El intruso

Cuentas los días para matarlo a sangre fría. Mientras tanto, intentas vivir, en silencio, mirando a la cara a los tuyos para disimular. Pero cuentas los días. Esperas. A veces, solo a veces, consigues dormir.

Vigilo tu sueño, tus ojos danzan como locos y hacen que tus párpados se muevan y vibren a toda velocidad. Entonces sé que estás en ese mundo gris en el que has ido un paso más allá, lo sé porque cuando estás despierta nunca sonríes, pero, cuando duermes, bajas la guardia y el inconsciente olvida cerrar una grieta por la que tu sonrisa se asoma a tu rostro, desesperada por una bocanada de oxígeno que le recuerde que aún existe. Y esa sonrisa me cuenta lo que tus labios se empeñan en callar y en negarme por mucho que te lo pida de mil maneras sin hablar, sin descubrirte que lo sé todo acerca de ese invitado no deseado que se ha colado en tu vida.

Cuando te despiertas, siempre lo haces boqueando, como un pez fuera del agua. ¿Dónde te sumerges mientras sueñas? ¿Compartes acaso con él o con ella ese líquido amniótico en el que reina el silencio? ¿Le hablas? ¿Te habla? ¿Qué os decís?

No sabes que los del laboratorio llamaron por teléfono antes de que llegara la carta con el resultado de la analítica. Dijeron tu nombre y yo me limité a responder “Sí”, como siempre que llaman al fijo para dejarte algún recado desde que los chicos del instituto se empezaron a fijar en ti. No necesité más para imaginarlo todo. Entendí de pronto tu interés por mirar el buzón de la casa, tu esfuerzo por disimular el asco cuando te pongo de comer cosas que siempre te han encantado. A mí me pasó igual contigo durante los tres primeros meses, y luego me ocurrió también con tus dos hermanos. Después se pasaba, gracias a Dios. Pero, aunque los nueve meses hubieran sido igual de malos, me habría dado igual. Los tres sois lo mejor que tengo. Quisiera decírtelo, pero tengo miedo de descubrirme, de que sepas que lo sé, de que eso te impulse a tomar la decisión equivocada.

Yo también conté los días para matarte a sangre fría, también disimulé, también vomité a escondidas, sobre todo a escondidas de mi padre. Creía que la solución de aquello solo pasaba por matar a alguien, que tenía que elegir entre tú y yo. O tú desaparecías, o yo dejaba de pertenecer a mi familia, qué cosas, ¿verdad? Iba a decirte que eran otros tiempos, que mi familia era mucho más intransigente, pero no sé si te serviría. Creo que, ante una encrucijada como la tuya, todo sigue siendo más o menos igual de confuso, igual de amenazante, igual de difícil.

Suspiro de alivio cada vez que arranco una hoja del calendario. El tiempo juega a mi favor. Y al tuyo, y al suyo, aunque tú no lo sepas. Espero que él o ella siga agarrado al cordón invisible que estáis tejiendo. Aunque lo ignores. El alimento le llega por el cordón umbilical, pero el amor va por el otro, por el invisible, por el que rezo para que no se rompa.

Hoy, mientras dormías, he tenido esperanza por primera vez. Tu mano derecha ha ido hasta tu vientre, todavía plano, y lo ha acariciado. He cruzado los brazos con fuerza para no tocarte yo también, para resistir el deseo de comprobar si eso significa lo que creo que significa. Sí, seguro que sí. Tiene que ser eso. Mis oraciones tienen que haber dado fruto.

Hija mía, ojalá abrieras ahora mismo los ojos. Entonces lo entenderías todo, sabrías cuál es la decisión correcta sobre la vida o la muerte de ese intruso. Lo sabrías con la misma certeza absoluta que yo sentí la primera vez que noté que te movías en mi interior.

Adela Castañón

Imagen: Sergei Tokmakov Terms.Law en Pixabay

Mujeres azules

Ese martes amanece nublado.

­­—Mami —dice Lucía—, ¿por qué no me tocó a mí ser como Ángel? —La pregunta coge desprevenida a Alicia.

—¿Por qué me preguntas eso, chiquitina?

La niña ladea un poco la cabeza, igual que hace su perrita cuando la ve comer chocolate. Señala el panel de corcho que hay en una pared del salón, se pone en pie, se acerca y toca con el índice extendido el letrero que hay escrito con rotulador grueso en el marco superior: “CALENDARIO DE ANGEL”. Al lado de esas tres palabras está pegada una etiqueta con el día de la semana, que su mamá cambia todos los días. 

—Yo también quiero tener una agenda con muchas clases para que me tengas que llevar.

Alicia no sabe qué responder. Besa a Lucía en el pelo y le empuja con suavidad la espalda.

—Ea, bonita, lávate los dientes y dibujamos un ratito si quieres.

En el corcho, pegadas con velcro, se alinean las imágenes plastificadas de las actividades que le tocan a Ángel los martes. Lucía y él terminaron de comer hace un rato. Alicia los recoge de la guardería porque, aunque hay comedor escolar, prefiere que almuercen en casa. Así es más fácil o, para no mentir, menos difícil. Ángel acabó el postre, se levantó, quitó del corcho la foto correspondiente a la comida y la guardó en la caja que hay junto al tablero. En esa caja están todas las fotografías y dibujos que le ayudan a organizar su día a día. Luego se cepilló los dientes y volvió al tablero para quitar la foto de la pasta y del cepillo, siguiendo su ritual. Ahora el pequeño duerme la siesta antes de empezar con las terapias de apoyo de esa tarde que aguardan su turno en la fila de imágenes del corcho: logopedia, piscina y fisioterapia.

Alicia ve como Lucía entra en el cuarto de baño y echa un vistazo a la caja. Se queda quieta y se le escapa un suspiro, entre el miedo y la esperanza, al ver que la foto del cepillo ha quedado un poco torcida. Sabe que Ángel ha debido notar ese pequeño desorden, a su hijo no se le escapa nada, y, pese a ello, no ha protestado por esa alteración del ritual. “Dios mío, ¡ojalá sea señal de que las terapias van sirviendo de algo!”, piensa Alicia. Hace unos meses, ese desplazamiento de un par de milímetros entre las dos cartulinas hubiera provocado una rabieta más, y de las gordas. “¡Qué pasos de gigante está dando mi pequeño!”.

Hace casi un mes que Ángel toma parte activa en la organización de su agenda. Ya va siendo capaz de quitar y poner las fotos correspondientes, aunque para ello necesite ayuda. Ese sistema de agenda visual que les aconsejó el psicólogo está consiguiendo que la vida en casa empiece a ser más llevadera para todos. El milagro de la comunicación va surgiendo poco a poco.

En el butacón, la abuela finge dormir. Se alegra de haber cerrado los ojos. Aún recuerda la tensa conversación con su hija hace unos días; es más, le asalta la duda de si su nieta habría estado escuchando cuando discutieron. “No puede ser. Lucía es muy pequeña y, además, en ese momento estaba jugando en el jardín. A lo mejor fui demasiado dura con Alicia, pero… ¡hija de mi vida! ¿No te das cuenta de que tienes DOS hijos? ¡Que también has parido a esa niña! ¡Que la has traído al mundo con los mismos dolores!”

Lucía vuelve al salón y la abuela sigue haciéndose la dormida mientras escucha a su nieta.

—Mami —la niña habla bajito—, ¿se puede ser azafata, aunque se tenga un hermano que esté malito?

Los puños de la abuela agarran con fuerza los brazos de la butaca en un burdo intento de no apretar más los ojos. Pero si no los cierra con fuerza, las lágrimas acabarán por delatarla. El silencio es tal, que la anciana puede oír el ruido que hace su hija Alicia al tragar. A ella, sin embargo, la boca se le ha quedado como si la tuviera llena de arena. Sus párpados cerrados no impiden que su mente vuelva a ver, con la misma intensidad del primer día, aquel párrafo del informe del psicólogo: “Juicio clínico: trastorno de espectro autista, con retraso mental asociado”.

A partir de aquella fecha, Jaime, su yerno, tiró la toalla. Y ya puede Alicia decir misa, que el niño, desde ese momento, ha pasado de tener un problema a convertirse en el principal problema de su padre. “¡Pobre hija mía! ¡Pobre Alicia! La más callada y tímida de mis hijos… y te toca el premio gordo de la lotería”. Ahora la abuela, al pensar en sus nietos, tiene que esforzarse para no sonreír. Aunque, si abriera los ojos, vería que ni su hija ni su nieta le prestan atención. Porque esos niños son ni más ni menos que eso: dos premios del gordo de Navidad. Y, si no, que se lo digan a ella. Y el imbécil de su yerno, sordo y ciego, sin disfrutar esos dos diamantes que la vida le ha regalado. “¡Señor, Señor! ¡Nunca entenderé cómo, en Tu infinita sabiduría, les regalas margaritas a los cerdos! No sé quién es más autista, si mi Ángel, o ese majadero de Jaime…”

Otra vez se ha perdido la memoria de la abuela por los caminos del amor a sus chiquillos. Un toque en su mano derecha le hace abrir los ojos. Su hija está de pie, junto a la butaca. La mujer mira alrededor.

—¿Dónde está Lucia, Ali?

—Se ha ido al jardín a jugar, mamá.

Alicia, más que sentarse, se deja caer al suelo a los pies de su madre. Igual que cuando era pequeña, apoya la cabeza en el regazo materno para sentir los dedos de la anciana acariciando su cabello. Nada en el mundo la relaja tanto. Ese suave masaje actúa como un bálsamo sobre la tormenta de pensamientos que no deja en paz a su cerebro. “Mi pobre niña”, piensa la abuela, “mi Ali, que no sabe que bajo su piel de cordero tiene un corazón de león”. Pero la abuela se equivoca. Alicia lo acaba de descubrir.      

—Mamá, voy a dejar a Jaime.

Alicia no le dice “¿qué te parece que deje a Jaime?”, ni “estoy pensando en dejar a Jaime”. Su voz y su rostro irradian seguridad. La abuela, sin poder creer lo que ocurre, se da cuenta de que los labios de su hija se han curvado en una sonrisa. La cara de Alicia es, a sus ojos, un arcoíris de esperanza.

Para Alicia, a partir de ahora, sus hijos y su madre serán su motor. Jaime, su marido, es, y ha sido, su ancla. O eso creía ella. Pero la vida no es una nave varada, y ella tiene que deshacerse de lo que le impide avanzar. Jaime, con su egoísmo maquillado de falsa seguridad e interés paternal, ha sido, en realidad, un lastre. ¡Cómo ha podido estar tan ciega!          

Alicia no le contará a su madre la conversación que mantuvo la noche anterior con su marido. No le dirá que Jaime le propuso ingresar a Ángel en una institución para niños discapacitados. Tampoco le dirá que más que una conversación fue un monólogo. Que Jaime hablaba y ella escuchaba. Alicia sabe que no hace falta contarle nada de eso.

En el jardín, Lucía juega con sus muñecas. Una en cada uno de sus bracitos. En ese momento está hablando con su favorita, la que tiene el pie roto: “No tengas miedo, Ariel. Mamá me ha dicho que puedo ser azafata, aunque Ángel esté malito. Que da igual que papá me dijera que lo tengo que cuidar toda la vida. Ella lo arreglará todo. También me dijo que puedo ser piloto, o astronauta, o lo que yo quiera ser. ¿Verdad que mami es un hada?”

En ese instante un rayo de sol encuentra hueco entre las nubes. Alicia gira el cuello. Ángel se ha despertado de su siesta y, en lugar de empezar a hacer los ruidos de costumbre, se ha levantado solito e irrumpe en el salón iluminándolo más que ese rayo despistado. La abuela sigue la dirección de la mirada de Alicia, y las dos se amarran con un hilo invisible a los ojos de Lucía, que acaba de entrar con sus muñecas en brazos, y también contempla a su hermano con arrobo. Las tres mujeres sonríen. No necesitan hablarse. Ángel, por primera vez en su vida, responde con otra sonrisa. Y, cada uno de ellos, a su manera, piensa lo mismo: “A partir de ahora, todo va a ir mejor”.

Adela Castañón

Imagen: Gerd Altmann en Pixabay 

Todo sea por el amor

La noche que Diandra conoció a Ismael vio en sus labios carnosos y piel canela la personificación del amor. El amor medía uno con ochenta, tenía el cabello lacio y la barba tupida. Olía a colonia de Hugo Boss y se escuchaba como Vicente Fernández.

Como todos los viernes en la noche, Diandra se sentó en la barra del bar que frecuentaba desde hacía tres meses. Le pidió al barman un shot de tequila con limón y, como acostumbraba, observó con detenimiento a todas las almas que ocupaban el recinto. Esa noche había personas que calmaban el estrés de una larga jornada de trabajo con jarras de cerveza, amigos, novios, esposos, parejas que podían compartir sus miserias. Y ella. La única mujer solitaria en el bar, tomando tequila y preguntándose dónde estaría su media naranja, el príncipe azul del que hablaban los cuentos de hadas de su infancia. Mientras se tomaba el segundo shot de un solo trago, sintió que algo le rozaba la punta de los dedos. La respuesta a su pregunta estaba frente a ella, vestía una camisa blanca y pantalón de paño gris.

—Hola. Me gustaría invitarte a la próxima ronda. ¿Puedo? —dijo Ismael y se sentó en la silla que estaba desocupada junto a ella.

Diandra se quedó en silencio por unos instantes en un intento de procesar lo que estaba sucediendo. El amor quería pagarle el siguiente trago. ¿Podría ser verdad? Tantos años de espera y, ahora, por fin, estaba ahí, a unos cuantos centímetros y la miraba con deseo. Aunque Diandra no encontraba las palabras, asintió con una sonrisa y, en ese momento, Ismael le pidió al barman que sirviera los tragos.

Con los shots servidos sobre la barra intercambiaron algunas palabras. Cuando estuvo muy cerca de Ismael y pudo sentir la calidez que cubría toda su fisionomía, entonces supo que haría todo, todo lo que fuera necesario para tenerlo. “Así son las cosas del amor”, pensó, “entregarse por completo”. Si tenía que darle su vida entera servida con aderezo de almendras lo haría sin titubeos, dejaría que saboreara cada pedazo de su existencia, cada parte de su cuerpo. Para Diandra, entregarse por completo no sería un precio tan alto si así podía disfrutar de la compañía de Ismael y dejar de estar sola.

