Pido la palabra. Abrazada a los miedos

Mocade recibe una vez más a Vanesa Sánchez Martín-Mora que nos regala un nuevo relato suyo:

ABRAZADA A LOS MIEDOS

Escuché como la señora abría el postigo de la puerta que daba al patio; el suelo estaría encharcado por la tormenta que cayó durante la noche. No tenía reloj para ver la hora, pero no debía ser muy temprano. Los escasos rayos de luz ya se colaban acertados por las grietas de la madera que tapiaba la ventana, y eso solo sucedía en esa parte de la casa llegando el medio día.

Las tripas vibraban bajo mi piel desde hacía varias horas. La señora siempre aparecía después de ventilar la casa, me ponía un mendrugo de pan encima del retrete y esperaba para asegurarse de que me lo comía, supongo que no quería correr riesgos si mi madre aparecía por allí. Pero ese día no hubo nada que comer.

 Debí quedarme dormida un rato largo. Cando desperté, todo estaba sumido en una penumbra que seguramente avecinaba otra tormenta. No había rastro alguno de que la señora hubiese entrado para dejarme algo de comer, ni tampoco se escuchaba ruido alguno que me hiciese saber que no estaba sola. De pronto, un líquido caliente y ácido subió hasta mi garganta y lo vomité, pero no me asusté, conocía esa sensación.

Unos minutos después, escuché los pasos de la señora. De vez en cuando usaba zapatos con tacón y repiqueteaban al acercarse. Seguramente me escuchó vomitar, pero eso nunca lo he sabido. La maté unos días después. Los zapatos delataban su presencia tras la puerta del diminuto baño en el que perdí la cuenta de los días que estuve dentro, pero no llegó a entrar esa tarde. Creo que fue una especie de castigo.

La herida de la pierna estaba sangrando cuando me desperté de nuevo al día siguiente. Recuerdo el frio de la cerámica en mis muslos y la sangre bajando despacio hasta mi rodilla. Lo que no recuerdo es qué pasó ni quien cosió la herida, pero no se curaba. La piel de alrededor se veía más amoratada cada día.

Era otro día más en un cubículo de azulejos desconchados por donde salían cucarachas algunas veces. Al principio me daban miedo, pero después de varios días empecé a ignorarlas, a obviar su presencia. Hasta me sirvieron de entretenimiento mientras corría el reloj.

Estaba a punto de desvanecerme de la flojera cuando los zapatos de la señora sonaron cada vez más rápidos y más cerca. Una voz extraña se escuchó antes de que la puerta se abriese a trompicones por lo hinchada que estaba de la humedad. Será mi madre, pensé. Una joven con bata blanca y una cofia en la cabeza con el dibujo de una cruz roja se arrodilló al verme acostada dentro de aquella bañera oxidada. Del grifo que la coronaba siempre caía una gota de agua que yo bebía. En seguida me puso las manos en la frente y se dio cuenta de que estaba ardiendo. Empezó a discutir con la señora que permanecía inmóvil y de brazos cruzados con los labios muy apretados, como siempre. Unos minutos después de haber salido de mi guarida, la joven volvió con un maletín que tenía dibujada la misma cruz roja del gorrito de su cabeza. Sé que fue mi madre la que mandó a aquella joven, la conozco. Lo que no entendí nunca era porque mi madre no se ocupó de mí en lugar de mandar a alguien. Me dejó aquí cuando la nombraron líder de los revolucionarios. Según me contó antes de irse a defender nuestros derechos, la señora cuidaría de mí el tiempo que ella estuviese en el frente. Ojalá se diera cuenta de que corro menos peligro si me lleva con ella donde sea que tenga que estar.

La pierna me quemaba como si tuviese una vela encendida cerca de la piel, no sé qué clases de líquidos eran los que la joven vertió en mi herida, pero poco a poco, con el paso de los días, la pierna dejó de sangrar y de doler tanto. Ya no tenía ese color morado de antes.

Recuerdo que durante los días que aquella joven, que resultó ser una enfermera, venía a curar mi herida, la señora no falló ningún día con el mendrugo de pan y un pedazo de manzana renegrida que a veces tenía hormigas, pero que no me importaba porque el sabor dulce era un placer que jamás antes había disfrutado. Aquello duró apenas una semana. El ultimo día que vino, aquella joven enfermera se despidió de mi con un beso en la mejilla después de examinarme y cerciorarse de que había mejorado. Quise darle las gracias, pero desde que mis cuerdas vocales fallaron al gritar el día que me separaron de mamá, no he conseguido que mi voz se entienda, por eso preferí callarme. No quería ser mal educada y apreté su mano cuando ella borró el rastro de una lágrima de mi cara. Ese fue el último día que comería manzana dentro de aquel fúnebre baño.

