Seguridad cuadriculada

Basado en una anécdota real de mi primer viaje a Nueva York

En 1990 Internet y yo no nos conocemos aún. Todavía busco y encuentro mis sueños en los folletos de viaje. En el que me dio la agencia, Nueva York se ve muy alta. Beso la imagen antes de cerrar la maleta para ir al aeropuerto con el resto del grupo de viajeros.

Cuando, por fin, estoy allí, me maravillo al ver que no es solo altura lo que tiene. Al caminar por sus calles, me doy cuenta también de lo ancha que es.

Los edificios, flechas que arañan el cielo, son aún más impresionantes de lo que esperaba. Todos los del grupo siguen el paraguas cerrado que el guía lleva en la mano, levantada como la de la Estatua de la Libertad, mientras tuercen el cuello en ángulos inverosímiles para empaparse de la visión de los rascacielos. Yo miro a mi alrededor y mi siento una hormiga entre las moles de ladrillos y cristales que ocupan toda una manzana. Me distraigo sin poderlo evitar.

Estamos llegando al edificio Chrysler, intersección de la calle 42 con Lexington Avenue. Enfoco la cámara de fotos: bocas de incendios, vapor que sale de las rejillas del suelo, peatones con movimientos robóticos, una mujer con abrigo de pieles y zapatillas deportivas, cacofonía hecha de acelerones de motor, de pitadas de claxon, taxis amarillos. Todo queda inmortalizado en las imágenes. Cuando miro a mi alrededor, solo hay desconocidos. Me he despistado del grupo, pero no hay problema. Saco el mapa del bolso. El edificio Chrysler corta la calle, solo tengo que rodearlo y encontrar al grupo al otro lado. La construcción es simétrica, me encojo de hombros y lo rodeo por el lado izquierdo. Dejo de mirar a mi alrededor mientras procuro doblar bien el mapa (Google Maps aún vive en el futuro en esa época) para guardarlo en la mochila. Doblo la esquina.

El ruido es aquí mucho menor. Casi inexistente. La luz también es mínima, no porque haya menos farolas, sino porque casi todas tienen los cristales rotos. Apenas pasan coches. Escucho pasos detrás de mí, el vello de mis brazos se eriza. Acelero el paso, las suelas de mis zapatillas deportivas pesan, me dicen que no corra. El aire que sopla es más frío que el de hace un rato. Losetas levantadas en las aceras, una boca de incendios rota. La esquina de la calle está lejos, muy lejos. Mis fosas nasales se dilatan, olor a cubos de basura mal tapados, olor a sudor, a mi sudor. El miedo huele a sudor. Tropiezo con una loseta, se me dobla el tobillo, pero no me caigo. Fuego que sube desde mi pie a mi garganta. Tengo sed. Llevo una botella de agua en la mochila, pero no me detengo para sacarla.

La esquina se acerca. El ruido de los pasos también. No vuelvo la cabeza.

Echo a correr, doblo la esquina. Diviso a mi grupo. Veo borroso. Sudor en mi cara, lágrimas. Alivio. Vergüenza. Los labios del guía se mueven. No me han echado en falta. Ahora, tarde, recuerdo su voz por la mañana, en el desayuno, advirtiendo que hay cuadrículas de calles seguras y otras peligrosas. A partir de ahora prestaré atención a sus charlas, mucha más atención.

Miro hacia atrás. El sol se refleja en los cristales y creo que el edificio Chrysler me está dedicando un guiño burlón. Pero no importa. Acabo de cruzar la frontera de peligro. He ganado yo la batalla.

Nueva York no es solo alta o ancha. También es fría o calurosa. Ruidosa o silenciosa. Acogedora o amenazante.

A veces todo depende de rodear el edificio Chrysler por la derecha o por la izquierda.

Me incorporo al grupo. En apenas unos minutos, he aprendido más de la ciudad que con todas las charlas del guía.

Adela Castañón

Imagen generada por IA

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