Siempre saludaba

Empiezo este reportaje hablando con Oliver en su pequeño estudio del barrio barcelonés de Gracia. El piso que compartía la pareja está lleno de fotos. En el lienzo de la pared en la que se apoya el sofá, nos recibe una Claudia a tamaño real. Los hombros sin cubrir y la cama deshecha insinúan su completa desnudez. Mira sonriente a la cámara mientras sujeta una rosa.

—Es de nuestro último aniversario —dice Oliver. Calla emocionado.

Claudia M. S. fue hallada sin vida el pasado diez de junio en este mismo apartamento. Apenas hacía una semana que había perdido a su madre por una larga enfermedad. Las primeras investigaciones apuntaron a un suicidio.

—Desde el primer momento le dije a la policía que se equivocaba —recuerda—. Por supuesto que estaba triste por la muerte de Georgina. ¡Era su madre! Pero lo teníamos asumido. Llevaba tanto tiempo luchando que casi fue un alivio que dejara de sufrir. Además, teníamos planes. Habíamos encontrado trabajo en Londres y nos íbamos en septiembre. A Claudia le ilusionaba dejar atrás Barcelona y empezar una nueva vida. No tenía sentido que se suicidara, y así se lo dije a los Mossos.

La primera autopsia reveló que Claudia había sufrido una sobredosis de amitriptilina, el componente de un antidepresivo con abundantes efectos secundarios que solo se dan en casos puntuales. La primera labor de los Mossos d’Esquadra fue averiguar de dónde lo había sacado. El Institut Català de Salut, que registra las recetas de este tipo de fármacos, confirmó que Blanca, la hermana de Claudia, tenía acceso a ellos. Nos reunimos con ella en los días posteriores a la muerte de su hermana.

—Me dijo que no podía dormir, que lo de mamá la estaba torturando —confesó Blanca sin parar de retorcerse las manos—. Ya le advertí que eran muy fuertes, que no debía pasarse con la dosis. Pero no me escuchó. Nunca lo hizo. Ella siempre llevó su vida como quiso, ¿sabe?

A la pregunta de por qué creía que Claudia no le había contado nada sobre su depresión a Oliver, su pareja, Blanca me contestó:

—Mi hermana siempre fue así —meneó la mano para acompañar sus palabras, como si con eso solo ya dejara claro a lo que se refería. Ante mi cara de estupefacción, continuó—. Siempre se había hecho la fuerte y le costaba mucho abrirse a los demás, incluso a él. Me lo contó a mí porque sabía que yo llevaba tiempo en tratamiento por depresión y la podía ayudar.

La policía tenía ya las pruebas necesarias para cerrar el caso pero la obstinación de Oliver no lo permitió. Él mismo encargó y pagó por una segunda opinión. Así fue como Ángela Martín, la jefa forense del Hospital Vall d’Ebron, puso en duda la primera autopsia: algunas de las nuevas pruebas podrían contradecir el suicidio.

—En el primer examen forense se hizo un análisis de sangre que confirmó la sobredosis. En ningún momento se revisó el contenido del estómago —nos cuenta la doctora Martín por teléfono—. Si lo hubieran hecho, habrían descubierto trazas de comida y medicamento, demostrando que la víctima los había consumido juntos. Por el estado de la digestión parece que la ingesta había sido a la hora de la comida, horas antes del fallecimiento.

La doctora Martín envió sin demora su informe al juzgado y a la comisaría encargada del caso. La policía sabía por la agenda de Claudia que aquel día había comido en casa de su hermana. ¿Había, pues, tomado el medicamento en casa de Blanca o había sido su hermana quien se lo había suministrado? Era imposible saberlo, así que solo les quedaba ponerla bajo vigilancia. Pero casi no hizo falta: empezó a mostrarse ansiosa por enterrar a su hermana y, según fuentes policiales, ella misma acudía cada mañana a la comisaría de Vallcarca para averiguar cuándo podría hacerlo. Llegó incluso a amenazar a un secretario que no quiso dejarla pasar al despacho del comisario Antúnez.

—Algo no iba bien —nos contó el Comisario—. Sabíamos que la mujer estaba supuestamente desequilibrada pero esa angustia por enterrar a su hermana no era normal. Le pedimos permiso a Oliver para hacer un paripé. Necesitábamos saber si el entierro tenía algo que ver con la muerte de Claudia.

Oliver accedió a un plan propio de película de Hollywood.  Lo planearon todo para enterrar una caja vacía bajo la atenta mirada del comisario y hombres y mujeres infiltrados como supuestos amigos de la pareja.

—Nunca en mis treinta años de profesión me había encontrado con algo así —nos relata el Comisario Antúnez—. Blanca apareció en el entierro como una viuda negra. Llevaba un vestido negro escotadísimo, tacones de aguja, los labios pintados de rojo. Parecía que fuera a una cita en vez de a un sepelio. Por si eso fuera poco, su actitud nos impactó. Despachaba con una palabra, si no con un gesto desdeñoso, a las personas que se le acercaban a darle el pésame y se movía de un lado a otro sin parar de mirar aquí y allá. Como si estuviera buscando o esperando a alguien.

»No se inmutó cuando los operarios introdujeron el ataúd en el nicho, aunque este estaba junto al que contenía los restos mortales de su madre desde hacía unas semanas—continuó Antúnez—. Ni siquiera miraba: ella seguía buscando por entre las hileras de tumbas del cementerio y siguió haciéndolo hasta que solo quedamos ella, Oliver y yo. Y se derrumbó. Acabó tirada en el suelo, llorando desconsolada. Cuando nos la llevamos a comisaría solo tuvimos que presionarla un poco para que nos lo confesara todo.

