De Las fragolinas de mis ayeres
Ya llevaba una semana vendiendo carbón en el Monte de la Carbonera mientras tú estabas de pastor en la Cruz del Pinarón. Esa noche se nos hizo muy tarde y cuando volvimos se me apoderó el cansancio. Menos mal que por la mañana me levanté antes de que saliera el sol y me dejé preparada la cena de los criados, que se la llevaron a sus casas en las alforjas. Como tú estabas de pastor y no pensabas volver en una quincena, eché la tranca y me metí en la cama, sin desnudarme.
Aún no llevaba cuatro horas en la cama cuando oí los gritos de Francisco, un vecino que compartía contigo la paridera de ganado.
—Teodora, abre de una puta vez o echamos la puerta abajo.
—Ya voy, ya voy. —Mientras quitaba la tranca—. ¿A qué vienen esos modales?
—Abre y no te alargues. Mira que te traemos a tu marido en parihuelas. Que al poco de cenar le ha dado un torzón.
—¡Ay, mi Resti, podrías haber esperado un poco más! Ya sabes que estos días tengo mucho trajín con el carbón y no puedo con mi alma.
—Tú no podrás con tu alma, pero nosotros nos acabábamos de dormir y casi no nos hemos dado cuenta —dijo Francisco—. Gracias a que los perros han echado a ladrar.
Los cuatro pastores que te trajeron te dejaron encima de la cama, que estaba hecha un revoltijo. Yo, sin saber qué hacer, daba vueltas alrededor. De vez en cuando te estiraba las sábanas y te decía sin parar: “¡Estoy muy harta, Restituto! Cada semana me tienes que dar un soponcio. Ahora a ver qué mosca te ha picado ahora”. Los pastores se quedaron como pasmarotes contra la pared y, en estas, llegó el médico, al que habían mandado aviso antes de llegar a nuestra casa. Don Amancio te puso la oreja en el pecho y después te hizo ventosas con un vaso.
—Bueno, parece que no va a ser nada grave. Ahora necesita estar tranquilo. Poco a poco irá recuperando el pulso. —Se volvió hacia mí—. Teodora, antes de mediodía vendré a darme una vuelta y, si no ha vuelto en sí, le haré unos cortes y le pondré unas sanguijuelas. A ver si consigo que le baje la sangre de la cabeza.
Los despedí a todos y mientras te arreglaba la cama no paré de rezongar.
—Es que te tenía que pasar… Mira que te lo había advertido un montón de veces. Y tú a la tuya… Si protesta Teodora, ya se le pasará. Pero esta vez has ido muy lejos y este susto no te lo perdonaré en la vida.
Como había hecho don Amancio, coloque la oreja en tu pecho, pero no te oía los latidos del corazón. Entonces me entraron los sudores.
—Oye, ¿no la irás a palmar ahora?
Me asomé a la ventana a que me diera el aire.
—Que no, que no… que no tienes remedio. Seguro que anoche despellejaste alguna cabra. De esas que dices que se te caen por los peñascos, y te diste un atracón. Que eres el pastor más tonto que conozco. Cada día tenemos menos cabras.
Me volví y me pareció que estabas mirando al techo.
—No, no pongas los ojos en blanco, no te hagas el moca muerta. Que nos conocemos bien y aún tiene que nacer un hombre con menos… que tú. ¡Eso! A los de casa Vilantona os parece que podéis con todo. Pero tú no puedes con nada. Siempre te tengo que sacar las castañas del fuego.
Te dejé solo y bajé a la cuadra a hacer mis necesidades. No sé si con tantos refajos o con el calor de los animales, sentí que me ahogaban los sofocos. No podía seguir callando más. Pero, ¿a quién le podría contar todo lo nuestro? Pues solo a ti. Y ya que había empezado me ibas a oír hasta el final.
—Ya sé que todos hablan mal de mí y también sé que tú te lo has creído. ¿O es que crees que no me entero de las habladurías? Unos dicen que me tiro a los maquis, otros que a la guardia civil y otros a que a los carboneros. Que no le hago asco a nada. ¡Pues sí! Entérate de una vez. Que buena honra a mis carnes, que con tu cachaza comeríamos ruejos del Arba.