Cuando la señora cerró la puerta, dejándome de nuevo a la suerte del tiempo, rodeada de las cucarachas que aparecían cuando no presenciaban ruido alguno y obviándome también a mí, me moví sigilosa hasta la puerta que separaba mi vida de la realidad. Apoyé mi oreja en la madera astillada y mal pintada para ver si lograba distinguir alguna palabra. Quería que aquella joven volviese de vez en cuando; sus caricias eran muy parecidas a las de mamá, y no quería que aquello dejase de suceder. Al volver a entrar en aquella bañera que me estaba dejando la espalda igual que un arco de flechas me mareé un poco, y fue al sujetarme en aquella cortina que desprendía un fuerte hedor a moho y que había adoptado un color verdecino como el de la verdolaga que crecía junto a la casa que mamá tenía antes, cuando algo plateado y metálico rodó hasta introducirse bajo un cojín mugriento que mi madre me puso un día que vino a verme. Nunca antes había visto aquel utensilio, pero era peligroso por lo afilado que estaba.

A la mañana siguiente, la señora empezó muy temprano a trastear cerca de mí, pero al otro lado de la puerta. Sé que era temprano porque los rayos de luz aparecieron bastante rato después. Sonaban ruidos de puertas y ventanas como si las abrieran y cerraran, con furia, y después, un silencio absoluto que me puso la piel de gallina. De pronto volví a escuchar el traqueteo de sus zapatos acercarse con ligereza a la puerta con una rapidez atípica en ella. Traía un mendrugo de pan en las manos y sonreía como jamás lo había hecho antes. No sé qué intención tenía con aquella sonrisa, solo puedo decir que me convertí en la asesina perfecta cuando se agachó a soltar el trozo de pan duro en la tapa de retrete. Me abalancé con agilidad sobre ella y le clavé aquel trozo afilado de metal en la garganta. Recuerdo que antes de irme del agujero en el que había mancillado mi dignidad, la dejé desangrándose y con fuertes espasmos, tirada en el suelo.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen de Alf-Marty en Pixabay

Pido la palabra. ¿Quiere ser usted más feliz?

Autor: Fernando Bermúdez Cristóbal

Nos visita hoy en «Pido la palabra» el escritor Fernando Bermúdez Cristóbal. Nació en Tauste (Zaragoza) «Perla» de las Cinco Villas de Aragón. Graduado en Ciencias Sociales por la Universidad de Zaragoza. Estudió Derecho en la UNED, y Metafísica mediante la Universidad de San José (California). Es lector asiduo a la literatura, y un melómano de la música clásica. A la temprana edad de los 14 años comenzó a escribir novela corta. Colaborando como articulista en los periódicos Amanecer, El Noticiero y Heraldo de Aragón. E igualmente ayudó impulsar la revista Bardenas. Más tarde, pasó a llamarse Arada y Cultivo. Escribía con placet de la época. A los 17 años el periódico Amanecer quiere contratarlo como redactor de dicha prensa. Le halaga la oferta. Fueron momentos singulares en su vida. Rechaza la oferta de Amanecer y también la propuesta de la Editorial Rollán de Madrid, puesto que creaban una colección literaria, exclusivamente para él. A los 18 años se dedicó al estudio universitario.
Dejó atrás un bagaje literario, entorno a unas veinte novelas cortas, y cientos de artículos como colaborador de los periódicos y revistas comentados. Actualmente reside en Zaragoza. No ha olvidado su ocio, y ha reiniciado la escritura, algo que tal vez nunca hubiera renunciado a ello. Retorna a la literatura con una novela histórica publicada en 2011; “Casio de Tahust” y “Al norte del remanso”. En 2014 publicó “Pacioli y Aurora”. En 2015 “La Colina de Purburel”. En 2016 Relatos Favorábilis de Lectura”. En 2018 Los “Efluvios de las Rosas”. En 2020 sin editar “La sobrina del general”. En 2019 ganador del premio nacional de literatura Bolivia. En 2022 ganador de la Pluma de Oro de Chile. Pertenece a la Asociación de Escritores de Aragón.