Blanca ya está en Wad-ras, el penal de mujeres, a la espera de juicio. Mientras tanto, Oliver me muestra fotografías de Claudia con su hermana. No quiere volver a ver la cara de su cuñada pero le duele perder las imágenes de su pareja.

—Blanca le explicó a la policía que en el entierro de su madre conoció a un hombre —me dice cabizbajo—. Intentó dar con él de nuevo pero solo sabía su nombre y no lo consiguió. Se obsesionó. Quería, necesitaba estar con él. Llegó a la conclusión de que, si había ido al entierro de su madre, iría también al de otro miembro de la familia.

—Y la única familia que le quedaba era Claudia.

—Sí. No podía esperar a que su hermana muriera de forma natural así que decidió acelerar las cosas. La invitó a comer, mezcló sus antidepresivos con la comida que le sirvió, y la mató.

Oigo salir el aire lentamente por la nariz de Oliver. Parece que esté contando hasta diez antes de continuar.

—Mató a su hermana para volver a ver a aquel desconocido.

Dejo a Oliver mirando las fotografías de Claudia. Antes de despedirnos, me confiesa que no cree que pueda recuperarse de un golpe como este. Yo tampoco creo que Barcelona olvide fácilmente este asesinato. Y, mientras tanto, en el barrio de Blanca siguen sin podérselo creer. Sus vecinos mantienen que era una chica cariñosa, educada. Normal. Y que siempre saludaba.

Carla Campos

@SoyCarlaC

tumblr_inline_nlrm2cmZco1scgxmd_250-2

Imagen de Roman Kraft en Unsplash

Internet y el movimiento pendular

A Guadalupe López Melguizo, por inspirarme este artículo

Hoy es un sábado como cualquier otro. Ni siquiera he pensado qué voy a escribir para Mocade, pero tengo tiempo hasta que me toque el turno. Abro el ordenador para ver los comentarios recientes. Hay dos personas que han dejado su opinión sobre mi último relato. Una, Carmen, mi Carmen Romeo, cariñosa como siempre, con esa fuerza que me da cada una de sus palabras. Y la otra es alguien a quien ni siquiera conozco físicamente y que me dice que le he recordado nada más y nada menos que a Truman Capote. Se me ponen los vellos de punta al leer lo que me dicen las dos. Y eso que en Marbella la temperatura es todavía perfecta, aunque estemos en septiembre. Lleno a fondo mis pulmones y suelto un híbrido entre suspiro y bufido para dar salida a la emoción. Y al empezar a contestarle a Guadalupe, me doy cuenta de que mi respuesta iba a sobrepasar, con mucho, los límites de una respuesta normal. Pienso que da para un artículo, y así se lo hago saber. Y, para no faltar a mi palabra, minimizo todo y abro una hoja en blanco.

Está claro que cambié de idea sobre el contenido de mi artículo, porque estoy escribiendo esto. Sigue siendo, y no sigue siendo, un sábado como cualquier otro. Algo ha cambiado en mi día de hoy, y tiene relación con eso de Internet y con el movimiento pendular sobre el que voy a escribir.

Cuando era niña no existían las modernas redes sociales. Mejor dicho, existían, pero eran de otra clase y no se llamaban así. Eran redes integradas por los niños de mi calle, en la casa del pueblo; por las cartas a mis amigas, cuando me fui a vivir a otra ciudad; por la Coral Universitaria, que me hizo conocer a personas por toda la geografía española cuando íbamos a dar conciertos. Esas eran las redes de entonces. Hoy, muchas de ellas están llenas de agujeros porque los pececillos que pululábamos en esas aguas nos hemos convertido en peces voladores y, en la actualidad, navegamos por espacios virtuales.

Tardé en subirme a este moderno carro de Ícaro, aunque sinceramente no sabría explicar los motivos. Tal vez una especie de pereza disfrazada de desdén por unas herramientas facilonas. ¡Cómo comparar la rapidez de una conversación de whatsapp con la redacción de una carta cuya respuesta se demoraba varios días! O, quizá, tenga un poco de miedo escénico a hacer el ridículo en medio de una generación que llega ya con el pulgar adaptado a velocidades de escritura en el móvil que mis ojos son incapaces de seguir. Pero al final acabe subiendo.

El movimiento pendular

Hasta hoy no se me había ocurrido reflexionar sobre eso. Y, al dedicarle unos minutos al comentario de una lectora de nuestro blog, he formulado una teoría personal sobre Internet y el movimiento pendular. En este momento estoy sonriendo. Es la primera vez que el título me viene a la mente del tirón, y creo que he dado en el clavo.

Los avances tecnológicos han cambiado la comunicación y las relaciones en muy poco tiempo. Y cada uno de nosotros debería plantearse en qué punto de la trayectoria del péndulo está o quiere estar. Para explicarlo, mencionaré los puntos extremos y opuestos recurriendo a unos clichés tópicos.