En ese momento cerraste un poco los ojos y yo aproveché para arremeter con más fuerza.
—Ahora no te hagas ni el enfermo ni aparentes lo que no eres. Parece que estás con un pie en el más allá, pero no, a mí no me la pegas más. Sé que aún te quedan muchos redaños.
Entonces de una tirada me salió lo que se me clavaba en el pecho desde hacía tantos años. Te dije que la noche de bodas ya noté que llegabas fresco y con poca pasión. Que me había costado mucho saber qué te pasaba hasta que indagué lo de la Cabrera. Una moza del pueblo de al lado que se había hecho con el mayor rebaño de cabras de la redolada. Hasta en la panadería comentaban que los hombres de estos pueblos estabais como posesos. Y yo sin caer en la cuenta. ¡Tonta de mí! Me miraba mis carnes prietas y no entendía que no te atrajeran. De repente entendí por qué nos desaparecían tantas cabras. ¡No me podía creer que tú también le pagaras con cabras!
Entonces me decidí. Aún podía disfrutar de mi cuerpo y sacar un buen jornal. Si ella había conseguido un buen rebaño, yo iba a conseguir una de las mejores haciendas. Y como era tiempo de los maquis, me saqué mis buenos duros amadeos de plata, esos que circularon en la II República y que luego ya no valían. Pero a mí, en una casa de empeños, me pagaron un buen dineral a peso. Tú veías cómo aumentaban las arcas y callabas.
¿O es que te creías que sacaba tanto dinero del carbón? Pues ya ves, todo fue gracias a que contentaba a todos. Los carboneros solo trabajaban por una muda limpia al mes, por unos panes y por mis favores. Y tú mirando para otro lado.
Pues que sepas que ahora que voy entrando en años ya no puedo más. Que nuestra hija que en paz descanse llevaba nuestro apellido, pero ni yo sabría decir quién era su padre.
En esas estábamos cuando oí al médico que subía las escaleras. Me pidió un barreño de sangrar. Te puso unas cuantas sanguijuelas en el cuello y echó otras en el bacín. A continuación te hizo una incisión en el cuello.
A medida que se iban engordando los bichos y caía sangre al lebrillo, comenzaste a removerte. En ese momento me dijo el médico: “Ten paciencia, Teodora, volveré dentro de un rato. Tú marido va a salir de esta”.
Eso ya no lo pude soportar. Habría preferido que te hubieran traído muerto. “Sí, tu marido saldrá de esta”. Pero se calló que te había dado un paralís y que yo tendría que cargar con un tullido que se había pasado la vida dando placer a otras mujeres.
Recordé lo que decía mi abuela que en paz descanse: “No hay remedio más aparente que un par de sanguijuelas para calmar los golpes de sangre que traen al paralís”.
Cogí la navaja ensangrentada que se había dejado preparada al lado de la bacinilla y, con cuidado, hice la incisión más profunda. Inmediatamente vi que me había pasado. Salía la sangre a borbotones y no había bastantes sangoneras para chuparla toda. Entonces me puse a rezar: “Señor, haz que don Amancio se retrase”. Fui apartando los bichos que había de reserva en el barreño y eché la sangre en un pozal. Bajé a la cuadra y la tire en el fiemo, entre las patas de la caballerías.
Cuando llegó el médico las sanguijuelas se habían reventado y tú estabas extasiado, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Yo me tapaba la cara con las manos y bisbiseaba el Yo pecador.
Carmen Romeo Pemán
Duro e impactante, pero un gusto como siempre leer tu relato, Carmen Es una maravilla cómo recreas el ambiente y los personajes que son tan creíbles que parecen haber existido.
Gracias. Un abrazo
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Gracias, Elvira, amiga y fiel lectora. Tus comentarios son un soplo fuerte para mis ánimos. Un abrazo.
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