Hoy comparte en Letras desde Mocade este artículo suyo:

¿QUIERE SER USTED MÁS FELIZ

Procure usted no hablar mal de terceras personas. Su registro de voz queda grabado en su subconsciente. Si ha dicho algo no cierto o inexacto, cada vez que se encuentre con el aludido procurará rehuirlo o en su defecto no se encontrará a gusto con él, ni consigo mismo. La razón es coherente y muy sencilla. Su subconsciente le remitirá un mensaje a su consciente de aquel recordatorio no grato.

El pensamiento es distinto. Es fugaz. Y aunque procede, aparentemente, de la misma naturaleza, su sinopsis no hace daño al subconsciente al no expresarlo con la voz. 

Evitar ser negativos con este hecho. Nos sentiremos mejor.

Para ser feliz no hace falta copiar la forma de ser de otras personas. Aspecto, este, muy frecuente en personas jóvenes. Ni pretender las riquezas de pudientes gentes de negocios. Ni tampoco las ostentaciones aparentes de suntuosas mansiones, chalet de lujo, coches deslumbrantes, ni lucir o exhibir el cuerpo por una pasarela. 

Piense que yo tampoco le voy a dar una fórmula para que lleve a cabo lo anterior. Y, además, quiero manifestarle que existen muchas personas que poseen inmensas riquezas y también son inmensamente infelices. No obstante, voy a intentar que su ser, su yo, como persona, se encuentre consigo mismo y mejore su bienestar.

La felicidad, ni se compra, ni se vende. La felicidad humana es algo mucho más importante que todo lo expresado.

La felicidad es connatural con el ser humano y con su propio yo, que, en sí, es la conciencia de la persona. Otra cosa es cómo nos han educado para encontrarse uno mismo con su propio yo. Esta es una tarea definitoria, tal vez ardua, ahora y siempre. No obstante, tengo que decir de la existencia de personas, los menos, que han nacido con esa “gracia” de ser felices permanentemente. A eso se le llama “gracia exógena”. Dicho coloquialmente. La creatividad de dentro hacia fuera.

Iniciamos el siglo XXI de la era cristiana con unas influencias externas hacia nuestras personas, tanto para los niños, jóvenes, enseñantes y adultos, que en la mayoría de los casos anulan nuestra personalidad, y con ello nuestro propio yo. La forma generalizada del vivir con prisas, premuras, nuevos comportamientos sociales y económicos, hacen que nuestra cultura y civilización sean contradictorios, y tal vez exista la falta de un primitivismo interno en las personas, para que sepan discernir o separar hasta qué punto el ser humano actúa siempre como resorte o copia de lo que ve u oye, y nunca actúe por su propia iniciativa como consecuencia de su propia creación interna. Esto último sería la consideración del yo, como ser.

Para saber utilizar uno mismo el yo, hay que empezar a ser sincero con uno mismo. Para ser sincero con uno mismo, habrá que conocerse en los grados íntimos de su propia persona. Tanto en lo material, como en lo inmaterial. O también podríamos sintetizar lo tangible y lo espiritual.

Tendríamos que aprender a respetarnos a nosotros mismos, como seres unilaterales, para saber respetar y convivir con el resto de los seres. Genéricamente hablando, me refiero a la sociedad en general, a nuestros congéneres, hijos y familiares.

Es difícil respetarse a uno mismo. El humano, lo que conocemos como el “homo sapiens”, es la única criatura que genéticamente conserva en su interior los mismos instintos primitivos que nuestros antepasados de hace millones de años. Hay que empezar a luchar con ese primitivismo que sin darnos cuenta aflora en nuestras mentes, y a veces en nuestra conducta de forma instantánea e incontrolable.

Hay que saber discernir claramente el bien y el mal. Aunque congénitamente ya conocemos las dos ciencias. Obsérvese el comportamiento de un niño pequeño cuando, sin motivo alguno, pega o gatuña al más próximo. Está ofreciendo su instinto agresivo y habrá que corregir ese defecto innato. Si no se lleva a la práctica y el pequeño sigue con la misma conducta, ese niño llegará a ser de adulto una persona agresiva, sin poder determinar a priori su grado de agresividad.

La formación del humano está compuesta por los siguientes pilares para poder ejercer una acción práctica de favorecer lo contranatural de nuestras sinapsis:

Primero:

-Los padres constituyen uno de los pilares básicos para la formación de los adolescentes.

-El entorno donde se desenvuelve el adolescente.

-Los enseñantes o profesores.

-Las amistades.

-Y el comportamiento de la sociedad. (Usos y costumbres).