Un extremo: el hacker/experto

En una punta tendríamos a uno de los personajes que describe Stieg Larsson en los libros de la serie Millennium, y no me refiero a Lisbeth Salander, sino a su amigo hacker, Plague, que vive enclaustrado en su casa siendo a la vez amo y esclavo del mundo virtual por sus habilidades informáticas. Y no es que haya que ser un genio para encajar en ese perfil. Cualquiera puede empezar a husmear por Facebook, por blogs, o por Internet, y un enlace lo lleva a otro, y este a otro más interesante que a su vez abre varias puertas más. Y cuando se mira el reloj resulta que se ha pasado horas en un moderno tablero de juego de la oca, saltando de casilla en casilla, y con la meta cada vez más lejos. Todo ello con la sensación de que tenerlo todo controlado o engañándose al pensar que está haciendo autoformación gratis, on-line, y sin moverse de casa.

Sé que es un ejemplo extremo. ¿Seguro? A lo mejor a alguien ni siquiera se lo parece. Si es así, le aconsejaría con todo mi cariño que hiciera una pequeña pausa para reflexionar sobre si realmente está donde quiere estar. Porque el problema de algunas personas enganchadas a Internet no es tanto su capacidad para que esa navegación sea un trabajo fructífero, como el peligro de estar yendo de un lado a otro sin conseguir rentabilizar el tiempo, que pasa a ser entonces algo muerto y perdido.

El otro extremo: el neófito/perdido/nuevo

El otro extremo es aquel al que cada vez se aferran menos personas. Allí están los que forman parte de una especie en peligro de extinción: los que no quieren o no pueden seguir el paso de carrera olímpica que marcan los tiempos en que vivimos. Los que cierran los ojos a las maravillas y/o a los peligros de estas herramientas de reciente aparición, llámese Facebook, Twitter, o como se quiera. Cada vez, como digo, son menos. Personas que, por lo que sea, por vivir en lo más hondo de África donde ni llega la cobertura, o porque no tuvieron ni siquiera la oportunidad de aprender a leer, no han podido elegir entre tener o no tener internet. O, tal vez, algunos abuelitos a los que les viene grande, y digo “algunos” porque mi madre, a punto de cumplir 90 años, se maneja con el whatsapp y es capaz de ver fotos en su Tablet.

El punto intermedio

Quiero terminar hablando del punto medio donde creo que me encuentro hoy. Al principio, como en todo descubrimiento de algo novedoso, me dejé llevar por el subidón y me faltaban horas para visitar los miles de blogs de escritura que me llamaban con sus cantos de sirena. Y tampoco me arrepiento mucho, que es mejor eso que soñar con los caramelos del Candy Crush, por ejemplo. Lo bueno es que me di cuenta, y conseguí aprender a gestionar mi tiempo.

Hasta hoy, la mejor experiencia con Internet la tuve en Letras desde Mocade, cuando me encontré en carne y hueso con Carmen, Carla y Mónica hace algo más de un año. Nos vimos, nos tocamos, nos abrazamos, hablamos en persona, y empezamos a gestar este blog. En ese encuentro arraigó una amistad mucho más sólida que si nuestro conocimiento hubiera seguido siendo solo virtual. Y hoy he tenido una sensación parecida al leer el comentario de Guadalupe. Porque no nos conocemos en persona, pero sus palabras me han tocado la misma fibra que las de Carmen.

Por eso relacioné en este artículo a Internet con un péndulo. Porque, según se utilice, Internet puede ser una herramienta que facilite la comunicación o el aislamiento. Sigo navegando con bastante prevención por sus aguas. En algunos escritos suelo decir medio en serio medio en broma que yo, más que navegar, lo que hago es mojar los pies en la orilla y, aun así, a veces acabo atragantándome con buches de agua salada. Soy muy prudente a la hora de aceptar peticiones de amistad en Facebook, y aprovecho aquí para pedir disculpas. Pero a pesar de lo mucho que me gusta hablar y escribir, fijo mis propias normas y acepto las peticiones de quienes conozco personalmente, o las que me llegan, digámoslo así, “recomendadas”, como en el caso de Guadalupe, a la que conocí porque un amigo común me dijo que me iba a pedir amistad una chica muy maja, con la que tengo algo en común, etc. etc. Seguro que Guadalupe ahora se va a partir de la risa. Y no digamos nuestro común amigo, Hugo, autor de nuestro conocimiento virtual.

Ojalá siempre la persona esté por encima de la tecnología. Que Internet esté a nuestro servicio, y no al revés. Que tengamos el valor de cerrar la puerta a sus aspectos negativos, la determinación de aprovechar lo positivo, y la sabiduría para discernir la diferencia.

Y, como decían en los dibujitos animados de una serie de cuando yo era pequeña…

¡Eso es todo, amigos!

Adela Castañón

Imágenes: Unsplash, Giphy

Cuando los recuerdos te desgarran por dentro

A los músicos que guardan en sus notas los momentos más memorables de mi vida.

 

Los recuerdos navegan por mis venas. Como exploradores perdidos se deslizan por mi cuerpo y recorren cada parte del sistema circulatorio. Se me acelera el corazón. Cada latido es un rugido que me desgarra por dentro. Estoy rodeada de personas que cantan efusivas y se deshacen en ovaciones. El eco de las voces de miles de fanáticos me envuelve. Cierro los ojos y puedo verme ahí, de rodillas en el viejo rincón, donde el tiempo no tiene principio ni fin. Pensé que jamás volvería a ese lugar donde las emociones te atacan y te dejan indefenso.

Inhalo una bocanada de humo y me dejo llevar por el sonido agudo de las guitarras. La música de mi juventud me golpea en lo más profundo de mi ser. Los recuerdos siguen viajando por mi piel, danzan inquietos y se arremolinan en mi oído. Me susurran desdichas. Quieren que los deje ir, pero no tengo el valor para ver cómo se alejan de mi vida.

