No sé cuándo empecé a quedarme en silencio cada vez que me dices te amo.
Sonrío y te abrazo como si fuéramos hermanos, pero de mi boca no sale nada, ni una frase, ni una palabra.
Te amo. Es posible. No lo sé. Creo que amo nuestro pasado. En nuestro presente juntos no sé qué somos, si una pareja que se enamoró demasiado joven o dos personas que perdieron el rumbo y ahora son dos desconocidos.
Sé que esta no es la forma de iniciar una carta. Lo siento, pero llevo meses, años con este sentimiento atascado en la garganta. Con la sensación de que si no te lo digo me voy a ahogar en mis propias mentiras y mi vida se desvanecerá como algunos de los recuerdos de nuestra infancia.
Intento recordar cuándo fue la última vez que te escribí una carta. Quizás fue hace poco o hace mucho, no lo sé, pero sí puedo recordar tu rostro cuando teníamos diez años y estábamos en la escuela. Te sentabas en la parte de atrás, en la última fila, en el pupitre que daba justo al lado del ventanal. Cada que me giraba para mirarte estabas ahí con los ojos clavados en el paisaje más allá de la ventana. Recuerdo que estaba obsesionaba con los pensamientos que rondaban por tu cabeza. Mis primeros relatos fueron el fruto de esa obsesión. En esa época de nuestras vidas, aunque sabías que existía, porque era tu compañera de clase, no formaba parte de tu mundo. No fue hasta la salida pedagógica en el parque del café, cuando ya teníamos quince años. Ese día me miraste por primera vez. Se me eriza la piel cuando cierro los ojos y te veo en mis recuerdos con la camisa del colegio ligeramente desabotonada y el cabello negro azulado agitándose con el viento. Desde los diez años estaba enamorada de ti, pero fue solo hasta ese momento que descubrí que mi corazón era tuyo.
Ese año nos hicimos novios y me convertí en tu chica.
Eras el niño más popular de la clase y de la escuela. Todas querían salir contigo, pero tú me escogiste a mí. De cierta forma me sentía bendecida y afortunada. Pero, bueno, era una adolescente, ¿qué más podía sentir?
El paso por la universidad no pudo separarnos. Tuvimos muchas peleas, nos distanciábamos por semanas, pero siempre volvíamos. Yo solía pensar que nuestro amor era fuerte y real y que nada podría cambiarlo.
Estaba equivocada. Muy equivocada.
Un día, a pocos meses de graduarnos de Derecho me pediste que nos casáramos. Mientras escribo esta carta, pienso en que jamás debimos estudiar lo mismo. Yo quería escribir, soñaba con ser escritora, pero tú me convenciste de estudiar Derecho porque la escritura no me serviría para tener una vida de lujos y socialmente activa. Pero yo nunca quise esa vida. Odio tener que vivir así desde hace años.
Volviendo con nuestra historia, ese día estábamos invitados a la finca de Paco y organizaste todo para pedírmelo frente a tus mejores amigos. Cuando pronunciaste las palabras yo me lancé a tus brazos y dije que sí entre lágrimas, sin saber que ese era el principio del fin de nuestro cuento de hadas.
Nos casamos un 15 de septiembre. Escogimos el mes del amor y la amistad porque estábamos convencidos de que nuestro amor sería eterno y cada aniversario celebraríamos como recién casados nuestra unión perfecta y singular.
Vernos los fines de semana y de vez en cuando dormir juntos en tu habitación era perfecto, pero vernos todos los días y compartir el mismo espacio todo el tiempo fue algo muy diferente a lo que me imaginé. Creo que había visto muchas películas románticas y tenía expectativas demasiado altas, porque la vida, nuestra vida después del matrimonio, nunca fue así.
Pasaron los años y el tiempo nos cambió. No puedes decirme que no, que aún eres el mismo chico del que me enamoré en la escuela, porque es el curso natural de las cosas. Crecemos y evolucionamos o involucionamos, sinceramente no lo sé. El punto es que cambiamos por las circunstancias, por el entorno, por ley. Y como tenía que suceder dejamos de ser las personas que éramos antes de casarnos.
Sin darnos cuenta, una brecha empezó a crecer entre nosotros. Las noches de comernos a besos disminuyeron día tras día, las conversaciones en el comedor bajo el calor de un café humeante se volvieron recuerdos lejanos. Y las discusiones, esas sí, crecieron como la maleza de nuestro jardín.
Pasábamos tanto tiempo juntos, que no tuvimos la oportunidad de extrañarnos y nos fundimos con los demás enseres de la casa y de la oficina. Los te amo y los abrazos de despedida se volvieron automáticos, como parte de un protocolo bien estudiado para mantener nuestra relación a flote.
No puedo y no quiero seguir fingiendo que todo es perfecto cuando mi corazón me grita que me estoy marchitando entre estas paredes, que la vida me toma ventaja mientras la miro pasar deprisa sentada en este escritorio.
Esta no es una carta de reconciliación por nuestra pelea de esta mañana, ni una carta de súplica para que esta relación retome el curso que tenía cuando éramos novios adolescentes. Es una carta de despedida.
¡Ya recuerdo cuándo fue la última vez que te escribí! También fue la primera y la única. Fue después de nuestro primer beso. Te escribí un poema, me besaste por segunda vez y lo dejaste olvidado en una banca del patio de la escuela. Ese día dejé de escribir y mis sueños se fusionaron con los tuyos.
No podrás cambiar mi decisión. Esta mañana, cuando saliste de casa empaqué mis cosas y ahora están en el auto. Toda mi vida contigo está en una maleta. No hay marcha atrás. Prefiero vivir con el recuerdo de lo que fuimos en algún momento de nuestras vidas a seguir pretendiendo que puedo vivir en esta rutina, que puedo vivir en la miseria que llevamos construyendo desde que nos casamos y decidimos que el título de señor y señora podría con todo.
Te quiero mantener vivo en mi memoria, como el niño de ojos azules que miraba por la ventana mientras la maestra explicaba las multiplicaciones con fracciones. Quiero rescatar a la escritora que duerme en mi interior y quiero dejar atrás el vacío con el que me despierto todas las mañanas, aunque estés a mi lado.
Te deseo una mejor vida sin mí.
Con amor, Amalia.
Mónica Solano
Imagen de Mohamed Hassan
Nunca una despedida se escribió con tanta claridad y con tanta ternura a la vez. Un ejercicio precioso, Mónica. Muchos besos.
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