Encrucijadas

Miguel eligió un viaje a Japón por dos motivos: era el sitio más alejado de Madrid que le ofertó la agencia, y la fecha del viaje coincidiría con la boda de Elena y Darío. Los imaginaba escribiendo los nombres de los amigos y familiares en los sobres de las invitaciones a la ceremonia. Podía verlos detenerse, mirarse a los ojos y preguntarse sin palabras qué hacer cuando llegaran a su nombre en la lista.

La boda era el treinta de abril. El viaje empezaba el dieciocho y duraba quince días. Tiempo suficiente para planear cómo hacer que pagaran por lo que le habían hecho. Desde que supo que los dos lo habían traicionado, tenía secos los ojos y el alma.

Darío, su único hermano.

Elena, su única novia.

Él, Miguel, cometiendo sin saberlo el mayor error de su vida al insistir en que Darío volara desde San Petersburgo hasta Madrid para conocer a su futura cuñada antes de la boda.

Su avión despegó del aeropuerto de Barajas a la hora prevista. El vuelo hasta Tokio duraba casi veinte horas, transcurrió sin incidencias, pero Miguel no logró conciliar el sueño durante el trayecto. Sonrió al pensar que, seguramente, sería porque tenía la cabeza en las nubes. Durante la noche, al mirar por la ventanilla solo veía el reflejo de su rostro, un rostro que le parecía el de un desconocido, con ojeras que nunca habían estado antes allí.

Pasó la noche en el hotel de Tokio. No quiso cenar nada. Se bebió media botella de vino en la habitación. Al día siguiente, con un vaso de agua y un par de aspirinas por todo desayuno, bajó a la recepción y contrató el primer tour que le ofrecieron sin prestar atención a los detalles.

El autobús turístico se detuvo en la estación de Shibuya. Miguel vio a un grupo de gente que hacía cola frente a una estatua, esperando para fotografiarse. Se acercó, más por indolencia que por curiosidad, para ver si reconocía al personaje al que habían inmortalizado y se sorprendió al descubrir que la imagen era una pequeña escultura de bronce que representaba a un perro de raza desconocida para él, sentado sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras estiradas y en lo que parecía una actitud de espera. La base de la estatua era una losa de piedra con algo escrito en vertical que no supo traducir. En la cola, había un japonés que debía de ser un guía. Miguel se acercó con disimulo y le escuchó narrar la historia en inglés. El perro, Hachiko, había ido durante años a la estación a esperar a su dueño, que murió de manera repentina. A pesar de eso, Hachiko continuó acudiendo a diario a su cita hasta su propio fallecimiento.

Miguel maldijo su idea del viaje, y su mala puntería al elegir precisamente ese tour. Lo que él necesitaba en ese momento era una historia lacrimógena, vaya, no se podía tener peor suerte. Trataría de cambiar el billete al día siguiente para volver a España cuanto antes. Había sido un imbécil al dejarse llevar por el impulso de poner tierra por medio, como si sus problemas no viajaran adheridos a su piel, igual que la etiqueta que adornaba su maleta.

El grupo de turistas había terminado la ronda de fotos. Miguel los siguió a corta distancia. El guía los condujo por la acera hasta el borde de la calzada y se detuvo levantando una ridícula banderita verde que actuó como reclamo para que todos se callaran y se agolparan a su alrededor. Estaban, dijo al grupo, a punto de pasar a la historia por dejar sus huellas en el cruce más transitado del mundo. Miguel se fijó entonces en el entorno y, durante un segundo, sintió un ramalazo de vértigo a pesar de estar a ras del suelo. Los pasos de cebra le parecieron un dibujo surrealista, el trazado de un laberinto de líneas blancas y grises que le recordaron a los barrotes de una prisión. Se agarró a una farola y respiró hondo tratando de calmar los latidos de su corazón, que se habían acelerado y tenían el mismo ritmo frenético de la gente que cruzaba a toda velocidad evitando, o eso le pareció a Miguel, chocar entre ellos en el último momento.

Volvió la vista atrás. Hachiko, desde su pedestal, lo contemplaba impasible. Cerró los ojos durante unos instantes y se enfrentó de nuevo al vértigo de los mil desconocidos que cruzaban con una seguridad que él había dejado atrás cuando embarcó en el avión.

Se soltó de la farola. Respiró hondo. Puso el pie al azar en el primer paso de cebra que le pilló al paso, y avanzó dejándose llevar por el ritmo de la marea humana.

No cambiaría el billete. No volvería a Madrid. El dinero no era problema, vivía de las rentas desde hacía mucho tiempo. Después de Japón, viajaría a otro sitio. Australia, quizá, o tal vez a California. Cualquier lugar le valdría.

Logró llegar sano y salvo a la otra acera, y le pareció una señal. Volvió la cabeza para dar una última mirada a la escultura de Hachiko y le pareció que el perro le dedicaba una sonrisa compasiva. A pesar de saber que aquello era una ilusión óptica, la figura de piedra logró lo que ni Elena ni Darío habían conseguido y Miguel, de pronto, recordó cómo llorar.  

Adela Castañón

Imagen: Foto de la autora

Con cartas de recomendación

Nos levantamos antes de rayar el alba y, zigzagueando por unas trochas empinadas, llegamos a Ayerbe con tiempo suficiente para coger el tren que bajaba de Canfranc a Zaragoza. Dejamos la burra con un posadero conocido y le pedimos que nos la guardara hasta el día siguiente. Así, cuando mi madre regresara, no tendría que caminar las siete leguas que separan Ayerbe de El Frago.

En la estación, mientras esperábamos el Canfranero, nos encontramos con una mujer de Lacasta que también llevaba a su hija a un internado. Por debajo de la toquilla le asomaban unas manos con quebrazas, como las de mi madre.

