La viuda que vivía en el primero izquierda salió a comprar el pan a las nueve de la mañana, como todos los días. Volvió a su casa despacio para no cansarse y, por el camino, meneó la cabeza y maldijo una vez más al presidente de la comunidad. Claro, como él vivía en el bajo se negaba a la propuesta de una derrama extra para poner un ascensor. Virtudes iba a las reuniones de comunidad con la intención de insistir en la necesidad de la obra, pero al final se quedaba callada. Era la vecina más reciente, solo llevaba cuatro años allí, desde que le pasó lo de Valencia y tuvo que irse, y aún le daba miedo llamar la atención.
Entró en el portal y se cruzó con un hombre grueso, con gafas de concha y una barba que le tapaba hasta el cuello de la camisa, que iba mirando al suelo.
—Buenos días —dijo ella.
No era ninguno de sus vecinos, pero era una mujer educada y el saludo no se le niega a nadie. El otro se limitó a llevarse la mano al gorro de lana que le cubría la cabeza y dejó salir una especie de gruñido por toda respuesta. Ella subió con paso cansino los dieciocho escalones que había hasta su puerta y, al llegar al rellano, escuchó chistar a la vecina del primero derecha que la miraba con los ojos muy abiertos desde su puerta, entreabierta apenas una rendija.
—¡Virtudes!, ¡Virtudes! —Sin esperar respuesta añadió en voz baja—: Le han entrado en el piso hace menos de diez minutos. Lo he visto todo por la mirilla y estaba a punto de llamar por teléfono a la policía cuando he oído ruido y la he visto llegar.
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué me está diciendo, señora Engracia?
—Lo que oye. Ya se han ido, o se ha ido, que solo vi a uno, pero yo que usted no entraría por si acaso. —Miró con los hombros encogidos la puerta abierta a la izquierda, y luego a su vecina—. Pase si quiere, pero dese prisa, que estoy más muerta que viva del susto.
Virtudes se apresuró a entrar y llamó al 112 mientras Engracia seguía vigilando por la rendija. Pronto llegó una patrulla formada por un policía alto y delgado, que no tendría más de treinta años, y una agente bajita y risueña que parecía cubana o latina por lo atezado de su piel. Engracia, sin llegar a abrir del todo la puerta de su casa, les contó lo mismo que le había dicho a Virtudes, y los agentes entraron en el piso a paso lento, mirando en todas direcciones. A los pocos minutos salieron y tranquilizaron a las dos mujeres.
—Puede entrar, señora —dijo el alto—. No hay nadie y no parece que hayan revuelto gran cosa. Tranquila, que la acompañamos. Dé un vistazo y díganos si echa algo en falta. Parece que le han entrado a robar, pero igual no les ha dado tiempo.
Virtudes entró con ellos. Fue derecha al dormitorio y abrió el cajón de la mesilla, donde guardaba el dinero que sacaba los días uno y quince de cada mes de la cuenta del banco donde le ingresaban la pensión, y contó los billetes y las monedas. Había más o menos lo de siempre. Al fondo del cajón también estaba la alianza de su difunto marido y la pulsera de pedida, las únicas joyas que conservaba. En el salón y en la cocina tampoco echó nada de menos.
La pareja se marchó, no sin decirle antes que la llamarían para rellenar unos papeles y que si notaba cualquier cosa los llamara ella antes. Se despidieron, Virtudes cerró la puerta y echó la llave. Tenía el corazón acelerado. Entró en el baño para coger un Lexatín del cajón de las medicinas y entonces lo vio:
En la repisa, junto al vaso con el cepillo de dientes y las pastillas de corega para su prótesis, estaba la cajita de música. Las piernas se le aflojaron y se sentó sobre la tapa del inodoro sin quitar la vista del objeto.
Ojalá se hubieran llevado hasta los cubiertos, pensó. No faltaba nada en casa, era mucho peor: la caja de música sobraba.
La habían encontrado.
Adela Castañón
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