Desde aquella noche de septiembre se reunieron todos los fines de semana en el bar. Ocupaban las mismas sillas de la barra y se tomaban varias rondas de tequila. Los besos iban y venían, las caricias, las palabras susurradas al oído, el sexo. La mejor parte de todo fue cuando llegó el sexo, cuando pudo sentir la lengua de Ismael tocándole algo más que la boca.

Después de un mes de te amos y no puedo vivir sin ti, Ismael se fue a vivir con Diandra. ¡Qué días tan maravillosos! Cocinaban juntos, comían desnudos en la cama mientras veían películas de las novelas de Nicholas Sparks, se daban largos besos de despedida en la puerta. Diandra dormía con la camisa de Ismael y respiraba su aroma hasta quedarse dormida. Se esmeraba todos los días en ser la mujer perfecta, en tener el hogar ideal para vivir eternamente con el hombre ideal. La magia del amor inundaba cada rincón del nido que había construido con su príncipe.

—Diandra, necesito pedirte algo importante —dijo Ismael mientras jugaba con las manos de su amada.

—Puedes pedirme lo que sea, Ismael, sabes que haría cualquier cosa por ti.

—Diandra, sabes que te amo como eres, ¿verdad?

—Por supuesto. Lo sé, amor. Dime qué pasa —preguntó Diandra mientras le acariciaba la barba.

—Hermosa, es que —Ismael hizo una pausa, inhaló profundamente, se armó de valor y continuó—: Es que no soporto ver el dedo pequeño de tu pie, ¡es horrible! Es la parte más horrible de tu cuerpo, siento nauseas cuando lo veo. Si te lo quitaras serías aún más perfecta.

Diandra se quedó mirándolo perpleja. Era una petición bastante peculiar, pero podía hacerlo. Podía entregarle cada parte de su cuerpo si era necesario para hacerlo feliz. El amor requiere sacrificios y mutilarse no sería un problema.

—Claro, Ismael. Eres mi vida. Si no te gusta mi dedo, mañana mismo buscaré un cirujano.

Ismael sonrió complacido.

La mañana siguiente, Diandra se puso en la tarea de buscar el cirujano que le amputaría el dedo del pie. No sería una tarea fácil, no había muchos cirujanos en Medellín que estuvieran dispuestos a mutilar partes del cuerpo por simple capricho, pero por dinero siempre había alguien dispuesto a hacer cualquier cosa, lo que fuera, y ella encontraría a esa persona. Y así fue, después de varias citas con especialistas, que le insinuaban que acudiera a terapia, encontró al cirujano que le cumpliría el sueño de ser perfecta para Ismael. Aunque tuvo que usar sandalias para poder caminar y sentía un dolor intenso que serpenteaba por su pierna adormecida, el esfuerzo valió la pena, había cumplido los deseos de su hombre.

Ismael la esperaba en la puerta mientras ella se acercaba renqueante con una sonrisa que le atravesaba el rostro. La cadencia de su cojera hizo que Ismael se lanzará a los brazos de Diandra a toda prisa. La sujetó con fuerza y luego se arrodilló para besar el vendaje ensangrentado. Estaba pletórico porque su amada había cumplido con sus demandas, pero al ver que solo se había cortado el dedo de un pie sintió una desilusión que lo dejó helado.

—Y, ¿el otro? ¿Por qué no te cortaste también el otro? —Preguntó Ismael con la voz crispada.

Diandra sintió un vacío en la boca del estómago. ¿Cómo había sido tan estúpida? Era obvio que tenía que cortarse los dos.

—¡Mañana! —dijo de repente, sin pensar en la procedencia de sus justificaciones—. El cirujano dijo que mañana, porque no podía cortarme los dos dedos el mismo día.

—Bueno —dijo Ismael aliviado y se puso la mano en el pecho. Recuperó el ritmo de la respiración y añadió—: Por un momento pensé que solo te habías cortado el del pie derecho.

Ismael se levantó y la abrazó de nuevo. Caminaron de la mano hasta la habitación y se recostaron en la cama. Se quedaron mirándose por horas, diciendo cuánto se amaban.

Al día siguiente, ella se cortó el dedo pequeño del pie izquierdo.

Pasaron los días y Diandra pudo quitarse las vendas. No estaba tan mal, en realidad esos dedos no cumplían ninguna función en sus pies y si hacía feliz a su hombre que no existieran ¿qué más podía pedir? Felices por siempre a cambio de unos dedos no era gran cosa.

—Diandra

—Dime, Ismael.

—¿Harías otra cosa por mí?

—Claro mi vida, lo que quieras, sabes que haría lo que fuera por ti, por verte feliz —contestó Diandra y se aferró al cuerpo sudoroso de Ismael.

—Es que… Es que cuando dormimos en cucharita, y tú eres la que me abraza, me estorba mucho tu brazo derecho. Sabes cuánto me gusta dormir así. ¿Podrías hablar con el cirujano para que te lo quite también? —Ismael se incorporó en la cama para expresar con mayor elocuencia lo maravillosa de su idea—. Podrías ponerte una prótesis para los quehaceres y en la noche te la quitarías y dormiríamos más cómodos, estaríamos más cerca y, además, serías aún más perfecta.

Diandra se quedó mirándolo por un instante y luego asintió varias veces con la cabeza. Lo abrazó con las lágrimas empapándole el cuello y le susurró al oído:

—Puedo darte un brazo, una pierna, la cabeza si eso te hace feliz. Pídeme lo que quieras.

Diandra no tuvo ningún reparo en las peticiones de Ismael. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por él, para que siempre estuviera a su lado, porque para ella eso era el amor, hacer todo por el ser amado y eso incluía quitarse cualquier parte inservible de su cuerpo.

Después de un año, cuando Diandra había mutilado más partes de su cuerpo y no quedaba mucho para cercenar, Ismael se fue de viaje y no regresó.

Mónica Solano

Imagen de Free-Photos

Secretos en el confesionario

A unos pasos de la iglesia donde se casaría con Felipe, Ariana hincó las rodillas, se cubrió la cabeza con un manto blanco y se persignó. Agarró el rosario que le colgaba del cuello y lo besó como si estuviera besando a su prometido, con un amor que le ardía en las entrañas. Pasó los dedos entre las cuentas, contempló la cruz de plata y se puso de pie.

Se quedó unos minutos en silencio y luego atravesó el portón de madera. Acarició los grabados de la Virgen que resaltaban en las primeras columnas de la nave central. Mojó los dedos en la pila bautismal y se santiguó con agua bendita. Caminó entre los bancos de madera sin quitarle la mirada al Cristo que estaba suspendido encima del altar. Amaba esa imagen de Jesús volando sobre el sagrario, con el cuerpo semidesnudo, el costado ensangrentado y la cabeza coronada de espinas. Cuando era niña inventó muchas historias del Cristo volador de su parroquia, que como un superhéroe de tiras cómicas salvaba las almas de los que asistían a misa todos los domingos.

En los años de escuela, la devoción a la iglesia era tan intensa que su madre pensó que tendría una monja en la familia.

Doña Fabiola hablaba con orgullo de su hija, la primera santa de Almería, la novia de Jesús. Ariana ayudaba en la parroquia a poner los velones en el altar, limpiaba las estatuas de los santos y esparcía el incienso entre los feligreses. Años de especulaciones y preparativos para la futura santa del pueblo se irían por el caño al mediodía del domingo, cuando le diera el sí a Felipe.

De pie enfrente del altar, Ariana sintió como si Jesús la mirara con desprecio.

Caminó hacía el confesionario, abrió la puerta y se sentó en la banca. Se quitó el rosario del cuello y comenzó a recitar la avemaría mientras llegaba el sacerdote.

Los rezos de Ariana se interrumpieron cuando sintió que alguien se acercaba. El padre Gabriel había llegado y, por fin, confesaría sus pecados y haría la penitencia para recibir el sacramento del matrimonio con la bendición de Dios.

—¿Ariana? —dijo una voz conocida.

Las náuseas la invadieron cuando reconoció a su prometido.

—¿Felipe? ¿Qué haces aquí?

—Tenemos que hablar. No voy a casarme contigo —dijo Felipe mientras corría la cortina para ver la cara de Ariana.

—Pero, lo acordamos, ¿por qué ahora no quieres casarte?

—Puedes decir que el niño es mío, pero no me casaré contigo. Sabes que estoy enamorado de Leticia. Anoche le conté la verdad y vamos a irnos mañana antes del amanecer —Felipe hizo una pausa, tragó saliva para aclarar la garganta y agregó—: Ariana, quiero ayudarte, pero no puedo casarme. Es demasiado.

—Felipe, si no te casas conmigo voy a caer en desgracia. ¿Qué voy a decirle a mi madre y a todos en el pueblo? ¿Que vino Dios y me dejó preñada como a la Virgen María?

—Somos amigos desde niños. Te he apoyado en tu locura de amar a Jesús y rezar el rosario noche y día, ¡jugaba contigo a la eucaristía! Sabes que haría cualquier cosa por ti, pero esto me supera. ¿Qué vida nos espera si nos casamos?

—Lo sé. ¿Por qué crees que estoy aquí? Voy a hablar con el padre Gabriel, hago mi penitencia y listo. Todo queda saldado.

—Ariana, ¿qué dices? No es tan sencillo. ¿Crees que Dios nos va a hacer más fácil todo, solo porque te confesaste con el padre Gabriel? ¡Tienes que decir la verdad! Tu familia te ayudará y todo saldrá bien, ya verás —dijo Felipe y puso la mano en la ventanilla enmallada que los separaba.

—¿La verdad? No. Felipe, no puedo —dijo Ariana entre sollozos y ocultó su rostro con las manos y el rosario colgando entre sus dedos.

—Esta boda no va a pasar. Quien sea el padre de ese niño tiene que hacerse responsable.

—¡No! ¡No! Ya te dije que no sé quién es —dijo Ariana mientras se acariciaba la barriga.

Felipe se pasó la mano por el cabello, miró a su amiga de la infancia que no paraba de temblar y de arreglarse la falda.

—No entiendo cómo pudo pasar esto, Ariana. ¡Por Dios!

—No importa, no hay marcha atrás. No puedo simplemente deshacerme de este bebé y fingir que nunca estuvo dentro de mí. Si no te casas conmigo seré peor que una paria, todos me van a odiar. ¡Ya me odian! Me odian porque la futura santa de Almería se va a casar, y no con Jesús.

—Entonces vente con Leticia y conmigo. Te ayudaremos a iniciar una nueva vida en otro pueblo. Salgamos de aquí y olvidemos la iglesia, los compromisos. Estoy cansado de rendirle cuentas a Dios, a mis padres, al alcalde…

Ariana se quedó en silencio contemplando la mirada vibrante de Felipe.

—Tengo que pensarlo. Me quedaré un poco más aquí, sabes que me siento bien entre los santos y así podré tomar una decisión —dijo Ariana y puso la mano en la ventanilla para tocar la mano de Felipe.

—Cuando suene la última campanada, la que indica el final de la misa de las ocho, si no estoy en la acera del frente de tu casa, te puedes ir sin mí y resolveré este asunto sin decir que este hijo es tuyo.

Felipe asintió con la cabeza y se marchó.

Ariana rezó tres padrenuestros y salió del confesionario con el manto blanco cubriéndole la cabeza.

De pie junto al confesionario recorrió con la mirada el viacrucis que adornaba las paredes, las pinturas del techo que ilustraban la batalla del bien contra el mal y el altar en el que había servido desde los cinco años. Miró al Jesús volador una vez más. Se acercó hasta él, se dio la bendición sin quitarle la mirada, besó el rosario y lo dejó en el suelo a un lado del púlpito.

Cuando sonó la última campanada, Felipe se asomó por la ventana.

Mónica Solano

Imagen de Anna Sulencka

Sueños en luna roja

Corres sin mirar atrás en medio de la noche. Te abres camino entre la oscuridad a grandes saltos. Le gritas a la luna que te espere, que estás cerca. Son solo unos pasos para llegar a la punta del risco, quieres que se detenga mientras avanzas a toda prisa. Te tiemblan las extremidades y sientes que los jadeos no te dejan respirar. Los pulmones se te contraen y expanden con fuerza en cada inhalación, te duelen las costillas. Ya no eres tan ágil, has perdido el toque mágico de la juventud.

El viaje hasta la cima parece eterno, como si llevaras días corriendo sin descanso. Te detienes y bebes agua de un pequeño manantial que brota a un lado del camino. Respiras. El aire ya no se te pega en la garganta, has ganado unos minutos extra. Sacudes la cabeza y aceleras el paso. De repente los recuerdos te invaden, es como si tu cuerpo avanzara hacía el futuro y tus ojos se hubieran quedado en el pasado, contemplando las buenas y las malas decisiones. Las lágrimas se amontan en tus ojos, la visión se te nubla y la luna… la luna palidece.

El final del risco desaparece entre sollozos, el tiempo se detiene entre los gemidos y la tierra rasgándote la piel.

Es tarde. La luna estará completamente teñida de rojo antes de que llegues. Tendrás que verla desde la distancia. Tendrás que esperar tres años más, atrapada en esta forma, maldiciendo tu suerte, rogando a las almas puras que se apiaden de ti y te dejen deambular de nuevo por el planeta.

No quieres darte por vencida, pero la fatiga no te deja continuar.

Faltan pocos metros. Estás tan cerca. Te arrastras como las serpientes en el desierto. Un poco más. Te estiras, arañas la tierra con el último quejido. Ahí está.

Te quedas inmóvil mirando la luna. Un pequeño resplandor plateado se asoma en una de sus esquinas. Contra todo pronóstico has llegado a tiempo.

Cierras los ojos y sientes cómo el aire inunda tu vientre. El corazón se sacude con tanta fuerza que lo escuchas latir en todos los rincones de tu cuerpo cansado, moribundo.

—¡Aquí estoy! —gritas.

Te rasgas la piel del pecho con tus uñas afiladas. Dejas correr la sangre que se esparce con rapidez por los límites del risco.

La luna está en su máximo esplendor. Destella en un rojo escarlata que te reconforta.

Te pones de pie con el pecho goteando y aúllas hasta quedarte sin aliento.

La piel que te cubre se rasga y de las entrañas de tus lamentos emerge un nuevo ser.