El sudor se me escurre por las manos mientras se forma un nudo alrededor de la garganta y las lágrimas que se amontonan en mis ojos me nublan la visión. Estoy al borde de un colapso, de caer desmayada encima de las personas que gritan y aplauden con frenesí.

Unos brazos me sujetan con fuerza. En ese instante perfecto me siento protegida. Seco mis lágrimas mientras sumerjo el rostro en una chaqueta de jean desgastada. El estallido de emociones contrariadas ha cesado en mi interior. Los latidos han disminuido su ímpetu.

Aún abrazada a mi novio, miro al escenario por encima de su hombro y ahí está él, de pie, imponente, comiéndose el mundo. Luce fantástico con sus pantalones de cuero, la camisa de jean ajustada al cuerpo y la guitarra que reposa sobre su cintura.

Con una reverencia agita su cabello ensortijado ante el público que sigue gritando enloquecido. En ese instante, nuestras miradas se encuentran y con una sonrisa sincera me devuelve a la Tierra.

 Mónica Solano

Imagen de Matteo Zambrano

¿Y si la historia hubiera sido otra?

La cara del conductor me resultaba familiar. Todavía no sé muy bien por qué detuvo su coche. Quizá me vio como un autoestopista necesitado e inofensivo. Viajaba solo, sin rumbo definido, con un macuto que se caía de viejo y una pequeña mochila de mano. Cuando algún vehículo se detenía para preguntarme adónde iba, respondía siempre lo mismo: “voy hacia delante”. Y allí estaba yo: casi en mitad de la nada. Subí al asiento del copiloto, y el conductor arrancó. De todos los que me habían cogido fue el único que no me preguntó por mi rumbo.

–Se avecina una tormenta –me dijo.

–Ajá –no supe que otra cosa contestarle.

–No podré llevarlo muy lejos, aunque en cualquier sitio estará mejor que en medio de esta carretera desierta cuando empiece a diluviar. Sé lo que me digo. Llevo viviendo aquí toda la vida.

Guardé silencio y giré el cuerpo para echar mi macuto a la trasera del coche. Sobre el plástico barato del asiento, reposaba la chaqueta de un uniforme indefinido. En el bolsillo derecho, una chapa cogida con un imperdible tenía grabado el nombre de Norman. Dejé la mochila pequeña entre mis piernas y continué sobre ruedas con mi huida hacia delante. Desde el principio de mi viaje, los kilómetros, lejos de alejarme de mis demonios internos, parecían querer acercarme a ellos. Recosté la cabeza en el asiento y tuve la sensación de que mi destino había cambiado de rumbo. Norman volvió a hablarme.

–Mi madre me espera. No le gusta quedarse sola de noche en nuestro motel cuando hay tormenta, pero no nos quedaba casi comida. No he tenido más remedio que salir a comprar –suspiró–. Cuando hace bueno, alguna vez me ha dejado quedarme a pasar la noche en el pueblo, ¿sabe? Aunque no sé bien por qué –suspiró de nuevo–. Luego está dos o tres días con la cara larga. Yo le digo siempre que no hago nada malo, y que de vez en cuando un hombre necesita un poco de espacio, ¿no cree?

Norman hablaba como si me conociera. O tal vez hablaba para sí mismo. A pesar de llevar toda su vida viviendo en esa zona desértica de Arizona, donde la media de curvas de la carretera era de una cada cien millas, o aún menos, conducía mirando al frente. Tuve la impresión de que, aunque cerrara los ojos, el coche llegaría solo hasta su motel. Pensé en su madre. Pensé en la mía. Me restregué los párpados con fuerza para dejar de pensar, pero la veía con la misma claridad que si la tuviera delante. A mi madre le habría gustado Norman. El único problema es que ninguno de los dos dejaría hablar al otro durante demasiado tiempo. Añoré el silencio, una vez más.

–El otro día recogí a otro autoestopista. A mi madre no le gusta que suba en mi coche a extraños. ¡Me mataría si se enterara de que a veces llevo a gente! Pero no tengo muchas ocasiones de hablar con alguien que no sea ella. Por eso le dije al hombre que no podía llevarlo conmigo hasta el motel, y que tendría que bajarse un poco antes de llegar. Era un tipo bajito, regordete y calvo, que estaba buscando exteriores para rodar una película, ¿sabe? Resulta que había pasado por esa carretera hacía un tiempo, y había visto nuestro motel. ¡Y había un asesinato en la película! Debía estar un poco loco, y por un momento casi pensé que mi madre tiene razón al decirme que el mundo está lleno de gente mala. ¡Imagínese! El tipo incluso me preguntó si no me importaría alquilarle nuestra casa y el motel para el rodaje. Hablaba por los codos.

–Ya.

Solté lo primero que me vino a la cabeza, que empezaba a dolerme. “No creo que hablara más que tú”, pensé. Me pregunté cómo habría logrado contar su historia ese tipo, con Norman encadenando frases a toda velocidad.

–Era bastante curioso, oiga. No paraba de soltar indirectas sobre su proyecto. Quiso saber si el motel Bates era rentable, y cuánto tiempo llevaba viviendo con mi madre. ¡Se notaba que no la conocía! ¡Ja! ¡Dejar su casa para rodar una película! ¡Ni en sueños! Y menos una como esa, con un crimen horrible por medio.

Miré por el retrovisor. Una tormenta de arena se acercaba a nuestro coche por detrás. Me pareció ver mis miedos acercándose a toda velocidad, a lomos de bolas de espino que rodaban casi sin tocar el suelo en brazos de la ventisca. Tragué saliva y me supo a tierra. Y Norman seguía hablando. Creo que le incomodaba el silencio.

