían así. Si ella hubiera sido de buena familia, sus padres habrían hecho un contrato con una casa de posibles y con un heredero. Y, si no hubiera habido en el pueblo, habrían hablado con los tratantes y arrieros que todos los días pasaban hacia Ayerbe por el camino de los Trajineros.

Es más, si hubiera hecho falta, habrían ido a la romería de la Virgen de la Sierra de Biel, que allí se concertaban buenas y ricas bodas entre casas en las que el heredero era el rey. Pero seguía viviendo con sus padres y con sus hermanos solteros, los tiones, que trabajaban por la cama y por la comida. A poco más tenía derecho un solterón.

La comitiva

Los novios de esas familias celebraban la boda en la casa de la novia. Unas veces en el mismo pueblo. Otras en un pueblo cercano. Y pocas veces en tierras lejanas. Que así reza el refrán: “El que lejos va a casar o va engañado o lo engañan”.

Pocas comitivas han hecho largas distancias. Algunas fueron notables, como la que fue desde Barcelona hasta un pueblo del Pirineo, en el Valle de la Garcipollera, cerca de Canfranc. En estas distancias, la comitiva se retrasaba hasta el día siguiente de madrugada.

Comitiva desde Barcelona

Comitiva de una boda a su llegada a los Pirineos. Venían desde Barcelona. A pesar del largo viaje, siguen con los caballos enjalbegados y las personas con las ropas de la boda del día anterior. Publicada en Fotos Antiguas de Aragón.

Si eran de pueblos distintos, el novio tenía que pagar la manta a los mozos del pueblo de su novia por haberles robado a una moza. Y, si se negaba, comenzaban las bromas, las cencerrada, o esquilada. Desde el anochecer hasta la madrugada sonaban los cencerros y las esquilas del pueblo en la puerta de la recién casada.

En todos los casos se formaba un largo cortejo, con hombres y mujeres montados en caballerías de gala y ataviados de fiesta. A la llegada recibían a la novia con más festejos. Así la nueva vida de la recién desposada comenzaba como en un cuento de hadas.

A caballo en una yegua engalanada

Y eso es lo que añoraban la mirada triste y el gesto adusto de la señora Bárbara. Pero Fulgencio vivía en una especie de cueva. Para la cama bastarían unas pieles de cabra por el suelo. Y ella llevaría sayas de estameña y una toca negra en la cabeza.

Le habría gustado ser una novia engalanada en una cabalgadura elegante y no conformarse con el viejo burro que con tantos apuros compraron en la feria de Ayerbe.

Le habría gustado lucir un compairón debajo de la silla de la novia y presumir de una manta de lana blanca, tejida en forma de sarga, adornada con gallos, guirnaldas y otros símbolos que aludían la fertilidad que se deseaba para la novia. La futura descendencia aseguraba la continuidad de la casa. Pero eso era un privilegio de las grandes haciendas. La gran aspiración del heredero, conseguir una buena hembra paridora.

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En el compairón nunca faltaba el gallo. En Aragón era el símbolo de la dedicación de la mujer al hogar. Museo Ángel Orenanz y Artes del Serrablo.

Pero el compairón y la silla no estaban al alcance de todos. Entre los ricos se prestaban estos arreos, que era caros para lucirlos solo un día. Lo malo era que todos sabían a quién pertenecían. A veces llevaban la marca de la casa, como los aperos de labranza, las talegas y los ganados.

La silla se encargaba a un buen ebanista. Lo más seguro es que la tallara con el tronco de unos nogales que guardaban para la ocasión. Podría estar pintada de colores y adornada con ramos en forma de corazones. Todo estaba pensado para trasladar a la novia a la casa del que ya era su marido.

Silla de nogal. Recortada

Silla de novia. Museo Ángel Orensanz y Artes del Serrablo.

La señora Bárbara se imaginaba que la ayudaba a subir a una yegua blanca un joven elegido entre los amigos de su novio. Por primera vez en su vida montaba en una silla, a la mujeriegas, y no a escarramanchón, como le había tocado ir siempre encima de una albarda.

A la señora Bárbara no la seguía una comitiva, no. En la foto se ve a unas niñas que miran asombradas, como si estuvieran en las fiestas de Carnaval.

—Marchad todas de aquí —gritó—. Y no me espantéis al caballo que viene detrás con el baúl con mi dote. O con mi pliega, o como la queráis llamar. Que lo importante es lo que lleva dentro.

En ese momento alguien disparó la foto. Y quedó inmortalizada como un fantoche. Pero a sus años la vista le fallaba y la guardó en el fondo de un arca como un tesoro.

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Foto de la entrada sin recortar.

Novia de Farasdués

Publicada por Fernando Ciudad Lacima el 27 de diciembre de 2019, en el grupo de FB, Fotos Antiguas de Aragón, del que soy miembro. Se la cedió José Luis Mincholé Alastuey, de Farasdués. El fotógrafo fue Elias Año Alastuey, un gran aficionado a la fotografía, tío abuelo de Pilar Campos Fornell.

Esta foto, y sus comentarios,  me inspiraron  este artículo. Desde aquí os doy las gracias a todos los del grupo por vuestras extraordinarias colaboraciones.

1929, Farasdués. Comarca de las Cinco Villas. (Zaragoza). Ese año Bárbara Fernández Garcés tenía 68 años. Su marido, Fulgencio Melero Pardo, de profesión pastor, era cinco años más joven. Vivían en la calle Ramón y Cajal, número 8.

Carmen Romeo Pemán