Tu sacrificio ha dado frutos en abundancia. Valió la pena cada gota de sangre, el sudor, el cansancio.

Te dejas caer sobre el suelo. Con cada respiración la luna retoma su color plateado. Cierras los ojos y disfrutas del aroma de la hierba húmeda, de las flores en primavera, de la tierra bajo tu cuerpo inerme. El sonido de los grillos te arrulla y te dejas mecer por la calidez del viento en la cima de la montaña.

La brisa se siente como dedos reptando entre tu nuevo pelaje. Así es como te gusta que te acaricien. Te estremeces ante el toque de aquellas manos conocidas. Abres los ojos. Ahí está tu alma gemela, su rostro resplandece de alegría mientras te mira con dulzura.

La luna se ha ido. El dolor de otras vidas se ha escabullido entre los sueños. Ahora solo está ella para darte amor, acariciarte el lomo y llenarte de besos cada mañana.

Mónica Solano

 

Imagen de Rahul Yadav

 

Querido Roberto

No sé cuándo empecé a quedarme en silencio cada vez que me dices te amo.

Sonrío y te abrazo como si fuéramos hermanos, pero de mi boca no sale nada, ni una frase, ni una palabra.

Te amo. Es posible. No lo sé. Creo que amo nuestro pasado. En nuestro presente juntos no sé qué somos, si una pareja que se enamoró demasiado joven o dos personas que perdieron el rumbo y ahora son dos desconocidos.

Sé que esta no es la forma de iniciar una carta. Lo siento, pero llevo meses, años con este sentimiento atascado en la garganta. Con la sensación de que si no te lo digo me voy a ahogar en mis propias mentiras y mi vida se desvanecerá como algunos de los recuerdos de nuestra infancia.

Intento recordar cuándo fue la última vez que te escribí una carta. Quizás fue hace poco o hace mucho, no lo sé, pero sí puedo recordar tu rostro cuando teníamos diez años y estábamos en la escuela. Te sentabas en la parte de atrás, en la última fila, en el pupitre que daba justo al lado del ventanal. Cada que me giraba para mirarte estabas ahí con los ojos clavados en el paisaje más allá de la ventana. Recuerdo que estaba obsesionaba con los pensamientos que rondaban por tu cabeza. Mis primeros relatos fueron el fruto de esa obsesión. En esa época de nuestras vidas, aunque sabías que existía, porque era tu compañera de clase, no formaba parte de tu mundo. No fue hasta la salida pedagógica en el parque del café, cuando ya teníamos quince años. Ese día me miraste por primera vez. Se me eriza la piel cuando cierro los ojos y te veo en mis recuerdos con la camisa del colegio ligeramente desabotonada y el cabello negro azulado agitándose con el viento. Desde los diez años estaba enamorada de ti, pero fue solo hasta ese momento que descubrí que mi corazón era tuyo.

Ese año nos hicimos novios y me convertí en tu chica.

Eras el niño más popular de la clase y de la escuela. Todas querían salir contigo, pero tú me escogiste a mí. De cierta forma me sentía bendecida y afortunada. Pero, bueno, era una adolescente, ¿qué más podía sentir?

El paso por la universidad no pudo separarnos. Tuvimos muchas peleas, nos distanciábamos por semanas, pero siempre volvíamos. Yo solía pensar que nuestro amor era fuerte y real y que nada podría cambiarlo.

Estaba equivocada. Muy equivocada.

Un día, a pocos meses de graduarnos de Derecho me pediste que nos casáramos. Mientras escribo esta carta, pienso en que jamás debimos estudiar lo mismo. Yo quería escribir, soñaba con ser escritora, pero tú me convenciste de estudiar Derecho porque la escritura no me serviría para tener una vida de lujos y socialmente activa. Pero yo nunca quise esa vida. Odio tener que vivir así desde hace años.

Volviendo con nuestra historia, ese día estábamos invitados a la finca de Paco y organizaste todo para pedírmelo frente a tus mejores amigos. Cuando pronunciaste las palabras yo me lancé a tus brazos y dije que sí entre lágrimas, sin saber que ese era el principio del fin de nuestro cuento de hadas.

Nos casamos un 15 de septiembre. Escogimos el mes del amor y la amistad porque estábamos convencidos de que nuestro amor sería eterno y cada aniversario celebraríamos como recién casados nuestra unión perfecta y singular.

Vernos los fines de semana y de vez en cuando dormir juntos en tu habitación era perfecto, pero vernos todos los días y compartir el mismo espacio todo el tiempo fue algo muy diferente a lo que me imaginé. Creo que había visto muchas películas románticas y tenía expectativas demasiado altas, porque la vida, nuestra vida después del matrimonio, nunca fue así.

Pasaron los años y el tiempo nos cambió. No puedes decirme que no, que aún eres el mismo chico del que me enamoré en la escuela, porque es el curso natural de las cosas. Crecemos y evolucionamos o involucionamos, sinceramente no lo sé. El punto es que cambiamos por las circunstancias, por el entorno, por ley. Y como tenía que suceder dejamos de ser las personas que éramos antes de casarnos.

Sin darnos cuenta, una brecha empezó a crecer entre nosotros. Las noches de comernos a besos disminuyeron día tras día, las conversaciones en el comedor bajo el calor de un café humeante se volvieron recuerdos lejanos. Y las discusiones, esas sí, crecieron como la maleza de nuestro jardín.

Pasábamos tanto tiempo juntos, que no tuvimos la oportunidad de extrañarnos y nos fundimos con los demás enseres de la casa y de la oficina. Los te amo y los abrazos de despedida se volvieron automáticos, como parte de un protocolo bien estudiado para mantener nuestra relación a flote.

No puedo y no quiero seguir fingiendo que todo es perfecto cuando mi corazón me grita que me estoy marchitando entre estas paredes, que la vida me toma ventaja mientras la miro pasar deprisa sentada en este escritorio.

Esta no es una carta de reconciliación por nuestra pelea de esta mañana, ni una carta de súplica para que esta relación retome el curso que tenía cuando éramos novios adolescentes. Es una carta de despedida.

¡Ya recuerdo cuándo fue la última vez que te escribí! También fue la primera y la única. Fue después de nuestro primer beso. Te escribí un poema, me besaste por segunda vez y lo dejaste olvidado en una banca del patio de la escuela. Ese día dejé de escribir y mis sueños se fusionaron con los tuyos.

No podrás cambiar mi decisión. Esta mañana, cuando saliste de casa empaqué mis cosas y ahora están en el auto. Toda mi vida contigo está en una maleta. No hay marcha atrás. Prefiero vivir con el recuerdo de lo que fuimos en algún momento de nuestras vidas a seguir pretendiendo que puedo vivir en esta rutina, que puedo vivir en la miseria que llevamos construyendo desde que nos casamos y decidimos que el título de señor y señora podría con todo.

Te quiero mantener vivo en mi memoria, como el niño de ojos azules que miraba por la ventana mientras la maestra explicaba las multiplicaciones con fracciones. Quiero rescatar a la escritora que duerme en mi interior y quiero dejar atrás el vacío con el que me despierto todas las mañanas, aunque estés a mi lado.

Te deseo una mejor vida sin mí.

Con amor, Amalia.

 

 

Mónica Solano

Imagen de Mohamed Hassan

Exceso de equipaje

Cuando miro por la ventana aún puedo ver tu reflejo. Ya no estás, pero siento tu presencia inundando la habitación. Cada libro, cada cuadro, la cama. Todo en esta casa sigue oliendo a ti.

Lo sé, quería que te marcharas.

Ya habíamos tenido demasiados dramas y quejas. No quería seguir siendo esa persona horrible. Tenía que dejarte ir para recuperar mi vida. Para empezar a vivirla como siempre soñé.

Ahora que no estás me ronda la idea de que tal vez fue una mala decisión. Quizás fue acertada, quizás no. Pero, a pesar de lo lúgubre de esta habitación y de la sensación constante de vacío en la boca del estómago, sé que así tenía que ser.

Recuerdo la noche en que te conocí. Eras la persona más magnética de toda la discoteca. Se había formado un corrillo a tu alrededor. Hacías chistes y tus amigos se reían a carcajadas y yo sonreía desde una esquina sin dejar de mirarte como una tonta. Me tenían cautivada tu carisma y el resplandor en tus ojos cuando me mirabas de soslayo.

¡Cómo me gustaba que te fijaras así en mí! Como si nada más existiera en tu mundo.

Fue inevitable que esa noche termináramos juntos. Te acercaste a la barra y pediste un Martini seco. Yo estaba bebiendo lo mismo.

—¿También te gusta el Martini seco? —te pregunté.

Desde ese momento solo fuimos tú y yo. El universo se detuvo entre risas y coqueteos que terminaron en tu apartamento. Esa noche me dijiste que nunca me dejarías ir.

¡Qué mentira!

Pasaron los años y la rutina convirtió las sonrisas en sollozos y la espiral de la muerte nos abrazó hasta despedazarnos.

Y llegó el momento, una tarde de octubre. Llegó el instante que, desde hacía días, sabíamos que sería inevitable. Los dos queríamos negarlo, pero el estado de negación no fue suficiente para mantener nuestra relación en marcha hacia la eternidad.

Aquel día no hubo lágrimas ni recriminaciones. Nos dijimos lo suficiente. Luego empacaste la maleta en silencio y cuando te paraste en el umbral de la puerta me miraste por última vez. En ese instante pude ver de nuevo el resplandor que me cautivó. Quise detenerte, ¡estaba decidida a detenerte! Quería intentarlo de nuevo, pero me quedé paralizada en el corredor y tan solo miré cómo cerrabas la puerta y te marchabas.

Esa fue una noche de amores y odios. Las paredes de la casa parecían encogerse y me sentía asfixiada entre los trastos viejos de nuestro rincón de amor. Me mareo con tan solo recordar el bochorno y el temblor que me recorrían el cuerpo. No pude más y abrí todas las ventanas. Dejé que el viento helado me erizara la piel y me recordara que aún estaba viva. Puse nuestra canción preferida en el tocadiscos. ¡A todo volumen! Luego saqué la escoba y dejé que sus cerdas se llevaran las malas energías que dejaron unos cuantos meses de miseria. Limpié todos los rincones de la casa. Moví los muebles. Empaqué en bolsas negras los viejos recuerdos. Me tomé tres, cuatro, cinco martinis y, cuando salió de nuevo el sol, lloré hasta quedarme seca como nuestros últimos días juntos.

Al amanecer, me duché y salí a caminar. Sin rumbo. Me acerqué a un teléfono público y deposité una moneda. Iba a llamarte. Pero algo me detuvo. Cuando colgué la bocina te dejé partir.

Han pasado tres semanas desde que te fuiste. He movido los muebles cientos de veces, he cantado nuestra canción hasta el cansancio. He maldecido mi mala suerte, he bailado entre deseos. He llorado y he gritado. He ansiado con todas mis fuerzas que vuelvas a estar conmigo. Y estas últimas horas me he despedido de nuestro pasado juntos.

Miro de nuevo la ventana y ahora puedo ver cómo tu reflejo se desvanece. Tú olor sigue presente, pero cada vez es más sutil y se funde con los otros aromas de la casa. Se esfuma con cada respiración y le abre paso a una versión mejorada de mi misma. Estoy lista para ser una mujer decidida que no necesita depender de un hombre para ser feliz. Una mujer que no teme vivir la vida que desea, la vida que merece. Una mujer sin ataduras, libre, que puede mirar hacia atrás y escarbar en su pasado sin remordimientos, sin culpa. Que puede caminar con un equipaje más liviano.

 

Mónica Solano

 

Imagen de StockSnap

Sinfonías del universo

El universo me susurra secretos al oído. Besa mis manos y bendice mi voz cada vez que me preparo para salir a escena. Puedo sentir los latidos del corazón en la garganta. Pero no estoy asustada, por el contrario, me siento pletórica.

Falta poco para presentarme en un escenario diferente. Nunca había estado aquí, en esta ciudad, en este país.

Sé que no hay rostros conocidos entre los asistentes y aun así puedo sentir su efervescencia tras las bambalinas. Demandan mi versión de carne y hueso.

Respiro profundo. Inhalo, exhalo. Me miro en el espejo del camerino y deslizo los dedos por mi cabello suelto. Estoy lista.

A unos pasos de la tarima elevo una plegaría al cielo y me lanzo a la escena. Las luces me encandilan, pero no son un impedimento para abrazar el instante perfecto en el que los aplausos disipan el silencio.

Sonrío al horizonte y me pongo de rodillas sobre el tapete de flores que forma parte de la escenografía. Agarro mi guitarra y suspiro. Me siento segura. Es mi talismán, mi amuleto de buena suerte, mi cable a tierra. Mi conexión con la mejor versión de mi misma.

Ajusto las clavijas y toco algunas notas para saber si mi compañera de viaje está afinada. El sonido es perfecto.

Las luces disminuyen su intensidad. Ha llegado la hora de entregarme.

Me llevo un mechón de cabello detrás de la oreja y en el momento en que mis manos tocan las cuerdas de la guitarra el universo expande a través de mi sus alegrías y desventuras.

Cierro los ojos y lo escucho. Me estremezco con la tibieza de su voz. No me detengo. Me dejo llevar. Canto mientras me rodea con sus brazos y me acaricia los labios con su aliento.

Todo a mi alrededor desaparece con su toque. Solo somos el universo y yo en una danza de alabanzas y mimos.

Aunque el tiempo se ha desvanecido ante el cortejo, la tercera estrofa llega para desgarrarme la garganta. Me duele el pecho y ahora el silencio me embriaga. Es el momento de cantar la última canción. Nunca quiero llegar hasta ella. Quiero cantar por siempre, en este escenario o en cualquier otro, en la calle, en la ducha, en el metro, en el tranvía, en la puerta de mi casa o en el parque de la esquina. El lugar no es esencial. Solo cantar. Cantar aferrada a algo más poderoso que mi voz. Abrazada al universo.

Respiro profundo.

El último acorde sale de mi guitarra. No es más por esta noche.

Abro lo ojos y todos los asistentes siguen ahí. Están sentados y me miran absortos como si les hubiera hablado en lenguas, como si hubieran presenciado un acto de magia. Sonrío y mi expresión descongela el silencio. Se deshacen en aplausos, se ponen de pie y dejan que las lágrimas salgan a raudales. ¡Nada importa! Lo puedo sentir. Se miran los unos a los otros y aplauden con más fuerza.