–¿Sabe una cosa? El tipo ese, no me acuerdo de su nombre, quería rodar una historia en la que un hijo mata a su madre, pero luego no puede hacerse a la idea de su crimen y se vuelve majareta. Tiene su cadáver en el desván durante un montón de años… ¡Uf!… Una verdadera asquerosidad, ¿no le parece?

Observé a Norman con el rabillo del ojo. Era imposible que supiera nada. Me tranquilicé al ver que ni siquiera me miraba, pero me sentí obligado a decir algo.

–Suena horrible, sí.

La arena se nos acercaba por detrás, mientras que delante del coche se acumulaban nubarrones negros que oscurecieron el cielo en pocos minutos. Tuve la sensación de que me faltaba el aire. Me vino a la cabeza un pensamiento disparatado que aumentó mi dolor de cabeza: “mi vieja se reiría de mí si me viera ahora mismo muerto de miedo. Pero no creo que pueda ya reírse mucho con la boca llena de tierra. Y todo por tan poca cosa. Solo tendría que haberse ido a la residencia…”

–Convencí al tipo para que buscara otro sitio donde dormir. Incluso pasé de largo por el motel para llevarlo al pueblo que hay varias millas más lejos, aunque me supuso perder casi una hora entre la ida y la vuelta. Pero no quería bajo mi techo a alguien con la cabeza tan ida. ¡Hacer una película donde un hijo es capaz de matar a su madre!

Me devané los sesos buscando una respuesta, sin encontrarla. Pero Norman pareció hallarla dentro de su mente y siguió hablando.

–¿Sabe una cosa? No he tenido nunca novia. Y creo que me hubiera gustado casarme, pero no puedo hacerle eso a mamá. Al fin y al cabo, ella lo dio todo por mí. No. Ninguna madre se merece recibir de sus hijos nada más que amor –Norman empezó a frenar y detuvo el vehículo en el arcén. Tosió un poco–. Detrás de un par de curvas hay una gasolinera y tienen algunas habitaciones para alquilar. No puedo llevarlo más lejos. El motel queda a cinco minutos de aquí. Espere, le daré su macuto

Norman paró el motor y se giró hacia la izquierda para colgar bien el cinturón de seguridad antes de bajar del coche.

La mochila pequeña estaba a mis pies. Tenía abierta la cremallera. Me agaché, saqué el cuchillo de monte de su funda, y giré mi cuerpo hacia la izquierda para clavárselo en el costado.

En ese momento la arena nos alcanzó, las nubes estallaron y el cristal del coche comenzó a llenarse de goterones de barro. Empecé a verlo todo borroso. Miré la sangre que salía de la herida de Norman. En la oscuridad, tenía el color de la noche.

Adela Castañón

Imagen: Photopin

¿Qué decimos cuando hablamos de la banalidad del mal?

En abril de 2015, Oskar Gröning se enfrentó a su pasado como contable de Auschwitz, el campo de concentración donde fueron asesinadas más de un millón de personas. Setenta años después del final de la guerra mundial, la justicia alemana no ha olvidado ni perdonado a los monstruos que hicieron posible aquellos crímenes. En julio de 2015, Gröning fue sentenciado a cuatro años de prisión por complicidad en el asesinato de 300.000 judíos.

Tal como él admitió, especialmente cuando se topó con los negacionistas del Holoausto nazi durante su estancia en Inglaterra, había sido testigo de todos aquellos crímenes. Sin embargo, siempre pensó que era inocente. Otras personas, al conocer su historia, podrían decir lo mismo. Al fin y al cabo, sus labores consistían en contabilizar el dinero y custodiar las pertenencias de los ajusticiados, ver cuántos prisioneros entraban en el campo y cuánto costaba mantenerlos.

Yo vi todo, las cámaras de gas, las cremaciones, el proceso de selección. Un millón y medio de judíos fueron asesinados en Auschwitz. Yo estuve allí.

Estuvo allí. Lo vio todo. No hizo nada por impedirlo.

Los actos malvados

Cuando leí Dioses menores, uno de mis libros favoritos de Terry Pratchett, me encontré con un pasaje que me dejó pensativa. Un dios encerrado en el cuerpo de una tortuga pulula por un edificio gubernamental y religioso donde se practican torturas, como en la infame Inquisición española. Al describir las catacumbas, habla de tazas con dedicatorias al mejor padre del mundo o postales de imágenes exóticas enganchadas en las paredes:

Y todo aquello significaba esto: que no hay prácticamente ningún exceso de la mente psicopática más enloquecida que no pueda ser reproducido, sin necesidad de esforzarse demasiado, por un cabeza de familia normal y decente que va a trabajar cada día y tiene un trabajo que hacer.

Puede parecer una exageración. Lo admito. Sin embargo, lo podemos comprobar si pensamos en todas aquellas personas que, sin ningún problema psicológico, son capaces de hacer el mal porque tienen la oportunidad (como podéis ver en el célebre y triste experimento de la cárcel de Stanford). La mente humana y, en especial, el sistema de valores que tomamos como referencia para realizar nuestros actos no son fáciles de analizar.

