ElDíaQueMeHiceMujer

A principios de la década de los setenta, tener doce años era, en cuanto a grado de espabilamiento, como ahora tener unos seis o siete. Nuestros padres eran Padres, así, con mayúscula. Solo Dios y el Papa estaban por encima de ellos. Los hermanos y hermanas mayores, oráculos que habían tenido la suerte de llegar al mundo antes que los demás, eran ídolos para el resto. Los había de todas clases y colores, claro. Estaban los que se dedicaban a esclavizar a los “enanos” y les encargaban toda clase de tareas, desde hacerles la cama hasta ir a comprar una barra de labios. Y estaban los otros, los que se sentían magnánimos y protectores con sus hermanos pequeños. Yo era de estos últimos, quizá porque mi mejor amiga era la menor de cinco hermanos, y yo, la mayor de tres.
En aquellos tiempos casi todas las conversaciones de los recreos en el patio del colegio eran cuchicheos, y no porque el contenido de las charlas fuera escabroso. Éramos simples hasta el aburrimiento. Baste decir que, hasta que no tuve once años largos, la regla era para mí un instrumento rígido y rectangular útil solo para trazar líneas rectas o medir la distancia más corta entre dos puntos. Sin ningún otro significado, claro. Empecé a sospechar que había algo más ahí cuando me di cuenta de que esa palabra hacía que los decibelios de los cuchicheos se redujeran al mínimo.
Por supuesto que, cuando llegó “ese” día, lo peor no fue el manchurrón entre marrón y rojizo de mis braguitas blancas de algodón, ni el retortijón de tripa como si me hubiera puesto morada de chocolate, ni pasar las dos últimas horas de clase con las rodillas tan apretadas que casi me dio un calambre al levantarme para ir a casa. No. Lo peor fue pensar cómo se lo diría a mi madre. Era invierno, pero cuando entré en casa tenía la cara tan roja como si hubiese corrido desde el colegio hasta allí en pleno mes de agosto. Al final, opté por lo más breve:
—Mamá —le dije sin soltar siquiera la cartera—. Me…
Me quedé bloqueada. Mi madre, al ver que no seguía, me cogió de la barbilla para que la mirase:
—¿Qué, Isabelita? ¿Qué te pasa, chica?
Yo bajé la cabeza hasta casi agujerearme el esternón con la barbilla y susurré:
—Me ha venido la regla en el recreo… creo.
No sé si mi madre lo tomó como tartamudez o como duda, pero se limitó a suspirar y a decir:
—Vaya, chiquita. Pronto llega, pero en fin…
Me cogió de la mano y me llevó a su dormitorio. Abrió el último cajón de la cómoda, sacó unos trapos blancos y fuimos a mi cuarto. Los guardó entre mis bragas y mis calcetines.
—Mira, Isabelita. Tienes que ponerte estos pañitos para que la braga no se te manche, ¿entiendes? Cámbialos cada poco, si no lo haces la… si no lo haces puede mancharse hasta la ropa, ¿vale? Cuando te quites uno, lo enjuagas en la pila del lavadero con agua fría. Luego le das con el jabón verde y lo dejas un ratito en agua con lejía, en la palangana blanca chiquita.
Yo asentí con la cabeza. Hasta hablar me daba vergüenza, ¡qué mal rato, Señor! Mi madre se inclinó y me dio un beso en la frente.
—Bueno… pues ya tenemos otra mujercita en la familia.
Por la tarde no quise salir a jugar con mis amigas. Me daba vergüenza pensar que, si se me manchaba la ropa, todos lo verían y yo me querría morir.
Antes de cenar, me entraron ganas de hacer pipí y cuando fui al cuarto de baño casi me echo a llorar. ¡Era mucho peor que por la mañana! Además, se me había olvidado coger un pañito del cajón. Llamar a mi madre quedaba descartado. Gasté más de medio rollo de papel higiénico en fabricar un ovillo informe que me puse entre las piernas. Me subí las bragas como pude, asomé la cabeza por la puerta del baño para asegurarme de que el pasillo estaba despejado y di una carrera hasta mi cuarto. Cerré la puerta, cambié el ovillo de papel, que ya era de dos colores, rojo y blanco, por un pañito limpio y metí el paño sucio y el papel manchado en la bolsa del bocadillo del colegio que saqué de mi mochila. La escondí debajo de mi camiseta y entré en la cocina. No había nadie. Escondí el papel higiénico manchado debajo de las cáscaras de patata que había en la basura y fui al lavadero.
Aquello fue lo peor. El pañito sucio olía a rayos. Lo cogí por una esquina y abrí el grifo de la pila. Dejé que el agua empapara la tela, pero sin mancharme los dedos. Al principio pareció que funcionaba, pero luego el agua empezó a caer clara… y el pañito seguía con un color rosa vivo. No sé cuánto estuve así, pero aquello acabó cuando mamá, asustada al escuchar las arcadas que yo daba, entro en el lavadero.
—Pero, Isabelita, hija… que tampoco es para tanto, chica.
Sin embargo, lo dijo con poco convencimiento. A mis arcadas se sumaron unos hipidos incontrolables y mamá me quitó el pañito de la mano.
—Anda, trae, que ya lo hago yo.
Ese primer mes, mi madre fue mi ángel de la guarda. El siguiente intenté lavar mis pañitos, pero las arcadas me empezaban incluso antes de llegar al lavadero. Mamá volvió a hacerse cargo de la tarea y, al mes siguiente, antes de que me llegara la dichosa regla, entró en mi cuarto con una bolsa de la farmacia. Abrió el cajón de mi ropa interior, sacó los pañitos y metió allí lo que llevaba en la bolsa. Era un paquete grande, de plástico, que llevaba escrito “compresas”.
—Mira, te he comprado esto. Sale más caro, pero qué le vamos a hacer… ¡Ay, Señor, qué pronto has empezado…!
Las compresas fueron para mí una liberación. Lo único bueno de aquella época y de aquel asunto. Porque cuando llegó el verano y me enteré de que no podía bañarme en la playa ni en la piscina se me cayó el alma a los pies. Raro era el día en no había alguna niña vestida de cabo a rabo cerca del agua, poniendo como excusa para no bañarse aquello de que estaba resfriada. No sé a qué nivel estarían los conocimientos de los chicos sobre sexualidad femenina y si se tragaban nuestra excusa, pero me da a mí que, si nosotras éramos torpes, lo de ellos rayaba con el retraso profundo. Y, para muestra, un botón: mi hermano vio un día un anuncio de Evax en la revista Hola que compraba mi madre, y me soltó:
—Mira, Isa, ya no saben qué inventar. ¿Para qué servirá esta tontería?
Yo me puse como la grana. Y, para que quede claro que era de las hermanas mayores que se enrollaban, le di a mi hermano un cursillo acelerado sobre la menstruación femenina que hizo que, al final, él se pusiera incluso más rojo que yo.
Así fue cómo cambió mi vida ElDíaQueMeHiceMujer. Espero que, en el futuro, si me caso, no me vendan milongas sobre ElDíaMásFelizDeTuVida… porque menuda faena, ¿o no?

Adela Castañón

Imagen generada por IA

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