Rosa escuchaba la discusión desde la cocina. Su hija y su nieta estaban tan enzarzadas en la disputa que no se daban cuenta de cómo estaban levantando la voz. Y eso que el salón estaba al otro lado del pasillo. Aun así, las palabras se oían con total claridad. La anciana agachó la cabeza y siguió pelando las patatas. Solo detenía el movimiento para enjugarse alguna lágrima furtiva con la punta del delantal. No pudo evitar un pensamiento obsesivo: “La historia se repite”. Suspiró, y con el pelador de patatas como vehículo de su memoria, emprendió un viaje de cuarenta años hacia su pasado. De espaldas a la puerta del patio, y perdida entre recuerdos y mondaduras de patatas, no se enteró de la entrada de Luis, su compañero desde hacía casi cincuenta años.
Luis supo por el movimiento de los hombros que su mujer estaba llorando. Comprendió que lo que hacía sufrir a Rosa era la discusión que mantenían su hija y su nieta en la habitación de al lado. Las voces de Laura y de Estrella llegaban con claridad, porque las dos hablaban casi a gritos. Prestó atención a lo que decían, y lo entendió todo. Estrella, su nieta, su Estrellita, se había hecho una mujer. Y Laura le repetía una y otra vez que, como madre suya, no podía aceptar que quisiera irse a vivir con su novio. El anciano sonrió. Se acordó de cuando “el novio” era él, con casi cincuenta años menos, mucho antes de soñar con su actual estado de “el abuelo”. Y miró con ternura la silueta encorvada que pelaba las patatas.
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Rosa y Luis se habían conocido en una escuela de baile, cuando ella tenía veinte años y él no llegaba a los treinta. Las amigas habían apuntado a Rosa a unas clases de baile de salón para sacudirle la morriña en la que la había sumido el abandono de su novio. Todas le decían que había sido una suerte que ese bala perdida la hubiera dejado, porque jamás habría sido feliz con él. Y Rosa, por no oírlas y porque quería dejar de llevar esa pena a cuestas, se dejó arrastrar a las clases de baile con ese profesor extranjero tan guapo y buen bailarín. Pronto surgió una química especial entre la novia abandonada y el maestro de danza. Empezaron a salir, y él le contó que se había divorciado hacía poco y que tenía dos hijas de corta edad. Y ahí estuvo a punto de terminar la historia de amor de la pareja. Porque don Ramón, el padre de Rosa, se negaba a que su hija se juntara con un hombre que, como él decía, ya le había destrozado la vida a otra, y encima después de hacerle dos barrigas. Además, su hija tenía que casarse de blanco y delante de un cura. Luis había iniciado los trámites para solicitar la nulidad, pero nadie se esperaba que, ante la oposición paterna y ante el retraso del proceso de anular el matrimonio de Luis, la tímida y ejemplar Rosa se liara la manta a la cabeza y se fuera a vivir con él incluso antes de que pudieran casarse por la Iglesia.
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En la cocina, Luis se pasó la mano por la cabeza, con bastante menos pelo de lo que tenía el día de su boda. El roce de los dedos con su calva y la visión de la espalda vencida de Rosa, coronada por su eterno rodete de pelo blanco recogido en un moño apretado, le devolvieron al presente. Dio un paso adelante y a Rosa le llegó el olor de su hombre antes de sentir su mano sobre el hombro. Llevaban casados medio siglo y se seguían presintiendo el uno al otro incluso antes de verse. Luis cogió la punta del delantal para secar las lágrimas de su mujer.
–Rosiña, no llores.
–¡Ay, Luis! Que no sé cómo nos ha salido una hija tan intransigente. Laura tiene que entender que Estrella se ha hecho mayor. Al fin y al cabo, cuando Laura tenía su edad ya estaba casada y embarazada de ella.
–Ya, Rosa, ya lo sé. ¡Pero es que nuestra Laura ha sido siempre tan conservadora…! No sé a quién habrá salido.
–¡Bobo! ¿A quién va a salir? ¡Si es igualita que tú! Anda que no me costó trabajo convencerte para que me dejaras irme a vivir en pecado contigo, Luis… Pero valió la pena. No entiendo que Laura se ponga así ahora. Ya sé que ella lo hizo todo bien. Que se casó como Dios manda y que Estrella no nació hasta después de un año de la boda, pero…
Rosa dejó la frase sin terminar y suspiró. Luis acercó un taburete y se sentó al lado de su mujer.
–¿Pero qué, Rosa?
–Acuérdate de nosotros, Luis. Y eso que eran otros tiempos y se vivía chapado a la antigua. Y mira, aquí estamos, tan felices.
Luis se inclinó para besar a Rosa en la frente, y los dos guardaron silencio recordando su pasado, cuando el principio de su noviazgo pareció una misión imposible.
