Habían quedado en un lugar neutral: un restaurante en el que ninguno de los dos había estado antes. Cuando Elena lo llamó proponiendo la cita, David sugirió la pizzería a la que solían ir, pero ella dijo que le apetecía probar algo distinto y mencionó La Guarida del Corsario. Tenían buen pescado, comentó, y no quería saltarse su plan de comidas; lo llamó así, plan de comidas, no dieta, como cuando estaban juntos.
—¿Y carne? —le había replicado él—. Ya sabes que no soy muy fan del mar, Elena.
—También. Me han dado buenas referencias, David, no seas tan quisquilloso. Y sé que tienen carne porque miré la carta en internet. —Suspiró—. Sabía que lo preguntarías.
David aceptó. Sentía curiosidad, ¿qué querría Elena? Las últimas veces que había ido recoger a los niños, ella había abierto la cancela del jardín, y no solo eso. Él había llegado a entrar en el recibidor. Volver a pisar su casa le hizo darse cuenta de cómo añoraba su hogar. Aunque ahora no era su casa, se dijo, al menos no en sentido estricto, claro, era la de Elena y sus hijos. David suspiró. Había calculado mal con Elena al pensar que le perdonaría los cuernos una vez más, pero no había sido así. Era la primera vez que la postdata de una infidelidad duraba tantos meses y que, además, le había puesto las maletas en la puerta. Y ahora, de pronto, Elena movía ficha. Quizá, por fin, se estaba ablandando. La cita prometía.
El restaurante tenía un aspecto engañosamente sencillo. La decoración estaba calculada al milímetro para dar esa impresión, pero, a poco que uno se fijara, era fácil percibir los detalles sofisticados y discretos: luces indirectas, no tanto que impidieran ver los platos o las caras; manteles de un blanco impecable; flores naturales de aromas discretos, y una música casi tan inaudible como el sonido del cristal caro chocando con la porcelana.
David llegó veinte minutos antes. Elena odiaba las esperas y a él le interesaba quedar bien. Le sorprendió que ella, en lugar de aparecer con adelanto, como solía, se acercara a la mesa justo cuando las manecillas de un antiguo reloj de pared marcaban las nueve, hora de la cita. Él había pedido ya una botella de Protos y se había bebido casi media copa mientras aguardaba. Se levantó, le apartó la silla para que se sentara y luego tomó asiento frente a ella. Se había cortado el pelo y le dio la impresión de que había perdido algunos kilos.
—Te ves estupenda, Elena —dijo por todo saludo.
—Gracias. —Ella sonrió con suavidad—. El tiempo me trata bien.
El camarero se acercó, tomó el pedido y se retiró con discreción. Hubo un silencio breve. David apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó los dedos.
—Me dijeron que has estado fuera… —dejó la frase inacabada. Esperaba que Elena le preguntara cómo lo había sabido.
—Sí. —Ella se limitó al monosílabo sin dar más explicaciones—. Unos días. A veces viene bien un cambio de ambiente, ya sabes.
David no esperaba un comentario así, pero no detectó acritud en el tono. Le sirvió vino sin preguntarle, para ganar tiempo. Lo había pedido porque sabía que era su marca favorita.
—¿Qué tal los niños? —Intentó sonar desenfadado y sonrió—. ¿Me echan de menos?
—Están bien. —Le devolvió la sonrisa y se encogió ligeramente de hombros—. Lo otro tendrás que preguntárselo a ellos.
—Lo haré cuando los vea. Las vacaciones de verano están a la vuelta de la esquina, tendremos que hablar del tema, ¿no? Si no te apetece ahora o si te parece precipitado podemos quedar otro día. Aunque estoy bastante ocupado, seguro que encuentro un rato para estudiarlo.
—Eso espero. Siempre se te dio bien.
—¿El qué? ¿Los niños?
—No. Lo de mantenerte ocupado.
—Alguien tenía que ganar dinero, ¿no?
