AREÚSA.
Aquejada del mal de madre, habla de Sempronio.
—Así goce de mí, pues que lo he bien menester, que me siento mala hoy todo el día. Así que [es] necesidad más que vicio. La Celestina, Tratado VII.
La víspera de San Juan Elisa bajó al Arba a sanjuanarse. Como estaban de luto, que hacía poco que se había muerto su abuela, no se unió a la algarabía de los mozos como le habría gustado. Durante los lutos los familiares vestían varios años de negro, solo podían salir a la iglesia y tenían prohibido reírse.
Entre luto y luto, y cuidando a sus padres, se volvió moza vieja, tanto que ya no la miraban los mozos. Y claro, unas cosas traían otras, que todas las solteras, padecían el mal de madre como Areúsa. A Elisa no la aliviaron ni las hojas de la morera que plantó su padre en el huerto.
—Ya sabes, hija, eso es la sangre corrompida de muchos meses que llevas dentro —le decía su madre cuando la veía penando sin quererse levantar de la cama—. Te tienes que buscar un varón. Las mujeres necesitamos un hombre que aproveche nuestras semillas, que, si se acumulan, se pudren y nos vuelven locas.
—Madre, por favor, cállese.
—No me pienso callar, que no son tontadas. Ahora dicen que en lugar de las comadronas lo tratan los médicos. Y estamos perdidas. No entienden nada y nos ingresan en sanatorios. Hasta le han puesto un nombre extraño. A lo que desde siempre hemos dicho mal de madre ellos le dicen histeria, como si hubieran descubierto algo nuevo.
A pesar de estar corrompida, como le decía su madre, ella no había perdido sus fantasías. Se tocaba los muslos y notaba las carnes prietas. Cuando se le acercaba algún mozo le subía el corazón a las sienes y en las mejillas se le dibujaban dos manzanetas. Pero, su madre, ¡que hasta la acompañaba al baile!, le asustaba a los pretendientes. Tanto que, poco a poco, ella misma se fue alejando de las fiestas bulliciosas en las que abundaban las risotadas y los roces.
La víspera de San Juan, vio con tristeza a los jóvenes alborozados que tomaban el camino del puente, donde pasarían la noche jugando con el agua. Y decidió no quedarse atrás. No se juntaría a ellos, que sabía que no era bien recibida. Ella caminaría hasta el pozo de Valdarañón. Al fondo había una roca y detrás una cueva. Algunas veces, cuando bajaba a lavar allí, escuchaba unas risas que se escapaban por la rendija de la peña.
—Mira —le dijo la señora Bárbara que estaba a su lado—, allí viven las ninfas del Arba.
—Parecen muy alegres —comentó Elisa.
—Pues claro. Todas se libraron del mal de madre gracias al conde Olinos, que, además, les buscó este refugio en el que pudieran vivir alegres con sus hijos. —Se calló un momento—. ¿No oyes sus vocecitas?
—Nadie me lo había contado antes.
—Es que las gentes andan temerosas. No entienden eso de que sus hijas se conviertan en ninfas y desaparezcan en la gruta de Valdarañón.
—Pues a mí me parece hermoso. Esto no es como vender el alma al diablo. Con esto te aseguras una eternidad alegre y cerca de los tuyos.
La señora Bárbara meneó la cabeza y siguió lavando sin decir palabra.
A Elisa no la amedrentó lo que pudiera pensar la señora Bárbara contra el conde Olinos, ni las palabras que escuchó después en el carasol.
La víspera de San Juan la despertó una melodía que llegaba desde muy lejos.
Madrugaba el Conde Olinos,
mañanita de San Juan,
a dar agua a su caballo …
Estando ya su casa sosegada, con ansias en amores encendida, salió sin ser notada, igual que había hecho la amada de San Juan de la Cruz. Al pasar por el puente escuchó las risas de las cuadrillas que se estaban sanjuanando, pero no se detuvo.
Cuando llegó al pozo, vio a unas ninfas nadando en silencio, con movimientos rítmicos. Entonces se arrodilló, se lavó la cara y se desnudó. Anduvo despacio hasta la corriente del río. Al sentir el contacto de su piel con el agua, le subieron unas culebrillas placenteras. Los álamos movieron sus hojas y con la brisa le entró frío. Salió y buscó un claro escondido entre las altas zarzas. Se arrebujo con sus enaguas de hilo y se tumbó boca arriba sobre la hierba. Ya estaba traspuesta cuando le llegaron las notas de un romance que se sabía de memoria.
Bebe, mi caballo, bebe…
Se atusó el cabello y se sentó. La voz se acercaba a medida que avanzaba la canción.
Dios te me libre del mal:
de los vientos de la tierra
y de las furias del mar”.
Al momento apareció su cara entre las zarzas y no pudo contener un grito de sorpresa. Se quedó inmóvil, como paralizada, sin pronunciar palabra.
El conde Olinos descabalgó, se acercó con pasos lentos y se sentó a su lado, jugando con las hierbas. De repente cortó una margarita y se la puso en los labios. Ella se ruborizó y lo abrazó. Al momento se convirtieron en un montón miembros enredados de los que salía una respiración jadeante. En sus afanes, se olvidaron del maleficio.
—Es la voz del conde Olinos,
que por mí penando está.
—Si por tus amores pena
yo lo mandaré matar …
Antes de un mes, Elisa notó que le disminuía el mal de madre. La semilla del conde había germinado en sus entrañas. Por las noches acariciaba su cuerpo y sonreía. No dejaba de bendecirse por esa criatura que llevaba dentro. Sentía un placer tan inmenso que no quería compartirlo con nadie.
Un domingo mientras se inclinaba a coger la mantilla para ir a misa, le dijo su madre:
—Hija, diría que has perdido algo de cinturas.
—Se lo harán sus ojos, madre. Es que esta chambra que heredé de la abuela es demasiado entallada.
—Bueno, bueno. —Su madre se calló un momento—. Pero no me negarás que andas mejor del mal de madre. Yo, por lo menos, te noto menos excitada. A veces, demasiado ensimismada.
—Pues, ya que me ha preguntado, le pediré que me guarde el secreto.
A la madre se le escapó un oh y se tapó la boca con las manos.
—Sí, ya paso de los siete meses y ya lo tengo hablado con la partera.
—¿Cómo? ¿Sin contar con nosotros?
—Es que, verá, a este niño no lo llevaremos a la inclusa, ni lo cuidaré como madre soltera.
A la madre se le pusieron los labios morados y no acertó a replicarle.
—A mi hijo lo cuidarán las ninfas del Arba —le contestó con energía.
—¿Tú también tú te has creído las patrañas del conde Olinos?
—Es que ustedes siempre que ocurre algo maravilloso lo llaman patraña. Les falta un sentido.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Acaso has olvidado que soy tu madre?
¡No lo mande matar, madre;
no lo mande usted matar,
que si mata al conde Olinos
juntos nos han de enterrar!
Cuando la partera entregó el niño a las ninfas, Elisa comenzó a caminar por el cauce del río. Se paró frente a la gruta y pidió al Arba que la convirtiera en un sauce llorón.
Desde entonces, desde lejos se ve un gran sauce que protege la entrada de la cueva de Valdarañón.
Carmen Romeo Pemán