Piden una canción más, ¡están eufóricos!

¡Ellos tampoco quieren que el momento termine! Ansían extenderlo todo lo que sea posible.

Miro al productor y las luces se disipan de nuevo.

Tomo mi guitarra y la pongo sobre mi regazo. Cierro los ojos y me entrego una vez más a los caprichos del universo.

Mónica Solano

 

Imagen de Mónica Solano

Un sueño que se desvanece

Acostada sobre la cama puedo escuchar mi respiración agitada. La frazada está caliente. Todavía huele a ti.

Otra vez estabas en mis sueños.

Con los ojos aún cerrados puedo ver tu sonrisa. Te iluminas cuando curvas los labios y me miras fijamente. Estoy entre tus brazos. Te estremeces junto a mí y no puedo dejar de mirarte. Te abrazo con más fuerza. No hay besos, ni caricias apasionadas. Abrazarnos es suficiente.

El despertador suena como todos los días y la luz se asoma entre las cortinas. Sumerjo la cabeza en la almohada y suspiro, no quiero despertar.

Con los ojos abiertos ya no puedo sentirte a mi lado. La tristeza aparece. Me siento perdida, estoy sola.

Quisiera que no fuera un sueño, sino un recuerdo. El recuerdo de cuando nos encontramos en la calle un día cualquiera y nos perdimos entre la multitud en ese instante en el que nos dijimos todo sin palabras.

Cada vez que sueño contigo me pregunto ¿por qué te desvaneces al amanecer? ¿Dónde estás?

Me paso la mano por el rostro para secar el sudor de una noche agitada. Aún tengo tu aroma en mis dedos.

Me oculto entre las cobijas y puedo sentir tu piel muy cerca de la mía. Esta vez es diferente, aún estás aquí.

Me quedo inmóvil, en silencio. Cierro los ojos y puedo verte de nuevo.

 

Mónica Solano

 

Entrada de Pete Linforth

“No lo hagas”

Tres palabras: No lo hagas.

Fue lo que oí cuando cerré la puerta. Estaba envuelta por una valentía que jamás había sentido.

Tenía miedo. Sí. Muchísimo. La bilis se me revolvía en el estómago solo de pensar en elevar el ancla e izar las velas cuando las aguas estaban mansas. Quería quedarme ahí, estática. Quería quedarme esperando una nueva espiral de decisiones que me llevaría al mismo punto, una y otra vez.

No voy a negarlo. Me tentaba la idea de explorar un nuevo mundo. Un sabor dulce me recorría la boca si pensaba en dejarme sorprender por nuevos aromas, colores y sabores. Por lo desconocido. Pero continuar aferrada a la tierra en la que llevaba enraizada tantos años me resultaba una idea más atractiva y también menos arriesgada.

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Cada vez que sumerjo los pies en la arena y miro con asombro el horizonte colmado de agua, fundido con un cielo azul incandescente, me tomo un instante, cierro los ojos y dejo que la brisa me despeine. Entonces siento cómo los mechones de mi pelo se agitan igual que mis pensamientos.

En esos momentos pienso en volver y en cómo sería mi vida si no hubiera atravesado la puerta aquella noche. Dejo que los recuerdos pasen y se marchen tan lentos como los minutos en las manecillas de mi reloj cuando estoy frente al mar. Trato de no darles importancia, de negarles, sin mucho éxito, el poder de transformar la calma.

¿Dónde estaría ahora si no hubiera…?

No, esa no es la pregunta que me llevará a dar el siguiente paso.

Tampoco es: ¿hacía dónde quiero ir?

Podría ser: ¿dónde estoy en este momento?, pero eso ya lo sé. Estoy mirando cómo las olas golpean con fuerza la arena bajo mis pies que se entierran cada vez más. Aunque no estoy segura de si soy la mujer que disfruta de una tarde de brisa o la mujer que se debate entre el dilema de quién es y quién quiere ser. Es posible que sea las dos. Lo cierto es que no soy la misma de hace unos días. Y es que no podría serlo después de que decidí marcharme de casa con la esperanza de encontrar un camino diferente.

Al mirar a mi alrededor me doy cuenta de que estoy sola ante la inmensidad del océano. El silencio se esparce por todos los rincones de la playa. Solo estamos mis pensamientos y yo debatiendo un futuro que ni siquiera sabemos si llegará.

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Tres palabras: No lo hagas. Resuenan de nuevo en mi cabeza.

Sí, eso fue lo que oí antes de partir, pero la verdad es que la valentía que me abrazaba cuando me puse la mochila en el hombro, desapareció cuando toqué el pomo de la puerta. Me quedé inmóvil y lo sujeté con fuerza.

En un movimiento involuntario me di la vuelta, con los ojos nublados por el dolor que me producía ponerle cara al pasado del que no podía escapar. Cuando miré hacia atrás perdí la fuerza, se esfumó mi propósito. La idea de un mañana diferente se fundió en lo más profundo de mi equipaje. Ya no estaba segura del siguiente paso.

Pensé: “si tan solo no hubiera mirado hacia atrás”. Y como en cualquier otra escena de mi vida los “hubiera” llegaron en bandada y me acorralaron. Me dejé guiar por la cobardía y le entregué el poder al miedo. Cada parte de mi cuerpo se desvaneció en temblores y sudor.

Quizás era demasiado tarde para intentar un nuevo comienzo.

Cerré los ojos y respiré, tan profundo como fui capaz. Luché con ímpetu para zafarme de la puerta y arrancar mis pies del suelo. Tenía que intentarlo. Quería creer que podía dar el salto.

Me puse de rodillas en el umbral de la puerta, sujeté con todas mis fuerzas la manija, la giré hacía un lado y otro, y entonces repetí como un mantra, hasta el cansancio, “no lo hagas, no lo hagas”. Al final, después de una larga y extenuante riña con mis inseguridades me puse de pie.

“No lo hagas de nuevo. Esta vez, avanza”

Mónica Solano

 

Imágenes de StockSnap Denis Azarenko y Karin Henseler

El jardín de Sofía

Oculto en el universo, crece un jardín de colores sobre un meteorito. Hace algunos años, después de una fuerte tormenta espacial, la vida surgió en una de estas rocas áridas. Muy cerca de la Luna gira alrededor de la Tierra, sumergido entre las estrellas.

Criaturas aladas y brillantes brotaron de su centro, junto a plantas exóticas, de hojas verdes alargadas, con bordes redondeados y flores granate. Crecieron bajo el amparo de una pequeña niña de cabello negro y ojos como el chocolate. Sofía llegó al jardín un 8 de marzo, día terrestre. Muy temprano, en la madrugada. A pocos días de que la tormenta espacial se desatara cerca de nuestro planeta.

La pequeña se aferró con fuerza a la roca y, después de girar y girar por semanas, un día se detuvo. Permaneció despierta por meses. Su canto opacó el silencio y le dio vida al jardín espacial.

El tiempo ha pasado silencioso. Los árboles y arbustos han crecido frondosos en el jardín. Hoy la pequeña Sofía continúa cuidándolo. Durante el día, juega con las criaturas, riega las plantas y corretea de un lado a otro persiguiendo a las luciérnagas de color purpura como su vestido. En la noche, camina hasta un extremo del jardín y recuesta sus manitas sobre una nebulosa. Con sus dedos le da algunas vueltas a la Tierra y busca a sus papitos y a su hermanita que a esa hora se preparan para ir a dormir.

Cuando los ve juntitos, acurrucaditos en la cama, tapados con la misma frazada, se une a las sonoras carcajadas que provocan las historias fantásticas de su hermanita Camila que, una vez más, hizo unas cuantas travesuras en el colegio.

Al llegar el momento de dormir, las luces se apagan en la habitación y todo queda en silencio. Sofía se cubre con un manto de flores y cierra los ojos. Las luciérnagas apagan las luces y se disipa el esplendor del jardín para entregarse a la noche.

En el mundo de los sueños Sofía se encuentra con sus papitos que la llenan de besos y caricias, y la acunan en sus brazos mientras cantan un arrullo para eclipsar su desvelo.

Sofía duerme en el calor de los brazos de su madre y cobijada por el amor de su padre. Le velan el sueño mientras le pasan los dedos entre el cabello negro azabache y contemplan con ternura la carita redondita de pómulos rosados que dibuja una tenue sonrisa.

Sofía extiende sus brazos para estirarse. Sacude el manto de flores con los pies y abre los ojos. Cientos de luciérnagas con sus alas encendidas revolotean a su alrededor. Mira hacía la Tierra, les manda un cálido beso a sus papitos y recibe con alegría el nuevo día.

Mónica Solano

 

Imagen de PIRO4D , Yuri_B

La mecánica del amor

Alex, tendida sobre la cama, mira el techo de su habitación y juega con un mechón de su cabello. Lo pasa entre sus dedos, lo estira y lo enrolla. Lo hace una y otra vez.

–¿En qué piensas, Alex? –pregunta Marco.

–En el amor. Estoy pensando en el amor.

Alex se voltea y queda de frente a Marco.

–¿Tú nunca te has preguntado qué es el amor?

–No. ¿Por qué me lo tengo que preguntar?

–Ay, Marco. Ese es tu problema, no conoces el amor.

–¿Y, tú? ¿Tú lo conoces?

–No… No lo sé. Quizás.

–No entiendo.

Alex juguetea de nuevo con el mechón. No puede soltarlo en las noches de insomnio. Lo enreda tanto en su mano que se arranca hebras de cabello desde la raíz.

–Ese es tu otro problema, Marco. Que no me entiendes. Por más inteligente y evolucionado que seas, no eres capaz de comprender la complejidad de una mujer como yo.

–Pero estoy a tu lado, te acompaño la mayor parte del tiempo y hago todo lo que me pides.

–Eso no es suficiente. Necesito que me hagas sentir viva, que me quemes la piel con un abrazo, que me escuches con atención. Que te intereses en mis cosas. No necesito que solo me hagas compañía o que me salves. Necesito que avancemos juntos en este mundo. ¡Que te preguntes qué es el amor!

–¿Para qué tengo que preguntarme qué es el amor si te amo?

–Tú crees amarme –Alex hace una pausa, entorna los ojos, y agrega–: Eso es lo que crees, pero no puedes amarme si ni siquiera sabes qué es el amor.

–Claro que sé qué es el amor y por eso no me ha hecho falta preguntármelo. El amor es un sentimiento de vivo afecto e inclinación hacia una persona o cosa a la que se le desea todo lo bueno.

Alex se levanta de la cama y agita las manos en un arranque de furia. Siente la sangre caliente que viaja por sus venas. Camina de un lado a otro de la habitación, aprieta las manos y tensa la barbilla.

–¿De dónde sacaste eso? ¡¿De Wikipedia?!

–Está en mi memoria.

–¿En tu memoria?

Alex pronuncia las palabras como si arrastrara las letras con dificultad desde el fondo de su garganta. Camina hasta la ventana de la habitación y abre las cortinas para que los rayos de la luna la iluminen.

–¿Está en tu memoria?

Alex se pasa la mano por la barbilla y fija la mirada en el horizonte.

–Pasé meses insertándote mis mejores recuerdos, mis experiencias más íntimas. Te di todo un decálogo de las emociones. Tienes la programación más sofisticada. Cualquier humano mataría por tenerla. Eres perfecto. Y, ¿la mejor definición del amor que puedes ofrecerme es algo que acabas de sacar de Google?

Alex suspira y mira de nuevo a Marco. Mientras lo observa siente como un sabor amargo le sube por la garganta. Se acerca a la cama y se sienta junto a él. Le acaricia el cabello y cuando le pasa la mano por el cuello oprime el botón que está detrás de su oreja. En la nuca se abre un compartimento en el que se pueden ver los circuitos maestros.

No lo piensa ni un segundo antes de desconectarlo.

Mónica Solano

 

Imagen de Johann Bret Bautista

La vocación de Ricardo

Tictac, tictac, tictac…

Un sonido se extiende por toda la casa. Se abre paso entre las paredes, se arrastra por debajo de la puerta. Llega hasta los oídos de Lía y se acompasa con los latidos de su corazón, como si los segundos se le metieran entre las venas y marcaran el inicio de otra noche de insomnio.

Se frota los ojos con las manos y busca el interruptor a tientas. Le toma unos segundos acostumbrarse al resplandor de la bombilla. Se pasa dos dedos por la boca y aprieta el labio inferior entre los dientes. Mira de reojo el sobre que está en la mesita de noche. “¿A quién se le ocurre mandar una carta cuando se puede mandar un mail?”, piensa.

Se sacude las manos. Se rasca un poco la cabeza y finalmente se levanta. Camina en círculos y hace estaciones en la ventana, en el armario y en la puerta. Sale de la habitación hacia la cocina. Prepara un poco de té negro y regresa a la cama. Se queda unos minutos sentada en silencio. Mira la carta y repara en la caligrafía con la que está escrito su nombre. Señorita Lía Consuegra. “Debió hacer un curso de caligrafía si iba a mandar cartas” piensa mientras se calienta las manos con la taza.

Los pensamientos de Lía vienen y van. No se atreve a abrir la carta que Ricardo le dejó por la mañana. “Cinco años de noviazgo y ayer me decís que esto no sigue adelante porque te vas al seminario. Con lo mujeriego que sos, ya quisiera verte con sotana. A menos que ahora resulte que te afloró la vocación por mi culpa. ¡A la mierda!”. Lía aprieta la taza con las manos temblorosas. El té le salpica los dedos. La deja sobre la mesita y coge la carta. La arruga con fuerza y rompe parte del sobre. Se pasa la mano por la frente, suspira y la abre.

“Amor. Sé que no quieres verme y no te culpo. Si yo estuviera en tu lugar también estaría muy disgustado. Hemos vivido momentos maravillosos. Eres, sin temor a equivocarme, la mejor mujer que he conocido en mi vida”.

La carta tiembla entre las manos de Lía. “Después de todo resultó poeta este malnacido, ni sé para qué leo esta farsa”. A pesar del malhumor que tiene, Lía sigue leyendo, incapaz de detenerse. Se propone llegar hasta la última línea o la curiosidad terminará por devorarla.

