Aquello tenía que ser una broma, pensó Pedro. Llevaba medio año sin escribir, cierto, pero solo lo sabían unas pocas personas y ese regalo no era propio de ninguna. Podría venir de su editor, claro, pero no era su estilo. Jaime se limitaba a repetir que, aunque hubiera ganado el Premio Planeta, debería estar ya con la siguiente novela, así que quedaba descartado.
¿Alguien de su familia? No creía que su novia, demasiado ocupada con su protagonismo en la prensa del corazón por ser “la pareja de”, hubiera tenido esa idea. ¿Sus padres? No, a ellos no les importaba tanto la carrera literaria de su hijo como su felicidad y estaban a años luz de imaginar su bloqueo creativo.
¿A quién diablos se le ocurría regalarle al ganador del Planeta un curso online de escritura creativa? ¡Y de manera anónima!
¿Sería una broma? No tenía gracia. ¿Y si era una trampa, un regalo envenenado? ¿Qué pensaría el público si supiera que un autor consagrado hacía un curso así?
Añoró el anonimato de meses atrás cuando era un desconocido, un grano de arena más en la inmensa playa de escritores que, como él, aspiraban a la gloria.
Desde que ganó el premio, no necesitaba huir al café de su barrio para escribir sin las interrupciones de sus compañeros de piso. Ya no tenía que estirar la consumición y beberse un café con leche, largo de café, que estaba helado después de dos horas de darle a las teclas en la mesa de la esquina, esa que la camarera pelirroja siempre limpiaba cuando lo veía entrar al local con el ordenador viejo debajo del brazo. Ahora vivía solo, tenía un despacho, un ordenador nuevo, una editorial que le lamía el culo un día sí y otro también.
Volvió a mirar el email. Estaba claro. Era un correo de confirmación que le informaba de que estaba matriculado en el dichoso curso. Las palabras de Jaime al presionarle para que se pusiera las pilas retumbaban en su cerebro. Parecía que habían pasado de ser la parte de texto de un párrafo anónimo al anuncio en letras de neón, rojas y gigantes, de un cartel publicitario clavado en su cabeza:
“Tienesqueponerteaescribirya, tienesqueponerteaescribirya, tienesqueponerte…”
Quizá podría entrar en la página de la Escuela y cotillear. Su apellido, Martín, era bastante corriente. Nadie tenía por qué pensar que era el ganador del Planeta. Añadir una foto al perfil era optativo, podía usar un avatar.
O quizá lo que necesitaba era, sencillamente, ponerse a escribir de una maldita vez. A lo mejor el silencio de su piso era lo que le provocaba la parálisis. Siguiendo un impulso, cerró el ordenador, lo agarró y salió del piso. Caminó hasta la vieja cafetería, ocupó la mesa del rincón y respondió con una mueca distraída a la sonrisa con la que la camarera le dio una silenciosa bienvenida.
—¿Café con leche, largo de café? —preguntó la chica.
—Sí, gracias. Y tostada con aceite y tomate, por favor.
Ahora me lo puedo permitir, pensó Pedro. Sonrió. Abrió el ordenador. Entró en la página del curso. Algunos compañeros ya se habían presentado. Leyó con desgana sus palabras hasta que llegó a las de una chica, una tal Ana:
“Hola, me llamo Ana. Me he apuntado a este curso porque conozco a alguien que me ha demostrado que escribir no tiene por qué ser un sueño. No sé si llegaré a publicar algo, pero sí sé que aspiro a ser autora de la novela de mi propia vida. Ojalá encuentre en este curso la ayuda que necesito, porque no quiero seguir siendo una simple camarera cuyo momento más emocionante del día sea servirle a un cliente especial un café con leche, largo de café. Esta presentación podría ser el comienzo de mi historia”.
Pedro volvió a leer el texto. Miró la foto de la alumna. Era demasiado pequeña para distinguir bien los rasgos, pero el pelo, ese pelo que parecía fuego…
Buscó la barra con los ojos. La mirada de la camarera se cruzó con la suya. Y la cara de ella adquirió un color casi tan rojo como el de su pelo.
Adela Castañón
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