La banalidad del mal

Tengo la sensación de que Hannah Arendt y su libro Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal inspiraron a Pratchett cuando escribió esa cita. Esta filósofa y política alemana, de origen judío, acudió, como representante del The New Yorker, al juicio en el que se acusaba a Adolf Eichmann de genocidio contra el pueblo judío. Eichmann, igual que Gröning, nunca cogió una pistola ni accionó una cámara de gas. Él era el responsable de que los números que le imponían salieran adelante en la gestión logística de la Solución final.

Tal como recogió Arendt, Eichmann ni siquiera era un ferviente antisemita. La autora sugiere que este hombre era un trabajador alemán que acataba órdenes sin cuestionarse si eran moralmente correctas. Siguiendo esta idea, Arendt habló de la banalidad del mal para explicar cómo personas normales, sin ningún trauma ni problema psicológico, podían sumergirse en un sistema corrupto sin reflexionar sobre sus actos. Funcionarios que cumplían con su obligación, aunque esta los convirtiera en una pieza del engranaje de una compleja máquina creada para exterminar a millones de judíos, gays o gitanos.

Otros funcionarios del mal

Supongo que la Solución final es el primer ejemplo que nos viene a la cabeza cuando pensamos en gobiernos que han utilizado su poder para hacer el mal. Por supuesto, no es exclusivo del nazismo. Y ni Eichmann ni Gröning fueron los únicos en caer en las garras de la banalidad del mal.

Si repasamos la historia podemos encontrar a miles de personas que, por el simple hecho de vivir en un sistema que no respetaba los derechos humanos, obedecieron órdenes a ciegas sin preguntarse por su moralidad.

Incluso ahora, algunas personas siguen sin cuestionársela. Pienso, por ejemplo, en aquellos científicos que trabajaron en el Proyecto Manhattan e investigaron para conseguir la primera bomba nuclear antes de que lo hiciera el gobierno nazi. Es posible que creyeran que era un buen fin detener la barbarie de Hitler y adelantarse a sus científicos. Sin embargo, ¿eran conscientes de lo que estaban creando? ¿Se preguntaron en alguna ocasión si era correcto crear un arma de destrucción masiva que mataría a 166.000 personas en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki? Robert Oppenheimer se redimió al oponerse a su uso una vez terminada la Segunda Guerra Mundial pero, ¿por qué durante la guerra sí y después no? ¿Las vidas valen menos durante la guerra? ¿O es que hay unos a los que sí se les puede matar y a otros no?

Otro de los científicos del Proyecto Manhattan, Richard Freynmann, habla en su biografía sobre el sentimiento de culpa que le asaltó cuando estalló la primera bomba. Eso me hace pensar que, hasta ese momento, no meditó en absoluto sobre lo que estaba ayudando a construir.

Podemos buscar casos recientes o, mejor aún, en nuestro país. En los años 80, durante los primeros años de Felipe González al mando del Gobierno, grupos parapoliciales practicaron el terrorismo de estado bajo las siglas del GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación). Su finalidad era acabar con el terrorismo etarra y su entorno, una meta que, a priori, parecía loable. Sin embargo, sus métodos no solo eran infames sino, también, punibles. Pero ellos trabajaban dentro de un sistema que los amparaba, aunque fuera en secreto, ya que durante el juicio que encausó a sus integrantes se demostró que el GAL estaba financiado por funcionarios del Ministerio del Interior. Posiblemente, aquellas personas creyeron que estaban haciendo el bien.

Mi obsesión por las personas normales que hacen cosas malas

Gracias a la literatura he conocido muchas figuras que disfrutaban de hacer el mal por el mal.

Quizá es una visión muy inocente de la vida pero me cuesta creer que ese tipo de perfiles exista en gran cantidad. Sé que los hay, por supuesto, pero no pienso que, quien hace el mal, en cualquiera de sus formas, sea una mala persona al 100%. Tiendo a creer que el mal, sobre todo a pequeña escala, se hace porque se permite y porque el esfuerzo que requerido para evitarlo es excesivo o puede acarrear consecuencias negativas al individuo que se oponga. Como ese funcionario al que su jefe le pide que firme un documento que otorgará ventajas a un tercero, aunque no le correspondan. O cuando a una cuadrilla de una obra pública la mandan a la casa de un amiguete para arreglarle el baño. O ese momento en el que vemos a alguien cuyo perro caga en la calle y no le decimos nada cuando no recoge los excrementos.

El sistema moral que asimilamos cuando crecemos en sociedad es lo que hace que consideremos determinadas acciones o situaciones como buenas o malas. Por eso no es extraño que lo que para una mujer de Barcelona es una aberración, para otra de Zimbaue no lo sea. Y al revés. Lo que deberíamos respetar todos, vengamos de donde vengamos, es la carta de Derechos Humanos que nos dicta las premisas básicas como la libertad y la igualdad en dignidad y derechos.

Hay gente, sin embargo, que es incapaz de ver al resto de personas como sujetos a los que tener en cuenta. Algunas personas tienen un verdadero problema de psicopatía que les impide empatizar con el resto. Otras, en cambio, son esos funcionarios del mal de los que hablaba antes. Los últimos, y son los que más me duelen, tienen una escala de valores en la que los seres humanos están al final. El dinero, el poder y la ambición personal pasan por encima de los derechos de los demás.

Un solo individuo puede hacer el mal. Un solo individuo puede hacer el bien

Sí, comprender lo que hace que una persona sea malvada es uno de mis estímulos. Forma parte de una motivación mayor: la de entender qué nos hace humanos y ver de qué manera podemos cambiar el mundo como individuos, tanto en grupo como siendo solo un pequeño engranaje de un sistema mundial.