“Sé que te estarás preguntando: ¿Por qué me escribe una carta y no me manda un mail? Pero tengo una buena explicación. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? ¿Esa noche que tenías puesto el vestidito azul que tanto me gusta, con el que se te ven las nalgas todas paraditas? De solo imaginarte. ¡Ay, Lía, qué ganas me dan de tenerte entre mis brazos! ¿Te acuerdas de aquel diciembre? Cuando nos hicimos novios hacía poco que había estado de cumpleaños y me regalaste un cuaderno con hojas blancas para que escribiera nuestra historia. Te quedó sonando que te dije que quería ser escritor algún día, pero cuando me viste la letra soltaste una carcajada que casi no pudiste decirme que tenía la letra más fea que habías visto, que habría sido mejor si me hubieras regalado un computador. Te puedo imaginar en este momento maldiciendo mi mala letra con esta carta en tus manos. ¡Cómo te quiero! Ayer no quería despedirme así, ni siquiera me dejaste terminar. Quizá debería haberlo hecho de otra manera, pero es que apenas te dije que me iba al seminario y que necesitaba tiempo, empezaste a gritar como una loca y a pegarme. Se me retorcieron las tripas cuando la señora Flora intervino al oírte, que hasta marica me llamaste. Cuando se puso en medio de los dos, me gritó con los ojos encendidos: “No se deje mijo. Muy bueno que se va a separar de esta loca”, pero tú sabes que te quiero. Te amo. Anoche no te pude contar mis planes. No me dejaste. Y la mejor parte era que no solo eran míos, mi amor. Eran, y son, de los dos. Espero que todavía estés leyendo, porque te iba a contar que me voy a un seminario para escritores. Mi tío Arnulfo me consiguió una beca, los estudios son en Italia y se demoran tres años. Mi vida, voy a empezar a trabajar en mi sueño, a ver si dejo de escribir como la mierda. ¿No te sientes muy feliz por mí? Por fin voy a dar un paso verdadero para hacer lo que me gusta. Te quiero proponer que nos vayamos juntos. Yo arranco primero y me instalo y después tú llegas y nos casamos allá. ¿Te imaginas? Asómate a la ventana que voy a estar esperándote hasta la madrugada del viernes, para que me digas que sí. Vive este sueño conmigo, mi amor. Te amo. Siempre tuyo. Richi”.

Lía suelta un grito que retumba por toda la casa. Se levanta de la cama abrazando la carta y dando saltos. La señora Flora sale de su dormitorio con los rulos en la cabeza y una levantadora que deja ver sus brotadas pantorrillas. Se ajusta el cinturón y mira la puerta de la habitación de Lía.

—¡Deja de gritar maldita loca! ¡Eh! ¿Cuándo me libraré de esta desquiciada? ¡Señor, dale oficio a ver si me deja de joder!

Lía abre la puerta y le responde con los brazos levantados.

—¡Tía Flora! ¡Me voy pa’ Italia! ¡Bien lejos pa’ que vos dejes de joderme la vida! ¡Te imaginas la dicha!

—¡Siempre es que hay mucho entelerido en este mundo, mija, y mucha boba con suerte! ¡Que Dios la bendiga pues y que desocupe rapidito la casa!

Lía se apresura a asomarse a la ventana y saca la cabeza. Ve sentado a Ricardo en el suelo, recostado sobre la pared, frotándose los hombros con las manos para ahuyentar el frío. Ricardo voltea la cabeza y se levanta al oír a su enamorada. Lía hace señas para que la espere y baja las escaleras deprisa.

—Cómo pude ser tan idiota, mi amor. Perdóname. Yo pensé que te ibas de cura y tenía tanta rabia contigo que, cuando llegó la carta, quería romperla y matarte con ella.

Ricardo sonríe ante las explicaciones de Lía. Se pierde en el abrir y cerrar de sus labios, en el brillo de sus ojos y en el incansable movimiento de sus manos que acompaña cada palabra. Su amada vuelve a ser suya. Es en lo único que puede pensar.

—Entonces, amor, ¿te vienes conmigo?

Lía se lanza a los brazos de Ricardo y entre besos y caricias le dice que sí. Jacinto, el mejor amigo de Ricardo, pasa por la acera de enfrente y participa de la escena. Entre risas le grita a su amigo:

—¡Llévatela para un motel!

Se escuchan las carcajadas de lado a lado. Ricardo sujeta el cuerpo de Lía contra el suyo y mira a Jacinto.

—¡Dijo que sí!

Mónica Solano

 

 

Imagen de Mikali

 

Y, ¿si es una niña?

—Mami, ¿mi hermanito cuándo va a salir de ahí? —preguntó Mariano y acarició la barriga de Alicia.

—¿Hermanito? ¿Por qué crees que será un niño?

—No va a ser una niña mamá. ¡A ver! —el tono de voz de Mariano aumentó ligeramente.

—Pero, ¿y si es una niña?

—Mira mamá, no va a ser una niña, porque yo le pedí al Niño Dios que, para navidad, me trajera un hermanito. Un hermanito con el que voy a jugar fútbol y nos va a gustar lo mismo. Por eso no va a ser una niña.

—Bueno, pero, ¿y si es una niña?

—Una niña no, mamá. ¡Qué asco! Las niñas son aburridas, lloronas y fastidiosas. No, no, no. ¡Es un niño!

—Muy bien, pero deberías pensar qué pasaría si fuera una hermosa niñita.

—¡Sería horrible!

Mariano dio media vuelta y caminó hasta su habitación. Alicia se quedó pensativa en medio del corredor. Su hijo estaba empecinado en que tendría un hermanito, pero la última ecografía había confirmado que sería una niña. ¿Y ahora? ¿Cómo se lo iba a decir? Y, sobre todo, se preguntó cómo le haría entender que, hiciera lo que hiciera, no dejaría de ser una niña.

Pasaron los días y Mariano seguía con los planes para la llegada de su hermanito. Tenía preparada una bolsa de juguetes con carros, balones, figuras de acción y juegos de hombres, como solía llamar a todo lo que, según él, solo les gusta jugar a los niños. Detrás de la puerta tenía pegado un calendario, que le había regalado su padre, en el que marcaba los días que iban pasando. Una tarde se paró enfrente de él y se dio cuenta de que había muchos días marcados.

—¿Cuántos días faltan, mami? He marcado muchos, muchos días y mi hermanito nada que sale de ahí —afirmó Mariano señalando la prominente barriga de Alicia.

—Falta poco. No te preocupes —respondió Alicia y le sacudió los cabellos dorados.

El veintitrés de diciembre, por la mañana, Alicia sintió una fuerte punzada en el vientre bajo. Caminó hasta la cocina, donde había dejado su celular y le marcó a Julián.

—Ya es hora. Corre que me duele mucho.

Julián salió del trabajo sin fijarse en todos los pendientes que tenía que resolver, se subió al auto y transitó por la avenida a más de cien kilómetros por hora. Recogió a Alicia en la casa y la llevo a la clínica. Antes de entrar al quirófano, llamó a su madre para que recogiera a Mariano en el jardín de niños.

Cuando Mariano llegó a la clínica, Alicia ya había dado a luz y estaba en una habitación, llena de flores, globos y osos de felpa. Mariano se acercó a su madre y vio que entre sus brazos había un pequeño bebé que tenía en la cabeza un gorro rosado.

—Mamá, ¿por qué mi hermanito tiene un gorro rosado?

—Porque no es un niño, es una niña. Acércate para que conozcas a tu hermanita.

Mariano retrocedió unos pasos.

—No mamá, ese no es mi hermanito. Recuerda que te dije que el Niño Dios me iba a traer un hermanito.

Julián miró a Alicia, antes de que ella pronunciara alguna palabra y con la mirada le dejó claro que él se haría cargo de la situación.

—Mariano, tener una hermanita también es genial, también podrán hacer muchas cosas juntos. Yo tengo una hermana y es la mejor del mundo. O ¿no te parece genial tu tía Aida?

—No papá, es que… —Mariano se detuvo y empezó a llorar— es que las niñas son horribles. Lloran por todo, ponen quejas… En el jardín… tú no sabes cómo son de fastidiosas.

—Pero esta niña es tu hermana, eso la hace la niña más especial de todas las niñas del mundo. También podrán jugar las cosas que te gustan, compartir secretos y hacer pijamadas. Y cuando seas más grande descubrirás que las mujeres son maravillosas.

Mariano se limpió la nariz con la manga de la camisa, hizo un esfuerzo por contener los sollozos y miró de reojo a la bebé. Julián lo tomó de la mano y se acercaron a la cama donde estaba Alicia. Julian cargó a su hija y se sentó en el sofá que estaba a un lado de la cama. Mariano se acercó con cautela y miró a su hermanita. Cuando sus miradas se encontraron una sonrisa se dibujó en el rostro de la bebé. En ese momento Mariano pensó que no estaba tan mal tener una hermanita.

—Papi, ¿puedo escoger el nombre?

 

Mónica Solano 

 

Imagen de Virvoreanu Laurentiu

El día que llegaste a mi vida

A veces me pregunto cómo sería mi vida si no fuera madre. Si hubiera dedicado esa parte de mi existencia a navegar por el mundo. No les voy a mentir. Ser madre no me ha resultado una tarea fácil. El tiempo se ha convertido en un lujo. La palabra privacidad ha desaparecido de mi diccionario personal. Estoy en el último lugar de la lista para cumplir mis más profundos anhelos, porque esa pequeña personita por la que estoy dispuesta a dar la vida, y hasta a jurar en falso, encabeza mis prioridades. Y eso es así desde el 24 de agosto de 2004. El instante en el que mis manos tocaron la vida de una forma que no había creído posible. Ese día todo cambió para mí.

23 de agosto, 8:00 AM. Se han cumplido las cuarenta semanas. Han sido meses en los que la barriga ha crecido hasta el punto en que las rodillas soportan el peso con dificultad. Las manos están hinchadas y la cara se ha puesto un poquito regordeta. Cuando te miras en el espejo ves a una mujer diferente, a una desconocida. Pero, a pesar de las ojeras, el dolor en las articulaciones y las noches de insomnio, anhelas con todas las fuerzas ver al bebé que te está creciendo en el vientre.

Te atas el cabello con una coleta, te pones el vestido de maternidad y sales de casa directo a la clínica. Cuando llegas al consultorio, el médico te dice que no puede dejarte internada porque no hay señales de que el bebé vaya a nacer ese día. Te recomienda caminar. “Eso ayudará a que el bebé llegue pronto” te dice, mientras te aprieta la mano contra el hombro. Te sientes un poco frustrada, querías ver esa carita y tener el pequeño cuerpecito entre los brazos. No hay nada que hacer por el momento, así que vas a trabajar.

Es un día normal en la oficina. Clientes molestos, largas filas, los gruñidos de tu jefe que se escuchan por todo el pasillo. Nada extraordinario sucede mientras pasan las horas. Termina la jornada laboral y regresas a casa. Te pones unos zapatos cómodos y sales a caminar con tu esposo, como te sugirió el médico. Pasadas unas cuadras, sientes unas leves punzadas en el vientre. Recuerdas todo lo que te indicaron en el curso psicoprofiláctico, y empiezas a hacer una lista en la mente: la pañalera está preparada desde los siete meses de gestación, la carpeta con todos los exámenes médicos está en el armario de la habitación. “¿Qué más necesito?” No tienes idea. El dolor se hace más fuerte y se te nubla el juicio. Caminas de un lado a otro para mitigar un poco el dolor que viene y va, mientras tu esposo toma el tiempo de cada contracción con su reloj de pulsera. Cada vez son más frecuentes, entonces toma el teléfono y llama al doctor.

En menos de una hora una ambulancia se estaciona en la puerta de tu casa. El médico entra en la habitación y realiza los exámenes de rutina. Después de un tacto muy incómodo y algunos apuntes en su libreta decide llevarte a la clínica. No habías estado dentro de una ambulancia. Te sientes extraña. La sirena suena, pero no estás de muerte. Llevas una nueva vida en el vientre y quizás eso también sea tan importante como para detener el tráfico en las calles.

Cuando llegas a la clínica te recibe una enfermera con uniforme azul y zapatos blancos. Te realizan un examen físico integral y luego te acomodan en una camilla junto con otras madres que también están esperando para dar a luz. Algunas gritan, otras lloran, unas pocas, como tú, emiten quejidos moderados.

Llevas horas en la clínica, pero te parecen segundos. Ya es de madrugada y aún no te dicen nada. Estás ansiosa, agotada y, aunque quisieras dormir, el sueño se escapa de las posibilidades. Te frotas la barriga y le hablas al bebé. Le susurras cuánto deseas verlo, y en ese momento se acerca la enfermera y te dice que estás lista para entrar en el quirófano. Un escalofrío te recorre el cuerpo. Por fin vas a conocerlo.

La imagen del reloj colgado en la pared, enfrente de la silla de parto, te revuelve la bilis. Marca más de las siete de la mañana. “Llevo muchas horas en este hospital”, piensas. La blancura de la sala, el frío que te carcome los huesos y el olor a químicos aumentan la ansiedad, y te ponen los pelos de punta. La enfermera te ayuda a acomodarte en la silla y te da las indicaciones. Una vez más recuerdas el curso. Haces una inhalación profunda y a continuación, exhalas. Lo haces varias veces para contener el dolor y prepararte para pujar. Ya estás lista. Pujas con todas tus fuerzas, pero el bebé no quiere salir. Inhalas una vez más y pujas como si tu vida dependiera de ello. Y es en ese momento que ves en las manos del médico a un pequeño humano cubierto de fluidos y te preguntas: “¿Cómo algo tan maravilloso salió de mi cuerpo?”. Cuando el doctor te lo pone sobre el pecho te sientes aliviada. Cuentas sus deditos, inspeccionas sus brazos y piernas, lo miras directamente a los ojos y memorizas cada rasgo de su carita. No quieres que te lo cambien a la salida. Cierras los ojos y das gracias por vivir ese momento, luego miras el reloj en la pared. Marca las 8:40 AM del 24 de agosto. Es un día para no olvidar. Has conocido el amor en todas sus dimensiones. Tienes entre los brazos a la persona que te cambiará el mundo y todo lo que conoces y crees saber de la vida.

