El universo me susurra secretos al oído. Besa mis manos y bendice mi voz cada vez que me preparo para salir a escena. Puedo sentir los latidos del corazón en la garganta. Pero no estoy asustada, por el contrario, me siento pletórica.
Falta poco para presentarme en un escenario diferente. Nunca había estado aquí, en esta ciudad, en este país.
Sé que no hay rostros conocidos entre los asistentes y aun así puedo sentir su efervescencia tras las bambalinas. Demandan mi versión de carne y hueso.
Respiro profundo. Inhalo, exhalo. Me miro en el espejo del camerino y deslizo los dedos por mi cabello suelto. Estoy lista.
A unos pasos de la tarima elevo una plegaría al cielo y me lanzo a la escena. Las luces me encandilan, pero no son un impedimento para abrazar el instante perfecto en el que los aplausos disipan el silencio.
Sonrío al horizonte y me pongo de rodillas sobre el tapete de flores que forma parte de la escenografía. Agarro mi guitarra y suspiro. Me siento segura. Es mi talismán, mi amuleto de buena suerte, mi cable a tierra. Mi conexión con la mejor versión de mi misma.
Ajusto las clavijas y toco algunas notas para saber si mi compañera de viaje está afinada. El sonido es perfecto.
Las luces disminuyen su intensidad. Ha llegado la hora de entregarme.
Me llevo un mechón de cabello detrás de la oreja y en el momento en que mis manos tocan las cuerdas de la guitarra el universo expande a través de mi sus alegrías y desventuras.
Cierro los ojos y lo escucho. Me estremezco con la tibieza de su voz. No me detengo. Me dejo llevar. Canto mientras me rodea con sus brazos y me acaricia los labios con su aliento.
Todo a mi alrededor desaparece con su toque. Solo somos el universo y yo en una danza de alabanzas y mimos.
Aunque el tiempo se ha desvanecido ante el cortejo, la tercera estrofa llega para desgarrarme la garganta. Me duele el pecho y ahora el silencio me embriaga. Es el momento de cantar la última canción. Nunca quiero llegar hasta ella. Quiero cantar por siempre, en este escenario o en cualquier otro, en la calle, en la ducha, en el metro, en el tranvía, en la puerta de mi casa o en el parque de la esquina. El lugar no es esencial. Solo cantar. Cantar aferrada a algo más poderoso que mi voz. Abrazada al universo.
Respiro profundo.
El último acorde sale de mi guitarra. No es más por esta noche.
Abro lo ojos y todos los asistentes siguen ahí. Están sentados y me miran absortos como si les hubiera hablado en lenguas, como si hubieran presenciado un acto de magia. Sonrío y mi expresión descongela el silencio. Se deshacen en aplausos, se ponen de pie y dejan que las lágrimas salgan a raudales. ¡Nada importa! Lo puedo sentir. Se miran los unos a los otros y aplauden con más fuerza.
Piden una canción más, ¡están eufóricos!
¡Ellos tampoco quieren que el momento termine! Ansían extenderlo todo lo que sea posible.
Miro al productor y las luces se disipan de nuevo.
Tomo mi guitarra y la pongo sobre mi regazo. Cierro los ojos y me entrego una vez más a los caprichos del universo.
Mónica Solano
Imagen de Mónica Solano
Un «capriccio» musical. Un relato filosófico. Una «delicatessen» para el alma. ¡Gracias, Mónica!
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Has conseguido transmitir la armonía de la música a las letras. Maravilloso y estético relato, Mónica. ¡Enhorabuena!
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