Quizá por eso escribo. Para entenderme, para entendernos, para demostrar a los demás que la vida puede ser mejor y que está en nuestras manos conseguir ese cambio. Gröning y Eichmann nunca mataron a nadie directamente pero su labor facilitó una de las mayores tragedias de la humanidad. Eran seres diminutos y, aún así, su trabajo fue capital durante el holocausto.

¿Cuál es la excusa que nos ponemos para mantenernos en la inactividad? Que por uno no pasa nada, que un voto más o un voto menos no importa, que qué más da si ese está defraudando si no es nuestra tarea denunciarlo. Y así, ante la inactividad, otros, los malos, se crecen.

No permitamos que nuestro silencio dé alas a los malvados.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

tumblr_inline_nlrm2cmZco1scgxmd_250-2

Imagen de LoboStudio Hamburg en Unsplash

En el molino del Arba

De las fragolinas de mis ayeres

rayaaaaa

Negra sombra que me asombras, vuelves haciéndome burla.
Rosalía de Castro

Orosia se quedó tan atolondrada que estuvo varios días sin reaccionar. Aquello le parecía imposible. “¿Cómo me lo han podido ocultar durante tantos años? Tengo que saberlo todo. ¡Todo!”.
Entonces, se arrebujaba entre unas mantas blanquecinas, como aquellas con las que un día sacaron a escondidas a una niña que acababa de nacer en el viejo molino de El Frago, en la orilla del Arba, mientras su cabeza no paraba de dar vueltas como las ruedas del molino.”
Todo había comenzado cuando el conde de Luna y su secretario llegaron para apalabrar el precio de la molienda de los quinientos cahíces de trigo que esperaban cosechar ese año. “¡Vaya fortuna!” —pensó el molinero—. “Estos no se me van a escapar. Ya me las arreglaré como sea”.
Estaban en tratos cuando apareció Candelaria, la hija pequeña del molinero, que se encargaba de servir aguardiente a los parroquianos. Esa adolescente, de carnes prietas y andar menudo, enloqueció al conde, que echaba la culpa de su fogosidad a lo rojizo de sus cabellos. Durante un buen tiempo la cortejó y la acosó. Y un día la violó.
A los tres meses, volvió el conde con los cahíces de trigo y el molinero le pidió un precio más elevado por la molienda como recompensa al silencio por el embarazo de su hija. El conde no aceptó el trato y el molinero lo amenazó con difamarlo entre las gentes de la ribera del Arba que acudían a moler. En ese tiempo, Candelaria había visitado a varias sanadoras pero, a pesar de sus pócimas, no había conseguido abortar.
Cuando su padre le comunicó la reacción del conde, como no estaba dispuesta a perder su honra, aparejó la yegua, tomo el camino de Luna y se presentó en el palacio condal. Después de una larga espera y muchas discusiones con los criados, consiguió hablar con el conde. Cuando lo vio, de un tirón le espetó lo que tantas veces había ensayado.
—Sepa, vuestra merced, que, si usted no repara lo que me ha hecho, divulgaré mi afrenta por las plazas y mercados. Yo misma me encargaré de que sea noticia en todos los molinos de la redolada. Sepa que los comerciantes lo llevarán en lenguas, que será un escándalo en las casas señoriales y que se le pudrirá el trigo en los graneros.
Candelaria, con sus gritos y sus ojos desorbitados, consiguió amilanarlo. Cuando ella abandonó el palacio, él buscó a su secretario y le ordenó que fuera al molino.
—Busca al molinero y proponle el siguiente trato. Dile que, como Candelaria es todavía muy niña, tú te casarás con su hermana mayor, antes de un mes. Y que cuando nazca mi vástago, lo adoptaréis y lo inscribiréis como vuestro.
El secretario se resistió y protestó, pero de nada le sirvió. A los pocos meses, el nuevo matrimonio de conveniencia condil se hizo cargo de la recién nacida Orosia. La envolvieron en una manta, blanquecina por el polvo de la molienda, y se marcharon a tierras lejanas, donde montaron una posada. Era una niña pelirroja, con un lunar en la nuca, igual que su progenitor. Con los años se convirtió en una de las posaderas más famosas de su entorno.
En la ribera del Arba se fueron olvidando estos hechos, pero quedaron en la memoria de algunas gentes que los divulgaron como conseja.
Y, un día, mientras Orosia servía a unos arrieros, les oyó contar una leyenda de las Altas Cinco Villas. Hablaba de un conde, de la hija de un molinero y de la niña que tuvieron en secreto. Una niña pelirroja con un lunar en la nuca. A medida que la iba oyendo volaba sobre su cabeza la negra sombra que la había perseguido desde que le había preguntado a su madre por el color de sus cabellos.

Carmen Romeo Peman

Corral de la fábrica.jpg

Corral de la Fábrica de harinas de El Frago en la ribera del Arba

Imagen destacada: Fachada principal de la Fábrica de harinas de El Frago. Fotos de Carmen Romeo Pemán.

El uso de los americanismos

Soy de América Latina, pero debo confesar que no conozco todos los modismos propios de mi región. Cuando me pongo a escribir un relato o un artículo, si tengo dudas con alguna palabra, siempre me remito a la Real Academia Española (RAE). Pero hace poco descubrí el Diccionario de americanismos, un repertorio léxico que recoge todas las palabras propias del español de América. Y, sí, puede que esta maravillosa herramienta de consulta exista desde hace varios años, pero yo no la conocí hasta hace unas semanas. Un día, en clase de corrección de estilo, el profesor tuvo la grandiosa idea de compartirnos las mejores fuentes para resolver dudas con el español. Aunque esta historia no comienza con el profesor escribiendo las fuentes en una pizarra. En realidad, todo se desató con un artículo que leí en Internet y que se titulaba “Precipitud inconveniente”. En ese momento me pregunté si la palabra precipitud sería correcta. Inmediatamente consulté la RAE y encontré lo siguiente:

Captura de pantalla 2017-09-04 a las 9.41.01 a.m.

