-Carmencita, a ver qué te parece
que esa charla pendiente que nos queda
la tengamos el jueves.
-¿El jueves?
Para qué esperar tanto.
Mejor tenerla ahora.
-¿Ahora?
Mira que no me encuentro preparado.
-¿Y por qué la demora?
-Pues porque luego acabas por liarme.
-¿Liarte yo?
¡Tú te has vuelto majareta!
-¡Yo no! ¡Que en estos casos
eres tú la que pierde la chaveta!
-¡Ramón! ¡Déjame que te diga…!
-¡Si ya lo sé, carajo!
¡Que yo soy un cabrón!
¿Y, sabes qué?
¡Que se me da una higa tu opinión!
Me está entrando fatiga…
Si ya lo decía yo,
que esta confrontación
acabaría en batalla perdida.
-Déjate de rodeos y entra en el tema.
¿De qué querías hablar?
-Pues… ya no importa…
por decir algo…
¿qué hay para la cena?
-¿Ahora escurres el bulto?
¡A saber qué es lo que ibas a contarme!
¿Es que tienes a otra?
¿Te ha molestado mi cambio de imagen?
Que yo estaba del moño hasta los pelos,
y nunca mejor dicho.
Y el corte de “garcón” a lo chicuelo
es mucho más moderno.
¿O te parezco un bicho?
¡Dime algo, no seas lelo!
-Pues mira, si me insistes, te lo digo.
Que aquí no somos dos. Ya somos tres.
-¡Así que va de cuernos!
-¡Haz el favor de callar de una vez!
Lo que hay entre nosotros tiene un nombre…
-¡Ahórrate los detalles!
-¡Pues no quiero!
Para una vez que empiezo
prefiero desahogarme por entero.
Lo que hay entre nosotros, te repito,
y a ver si dejas que acabe de explicarme,
no es ninguna otra tía.
-¡Qué te gusta tocarme las narices!
¿Pues sabes una cosa?
Que yo no creo en las novelas rosas,
con finales felices.
Así que nos iremos olvidando
de lo de comer perdices.
Y mejor nos quedamos
con eso que tú dices.
-¿Qué es lo que digo yo?
Porque, ¡hija mía!
como te enrollas tanto
ya ni me acuerdo de lo que te dije.
¡Te estoy viendo venir!
¡Por Dios, no llores!
Que tu llanto es un misil pesado
que sabes manejar con tanto encanto
que me acabas dejando desarmado.
-¿Llorar yo? ¡Ni de coña!
¡A ver qué te has creído!
Pensándolo mejor, quiero saberlo.
A ver, ¿quién se ha metido
en tu bragueta para ponerme cuernos?
-Ha sido la Escritura.
-¡Ramón…!
-¡Que no es de broma!
Que solo es eso lo que nos separa.
Que si estoy empalmado
y me acerco a buscarte,
te encuentro en el teclado
dedicada a tu arte
y soy “don Ignorado”.
-Ramón… corazoncito…
¿qué me cuentas?
-Pues eso, lo que oyes.
Que en este cuento yo soy Cenicienta.
-¡En todo caso, “Ceniciento”, hombre…
que estás muy bien dotado!
Y no darías el pego ni vestido…
¡Y menos, como ahora!
¡A ver, Ramón!
¿qué coño estás haciendo?
¿Por qué te has desnudado?
-¡No me hagas reír así, cacho de bruja!
No sé de dónde sacas argumentos
para que terminemos
siempre igual.
-Ramón, eso que dices…
¿de verdad te molesta que yo escriba?
-No se trata de eso, ¡qué narices!
Lo que a mí no me gusta,
y perdona que insista,
es el orden que ocupo yo en tu lista.
Estoy cansado
de consentir que tú me martirices
dejándome de lado
para perderte en tus cuentos felices.
-Ramón, cariño mío,
intenta comprenderme.
Yo quisiera escribir
como ese puñetero de Sabina,
que domina las letras como nadie,
o aprender a inventarme parrafadas
como las que hace Aute.
Ser capaz, como ellos,
de convertir en arte las cosas cotidianas.
Que lo que cuentan
son las cosas de siempre,
pero ellos nos lo cuentan a su modo
y suena diferente.
-Supongo que, por eso,
entre otras muchas cosas,
sigo estando contigo.
Que, para diferente, tu cabeza,
que está llena de pájaros y bichos
que sientas a la mesa
en lugar de dejarlos en sus nichos.
Y el caso, Carmencita,
el caso es que me gusta
cuando empiezas
a inventarte esas fábulas absurdas
¡pero, leches!
Es que a veces te pasas,
y me jode un montón que te aproveches
cuando ves que me tienes
ensimismado, y hecho un papanatas.
Y, hablando de otra cosa,
¿cómo hemos acabado
lo que empezó en discurso pelotero,
riña de enamorados,
bronca suprema,
acostados aquí,
en el himeneo?
-¡Ramón! Que nos liamos…
Y siempre terminamos en lo mismo
Cogemos el cabreo y lo encamamos,
y echamos al abismo
del olvido las broncas cotidianas.
-¡Mi Camen, mi princesa!
¡Qué te quiero!
-¡Mi Ramón, corazón!
¡Sigue a mi lado!
-Cállate de una vez
y dame un beso.
-Claro que sí, Ramón,
que para eso
nos hemos acostado.
Adela Castañón
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