Lo conceptual, de lo enunciado, podríamos definirlo que llevado a la práctica es imposible su perfección, y por ello no se puede ejercer una fuerza que perfeccione al ser humano, en su periodo de formación, porque estamos hablando de algo tan sencillo como es genéricamente el comportamiento del humano. Hay padres que no pueden formar a sus hijos, porque ellos carecen de su propia formación interna. Son pilares vacíos. El entorno está supeditado, en principio, a la vivienda y el fundamento en general de la población donde residas. Los enseñantes sí son importantes. La educación son mimbres para los adultos. Por ello es fundamental la docencia.

Al parecer, esta conjunción de conceptos podría plantearnos la pregunta de la aparente relación de ¿qué tiene que ver todo esto para ser felices? Y yo respondo rotundamente; pues todo, y tal vez nada. Pero estas dos respuestas serían una incongruencia y hasta una metáfora sin sentido.

Hemos de recopilar datos, antes enunciados, para paulatinamente ir al meollo de cómo ser felices con nosotros mismos. Tendremos que prescindir de la retórica y, tal vez, un tanto de inicios metafísicos, pues no es esa la intención de esta charla.

He dicho en primer lugar: 

NO HABLAR NEGATIVAMENTE, Y EN VOZ ALTA DE TERCERAS PERSONAS, YA QUE NUESTRA VOZ SE QUEDA REGISTRADA EN NUESTRA MENTE. El pensamiento es fugaz y distinto. Los pensamientos negativos, y según su grado, pueden considerarse como los “pecados veniales del alma”. Nunca se dicen. Y los que dicen, que lo dicen, no dicen la verdad. Ni siquiera esas personas que salen en los medios de comunicación (televisiones, etc.) por ganar dinero. Esos dicen hechos circunstanciales.  

Las personas que por sistema hablan mal del prójimo, perjudicando la imagen de terceros, no pueden encontrarse bien consigo mismos. Son personas infelices.

Hemos comentado de las personas que nacen con esa “gracia” especial de ser felices por su propia natura. Que son los menos, pero existen. Y también he dicho que es un don, que ni se compra, ni se vende. Es cierto. Pero no es menos cierto que el humano debe de hacer los posibles para que exista un acercamiento para sí mismo, por el cual anímicamente su mente se aproxime a ese término de realidad que estamos desarrollando.

Hemos hablado de las influencias externas, tanto en el campo social, cultural y en las actividades que nos circundan. Que estamos en el siglo XXI de la era cristiana, y las influencias externas, en todos los órdenes, queramos o no, influyen directamente en nuestros comportamientos personales. Nuestras situaciones personales, tanto en lo económico, lo emocional y en el trabajo. No cabe la menor duda que son conceptos tan vulnerables e importantes que rompen la sintonía y el puzzle de la mente mejor asentada. Para ello habrá que recapitular muy detenidamente y en otra charla el sentimiento de la impotencia hacia estos imponderables, adonde en el capítulo de la organización económica se tratará detenidamente. Iremos paso a paso, sin mezclar estos conceptos para no desastibilizar el organigrama de lo conceptualmente a la persona tratada unipersonalmente con su identificación de su ser y por ende de su yo.  

La intromisión en nuestras vidas de los medios de comunicación con sus mensajes entra por nuestro ser sin darnos cuenta. La televisión con multitud de canales, al igual que las ondas de radio, nos envían mensajes que les interesan a ellos, en virtud del grupo político y económico patrocinador, pero lo entendible para el oyente es analizar fríamente si esas noticias le interesan a su persona; no admitir los mensajes porque sí. Eso nunca.

La red informática a través de Internet, y sus sistemas, han convertido un status denominado “virtual”. E incluso me atrevo a decir que la política con su globalización está entrando en la concepción del concepto de lo “virtual”.

Todo ello es aceptable en cuanto a su composición científica aplicada al campo de la investigación y el trabajo ordinario, tanto en determinadas profesiones, como en el empresarial. Es obvio, y permítanme que rompa un poco el hielo, diciendo que para consumir tomates, lechugas, y hacer una buena ensalada, la profesión del hortelano tendrá que existir, aunque agache el riñón, no tanto como antes, porque también tienen el auxilio de la nueva tecnología. 

La sociedad virtual es una evidencia. Ya no hablas con tu amigo, o amiga por teléfono. Simplemente te pones delante de la pantalla y a través de la “Webcam” de la pantalla de Internet se ven las caras y llevan una conversación sin moverte de tu casa. Lo mismo sucede con la familia y ese largo etcétera de ejemplos que podríamos poner.  