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Cuando el padre de Rosa supo que a su hija la pretendía un divorciado, puso el grito en el cielo. Le prohibió que se viera con ese hombre. Y Rosa, la tímida y callada Rosa, le plantó cara a su progenitor por primera vez en su vida. Luis no quería separar a Rosa de su familia e intentó poner fin al noviazgo, pero ella lo amenazó con escaparse de su casa a donde nadie, ni siquiera él, pudiera encontrarla. La solución, sin embargo, llegó por donde menos se esperaba. En medio de la tormenta familiar, la hermana de Rosa dio a luz, y cuando le pidió a Rosa que fuera la madrina del bautizo de su sobrina, porque era algo que las dos hermanas se habían prometido desde la infancia, Luis tuvo la ocasión de ganarse a su suegro. Rosa se negaba a ir al bautizo si Luis no iba también. Y don Ramón decía que no pensaba estar en la misma habitación que ese hombre, del que se negaba incluso a pronunciar el nombre. El bautizo se celebraría en el pueblo vecino, en casa de su hija y de su yerno, y el patriarca juró y perjuró que, si Luis asistía a la celebración en casa de su otra hija, él no aparecería por allí. Rosa y su padre estaban empecinados en sus respectivas posturas, y Luis dio con la solución.
–Rosa, escúchame. Viajaré contigo. Tú vas a la iglesia y amadrinas a tu sobrina, como está mandado. Y yo te espero en la urbanización de tu hermana. Me has enseñado fotos de la piscina, y debe ser un sitio precioso, así que me llevo un libro y aprovecho para tostarme un ratito –Rosa abrió la boca para protestar, pero Luis no le dio tiempo–. Y no pongas excusas. No tienes derecho a amargarle la fiesta a tu hermana. De vez en cuando, si quieres, te escapas cinco minutos y te acercas a darme un beso por buen comportamiento. ¡Rosiña! Que ni tu hermana ni la niña tienen la culpa de nada. Por no hablar de tu santa madre, que tampoco se merece que le des ese disgusto, mujer.
La hermana y la madre de Rosa querían comerse a besos a Luis cuando ofreció esa salida. Y de toda la familia, Rosa fue la más difícil de convencer. Su padre, cogido entre el fuego de su otra hija y su mujer, no quiso estropear el bautizo de su nieta y transigió puesto que no tendría que verle la cara a su futuro yerno. Y Rosa, a la que la solución no le convencía, cedió ante los argumentos y arrumacos de su Luis para que no aguara la fiesta familiar. Y todavía quiso más a su novio cuando lo escuchó defender al que sería luego su suegro: “Rosiña, no seas así. Tu padre tiene unos principios morales firmes, los está defendiendo, aunque le cueste enfrentarse a ti, y lo admiro por eso. ¡Que ya hace falta valor! ¿O es que te crees que no sufre al pelear contigo, que eres la niña de sus ojos? Anda, mujer. Ya verás cómo cambia todo cuando me den la nulidad”.
Y vaya si cambió, porque Rosa no estaba dispuesta a esperar quién sabía cuánto tiempo. Después del bautizo de su sobrina, Rosa y Luis se fueron a vivir juntos. Y don Ramón tragó bilis y mantuvo las distancias hasta que llegó la esperada nulidad del anterior matrimonio de Luis, pero el tiempo acabó por limar asperezas.
Cuando Luis y Rosa pudieron casarse por la iglesia, casi tres años después, nadie dio importancia al modo en que el novio había llegado a formar parte del clan. El día de la boda, los botones del traje de don Ramón amenazaban con estallar cuando pudo llevar por fin a su hija de blanco al altar, para entregarla a ese hombre que, hacía tiempo, se había convertido en Luis.
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Medio siglo después, en la cocina de su casa, vestidos de canas, Rosa y Luis se miraron a los ojos. Y sus miradas se decían que los dos recordaban los mismos hechos.
–Anda, Rosa –Luis le quitó el cuchillo de la mano para ponerlo en la mesa–, deja de pelar patatas, que a este paso vamos a tener que comer lo mismo todo el mes. Va siendo hora de que le contemos a nuestra hija un poquito de la historia familiar.
Adela Castañón
Foto: Pinterest.
¡Encantador! Que relato tan encantador 🙂 Es una historia preciosa, cargada de líneas que llenan de emoción. Me encanta los matices que le has dado y la forma en la que están caracterizados los personajes. Qué buen relato amiga. Tiene toda tu esencia, inconfundible. Besitos 🙂
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Muchas gracias, amiga. Porque aunque la vida siga igual, continúa llenándose de cosas lindas como este blog que ve crecer nuestra escritura gracias al apoyo mutuo. Muchos besos. 😊
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Muy bonito Adela¡¡, y muy bien escrito, te traslada a un rinconcito de esa cocina como espectador camuflado desde el primer segundo. Solo le encuentro un pero, Que me ha sabido a poco. 😊
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¡Muchas gracias, Marisol! Por el cariño con que me lees y por todo el tiempo que me dedicas con mis atascos informáticos. ¡Ya lo dice tu nombre! ¡Eres un sol! Un beso, amiga.
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