Me miro en el espejo de la entrada, me aseguro de que no llevo la corbata torcida y salgo de casa. Mi abogado dice que hay que cuidar los detalles y esa era una de las cosas que Luisa hacía por mí antes de que le entrara esa tontería de emanciparse, cuando aún era una esposa como Dios manda, una madre modelo, y todo iba bien.
Avanzo por el camino de piedras del jardín hasta la acera. Dejé el coche ahí porque no valía la pena meterlo en el garaje cuando regresé de la oficina para cambiarme. Pulso el mando, abro la puerta y arranco el motor. De pronto, siento algo frío y metálico en la nuca y escucho una voz medio velada:
—No se te ocurra moverte.
El frío camina por mi espalda como si un ciempiés de goma estuviera clavando sus patas en cada una de mis vértebras. Sin mover el cuello, veo en el retrovisor una cabeza cubierta por un pasamontañas de color marrón oscuro. El estómago se me encoge, y el café que acabo de tomarme a toda prisa en la cocina amenaza con subir hasta mi boca. Aprieto los labios y lo único que acude a mi cabeza es un pensamiento absurdo: como vomite, me mancharé la corbata.
—Arranca despacio y mete el coche en el garaje.
Intento tragar saliva sin conseguirlo y obedezco. Meto primera y avanzo a cámara lenta. Hago inventario de lo que llevo encima. Me armo de valor.
—Escuche, tengo casi seiscientos euros en la cartera, y dos tarjetas de crédito. Puedo darle…
—Calla y obedece —me interrumpe—. Y cierra la puerta al entrar.
Conduzco despacio, meto el coche y escucho cómo empieza a cerrarse la puerta. El aire vuelve a acariciarme la nuca, dejo de estar encañonado. Mi asaltante se baja, abre mi puerta y me invita a salir. Obedezco, aunque las piernas me sostienen con dificultad. Asombrado, veo que el hombre se lleva una mano al cuello y agarra el borde del pasamontañas. En la otra mano, tiene un cilindro de metal de unos cinco centímetros de largo que parece un inofensivo trozo de cañería, pero nunca se sabe. Miro al suelo, no entiendo nada, pero no quiero ver su cara; eso sería peligroso para mí.
—Deja de hacer el gilipollas y mírame, Travolta.
Aprieto los dientes sin poder creer lo que veo. El único que me llama así es mi suegro desde que Luisa y yo nos conocimos en un concurso de baile. ¡El muy cabrón me ha dado un susto de muerte! Me mira de frente, a cara descubierta, y me da un empujón tan fuerte que me doy un cabezazo con el marco de la puerta y vuelvo a quedar sentado de lado en el asiento del conductor.
—Escucha bien. —Se guarda el cilindro en el bolsillo—: Vas a ir ahora a la cita con los abogados. Vas a saludar a mi hija con mucha educación. Vas a firmar el documento en el que renuncias a la custodia de Dani y a olvidarte de tus amenazas a Luisa sobre lo de quedarte con mi nieto.
—Pero ¿qué te has creído? —contraataco—. ¡Eres gilipollas!
—Puede, pero soy un gilipollas vivo y tú puedes ser un hijoputa muerto si no lo haces.
Algo en su tono hace que mi ira se esfume y vuelva el miedo.
—Mira, Travolta. —Levanta la mano izquierda, extiende el meñique y repite—. Uno: le cederás a Luisa la custodia y la patria potestad de Dani, sin tocar ni una coma del acuerdo. —Extiende el anular—. Dos: lo que hagáis con el dinero, la casa, los coches y esas mierdas me la suda. Igual que a Luisa, por cierto. —Alza el dedo corazón—. Tres: tocarle los cojones a un suegro con entrenamiento militar, rico, y dueño de una cadena de ferreterías puede no ser buena idea. Este tercer punto es de regalo. Imagino que ya lo sabías, pero por si acaso. —Escupe al suelo y añade—: Espero que, por primera vez en tu vida, sepas elegir lo que te conviene.
Pulsa el botón de apertura de la puerta del garaje, me da la espalda y se marcha sin mirar atrás.
Me quedo sentado en el coche unos minutos hasta que me tranquilizo un poco. Pienso que, al fin y al cabo, tampoco iba a saber qué hacer con Dani. Arranco. Lo único que me jode es saber que mi suegro se sentirá feliz con mi elección.
Adela Castañón