¿Qué sucede con los jóvenes? ¿Se esta fomentado un nuevo concepto de sociedad? Mi contestación tajante: Sí. Además, a pasos agigantados. Es evidente. De todo ello, a mí lo que verdaderamente me da respeto son los niños. La etapa de la niñez ¡es tan bonita! Representa la bondad, lo ingenuo, el descubrir las cosas de la vida paulatinamente. Les confieso, con modestia y humildad, que he escrito un cuento para niños, con un contenido pedagógico.  Eso sí, para niños que sepan leer bien. Quiero decir, que asimilen la lectura y su mente conceptualmente asocie lectura y hechos. El cuento comienza diciendo: Se trata de una familia ictiológica que vive en la orilla del río. Automáticamente aflora la sensibilidad de mi esposa, que, por ser pintora, será quien ornamente los dibujos adecuadamente al libro. Comentario: “Cariño, tendrás que cambiar el término “ictiológica” por el “de peces”. Los niños no conocen el significado de lo que has puesto». Es cierto, tengo que ponerme a la altura de la comprensión y sensibilidad de los niños. Reconozco el gran mérito que tiene el saber expresarse y pensar como los niños. Al final, he conseguido el cuento (No se lo digan a nadie, con la ayuda de mi mujer) y tengo verdaderos deseos de publicarlo; sinceramente gozo como un niño leyendo las travesuras de Gorki.

Observen cómo yo mismo estaba rayando la línea de la conducta con un proceder inadecuado. Por eso, comentaba anteriormente el temor que tengo con la etapa de la niñez. Hay que cuidarla y custodiarla. La especialidad de la docencia en esta etapa es la de mayor trascendencia y responsabilidad para que el niño se vaya transformando camino de la pubertad, despacio y sin prisas. Cuando veo y oigo que utilizan el ordenador a los cinco años para hacer los deberes, pienso si esas criaturas ¿sabrán escribir a mano cuando tengan diez años? Ahí es un campo de mucha moderación y equilibrio. El amor en la enseñanza de forma directa cautiva e impacta en el niño/a, recordando de adultos a la señorita Adela o al profesor Julián. El ordenador no tiene nombre; ordenador. Considero lamentable este tipo de conducta por ser un oprobio a la propia persona. Y digo lamentable, porque hay niños que están delante de las pantallas del ordenador, hasta doce horas diarias, los fines de semana, y hablan con otros niños, únicamente cuando van al colegio. No hacen vida social. Estos jóvenes están fomentando un nuevo concepto de sociedad. La sociedad virtual. Es una nueva situación que usted puede tener en su casa, sin darse cuenta, pero ahí está. Es una nueva concepción del sistema de vivir. Ante ello, saquen a sus hijos a pasear por los jardines. A tomar el sol, a jugar en los parques con otros niños. Actividades recreativas a la intemperie. ¡Háganlo por favor! Tiempo tendrán para descubrir las conductas del ser, como tal. ¡Ayúdenles a que sean felices! Sencillamente, son niños.

Volviendo al tema de los adultos, decíamos que en el siglo XXI, adonde nos llegan las noticias del mundo de forma rápida y alarmante, sobre todo si son taciturnas, para a continuación decir o pensar, que bien estoy en mi “casica”. Tampoco se trata de eso, siempre han sucedido en el mundo cosas buenas y cosas malas. Únicamente nos enterábamos de las noticias con menos rapidez. Ahora, lo vemos todo in situ. Ello puede constituir un agobio a las personas por la cantidad abrumadora de información que entra en tu mente. ¿Qué debemos hacer? Discernir o separar los temas en relación a su importancia. Así de sencillo. No debe influir en nuestro estado de ánimo la intensidad de noticias, sino la calificación de las mismas.

Soy repetitivo en los temas que merecen la consideración de importantes. Por ello, hemos comentado anteriormente, sobre los pilares de la formación de las personas. Yo sigo insistiendo que independientemente de la sociedad externa, existe la formación interna de la familia, y para mí, y estoy plenamente convencido, el cincuenta por ciento del éxito de la formación del ser está en el hogar. Otro aspecto a considerar es que los padres estén convencidos de que nos han educado bien, cuando en realidad no poseían los conocimientos suficientes para la adecuación y propósito de un buen fin. No hay que achacarles ni inculparles de ningún daño de conciencia. Simplemente, la mayoría de las veces no han sabido aconsejar o comportarse con el raciocinio apropiado, porque ellos tampoco lo poseían. Y como consecuencia de ello no ha habido el entendimiento suficiente para que existiese esa concordancia entre padres e hijos.