 

¡La palabra no estaba registrada! Y había escrito el artículo un diplomático colombiano y, además, profesor universitario. Pero, ¿cómo puede cometer semejante error una persona con ese nivel de educación? Fue lo primero que me vino a la mente. Me sentí un poco indignada por el maltrato que le estaba dando a la lengua. Sin embargo, frené mi enojo, y le comenté a mi profesor lo sucedido. En ese momento ingresó en el Diccionario de americanismos, digitó la palabra “precipitud” y resultó que era una expresión correcta en Colombia y Panamá. Aún resuenan en mi cabeza sus palabras: “que no esté en la RAE, no significa que sea incorrecto”.

Captura de pantalla 2017-09-04 a las 9.41.20 a.m.

 

Toda esta experiencia me hizo recordar que desde que inicié mi proceso de escritura me he venido cuestionando el uso de la lengua según el entorno o la cultura. Me parece sorprendente cómo puede cambiar el sentido de una palabra según el contexto y, sobre todo, el lugar en el que se utilice. Encontrar el Diccionario de americanismos ha sido de gran ayuda, porque desde ese momento, acudo a él antes de entrar en cólera y atreverme a afirmar que alguien atropella a la lengua. Y, como soy bastante curiosa, indagué un poco más y encontré lo siguiente:

 

DSC_8025

El Diccionario de americanismos es una obra descriptiva, no normativa, cuyo fin es ayudar al conocimiento del idioma y servir como herramienta de comprensión. En América se usa la mayor parte del español, por lo tanto, es importante conocer el significado de las palabras que se utilizan en este continente para poder comunicarnos mejor.

Según la RAE, los orígenes del Diccionario de Americanismos se remontan al siglo XIX, al tiempo que se constituían las primeras academias americanas de la lengua. Tiene entre sus características fundamentales las siguientes: es un diccionario descriptivo, que carece de propósito normativo y no da pautas para «el bien hablar o escribir»; un diccionario usual, que recoge los términos manejados con gran frecuencia de uso en la actualidad; un repertorio dialectal, pues se ocupa de los términos de todas las zonas americanas, desde los Estados Unidos hasta los de Chile y Argentina, en el extremo sur del continente; un repertorio diferencial, del que quedan fuera las palabras que, aunque nacidas en América, se usan habitualmente en el español general.

En mi búsqueda encontré que el primer diccionario de la RAE se publicó en el siglo XVII y que en primera instancia se consideró un diccionario del “español europeo”, al que de manera progresiva se le fueron añadiendo voces provenientes de América. Aunque el 80% del léxico se usaba en los dos continentes, se creía que el Diccionario de la lengua española (DRAE) no incluía los americanismos, por lo que a finales de dicho siglo surgió la necesidad de hacer un diccionario exclusivo del léxico americano. Hacia 1966, el filólogo paraguayo Marcos Augusto Morínigo, autor del Diccionario de las lenguas indígenas, escribió el Diccionario del español de América, del que existen varias ediciones posteriores. El lingüista y lexicógrafo alemán, Günter Haensch, siguió los pasos de Morínigo y en 1993 escribió el Nuevo diccionario de americanismos.

En todos los artículos y páginas que he consultado, he encontrado que en el DRAE solo se recogen las palabras comunes que se usan en todos los países donde se habla español. Durante muchas décadas se ha dejado de lado, en la selección oficial, la riqueza lingüística que tejen los pueblos latinoamericanos al inventar palabras para decir muchas cosas de manera más cercana.

Humberto López Morales, secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española, afirmó en un artículo del periódico El Espectador, en el año 2010 que, si algún lector encontraba, por ejemplo, la palabra “fregado” en una novela e intentaba ir al diccionario en busca de su significado, no lo encontraría. Y nadie le diría así que la palabra “fregado”, dependiendo de si se usaba en México, Colombia o Nicaragua, tenía acepciones distintas: “una persona que está en mala situación”, “algo que es difícil de solucionar” o alguien que simplemente “es inquieto”.

Todo lo que he expuesto me lleva a afirmar que el Diccionario de americanismos no recoge el léxico común a todos los hispanohablantes y, en cambio, recoge con bastante detalle la riqueza de vocablos que se usan de forma natural en los distintos países americanos de habla hispana.

El uso de la lengua que empleamos en nuestros relatos, desvela la visión que tenemos sobre algo, y es posible que esa visión nos llegue mediada por la de otras personas. Con nuestras aportaciones seguimos alimentando la construcción y la transformación del léxico de nuestros pueblos. Todo esto nos enseña que la forma de hablar de un territorio, así como sus creaciones artísticas, es determinante para comprender la historia de dicho lugar. El Diccionario de americanismos ocupa una parcela lexicográfica fundamental. Dadas sus dimensiones, ofrece una descripción fidedigna de la gran riqueza léxica del territorio americano, además de convertirse en testimonio del uso de determinadas palabras que pueden estar condenadas a su desaparición por culpa del proceso de internacionalización del español.

Mónica Solano

 

Imagen de Flockine