El conseguidor

Me fijé en Demetrio porque su nombre empezaba por D y, además, tenía tres cosas que empezaban por esa letra que me apasiona: un Don, un Defecto y un Deseo.

Su Don era conseguir cosas de los demás. Y lo de “cosas” tenía un significado ilimitado, mucho más allá de su sentido literal. 

Su Defecto era que no tenía recuerdos. ¿Desde cuándo? Él no lo sabía, claro está. Ignoraba si era por haberlos perdido o por no saber atesorarlos. 

Su Deseo era poseer su pasado. Quería hacerlo para remediar su Defecto. Y trataba de lograrlo usando su Don.

Apasionante, ¿verdad?

Demetrio podía ver el aura de las personas, igual que yo, aunque en mi caso eso es lo más normal del mundo. Fue Divertido Descubrir que él ignoraba que no todo el mundo tenía esa habilidad. Estaba tan convencido de que eso era algo tan normal que nunca se le ocurrió plantear el tema en ninguna conversación.

Decidió estudiar las auras para construirse un pasado. En su primer intento probó a interactuar con la de un niño que vivía en su edificio y que siempre iba pegadito a su madre. Esperó a que un día estuviera solo y se hizo el encontradizo con él en el portal.

—Hola, Albertito —saludó—. ¿No va tu mamá contigo?

—Está haciendo la comida y no puede dejar solo al bebé. —Sonrió—. Me ha dicho que soy mayor y puedo ir solo a comprar el pan.

Mencionar a la madre provocó que el aura de Albertito brillara con fuerza. Demetrio acarició con suavidad la cabeza del niño a la vez que inspiraba con fuerza. Mil hormigas ascendieron por su brazo y en su cabeza se empezó a formar una nube que, poco a poco, se convirtió en la silueta de su vecina con muchos años menos y embarazada. Demetrio se sintió flotar dentro de una piscina cálida en la que, lejos de ahogarse, se encontraba seguro y feliz. El encuentro con Albertito duró menos de un minuto, pero fue la prueba de que aquello iba bien. Días después, escuchó quejarse a la madre de Albertito de que su niño se estaba volviendo más “Despegado”, pero lo ignoró. Seguro que solo se estaba haciendo mayor.

Demetrio siguió armando una biografía propia con los pasados ajenos. Al buscar recuerdos de más edad, aumentó la dificultad para robar parte de las auras, pero acababa por lograrlo y, además, su técnica mejoraba con cada nueva experiencia.

Yo, desde lejos, observaba interesado sus progresos. Me apasionaba ser testigo de cómo se iba convirtiendo en dueño de su vida. Dueño. Otra palabra con D. Empecé a pensar que esa letra nos uniría de algún modo. Acecharlo era toda una aventura y, aunque mi deseo por presentarme ante él iba en aumento, no quise echarlo todo a perder por forzar un encuentro. ¿Para qué correr riesgos? Mi paciencia es infinita y si algo me sobra es tiempo.

La soledad empezó a pesarle y quiso buscar vivencias más afectivas. Buscó a alguien de su edad para hacerse con un recuerdo importante y tomó una Decisión. ¡De nuevo la letra mágica! Lo interpreté como un presagio. Se acercó a Lucas, un joven cuya aura, dorada e intensa, le atrajo desde el principio. Demetrio se hizo amigo suyo, supo que su novia planeaba dejar el pueblo para irse a vivir con él en la ciudad y decidió dar un paso más. No le bastaba apropiarse del recuerdo y alejarse luego, así que, cuando Marisa se trasladó, Demetrio siguió frecuentando a la pareja. Los recuerdos de Lucas eran ahora suyos, y se convirtió en su confidente y amigo.  

—No entiendo cómo he estado tan ciego, Demetrio —confesó Lucas un día—. Me equivoqué al interpretar lo que siento por Marisa, nos conocemos desde niños y creo que confundí esa cercanía nuestra con amor. ¡Es tan complicado! Ella me quiere, lo ha dejado todo para estar conmigo…

—Tranquilo, Lucas, seguro que todo se arreglará.

Demetrio era sincero al decirle eso a Lucas. Quería resolver ese problema imprevisto. Necesitaba que Marisa se fijara en él, estaba tan enamorado de ella como lo había estado Lucas, claro, pero con su amigo allí no sabía cómo conseguir que ella lo amara

La chica, por su parte, estaba hecha un lío. Su novio, ese novio cuyo amor parecía sólido como el roble bajo el que se habían besado tantas veces en el pueblo, ahora era un extraño. Marisa se resistía a creer que el cariño hubiera muerto de repente, sin causa alguna. No conocía a nadie en la ciudad y empezó a desahogarse con Demetrio.

Me impacienté al cabo de unos meses. Aquello estaba en punto muerto y ninguno de los actores de esa obra que me intrigaba sabía cómo salir de aquella extraña parálisis sentimental. Decidí entonces darle un empujoncito a Demetrio, había llegado la hora de sacarlo de su inmovilidad, y contacté con él por internet. Me presenté como Dimas y nos hicimos amigos en las redes sociales. Nuestros intercambios de mensajes añadieron un aliciente a mi vida, y pronto conseguí que mis opiniones empezaran a calar en su interior. 