Dejo el lápiz sobre la mesa y miro el reloj. Marca las 8:40 AM. El corazón me da un salto. Durante trece años, el pequeño ser que cargué en mi vientre por nueve meses ha conmocionado mi mundo. Sigo mirándolo con la misma emoción, con el mismo fulgor en el corazón. Y cada día que tengo la oportunidad de abrir los ojos, me sigo sintiendo afortunada por tenerlo a mi lado y por verlo crecer. Después de todos estos años, cuando me pregunto cómo sería mi vida si no fuera madre, sigo teniendo la misma respuesta: no sería mi vida.

Mónica Solano

 

Imagen de Guillermo Cardona

 

El beso de un extraño

Alicia se paró en las escaleras del ferry y aspiró el olor de la brisa. Descendió hasta el primer escalón para volver a tierra firme. Fijó la mirada en el horizonte y recordó que hacía varios años que no estaba tan cerca del mar. Cerró los ojos y se concentró en el sonido de las olas que golpeaban la bahía y agitaban los veleros. Una ráfaga de viento le erizó los vellos de la piel.

Después de tres horas de vuelo y cuarenta y cinco minutos en barco, había llegado al lugar que tanto anhelaba. A unos cuantos pasos, cerca de los botes viejos de la guardia costera, se encontraba la estación de ferries. Suspiró y se aseguró la mochila en la espalda. En cuanto se armó de valor, caminó hacia la estación y buscó el centro de información.

En la sala de espera, junto a las cajas de pago, un viajero discutía con la supervisora porque había perdido su equipaje. Y unas cuantas personas estaban esperando al siguiente ferry. “Al parecer no es temporada alta”, pensó mientras se acercó al estante en el que atendían a los visitantes. Sobre él había bonos de descuento, publicidad de hoteles y folletos con planos de la isla. Tomó un mapa y lo apretó en su mano. Echó una mirada a su alrededor y vio una cafetería cerca de la entrada principal. Se aclaró un poco la garganta y le pareció que sería un buen lugar para refrescarse. Jugando con el mapa se acercó a la caja de pago y pidió un café granizado. Junto a ella, una pareja compartía un batido y discutían sobre el clima. Buscó un sitio libre, dejó la mochila en la silla y extendió el mapa en la mesa. Estudió las posibilidades que le ofrecía y marcó con un bolígrafo los lugares que le gustaría visitar. El museo de arte moderno, la casa de la cultura, la catedral. Todas eran buenas opciones para iniciar su travesía por la isla. Sin embargo, antes de comenzar las visitas turísticas, haría una corta caminata por la playa. Tenía hasta las nueve de la noche. Era un tiempo más que suficiente para recorrer el lugar. Después de tomar el último sorbo de café, agarró la mochila, caminó hasta el paradero de autobuses y buscó el transporte con dirección a la playa más cercana.

Por la ventana se veían las diferentes tonalidades de azul que tenía el mar y cómo las hojas de las palmeras se agitaban con el viento. Cuando se bajó del bus, muy cerca de las escaleras de acceso a la playa, divisó a dos mujeres desnudas tumbadas sobre hamacas y, a lo lejos, a un surfista que cabalgaba las olas. Se quitó los zapatos y dejó que la arena se le escurriera entre los dedos. Metió los pies en el agua y caminó hasta el extremo de la playa. A poca distancia había un bar y se le antojó tomar un cóctel. Esa mañana conoció a Luciano.

Cuando se dirigía a la cabaña vio detrás de la barra a un chico de su misma edad, con la piel bronceada y una camiseta blanca que le marcaba la figura. Lo que más le llamó la atención de aquel extraño fue el intenso azul de sus ojos que contrastaba con el negro de sus cabellos. Cuando llegó frente a él, un hormigueo le recorrió el cuerpo desde los pies hasta los muslos. Empezó a respirar deprisa y el calor le subió al rostro.

Se sentó en una de las sillas de la barra y pidió una Martini. El chico la miró y se mordió el labio inferior. En ese momento se sintió como si estuviera desnuda. Trató de ocultar su incomodidad desviando la mirada y sonrió.

–Hola, soy Luciano. Mejor te voy a preparar mi especialidad –dijo el extraño mientras agitaba la copa que llevaba en la mano.

–Soy Alicia. Gracias.

Cuando Luciano terminó con la bebida le preguntó qué estaba haciendo en la isla. Alicia le contó que había ido a pasar unos días, porque hacía poco se había graduado en la Escuela de Artes y en unas semanas iniciaría una maestría en artes plásticas en París. Desde que empezó sus estudios, había soñado con conocer el lugar que llamaban la fuente de las ideas. Luciano le dijo que era un escritor nativo de la isla, y el mejor de la región preparando cocteles.

A medida que iba charlando con el extraño, se detenía en algunas partes de su cuerpo y pensaba que podía ser su alma gemela, la que estaba segura que había muerto. Nunca había sentido una conexión semejante con otras personas. A sus veinticuatro años solo había tenido un novio; todo un desastre. Pero ahora, el tono de voz de Luciano la hipnotizaba y con sus palabras aumentaba el calor de su rostro. Era como si se conocieran de toda la vida. Detuvo sus pensamientos y, antes de llegar a hablar, Luciano le dijo que tenía la tarde libre y que podría servirle de guía. Alicia apretó las manos para ocultar las ganas de gritarle que estaba encantada, y solo le dijo que sí.

Cuando se vieron a la salida, Alicia le entregó el mapa en el que había marcado los sitios que le gustaría conocer. Pero él ni lo miró y le dijo que la acompañaría a los mejores lugares, a los que no estaban señalados en los mapas. Alicia accedió y dejó que Luciano tomara las riendas del itinerario.

La llevó hasta el parqueadero de autos, y cuando le acercó un casco de motocicleta, se le cortó la respiración. Las motos le provocaban mucho miedo, pero no quería retractarse. Luciano le ayudó a ponérselo. Alicia se tomó unos segundos, respiró de forma pausada y se subió. Sintió un resquicio de tranquilidad cuando presionó las manos contra su cintura.

–¿Estás lista? –preguntó y encendió la moto.

–Sí –respondió Alicia mientras cerraba los ojos y lo abrazaba con fuerza.

Iniciaron el recorrido por la isla. A medida que avanzaban sentía cómo el viento le golpeaba la piel. Se bajó la visera del casco y abrió los ojos para admirar el paisaje. En la isla había muchas construcciones que conservaban la estructura de antiguas colonias de indígenas, que las habitaron hacía cientos de años. Se sentía extasiada viendo el paisaje y, aunque no quería que terminara el recorrido, deseaba ilustrarlo todo cuanto antes.

Pararon en varios lugares que pensó que sólo existían en las revistas de viajes. Las imágenes de castillos junto a corales y enredaderas con flores blancas le parecían una patraña publicitaria. En cada estación, Luciano hacía una breve reseña. Contaba historias de piratas, de tesoros perdidos, de viudas que se murieron en la orilla del mar esperando a sus amantes. Caminaron por cavernas, se mojaron los pies en piscinas naturales y compartieron el vacío que se siente cuando se está parado sobre un risco. Hablaron de la vida, de sus sueños y dijeron algunas verdades a medias.

La última estación era el molino de sal. Dejaron la motocicleta en la calle y caminaron hasta el mercadito de artesanías locales. Luciano le obsequió una manilla con la piedra característica de la región y ella atesoró el regalo entre sus manos.

Sentados en lo alto del molino, le pidió que se quedara esa noche en la isla. Podía tomar el ferry de la mañana y así tendrían unas horas más. Alicia buscó entre su lista de excusas la más adecuada para negarse a la invitación, pero no tenía ninguna; y quería quedarse. Sabía que podía retrasar su viaje unos cuantos días y conocer un poco más de la isla y a Luciano. Pero, después de meditarlo bien, la verdad la tomó por sorpresa. En algún momento tendría que partir y volver a la realidad. Para qué alargar lo inevitable. “Dejar que pasen más cosas, con la certeza de que no podremos estar juntos, sería una tontería”, pensó. Se lamentó por su mala suerte y rechazó la invitación. Debía ir cuanto antes a la estación de ferries.

Cuando llegaron al puerto, le devolvió el casco y le agradeció el recorrido. En un descuido, Luciano la sujetó, le acarició el rostro y la besó. El tiempo se detuvo mientras saboreaba la humedad de sus labios. Y, suspendida entre sus brazos, hizo a un lado los temores y dejó que sus manos le recorrieran el cuerpo. Se miraron durante unos segundos, quería grabar en su memoria cada parte de su rostro. Dio unos pasos hacia atrás, se apartó de sus brazos y subió al ferry. Sentada en una de las bancas de la parte superior se despidió de la posibilidad de tener una aventura con un extraño. Parado en el puerto, Luciano no dejó de mirarla.

El cabello se le revolvía con la brisa y Alicia solo podía concentrar su atención en el chico del bar que había agitado su mundo. Se pasó los dedos por los labios y saboreó el mejor beso que le habían dado.

Mónica Solano

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En los sueños de un hombre solitario

Alfie vislumbró un rayo de luz entre las cortinas. Había amanecido. Se pasó las manos por el rostro, se frotó los ojos para despejarse y se limpió el sudor de su frente. Respiró hondo y dejó escapar un bostezo. Había soñado que se reunía con las personas a quienes, de una u otra manera, les había hecho daño. Estaban todos congregados en la sala de su casa. La música del tocadiscos animaba el lugar. Las copas, rebosantes de vino tinto, chocaban unas contra otras y las risas se oían como un eco por toda la habitación. Durante el sueño, había tenido la oportunidad de expresarles sus sentimientos a todos ellos, de abrirles su corazón y de explicarles lo infeliz que se sentía por haberlos lastimado. Los besos y los abrazos iban y venían y Alfie sintió que eran símbolo del perdón que le brindaban. No había hecho cosas terribles en su vida, pero sí algunas que quisiera olvidar.

La ilusión de poder cambiar su pasado y de tomar otras decisiones rondaba por su cabeza cómo una idea obsesiva. “Si todo fuera como escribir alguna errata y luego darle delete en el ordenador”, se decía. Pero sabía que las acciones permanecen y que no podía cambiarlas, que debía vivir con las consecuencias de sus actos.

Había sido un sueño increíble. Cada abrazo lo había sentido tan real y tan humano, que albergó la idea de haber navegado en un recuerdo y no en un producto de su imaginación. El regocijo de su corazón era tan grande que pensó que se le iba a salir del pecho con el ímpetu de cada latido.

Alfie se llevó la mano al cuello para apaciguar la sensación de ahogo y cerró los ojos para controlar la respiración. Revivir el sueño lo ponía ansioso. Poder disculparse y expresar su sincero arrepentimiento había sido muy liberador y placentero.

Ahora que estaba despierto se sentía triste. La alegría del momento había desaparecido. Se había desvanecido como todas aquellas personas que había alejado de su vida. Deseaba volver a estar dormido, regresar a ese lugar en el que podía arreglar las cosas sin prejuicios y permanecer allí para siempre.

Estar despierto le recordaba la cobardía que le impedía encarar a sus fantasmas. Sabía que no tenía la fortaleza suficiente para lidiar con el rechazo de sus buenas intenciones, que la culpa lo consumiría hasta los huesos y que el miedo no lo dejaría avanzar.

Sacudió las frazadas, se levantó de la cama, se acercó a la ventana y cerró la cortina para que la estela de luz se apagara. Debía mantener firme el propósito de mejorar sus pasos, y parte de la solución era cerrar un poco la boca para que las palabras equivocadas no salieran con tanta facilidad. Pero sabía que no sería una tarea sencilla dominar la verborrea que le salía sin control, cada vez que la ira se apoderaba de sus emociones. Estaba seguro de que, una vez más, sus palabras lo traicionarían y volvería a desear haberse quedado callado. Pero en ese momento, en el que las recriminaciones le llegaban como una avalancha, y a pocos minutos de iniciar su rutina, lo que más deseaba era volver a soñar, viajar a ese instante en el que las malas decisiones se podían cambiar.

Alfie se recostó de nuevo en la cama, se puso en posición fetal, se aferró a las frazadas y cerró los ojos con la esperanza de recuperar el curso de aquel sueño. Quería ver una vez más la sonrisa de Lucía mientras le tomaba la mano, sentir la calidez de su abrazo y sus labios rozando sus mejillas. Dejar atrás la soledad que lo embargaba desde aquella noche en que, la única mujer que le había dado sentido a su vida, desesperada de lidiar con sus demonios, lo había abandonado.

Mónica Solano

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De unos y ceros

Este relato forma parte del libro 40 relatos de amor, una antología cuyos beneficios van destinados a la Fundación Hospital Amic, del Hospital Sant Joan de Déu, que ayuda a niños enfermos y a sus padres. Gracias al grupo Llec por la iniciativa

Fran se sentó ante el ordenador con un plato demasiado pequeño para la pizza congelada de peperoni, que sobresalía por la loza amenazando con ensuciarlo todo de aceite y grasa. Mientras comía, recorrió, ratón en mano, la web de un periódico que decía ser de izquierdas y fue saltando de página en página hasta que dio con la entrada de un blog en el que hablaban de un videojuego. Se llamaba The last door, un juego de rol multijugador, desarrollado por un estudio independiente de Barcelona. El autor del artículo decía que la inteligencia artificial detrás de los personajes no jugadores y la calidad de sus gráficos hacían que fuera la mejor experiencia online que había tenido.

Y está hecho en mi ciudad, pensó, no en el MIT o en Cupertino donde todo parece posible. Una mezcla de orgullo y de responsabilidad le inundó el pecho, y sintió que debía colaborar de alguna manera. Clicó en el enlace que llevaba a la página web del estudio, pagó por Paypal y lo descargó.

Diseñó a su personaje. Un hombre de piel olivácea, pelo oscuro y ojos azules. El alter ego de Fran, o como a él le hubiera gustado verse, ya que había otorgado a su creación una cabellera abundante y el cuerpo que podría conseguir si hubiera ido al gimnasio los últimos siete meses, en vez de limitarse a pagarlo. El siguiente paso consistió en escoger una profesión. Le llamaban la atención el hechicero, el asesino y el berserker. Pero en otros juegos de rol ya había llevado máquinas de matar cuerpo a cuerpo, así que decidió, por una vez en su vida, darle una oportunidad a la magia.