—No lo digo como un reproche, David. —Elena alzó la copa en un brindis silencioso—. Solo constato el hecho. Ocuparte de tu trabajo se te ha dado siempre bien.
—Como a ti tomar distancia. —No pudo evitar la réplica.
—Entonces estamos en igualdad de condiciones, ¿no crees?
—Lo hemos estado siempre, Elena. —Trató de arreglarlo—. Somos un equipo.
—Supongo que sí, que éramos algo así. —Ella soltó la copa sin añadir nada más.
A David no le pasó desapercibido el cambio de tiempo verbal de presente a pasado, pero lo dejó correr. El camarero llegó con la comida y, durante un breve rato, hablaron de cosas inofensivas: proyectos, noticias, recuerdos asépticos que podían mencionarse sin dolor… Incluso hubo algunas risas compartidas y espontáneas.
Mientras esperaban el segundo plato, David levantó la copa y le hizo a Elena un gesto pidiendo un brindis. Ella alzó la suya, pero no bebió.
—¿Sabes, Elena? Creí que esta cena sería más difícil, ya ves.
—¿Difícil en qué sentido?
—No sé, más incómoda, quizá. Más… más vacía, o más llena de reproches por tu parte, reproches que me he ganado a pulso, lo reconozco. Pero veo que todavía podemos hablar con calma.
—Eso es bueno, supongo.
—Claro. —David dio un sorbo a su copa—. Te vi el otro día en el parque, con los niños.
—¿En serio? —Elena entornó los párpados—. ¿Y por qué no te acercaste?
—No sé, no quería interrumpir. Me pareció que tal vez esperabas a alguien. ¿Acierto?
—Qué tontería. No hubieras interrumpido nada.
—Elena, me pregunto… bueno, me pregunto si lo que nos ha pasado era inevitable. Sé que he metido la pata varias veces y…
—Ya no creo en lo inevitable, David. Ni en dejar pasar las cosas. Mi vida, la de los niños… no puede consistir siempre en unos puntos suspensivos. Lo pensé durante mi viaje.
—¿Y si intentamos ver las cosas desde otro ángulo?
—¿Desde cuál? —Ahora Elena sí dio un buen sorbo a su copa.
—Desde el que nos permita reconstruir nuestras vidas. —David se inclinó hacia adelante.
—¿Y si ya no hay nada que reconstruir?
—Siempre lo hay, Elena. Aunque sea algo distinto, ¿no crees?
—¿Estás seguro? Tal vez hemos cambiado demasiado.
—Puede. Pero podemos encontrar la manera. Estamos aquí, cenando juntos. Eso significa algo, ¿no? —David se relajó. Ya era hora de que las cosas empezaran a mejorar.
—Sí, estoy de acuerdo. —Elena señaló al plato de él—. ¿Qué tal la carne?
—Exquisita.
Entre los dos se instaló un silencio lleno de palabras que ninguno estaba dispuesto a decir. Se concentraron en la comida y no pidieron postre. Cuando el camarero dejó la cuenta en la mesa, ella se apresuró a sacar el monedero de su bolso.
—Deja que te invite —dijo él.
—No hace falta. Es mejor así.
Elena dejó la mitad del importe sobre la mesa y se puso en pie sin darle tiempo a insistir. Él la imitó y ella lo detuvo con un gesto.
—He venido en coche, no hace falta que me acompañes.
Le sostuvo la mirada un instante y luego rebuscó en el bolso. Sacó un sobre y se lo tendió con una sonrisa.
— Me alegro de que hayamos podido hablar —dijo Elena. Señaló el sobre—. Llámame en unos días.
Él se quedó en la mesa unos minutos más, acabándose el vino mientras la veía marchar. Dio la vuelta al sobre. El remite llevaba el membrete de una firma de abogados. Sintió un peso extraño en el pecho, como si el último bocado de carne se le hubiera quedado atascado.
Salió a la calle. Se arrebujó en su abrigo. Hacía un par de horas, cuando llegó a La Guarida del Corsario, no había notado que el aire frío era tan cortante que atravesaba la piel.
Adela Castañón
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