No quiero cansaros con los detalles, pero aquello precipitó el final de nuestra historia porque comprendí que mi experimento terminaría pronto. Me hubiera gustado que aquel colorido patchwork hecho a base de retales de recuerdos continuara hilvanándose, pero sé bien que la avaricia rompe el saco y tuve que tomar una Decisión:

Empecé a sembrar en la mente de Demetrio pequeñas semillas que llevaban mi marca y mi letra de fábrica con mucho disimulo. Me refiero a las Dudas Disfrazadas de consejos cuyo fruto, al germinar, superó mis expectativas.

Demetrio hizo un Descubrimiento.

Lucas tenía que Desaparecer.

Dije que no quiero cansaros. Los detalles no son relevantes. Solo os contaré que, cuando Demetrio se Deshizo del Difunto Lucas, decidí presentarme en persona en su casa.

Él no tenía ni idea de quién era yo. Me Desconocía por completo. Abrió y me presenté como su amigo de Facebook. Pude comprobar que estaba… ¿cómo os lo diría? ¿No lo imagináis? Venga, no me Decepcionéis. ¡Estaba Destrozado, Deshecho, Desesperado por haber hecho Desaparecer a su amigo! Mientras conversábamos, levanté poco a poco el velo que había mantenido oculta la verdadera naturaleza de nuestra relación. Empezó a darse cuenta de que yo no era alguien corriente. Era, sin Duda, Diferente, y trató de justificarse ante mí. A veces produzco ese efecto:

—Escucha, no sé cómo he llegado hasta aquí. ¡No soy un asesino!, ¡No sé cómo he podido hacer algo tan terrible! Solo quería una vida, recuerdos, y no tengo la culpa ser una especie de conseguidor. Está en mi naturaleza. ¡No sé por qué la vida me hizo ese regalo envenenado!

—¿Estás seguro de que es un regalo, Demetrio? —le pregunté. Me relamía de gusto con nuestra charla—. Nada es gratis. Nada. Todo tiene un precio.

—Pues ojalá fuera cierto. Daría todo lo que tengo por salir de esta situación, por poder cambiar las cosas.

—Yo puedo ayudarte.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Puedo otorgarte el olvido.

—¿Y lo harías?

—Sí. —Clavé mis ojos en los suyos. Aquello iba bien—. Siempre que pagues el precio, claro. Estarás en Deuda conmigo.

—Pues… —Demetrio vaciló solo unos segundos—. Hecho. Te daré lo que me pidas.

Lo miré intentando contener mi deseo.

—Quiero tu alma. —Hice una pausa—. Yo también soy un conseguidor, y mi Deseo es ser tu Dueño.

¡Ah! Adoro la D… ¿os lo había Dicho? Demetrio Dudó solo un minuto.

—Está bien. Seré tu siervo. Pero, al menos, quiero saber a quién voy a servir. Porque no te llamas Dimas, ¿verdad?

—No, claro. —Sonreí—. He tenido muchos nombres a lo largo de mi vida. Y muchos siervos. Ahora, Demetrio, tu Destino está en mis manos, tus Demonios serán míos.

Extendí la mano y, un instante antes de tocarlo para adueñarme de él, me mostré en todo mi esplendor:

—Querido, puedes llamarme Diablo.

Adela Castañón

Imagen de Jana V. M. en Pixabay

Días de internado

Después de la cena comenzábamos la hora de estudio y, a continuación, los rezos en la capilla. Luego subíamos en fila al dormitorio y cada una se metía en su camarilla: un cubículo rodeado sábanas blancas colgadas de barras de hierro. En aquel dormitorio me sentía como en una gran jaima sin techo. Cerraba los ojos, me imaginaba bajo un cielo estrellado y recordaba los cuentos de las Mil y una noches que tantas veces me había leído mi madre. Pronto empecé a mezclar unos con otros y a adobarlos con mis nuevas vivencias.

Nos desnudábamos con la Salve Regina, entonada por la hermana Anselma, la directora de un coro de ochenta voces desganadas. Cuando llegábamos al dulcis, virgo María, ya estábamos metidas en la cama con las cortinas corridas. No podíamos darnos la vuelta sin bambolear aquellas cortinas asabanadas. Cuando oíamos el frú frú de unos hábitos, conteníamos el aliento y nos hacíamos las dormidas hasta que la cara de la monja se asomaba a nuestra camarilla.

—Ave María Purísima

—Sin pecado concebida —le contestaba la niña en cuestión.

Así comenzada la ronda de la hermana Anselma. Revisaba las mesillas y nos quitaba los paquetes de comida que recibíamos de nuestras casas. Esos que nos permitían pequeñas juergas nocturnas. A continuación, de forma muy delicada, nos metía la mano debajo del camisón y comprobaba si nos habíamos quitado el sujetador y la braga.