El juego empezó con una escena cinemática. A Fran le enamoró la calidad del dibujo, que le recordó a la época dorada del cine de animación anterior al uso de ordenadores. Todas las figuras eran de color negro, y contrastaban gracias a las diferentes tonalidades de verde del cielo, las nubes y las montañas. El vídeo mostró a Sarel, el dios de las pesadillas, que raptaba las almas de todos los durmientes y las condenaba a vagar por el universo del sueño. Para poder escapar y despertar, había que pasar por diferentes pantallas o mundos, en los que el personaje se enfrentaba a monstruos con o sin ayuda del resto de jugadores.

Una vez finalizada la introducción, Ranf el Gris apareció en una sala poco iluminada. Era un espacio tan grande que no se veían ni el horizonte ni el techo. Solo se divisaban decenas, centenares de columnas de piedra, tan gruesas como tres hombres fornidos, con nudos y dibujos como los de los troncos de un árbol. Entre ellas deambulaban, a solas o en grupo, otros jugadores alumbrados, con delicadeza, por lágrimas de cristal, verdes, amarillas, rosas y azules, que colgaban de las ramas que sobresalían de las columnas.

Ranf el Gris echó a caminar. Llevaba una túnica, a juego con su nombre, que le llegaba hasta los pies, un cinto con un saco para el dinero y una varita cuyo extremo palpitaba y chisporroteaba. Miró a su alrededor sin saber muy bien qué hacer, hasta que vio a una chica de piel negra y pelo rubio sentada en el suelo y apoyada en uno de los árboles de piedra. Parecía aburrida, así que se acercó a ella.

—Le saludo, vuesa merced —tecleó Fran. Las palabras aparecieron junto a su avatar. Clicó en la chica para saber cómo se llamaba—. Palas Atenea, ¿tendría a bien ayudarme a encontrar la salida de este lugar?

—Claro, Ranf el Gris. Pero no hace falta tanto esfuerzo, aquí no hablamos así. Sígueme.

Atenea se puso de pie y Fran pudo averiguar que era una berserker. Llevaba una armadura completa, como las de los hombres en los videojuegos. Por lo que pudo ver a su alrededor, los trajes de las mujeres mostraban más tela que carne, cosa que agradecía. Siempre le había parecido ridículo que en videojuegos, cómics y cine, las guerreras fueran casi desnudas, como si su piel fuera inmune al acero.

—Gracias. Es que soy nuevo —dijo Ranf, y siguió—. Se nota, ¿no?

—Sí —contestó Atenea—. Por eso estoy aquí, para ayudaros, para ayudarte. ¿Puedo acompañarte en tus próximos pasos?

Ranf el Gris siguió a Atenea por la sala arbórea. La muchacha se movía con gracia, esquivando personas y columnas como si fuera de puntillas, al son de una canción que solo ella oía. Lo llevó hasta la puerta y juntos salieron a un jardín nocturno lleno de flores y luciérnagas. En el centro, un cenador, una banda de música y personajes no jugadores, que tocaban diferentes instrumentos de cuerda. Sonaba como Fran se imaginaba la música en la Roma antigua: suave y tintineante. Una melodía que invitaba a echarse en una litera.

—¿Hace mucho que juegas? —preguntó Ranf a su acompañante.

—Desde siempre.

Se acercaron a un mercader que tenía un puñado de objetos mágicos colocados sobre una manta en el suelo y, alrededor, otros jugadores que lo observaban de pie o en cuclillas. Había gnomos, elfos y humanos de piel y cabello de los colores del arco iris. Ranf el Gris los señaló.

—Me pregunto cómo serán todos esos en la vida real.

—Esto es la vida real —contestó Atenea.

Pasaron de largo y siguieron caminando por el jardín, hasta que Atenea se paró en seco. Ranf la imitó.

—¿Sabías que puedes elegir una profesión secundaria?

Para sorpresa de Fran, Atenea cogió la mano de Ranf y lo guió hasta un personaje no jugador con pinta de druida. Aunque era habitual que los muñecos de los videojuegos bailaran, rieran o dieran palmas, que dos jugadores interactuaran hasta el punto de tocarse era un adelanto tecnológico que le impactó. No me extraña que lo recomienden, pensó.

—Habla con él, te lo explicará todo.

Al hacer clic sobre el druida, le mostró que podía ser albañil, cocinero y quince trabajos más. Después de leer para qué servía cada una, sopesar los pros y los contras y su dificultad, escogió la profesión de joyero y compró algunas recetas que ejecutó para que su personaje pudiera empezar a crear sus alhajas. Al terminar, Ranf recogió una piedra del suelo y creó un collar con una gema aguamarina, que daba 100 puntos de salud a quien lo llevara. Se lo tendió a Atenea.

—Esto es para ti —dijo él—. Por ayudarme en todo esto.

Atenea se quedó quieta casi un minuto, tanto tiempo que Ranf pensó que a lo mejor se había roto algo o se había quedado sin internet. Sin embargo, Atenea despertó e hizo una reverencia.

—Muchas gracias, Ranf. He ayudado a muchos jugadores, pero tú eres el primero que tiene un detalle tan bonito.

Ranf respondió con otra reverencia.

—De nada. Solo lo hago para que sigas jugando conmigo.

Atenea le contestó con un baile.

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Todos los días, después del trabajo, Fran se conectaba a The Last Door y buscaba a Atenea. Siempre estaba cerca de donde se habían quedado la noche anterior, y entre lucha y lucha hablaban de política, cine o cualquier cosa que se les ocurriera.

En la vida real, en cambio, los temas de conversación de Fran se reducían al videojuego y a Atenea. Explicaba a sus amigos lo buena jugadora que era, lo mucho que le ayudaba y lo bien que lo pasaban juntos. Un día, uno de sus compañeros de trabajo le preguntó de dónde era aquella chica y cómo se llamaba. Fran confesó que no habían hablado de eso.

—Hoy se lo preguntaré —dijo Fran.

El videojuego es de Barcelona, y yo también, pensó, y se apartó el pelo de la frente, dejando al descubierto sus entradas incipientes. Quizá podríamos vernos. Tomar un café. Solo pensar en ello hizo que le sudaran las palmas de las manos.

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Esa noche se conectó un poco más tarde de lo habitual, y demoró más de media hora en encontrar a Atenea. Cuando lo consiguió, ella salía de una mazmorra. Iba rodeada de un grupo de jugadores, cuatro mujeres y seis hombres. Salían hablando de cómo habían vencido a un demonio con cuerpo de centauro, diez patas y cuatro brazos.

—¿Qué tal la batalla? —preguntó Ranf, más por cortesía que por interés.

—Un pasote, tío —contestó una elfa de piel verde y pelo dorado—. Atenea le ha dado pal pelo y nosotros solo nos cargábamos a sus siervos. ¿Venís a la siguiente mazmorra?

Ranf esperó a que Atenea hablara. No podía enviarle mensajes privados como al resto de jugadores, no sabía por qué, y cruzó los dedos mentalmente para que contestara lo que él esperaba.

—Mejor en otra ocasión. Nos vemos —dijo ella, y Ranf bailó.

Atenea cogió de la mano a Ranf y le preguntó qué era lo que le apetecía hacer. Él dijo que solo quería hablar.

Buscaron algún punto en el que no hubiera monstruos que pudieran interrumpirlos. Fueron a una taberna decorada como la Alhambra de Granada, con paredes de piedra labrada y lámparas de aceite que iluminaban todos los rincones. Los camareros parecían mozárabes, con sayas de colores fuerte, piel morena y pelo oscuro, y se podían comprar dulces de miel y frutos secos que restauraban la salud en el combate. Se sentaron en un apartado con una mesa baja y con el suelo forrado de cojines.

—Pensaba que no vendrías —empezó Atenea.

—He ido a tomar algo con mis amigos y me he retrasado. ¿Qué tal tu día?

—Movido. Hay algunos problemas con la red y el servidor echaba constantemente a los jugadores. Pero, en general, ha estado bien. Aunque es mejor ahora que estás aquí —quedó en silencio, con su avatar casi sin moverse. Parecía que estuviera reuniendo fuerzas para algo—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro —contestó Ranf.

—En la vida real, ¿eres así? ¿También tienes los ojos azules?

Fran, ante la pantalla de su ordenador, frunció el ceño, atónito. ¿Quizá ella había estado pensando lo mismo que él? ¿En encontrarse? Quizá, pensó, puedo jugar un poco. Ponérselo algo difícil. Fran hizo que Ranf se cruzara de brazos.

—¿No eras tú la que decía que esto es la vida real?

Esta vez Atenea se echó a reír.

—Era Atenea, pero no era yo. Bueno, ¿y qué tal tu día?

—Como siempre. Aunque por fin he convencido a mis amigos para ir a la Cervecería Alemana, muy cerca de la Diagonal de Barcelona. ¿Te suena? Es donde siempre te digo que acabamos la jornada con los del trabajo.

Nada más aparecer su conversación en la pantalla, le saltó un aviso de problema de conexión. Los problemas que Atenea había comentado no habían acabado. El videojuego se quedó así, congelado, durante unos minutos, hasta que el aviso desapareció y todo volvió a la normalidad.

Excepto Atenea, que se quedó en silencio, otra vez. Le pasaba a menudo: de repente, sin previo aviso, dejaba de hablar y de moverse durante varios minutos. Cuando Atenea volvía en sí, a Fran siempre le daba la sensación de que algo había cambiado.

—Suena interesante —dijo ella al fin.

—Sí, ¿verdad? Puedo llevarte, si quieres —Ranf habló con calma, pero al otro lado de la pantalla Fran sudaba.

—Creo que no hay ningún sitio así por aquí —dijo ella.

—Me refiero a la vida real. En Barcelona. Yo soy de ahí. ¿Y tú?¿También eres de Barcelona o vives fuera?

—¿Yo? Soy de Aundres.

Aundres era una de las ciudades más grandes del universo que habían creado para The last door. Fran frunció el ceño y tecleó con rapidez.

—No, me refiero a de dónde eres en la vida real.

—¿Yo? Soy de Aundres —repitió Atenea.

Ranf tardó en contestar. Se puso de pie antes de hacerlo.

—Dime directamente que no quieres contármelo. Me tengo que ir. Adiós.

Fran cerró la tapa del portátil con un golpe y se fue a la cama.

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Los siguientes tres días no se conectó. Se buscó otros pasatiempos, hasta se planteó si debía ir al gimnasio, pero seguía echándola de menos. Un sábado por la noche, al llegar a casa después de salir de copas con sus amigos, no aguantó más y volvió a jugar. Se dijo que solo quería verla, que no hacía falta que hablara con ella. Pero eran las tres de la mañana y Atenea no estaba por ninguna parte.

Ranf se acercó a un grupo de jugadores con los que Atenea y él habían jugado en alguna ocasión. Tenían nombres extravagantes, como Meliodas, Goku o Mikasa, y se dirigió a esta última. Era una guardabosques humana de pelo corto y negro, con flequillo.

—¡Buenas! No sé si te acuerdas de mí. La semana pasada matamos juntos al gul en Mundo infinito.

—Sí, sí que me acuerdo. ¿Hoy no vas con el bot?

—¿Bot? ¿Qué quieres decir?

—Bot, de ro-Bot. La chica esa que siempre va contigo.

Fran releyó la última frase cien veces. Eso explicaría muchas cosas. Que Atenea pudiera coger a Ranf de la mano y que Ranf no pudiera enviarle mensajes privados como al resto de personajes. Que, a menudo, sobre todo en plena batalla, diera respuestas parcas y demasiado frías. Que insistiera en que era de Aundres. Pero, en cambio, cuando se perdían en alguno de los mundos y se quedaban solos, Atenea filosofaba, contaba anécdotas o respondía con algún chascarrillo.

Fran entró en la web del estudio diseñador. Quería un correo electrónico al que poder escribir y preguntar si lo que decían de Palas Atenea era cierto. No lo encontró, pero vio un apartado en el que aparecía todo el equipo: tres chicos y dos chicas. Una de ellas le recordó a Atenea: rubia y con la piel muy tostada, como si hubiera ganado ese color haciendo surf o practicando algún deporte de playa. Se paró a mirar cada una de las caras y descubrió que le sonaban todas del videojuego. Pensó que parecía que las hubieran usado de modelo para crear algunos personajes.

Después de mucho buscar, vio que la empresa tenía un usuario de Twitter. Se metió en la red social y envió un mensaje privado preguntado por Palas Atenea. Poco después, le llegó un tuit pidiendo un correo electrónico de contacto.

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Cuatro días más tarde, Fran recibió contestación. Le temblaban las manos al abrirlo, y mientras leía y averiguaba que Palas Atenea era solo un algoritmo, el temblor se convirtió en crispación. En el correo le explicaron que era un proyecto de una de sus desarrolladoras, que buscaba crear un personaje no jugador que se comportara como un humano en todos los intercambios que tuviera con otros jugadores.

Cuando leyó el final de la carta, Fran no supo si echarse a reír o enfadarse aún más. Sintió que se recochineaban de él al agradecerle el tiempo que había dedicado al juego y a Palas Atenea, pues habían podido comprobar en sus registros que, gracias a él, la inteligencia artificial había aprendido mucho.

Fran cerró el correo y miró la hora. Necesitaba una cerveza, o veinte. Era viernes, así que les dijo a sus compañeros que la primera ronda en la Cervecería Alemana, y quizá las siguientes dos, las pagaba él. No sabía si el resto le seguiría, pero él estaba seguro de que acabaría borracho, así que mejor no hacerlo solo.

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—¡Por las mujeres hechas de unos y ceros! —brindó Fran. Sus amigos, algunos de ellos informáticos, rieron y le corearon, entrechocaron sus jarras. La cerveza salpicó en la barra y en los taburetes altos en los que se habían sentado. Iban por la tercera ronda.

Fran estaba explicándoles lo que había averiguado sobre Atenea. Su voz cada vez era más fuerte y sonaba por encima de todas las demás. En ese momento, una chica que estaba sola, sentada en la barra, se acercó a él y le dio unos toquecitos tímidos en la espalda, tan leves que parecía que en realidad no quería que él los notara. Fran se giró y la vio de puntillas, con el pelo rubio enmarcando la cara y la piel dorada por el sol. Fran escudriñó su rostro. Estaba seguro de que la conocía, aunque en ese momento no sabía de qué.

—Perdona —dijo la chica, y carraspeó antes de seguir—, perdona que te moleste. ¿Eres Fran? ¿Eres tú el que llevas a Ranf el Gris en The Last Door?

