Esta Semana Santa, como siempre, se leyó la Pasión en la misa del Domingo de Ramos en mi parroquia. No recuerdo las homilías de otros años, no sé si por mala memoria o porque antes me perdía a veces en mis pensamientos y no seguía el hilo de las palabras del sacerdote. Pero este año dijo algo que me mantuvo atenta todo el tiempo, algo que me ha hecho pensar bastante. Y de eso quiero hablaros hoy.
Comenzó diciendo que no quería acostumbrarse a que la narración de la Pasión de Jesús, tal y como la hacen los evangelistas, se convirtiera en una rutina repetida año tras año. No sé si fue el tono, o las palabras, o la manera de pronunciar algunas frases, pero de pronto sentí que ese relato de la Pasión era estremecedor. Si sacamos los hechos del contexto temporal y religioso, la historia de un hombre condenado por exponer sus ideas, ajusticiado y crucificado tras una parodia de juicio, sería noticia de cualquier telediario. No quise ver la película de Mel Gibson porque pensé que, para sufrir, ya se ocupa la vida de darme materia. Cuando se estrenó, se comentó bastante la crudeza de muchas de las escenas. Y este año, escuchando a mi párroco, me di cuenta de que yo tampoco quiero acostumbrarme a muchas cosas. Porque la costumbre puede inmunizar tanto como la mejor vacuna. Y hay cosas ante las que no quiero permanecer impasible.
No quiero acostumbrarme al sufrimiento que unos hombres causan a otros hombres. No hay que remontarse a los albores de la Iglesia ni a esa Pasión de la Semana Santa. Recuerdo cuando empezaron los atentados terroristas en España. Yo era aún muy niña, pero no tanto como para no darme cuenta de que el horror se había colado en el salón de mi casa, que se sentaba a la mesa con nosotros, y que había personas de carne y hueso, como mi madre, mi padre, o algunos vecinos, que también, en otra zona de la geografía española, eran el padre, o la madre, o el vecino de alguna niña como yo, y que habían muerto de modo absurdo, por nada, en nombre de nada. Y eso nos hacía estremecer a todos. Con el tiempo la violencia se fue normalizando hasta el punto de que ahora, en pleno siglo XXI, tiene que llegar un 11 de septiembre o un 11 de marzo para que, una vez más, nos llevemos las manos a la cabeza. Y yo me pregunto: ¿dónde hemos puesto el límite? ¿En qué momento? ¿En el número de víctimas? ¿En la repercusión mediática? Porque tengo la impresión de que, poco a poco, nos hemos ido inmunizando contra la violencia, a fuerza de asumirla como algo cotidiano. Y no, no quiero acostumbrarme a eso.
No quiero acostumbrarme al sufrimiento. Soy médico y convivo a diario con él, pero no quisiera que esa convivencia, que me viene dada por mi profesión, haga que me acostumbre a ver sufrir a los demás. Necesito, por supuesto, aprender a poner distancias, barreras, si no quiero morir en el intento. Pero ese saber gestionar el dolor no debería, o eso espero, vestirme de una coraza de insensibilidad. Quiero seguir recordando que el dolor de cada persona es único, que no por abundar se hace menos doloroso para quien lo padece. No, no quiero acostumbrarme a eso tampoco.
No quiero acostumbrarme a la felicidad. No me gustaría instalarme en la rutina de una vida cómoda, sí, porque, aunque tengo que trabajar para vivir, debo ser objetiva y admitir que, en términos generales, mi vida es afortunada. Tengo salud, trabajo y familia. Que no es poco, si se piensa bien. Y, si no ando lista, ese instalarme cómodamente poniéndome la felicidad como unas zapatillas de casa puede convertirse en costumbre. Y esa costumbre me privaría de disfrutar de esos pequeños detalles que son, en esencia, lo que da como resultado ese ramillete de sentimientos que se ha dado en llamar felicidad. No quiero acostumbrarme tampoco a eso, porque si lo hiciera me perdería buena parte de muchas emociones que deseo disfrutar con plena conciencia.
No quiero acostumbrarme a muchas cosas. Si acaso, quisiera, simplemente, acostumbrarme a no acostumbrarme a nada. Solo eso. Porque la rutina puede ser un asesino silencioso, un agujero negro, que nos engulle sin que nos demos cuenta. Y hay cosas en la vida, tanto malas como buenas, a las que nadie, creo yo, debería acostumbrarse.