—Es que sé que algunas no os desnudáis del todo para correr más por las mañanas. Las hermanas tenemos que vigilar vuestros malos hábitos y ayudaros a luchar contra la pereza.

Pero a mí, que era obediente, y ella lo sabía, eso no me gustaba. Tampoco me gustaba que los sábados, se paseara entre los cubículos de unas duchas de a doce y nos dijera cómo teníamos que enjabonarnos. Y, si creía que no nos quitábamos bien la roña, tomaba el jabón Heno de Pravia y con ayuda de una piedra pómez nos restregaba una y otra vez en las zonas íntimas.

A la mañana siguiente nos despertaba rezando a pleno pulmón el Ave María gratia plena. En un tiempo muy ajustado teníamos que hacernos la cama y peinarnos en los treinta lavabos del pasillo exterior. Allí nos empujábamos y nos disputábamos unas gotas de agua y un trozo de espejo. Unas a otras nos retocábamos los moños, salvados de la ruina por las redecillas nocturnas. Con frecuencia, la hermana Anselma, si solo habíamos estirado la cama o habíamos dejado ropa usada en la silla, nos sacaba de clase y nos llevaba a la madre superiora.

—Hija mía, tienes que obedecer a la hermana Anselma. Ella depositará en tu alma las semillas de una mujer de su casa con aroma de santidad.

Lo mejor llegaba el fin de semana. Los sábados y domingos, después de comer, en una larga fila de a dos, cogidas de la mano, y sin risitas, íbamos al Pilar y al parque Grande. Zaragoza se convertía en un gran hormiguero, con filas y filas de colegiales que hacíamos el mismo recorrido. Si coincidíamos con una fila de chicos, en la acera de enfrente, el revuelo y los castigos estaban asegurados. En ese momento, las hermanas bisbiseaban a nuestros oídos eso de “hombre-pecado”. Y a mí me daba la risa floja. ¿Cómo podía ser que mis amigos internos en otros colegios, de repente, pasaran a ser hombres y, encima, los representantes del pecado? Pero si el mosén de mi pueblo los confesaba todas las semanas y nos decía que eran más nobles que nosotras. Que ellos lo desembuchaban todo y nosotras nos callábamos nuestras cosillas.

—A ver, ¿se puede saber qué te ha hecho tanta gracia? —Era la voz de la hermana Anselma que se había convertido en mi sombra. Y yo:

—Nada, nada. Que no entiendo nada. —Me pellizcó fuerte en el carrillo y me dijo:

—Después de cenar te esperaré. Tenemos que aclarar muchas cosas.

Cuando crucé la puerta del comedor, allí estaba. Me cogió de la mano y me llevó por un pasillo largo, lleno de recovecos. En cada rincón se adivinaba un bulto negro. Al principio me parecieron estatuas sin iluminar. Me costó distinguir que eran monjas con niñas. Es que el largo velo negro casi las envolvía a las dos.

Cuando encontramos un sitio libre, la hermana Anselma me tomó por los hombros. Así te hablaré mejor al oído. La verdad es que me puse nerviosa y no me enteré bien qué me decía. Vagamente recuerdo eso de que estaba allí para estudiar y para despertar mi vocación de monja. Que no me preocupara si no sentía nada, que Dios se manifestaría pronto y me colmaría con su gracia. Y no sé cuántas cosas más. El caso es que, aunque ella quería acariciarme como mi madre, yo me sentía incómoda. De repente, di un respingo y me eché a correr hasta la sala de estudio. Debí estar mucho tiempo con la hermana Anselma porque enseguida tocó el timbre.

Al llegar a la capilla, ¡otra vez la hermana Anselma! En voz alta me llamó por mi nombre.

—Hoy dirigirás tú la letanía. Al acabar las alabanzas a la Virgen, tendrás que decir cincuenta veces, hombre-pecado, y las demás te contestarán a coro. Contarás las veces con las cuentas del rosario. Sin dejarme replicar, me puso en la mano su largo rosario de azabache.

Al día siguiente, antes de la misa de internas, me fui a confesar. Le conté todas mis tribulaciones al padre Soria y le pedí un cilicio. Al principio se resistió pero, como le insistí tanto, me dijo que hablaría con la hermana enfermera y que me colocaría uno en el muslo. Además, como no había cometido pecados mortales, podría quitármelo algún rato.

Por la noche, cuando fui al encuentro de la hermana Anselma, quiso comprobar mi buena disposición y me levantó el uniforme. No esperaba encontrarse con las púas al revés.

Sacó la mano chorreando sangre y comenzó a gritar. Perseguida por el grito que recorría todos los pasillos y salía por las ventanas, con el corazón en las sienes, corrí al estudio. Me senté en el último pupitre, saqué los libros. Me apreté la cabeza con las manos, pero no logré controlar el temblor que se iba apoderando de mí. No recuerdo cómo llegué a la cama. Pero sí que desde esa noche la hermana Martina se encargó de nuestro dormitorio.

Carmen Romeo Pemán