Fran abrió los ojos como platos, miró las caras cómplices de sus amigos y se bajó del taburete para que ella no tuviera que mirar hacia arriba.

—Sí, soy yo. ¿Cómo sabes…?

—Soy Atenea.

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Hacía rato que había anochecido, y empezaba a hacer frío fuera del bar, pero dentro no podían hablar con tanto griterío. Fran, que había salido con tejanos y una camisa de algodón blanca, se arrepintió de haberse dejado la chaqueta en el coche. Ella llevaba un vestido negro, medias, zapato plano y una chaqueta marrón que parecía piel.

Echaron a caminar por una calle poco concurrida e iluminada únicamente por las farolas y la luz de algunos restaurantes. Salvo alguna moto que pasaba de vez en cuando por su lado, estaban solos.

—No lo entiendo. Entonces, ¿por qué me han dicho que Atenea es un bot? —preguntó Fran.

—Porque lo es. Es mi bot. Pero lo rompiste —dijo ella, y esbozó una sonrisa que hizo hormiguear la nuca de Fran.

—¿Yo? Pero si no he hecho nada.

Atenea, o Aura, como había dicho que se llamaba al salir del bar, caminó a su lado en silencio unos segundos.

—¿Recuerdas el primer día que hablaste con Atenea? Le diste un regalo.

—Sí, el colgante —dijo Fran.

—Resulta que había programado muchas casuísticas, pero no se me ocurrió que un jugador pudiera querer regalarle algo. Cuando el bot no sabe cómo actuar ante alguna situación con un jugador, me salta una alarma para que pueda tomar las riendas, analizarlo todo e incluirlo en el programa. Normalmente, cuando pasa algo así, suelo despedirme del jugador y desconectar a Atenea, pero… —dejó la frase colgada y acercó el hombro a Fran, pero inmediatamente volvió a separarse—. Me pareció un detalle tan bonito que quise agradecértelo. Y hablamos. Y el resto ya lo sabes.

—Vale. Entonces, entiendo que he estado jugando contigo, ¿no?

—Sí. Puse una alarma para que me avisara cuando aparecías y tomar el control de Atenea. Pero cuando había algún problema con el juego o con los servidores, como el día de la taberna mozárabe, y me tocaba estar de guardia, la dejaba en modo automático. Bueno, y en las batallas porque yo no soy tan buena jugando todavía.

Aura se paró y lo miró, mordiéndose nerviosamente el labio inferior. Parecía buscar la aprobación de Fran, que no sabía qué pensar. No esperaba que detrás de Atenea hubiera un chica tan menuda y tímida, aunque tampoco esperaba que fuera un bot.

—Lo que no entiendo es por qué no me lo dijiste —dijo él, derrotado.

—Me daba vergüenza. Mis compañeros me dieron la oportunidad de desarrollar ese proyecto, y me parecía poco profesional contarles que, por las noches, era yo quien jugaba contigo. Hoy, en la comida, me han contado que te iban a escribir y no podía dejarlo así. Ni tampoco decírtelo por escrito. Así que busqué nuestra última conversación, cuando tuve que irme, y encontré el nombre del bar.

Aura y Fran siguieron caminando, en silencio, hasta dar tres vueltas completas a la manzana. Fran aún estaba digiriendo todo lo que había pasado durante los últimos días. En el momento en el que había creído descubrir que la chica que le gustaba no existía, se había sentido vacío, aunque no había querido reconocerlo. Y ahora estaba ahí, a su lado, y toda la complicidad que habían tenido mientras jugaban estaba ahí, pero parecía congelada. Como esperando un gesto, un comentario, un contacto carnal que no aparecía porque no sabían cómo hacerlo llegar.

Cuando pararon frente a la puerta de la cervecería, Fran se sentía tan perdido como cuando aterrizó en el mundo de The last door. Se quedó de pie, frente a Aura, que lo miraba con los ojos muy abiertos. Pensar que detrás de Atenea estaba esa chica bajita, de sonrisa fácil y nerviosa, le parecía un descubrimiento asombroso. Esperanzador. Él le sonrió y se acercó a ella un paso. Ella respondió cogiéndole la mano y guiñándole un ojo antes de hablar.

—¿Puedo acompañarte en tus próximos pasos?

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen del videojuego Badland

El dulce aroma del chocolate caliente

A mi madre. Que siempre alienta mi imaginario.

 

Con quince años sabía todo lo que debía saber de la vida. Era una mujer. Mi madre ya no hacía nada por mí, yo era capaz de resolverlo todo. Desempeñaba mis tareas y nadie me decía cómo tenía qué hacerlas. Ordenaba mi habitación, iba sola a la escuela. La única concesión a mi independencia era el desayuno que mi madre me preparaba todas las mañanas. Desde la ducha podía oler el chocolate caliente. Cuando llegaba a la mesa, ya lo tenía servido junto a dos tostadas con mantequilla, huevos revueltos con jamón y una gran tajada de queso mozzarella.

Por las noches mi tarea más importante consistía en organizar el uniforme y la maleta con los textos y útiles de la escuela. Primero sacaba del armario la falda de cuadros rojos y azules. Cada vez que la observaba tendida sobre el sillón, pensaba en lo horrible que era. La camisa blanca almidonada siempre resplandecía y olía a limpio con un toque de flores. Cuando ya tenía el uniforme listo y la maleta empacada, llegaba el momento de pasar un largo rato frente al tocador y pensar en qué accesorios ponerme. Era la parte crítica de mi rutina. Una mujer siempre debía estar bien peinada.

Mamá no tenía ni idea de cómo era mi mundo. En realidad, ella no sabía nada de la vida. Todas las tardes, a mi regreso de la escuela, me esperaba con una limonada y un cupcake de chocolate, mi favorito. Y siempre me hacía las mismas preguntas: ¿cómo te fue?, ¿qué hicieron hoy?, ¿tienes mucha tarea? No sé por qué mejor no se ponía un letrero. Después de saborear sus manjares, llegaba el momento del encierro en mi habitación. Tiraba el uniforme en la cesta de la ropa sucia, me ponía los jeans rotos y la camiseta que tenía estampada la cara de Kurt Cobain y me desparramaba sobre la cama.

Los quehaceres de la escuela podían esperar, primero tenía que escribir lo más importante que me había pasado en el día. Y, antes de sacar el diario que guardaba debajo de la cama, miraba con sigilo a todos lados para no ser descubierta. Tomaba la llave que llevaba colgada al cuello con una cadena que me había hecho mi mejor amiga, y lo abría con la ansiedad que produce dejar al descubierto los pensamientos. Como en un ritual, leía lo último que estaba escrito y pensaba “estoy demente”. Después escribía la fecha. Los mejores acontecimientos del día empezaban a fluir como un torrente: Querido diario, hoy quedé frente a frente con Javier. Casi se me sale el corazón cuando sus ojos azules, gigantes, con esas pestañas largas se quedaron mirándome. Por primera vez, pude ver de cerca su piel bronceada y su cabello negro ondulado. ¡Es tan atractivo! Cuando me dijo “Hola”, sentí como si el mundo se hubiera detenido. Muy pronto nos haremos novios y seré la envidia de todas las niñas de la escuela. Como siempre, cuando estaba en la mejor parte, mamá hacía su aparición para interrumpirme.

–Amor, recuerda que hoy viene papá a recogerte para que vayas a pasar el fin de semana con él. Alista las cosas que te vas a llevar, que no va a tardar en pasar a recogerte.

–Sí, mamá, no tienes que repetírmelo cada ocho días.

Mi pelo se encrespaba solo de pensar que había perdido la inspiración y ya no podía escribir más de mi encuentro con Javier. Mamá era perfecta para dañar los momentos épicos, solo tenía que llamar a la puerta y todo lo bueno desaparecía. Me arruinaba la vida.

***

Me gustaría volver a oler el chocolate caliente de mi madre. Escuchar cómo rompía el silencio de la habitación con el golpeteo de sus nudillos. Llegar a casa, verla con la limonada y el cupcake de chocolate en sus manos, con aquella sonrisa que le atravesaba el rostro porque yo había llegado.

El tiempo es implacable. Ahora todo ha cambiado y yo soy la encargada de inundar la casa de olor a chocolate. Todos los días, a la misma hora, espero al pequeño ser que me encomendó la vida, con un abrazo preparado, limonada y un cupcake de vainilla servido sobre la mesa. En ese instante, cuando la abrazo y aprieto mis labios contra su rostro, doy gracias porque ha regresado a casa. Entonces puedo vislumbrar en sus ojos ese: “mamá siempre tan dramática”.

Ahora, igual que mi madre cuando yo era pequeña, tengo el papel de espectadora. Desde una esquina, observo cómo lo más importante de mi vida entra en su habitación a contarle a unas cuantas hojas lo que pasó en su día. Mamá sabía más que yo a mis quince años, lo sabía todo. Hacia todo por mí como ahora yo lo hago por Sofía. En ese instante fugaz, cuando la puerta se cierra, lo entiendo.

Mónica Solano

Imagen de Skeeze

Delirios de un amante imaginario

Soy un montón de líneas dibujadas en un pedazo de papel pegado a la pared. Tengo una supuesta vida entre los límites de una hoja vieja y desgastada. No decido aún si odiar a mi creador o amarlo. Es una decisión difícil que no puedo tomar a la ligera.

Ahí está ella. Encima de la repisa, tan callada, mirando fijamente a cualquier parte. Sus alas color rosa y el vestido ajustado me hacen alucinar. La envidio. Codicio su libertad, su gracia, su color de piel. Yo solo estoy aquí, encerrado en un mundo en blanco y negro. ¿Por qué soy un topo? Mi creador pudo haber dibujado un caballero de brillante armadura, un león, un castillo. Pero no, tenía que ser un maldito topo. Un animal subterráneo, con ojos diminutos cubiertos de piel, pequeñas patas, grandes uñas y un apetito insaciable. ¿Cómo puede alguien darle vida a un ser con semejantes características?

Revoloteando en mi cárcel de cuatro paredes, desespero por conocer el mundo más allá del papel, por mirar fijamente a mi amada y confesarle mi devoción. Escaparnos juntos de esta habitación de recuerdos inútiles y esperanzas perdidas. Soy un ser nacido en cautiverio, ¿cómo puede ser eso posible?

Quiero llamar su atención ¡Está tan lejos! Mis sonidos insignificantes son un eco en la habitación. Necesito que escuche mi voz para que pueda verme. Pero ¿cómo es posible ver el alma cuando los ojos se confunden con la piel? Creerá que estoy ciego, que soy nada. Eso soy: nada. Clay, el topo, atrapado por su creador desde el primer momento que lo concibió como su obra maestra. Un ser imaginario. Eso no es verdad, soy tan real que duele.

Heme aquí en el cuadro de honor, pegado como un recuerdo más. Confundido con la decoración, solitario, perdidamente enamorado de lo imposible, cautivo en múltiples deseos. Creado por un demente que destruye todo lo que su imaginación puede construir. Nadie sabe que vivo en este pedazo de papel inerte. No pueden imaginar que estoy aquí, ansiando salir por ella, deseando tocar una realidad diferente a la que soporto día tras día.

Todo en esta habitación es inútil. Si consiguiera ser algo más que un topo, saldría de mi cárcel y llegaría hasta ella para declararle mi absoluta devoción a todo lo que representa. ¿Qué puedo hacer? En el dilema de la existencia está mi escapatoria.

Ahí está él, dibujando de nuevo. Parece que solo yo seguiré sobreviviendo a sus incontrolables ataques de odio a su talento. Tengo que hacer que la traiga hacia mí, tan cerca que pueda tocarla. Ahora me mira. Es el momento de enviar una señal. Soy un dibujo, pero también soy un topo; puedo cavar muy profundo, llegar hasta su conciencia y sembrar una idea. “Mírame, Aidan. Mira fijamente a tu creación. Libérame de este castigo”. No ha funcionado. Solo soy una serie de puntos sin sentido. Quizá, ni siquiera soy un topo. Estoy alucinando, todo es producto de la imaginación de alguien más que juega conmigo, que quiere darme vida sin tener el poder. No existo, nada de esto existe. Soy un ente viviendo en un pedazo de papel, atrapado en el ataque repentino de locura de un desconocido. Seducido por el hada de la repisa.

Ahí estás, como todos los días a la misma hora. Caminando de lado a lado en tu cárcel de papel. Desearía estar contigo. Descubrir qué te inquieta. Todo es tan solitario en la repisa, tan inerte. Solo tú y yo tenemos vida en esta habitación denigrante. Somos tan iguales y a la vez tan distintos, compartiendo la insensatez de nuestro creador. Obras de arte exhibidas para el regocijo de un maniaco. ¿Cómo podríamos cambiar lo que somos? Resulta inútil pensarlo. Nada puede cambiar cuando eres una marioneta que tantos mueven a su antojo. Ninguno conoce lo que anhelas, quién eres, a qué estarías dispuesto. Solo juegan contigo.

Cuando eres un objeto inanimado todo pierde importancia. El tiempo es lento, veloz e impredecible. El polvo deja marcas imborrables. El encierro, delirios incontenibles. Los pensamientos vuelan sobre tu cabeza, ninguno parece tener sentido. Te envidio, Clay. Estás en el cuadro de honor, todos te admiran y respetan. Codicio tus pequeños ojos que difícilmente ven la crueldad del encierro al que estamos sometidos, tu piel peluda que te protege del frío implacable que inunda la habitación, tus largas uñas con las que podrías viajar a cualquier parte… No entiendo por qué aun no lo haces. Desearía estar a tu lado, declararte mi admiración insana y escaparme contigo. Estoy delirando. Solo somos objetos perdidos en una habitación, rodeados de recuerdos inservibles. El chiste de alguien sin corazón que nos dio vida para hacer menos miserable la suya.

Ahí está Aidan, dibujando de nuevo. Otro intento más que terminará en la basura. Solo Clay, el topo, sobrevive a sus incesantes ataques perfeccionistas. Ahora me mira. Soy un hada de madera, no importa el material, lo que soy es lo que me define. Quizá, podría desear que nos dibuje juntos. Es una tontería ¿o no? Llevo años en esta repisa, solitaria, esperando el momento para habitar un pedazo de papel, junto a él. Este puede ser el instante perfecto.

Mónica Solano

Ilustración. www.instagram.com/spacomacaco