Adela Castañón
Foto: Unsplash
Adela, conociéndote, eres incapaz de acostumbrarte al sufrimiento ajeno, venga por una enfermedad o por lo crueles que somos unos con otro. Tampoco te acostumbrarás a la felicidad, o quizá sí: te mereces ser feliz y que sea algo que pase a diario, pero no por eso dejarás de valorar esas pequeñas cosas que te hacen sonreír.
Como todo, se trata de ordenar prioridades y tomar una actitud ante la vida: unos necesitan comprarse un descapotable para ser felices. Otros lo somos con ver una sonrisa en nuestros seres queridos. Tú eres de estos últimos.
¡Un besazo!
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¡Qué suerte tener amigas como tú, Carla! Que sepas que buena parte de mis sonrisas nacen de ser parte de este universo de escrituras, que sin ti no habría visto la luz. Y eso, te lo aseguro, es una de las cosas que sigo disfrutando a tope día tras día. ¡Gracias, preciosa!
Otro besazo para ti 🙂
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Buena reflexión, Adela. El día en que dejas de indignarte ante la violencia, los atentados, las injusticias, el día en que dejas de sentirte una persona afortunada por tener salud, trabajo, familia, el día en que te acosumbras» a vivir con todo eso y no lo valoras, ese día has envejecido. ¡Ojalá no llegue nunca ese día, por mucho que vivamos cien años!
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Muchas gracias, Eva. Tengo fe en la humanidad y espero que nunca nos acostumbremos a muchas cosas, pero me apeteció recordarlo y en ningún sitio mejor que en nuestro Mocade. Un abrazo, amiga.
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Hola Eva. Me ha encantado tu relato/artículo. Además ha provocado que acuda, una vez más, a mi libro de cabecera: Los ensayos de Montaigne. Te dejo, a lo mejor lo conoces, uno de sus comentarios sobre la fuerza de la costumbre, y lo hago, porque, evidentemente, a mí no se me ocurre nada mejor. Para qué vamos a inventar. Dice Montaigne: » La costumbre es en verdad una maestra violenta y traidora. establece en nosotros poco a poco, a hurtadillas, el pie de su autoridad;pero por medio de este suave y humilde inicio, una vez asentada e implantada con la ayuda del tiempo, nos descubre luego un rostro furioso y tiránico, contra el cual no nos resta siquiera la libertad de alzar los ojos».
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Hola, Jorge. Sabias palabras las de Montaigne. Muchas gracias por compartirlas aquí, y por leerme y comentarme. Un abrazo
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Perdona Adela, he confundido el nombre en el comentario anterior. Cosas de la edad.
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No te preocupes por la confusión. Pasa en las mejores familias, y no tiene ninguna importancia. Gracias de nuevo por pasarte por aquí. Un abrazo
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Qué buena reflexión amiga. Me encanta cómo nos haces sentir como propias todas tus dudas y como llegas al final a una conclusión tan profunda. Hay momentos en la vida en que ciertas cosas se vuelven parte del paisaje y no debería ser así, no deberíamos volvernos inmunes a toda la miseria y el desastre que nos rodea tantas veces. Por eso me uno a ti y expreso abiertamente que tampoco quiero acostumbrarme. Besos :*
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Mi querida Moni: gracias otra vez por el cariño con que me lees y me comentas. Me hace feliz compartir contigo y con nuestras amigas este rincón mocadiano, que cada día quiero más. Un besazo.
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Querida Adela: yo como tú, no quiero acostumbrarme a nada. O acaso acostumbrarme a no acostumbrarme. Vivir siempre alerta y con los ojos abiertos para vivir, como nuevas y novedosas, las sensaciones de cada día.
Una reflexión muy profunda en un estilo sencillo y con un lenguaje asequible. Una reflexión que te sale del corazón y llega directamente al corazón del lector.
¡Gracias por estas perlas, amiga!
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Mi querida Carmen: y yo sigo sin acostumbrarme a esta maravilla de tener amigas como vosotras, y un lugar como Mocade donde nuestras ideas retozan a placer. ¡Gracias a ti!
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