Naufragio

De niña, tenía un sueño recurrente. Era uno de los personajes de una película de piratas y me tocaba hacer el último turno de guardia en la cofa del palo mayor antes de la puesta de sol. A esa hora el sol se sumergía bajo el horizonte, y durante unos segundos mágicos, mientras los demás en la cubierta ya habían dejado de verlo, yo, en mi solitaria altura, era el único espectador que disfrutaba al ver el brillo de la línea del agua, que parecía chisporrotear cuando el gigantesco disco anaranjado empezaba a hundirse en ella. Mi padre era el capitán del navío. Estaba siempre en la proa y desde allí, cuando nuestras miradas se cruzaban, levantaba el pulgar y me gritaba «¡Valor, grumete! ¡Tú puedes con todo!» En esos momentos yo sentía que, de verdad, podría con cualquier cosa.
Era mi sueño favorito hasta que, al enfermar mi padre, empezó a cambiar poco a poco en algunos detalles. El mar, que antes estaba en calma, aparecía ahora con toda la superficie convertida en una caldera helada, con remolinos de espuma que chocaban entre ellos haciendo un ruido que solo se acallaba durante unos pocos segundos cuando una espada de luz cruzaba el horizonte para anunciar, instantes después, el rugido de un trueno que precedía a una lluvia torrencial. Mis compañeros piratas, a muchos metros por debajo de mí, no escuchaban mis gritos alertando de la proximidad de unos arrecifes. El palo mayor empezaba a cimbrear como si fuera un frágil junco de bambú y con cada oscilación aumentaba el bamboleo hasta que, al final, llegaba rozar la superficie de las olas cuando se doblaba tanto que creía que chocaría con la borda y se partiría en dos. Y la tormenta era tan salvaje que no conseguía ver la proa para saber si mi padre seguía al timón o si se lo había llevado algún golpe de mar.
Al morir mi padre, el sueño se convirtió en pesadilla. Yo seguía siendo el grumete vigía, el miembro más joven de la tripulación. Ahora, a veces, veía el puente de mando y siempre estaba vacío. Gritaba en vano el nombre de mi padre. Los latigazos del palo mayor, ahora sí, llegaban al límite y el último era tan fuerte que hacía que el navío se diera la vuelta hasta quedar boca abajo. Entonces la cofa se hundía en las profundidades, y yo con ella, sin que nadie me viera ni escuchara mis gritos de socorro.
Mi madre se casó de nuevo y empezó a beber tanto o más que su nuevo marido. Mi padrastro entró en mi cuarto la noche de mi dieciseisavo cumpleaños para felicitarme, según dijo. Se inclinó sobre mí y en el último segundo conseguí mover la cara y el húmedo beso con aliento a alcohol que iba camino de mi boca resbaló por mi mejilla izquierda. Esa fue la última noche que pasé con ellos. Al día siguiente, cuando se lo conté a mi madre, me tachó de exagerada. Por la tarde, antes de que mi padrastro volviera del trabajo y mientras ella dormía la mona, hice la maleta y me marché de casa.
Sobrevivir fue menos duro de lo que esperaba. Aparentaba con facilidad dos años más de mis dieciséis y no fue demasiado difícil salir adelante con trabajos temporales. Cuando tuve dieciocho respiré aliviada y empecé a simultanear trabajo con estudios.
Dejé de tener las pesadillas o, si las tenía, no las recordaba al despertar. Crecí y empecé a salir con un hombre. Jaime era psicólogo y me pedía que le hablara de mi pasado a pesar de que le dije que era algo que quería dejar atrás. Pero insistió tanto que acabé por contárselo una tarde. Aquella noche lo desperté con mis gritos. Me sacudió por los hombros y yo, con la cara empapada de sudor y de lágrimas, me aferré a él tosiendo y dando boqueadas. En un estado onírico, entre el sueño y la vigilia, pude sentir en la garganta el escozor de la sal del agua del mar que, sin poder evitarlo, había tragado mientras me ahogaba dentro de la cofa sumergida.
La pesadilla volvió con más fuerza y más a menudo. Empecé a desarrollar un patológico miedo a las alturas. Vivíamos en un séptimo piso y mi pánico era tal que evitaba acercarme a las ventanas. Jaime dijo que tenía que superar eso, que él me ayudaría. El día que se fundió una bombilla en la casa medio me obligó a cambiarla. Me hizo subir a una escalera de tijera mientras él me sujetaba por la cintura, y los dos minutos que tardé en sustituir la bombilla por una nueva me parecieron eternos. Insistió en que hiciera aquellos “avances”, como él los llamaba, aunque yo no tenía la sensación de hacer progresos.
Un día me llevó a un parque de atracciones. Me hizo subir al tiovivo y lo toleré con relativa facilidad, aunque me sentía incómoda sentada sobre un caballo de madera que mostraba unos dientes falsos blancos en lo que se suponía que era una sonrisa animal pero que a mí me resultaban amenazadores. Al rato empecé a sudar cuando vi que me llevaba del brazo hacia una noria. No sé si era realmente tan alta como a mí me parecía porque no me atrevía a levantar la vista del suelo. A pesar de que intenté frenarlo y tirar de él hacia otro sitio, ignoró mis tirones y se acercó a la taquilla. Yo no decía nada, pero mis labios apretados hablaban por mí. Jaime los ignoró. Me hizo subir a una de las cabinas y él se quedó fuera.
—Laura, cariño, confía en mí. —Miró al empleado y añadió—: Puede seguir. A mi novia le hace ilusión contemplar la vista desde arriba a solas.
Sin poder evitarlo, como a cámara lenta, vi que cerraba la pequeña verja metálica y que el cubilete en el que estaba sentada a solas empezaba a moverse.
La cabina era abierta. Tenía dos asientos en semicírculo, uno frente a otro, con cabida para tres personas en cada uno de ellos, y un palo central iba del toldo del techo al centro del suelo. Me senté en una de las posiciones centrales, me aferré al palo y entorné los ojos.
Mi estómago subía y bajaba con las oscilaciones de la cabina. De pronto sonó un crujido, como un trueno, y abrí los ojos asustada. Durante un segundo de cordura pensé que se había ido la luz en todo el parque porque, a mis pies, lo que antes era un mar de puntitos luminosos se había convertido en un agujero negro.
Empezó a llover. A lo lejos vi fogonazos de luz que anunciaban la llegada de los truenos cuya vibración notaba en el pecho. Se desató un vendaval y la cabina inició un balanceo que pronto se convirtió en una danza desenfrenada.
Miré hacia abajo y los dientes empezaron a castañetear. En el suelo, remolinos de espuma parecían acercarse y alejarse de mí con cada movimiento de mi improvisada cofa. Grité y grité, pero, igual que en mi pesadilla, nadie me oía. Escuché la voz de mi madre echándome en cara que acusara a mi padrastro, la de mi padrastro diciendo que me iba a felicitar en condiciones.
Jaime no estaba por ninguna parte. La garganta empezó a escocerme cuando las salpicaduras del agua me entraban por la boca. Recordé la agonía del ahogamiento.
No iba a morir así. No, si podía evitarlo. Además, ya era hora de acabar con mis pesadillas.
Me solté del palo, me puse de pie, miré hacia abajo y pensé en saltar por la borda. Entonces el ruido de un trueno rompió el cielo en mil pedazos y escuché con toda claridad: «¡Valor, grumete! ¡Tú puedes con todo!» Apreté los dientes, volví a sentarme, miré hacia arriba y levanté el pulgar.

Adela Castañón

Imagen: Pixabay

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