Subimos al tren y nos sentamos las cuatro juntas en vagón de tercera, en un compartimento con bancos de madera. Enseguida nos pusimos al corriente de nuestras vidas. La otra chica, Petronila, tenía mi edad y nuestros padres habían muerto cuando éramos muy niñas.

—¡Qué bonito! Tienes nombre de reina aragonesa —le dije.

—¿A qué te gusta? —terció su madre—. Pues ella no para de preguntarme que a quién se le ocurrió, que ni es el santo del día, ni de nadie de la familia. Y, encima, las chicas se ríen y le sacan motes.

Y, habla que te habla, nos fuimos tomando confianza, tanta que la madre de Petronila nos enseñó un sobre arrugado y manoseado.

—Con esta carta de recomendación de mosén Pedro, las monjas tratarán a mi hija mejor que si fuera la mismísima reina Petronila.

En ese momento sentí una arcada, como si me hubiera metido los dedos hasta la campanilla, y pensé: “Ese cura debe ser tan cabrón como el que se acostó con mi madre. Seguro que también intentó cepillársela, Y hasta le dejó el nombre: Petra, no, que cantaba mucho. Petronila resultaba más disimulado. ¡Todos iguales! Y luego, ¡hala!, nos quitan de en medio con una carta de recomendación. ¡Anda a saber si estos curas no habrán tenido también aventuras con las monjas! ¡No me extrañaría nada!”

Enfrente de nosotras, iba una señora adormilada. Justo encima de ella, en el portaequipajes, había dejado dos gallinas vivas, atadas por las patas. Se pasaron todo el viaje cacareando. Cuando llegamos a Zaragoza, todas estábamos envueltas en el plumón que habían ido soltando con sus aleteos. Antes de bajarnos, mi madre se encaró a la dueña:

—¿No se da cuenta de la faena que nos acaba de hacer? ¿Cómo nos vamos a presentar así en el colegio? ¡Qué pintas, Dios mío! Por su culpa igual no aceptarán a nuestras hijas, que las llevamos a un colegio de postín.

Nos sacudimos, pero no pudimos quitarnos todas aquellas pelusas blancas adheridas a las ropas. Con esa facha, nos plantamos delante de un portón de caoba y herrajes de bronce. Más que la puerta de un internado parecía la de un palacio renacentista. Llamamos al timbre y nos acercamos al torno las cuatro a la vez. Al ver semejante tumulto, salió la hermana portera, que nos había abierto tirando de una cuerda. Miró de arriba abajo los pañuelos anudados debajo de la barbilla, las sayas pardas y los delantales raídos de nuestras madres. No pudo reprimir un oh, cuando se vio los piojuelos de las gallinas que corrían por las telas.

—¡Buenos días! —dijo mi madre, tomando la delantera—. Venimos a traer a nuestras hijas con buenas cartas de recomendación.

—¡Lo siento! Pero las que vienen recomendadas no entran por aquí —cerró la puerta y nos siguió hablando por el torno—. Miren, sigan un poco adelante y en la esquina de la izquierda, se encontrarán un portal pequeño, por el que entra el servicio. Allí es.

Estaba claro. No nos iban a tratar como colegialas normales. Ni siquiera nos dejaban entrar por la misma puerta.

Antes de pasar a unos cobertizos, donde estaban nuestras habitaciones, una monja gorda, con pelos en la barbilla, se presentó como nuestra encargada. A continuación despidió a nuestras madres y nos leyó la cartilla. Nos dejaría asistir a las clases pero, sin hacer ruido, tendríamos que entrar las últimas y salir las primeras. Nos había reservado dos sitios una clase de primero de bachiller. Nos teníamos que sentar en la última fila, junto a la puerta. También nos advirtió que tendríamos atender en clase, que después no dispondríamos de tiempo para estudiar. Sólo algún rato libre de los fines de semana.

Dicho esto, nos entregó a cada una un uniforme negro, con cuello blanco de plástico y un cinturón negro. Así nos distinguiríamos de las internas de pago, que lo llevarían rojo.

En la primera ocasión que tuve, le encargué a una alumna externa que me comprara una linterna. Justo me llegaron unos dinerillos que me había dado mi abuela. Cuando apagaban las luces del dormitorio, hacía una especie de tienda de campaña con las sábanas. Sentada, me ponía el libro en las piernas cruzadas y lo alumbraba con la luz mortecina de la linterna. Así conseguí sacar buenas notas hasta que acabé Magisterio. De esa época, me queda la sensación de andar durmiéndome por los rincones.

El día que fui a recoger el título me ofrecieron una plaza de maestra en un pueblo del Pirineo Aragonés. Llegué en burra y me alojé en casa el Bastero, en una alcoba muy parecida a la de mi casa de El Frago. Cuando entré en la escuela pensé en mi maestra, y sonreí como lo hacía ella.

Una tarde, pasadas las Navidades, vino a verme la hija de la viuda de casa Satué. Como tenía que ir a lavar con su madre, había abandonado la escuela antes de cumplir catorce años, unos días ante de que llegara yo.

Me contó que, cuando volvía del río, me espiaba por la cerradura y le gustaban mucho mis clases. Se quedó un rato sin hablar, dando vueltas alrededor de la estufa. Hizo ademán de marcharse, pero se dio la vuelta:

—Mire, hoy me he atrevido a entrar. —Calló un momento—. Es que, en realidad he venido a pedirle un favor, que sé que está en sus manos.

—A ver si puedo. Dime.

—Solo puedo confiar en que usted me saque de este agujero.

A los pocos días, en la estación de Zaragoza, la viuda de Satué y su hija no lograron quitarse todas el plumón de gallina que se les habían adherido a sus ropas.

Carmen Romeo Pemán.