El dinero no forma a las personas. Ese es un mal endémico. Y el resto de completar la formación humana es un compendio de conceptos en el que también interviene el factor suerte, y algo muy fundamental como es el verbo del individuo. Dicho coloquialmente, ¿cómo es la persona en cuanto a sus valores intrínsecos?

Al principio he dicho dos frases muy importantes para que las personas seamos felices:

La primera: Hay que empezar a ser sincero con uno mismo.

La segunda: Tener que aprender a respetarnos a nosotros mismos.

Analicemos qué es ser sincero con uno mismo

Ser sincero con uno mismo es dificilísimo, pero no utópico. Comencemos por las mañanas al levantarnos de la cama. Lo primero que tenemos que hacer es gratificarnos a nosotros mismos por sentirnos y palparnos nuestro cuerpo, como ser, y el que pueda ver la luz del día dar gracias a su Dios, porque con dolores corporales o sin ellos tenemos un regalo nuevo; un nuevo día que nos incorporamos a compartir la vida del Universo y es entonces cuando el ser del humano, su yo, debe semejarse al jacinto. Esa planta, aunque pequeña, es erguida, bella y olorosa.

Pequeños, porque debemos ser modestos, fuertes en espíritu, aunque nuestros huesos estén curvos por el dolor. Y bellos y olorosos porque así debemos sentirnos frente a las miserias terrenales.

Medir nuestros conocimientos, para saber hasta qué punto puedes alcanzar las cotas de actividad, tanto en lo particular como en lo laboral, y en otros muchos aspectos de la vida. Matizando: Participar en todo, pero con prudencia de saber hasta donde puedes llegar sin perjudicar a terceros o a ti mismo, porque, en un momento determinado, puedes fomentar un protagonismo de algo que rebase tus conocimientos y propicie una situación, a veces silenciosa, frente a los demás que sin darte cuenta dañe tu persona e incluso tu credibilidad.

En momentos determinados, la modestia es buena consejera.

La modestia, en unión de la prudencia, la honradez y el buen hacer, tanto en el trabajo, como en el estatus social, es la semilla que a la larga propicia la cosecha de la consideración de los demás y la tuya propia. ¡Muy importante! Es lo que se dice sentirse tranquilo y bien con uno mismo. 

LA MODESTIA

La modestia no es ser pusilánime, ni muchísimo menos. Ni confundirla con la pobreza material. La modestia es el saber estar y el saber conjugar, en una muñeca llevar un reloj de oro, y en la otra un reloj de plástico, sin denotar o expresar cual de ellos tiene mayor valor económico, sino pensar que ambos cumplen un fin; utilizar la hora. 

La modestia es un medio entre la imprudencia, que no respeta nada, y la timidez, que ante todo se detiene. La modestia se muestra en las acciones y en las palabras. El imprudente es el que todo lo dice y todo lo hace en todas situaciones, delante de todo el mundo, y sin ningún miramiento. El hombre tímido y embarazado, que es lo contrario de este, es el que toma toda clase de precauciones para obrar y para hablar con todo el mundo y en todos los negocios; se siente siempre como trabado e impedido y no sirve para nada. La modestia y el hombre modesto ocupan el medio entre estos extremos. El modesto sabrá guardarse a la vez de decirlo y hacerlo todo y en todas ocasiones como el impudente, así como de desconfiar siempre y de todo según hace el tímido, que con tanta facilidad se desalienta. Así el hombre modesto sabrá hacer y decir las cosas dónde, cómo y cuándo conviene hacerlas y decirlas. (Según mi versión aristotélica y de Azcárate).     

LA PRUDENCIA.

La prudencia es una virtud de la razón, no especulativa, sino práctica: la cual es un juicio, pero ordenado a una acción concreta.

La prudencia nos ayuda a reflexionar y a considerar los efectos que pueden producir nuestras palabras y acciones, teniendo como resultado un actuar correcto en cualquier circunstancia. La prudencia en su forma operativa es un puntal para actuar con mayor conciencia frente a las situaciones ordinarias de la vida.

La prudencia es la virtud que permite abrir la puerta para la realización de las otras virtudes y las encamina hacia el fin del ser humano, hacia su progreso interior.

La prudencia es tan discreta que pasa inadvertida ante nuestros ojos. Nos admiramos de las personas que habitualmente toman decisiones acertadas, dando la impresión de jamás equivocarse; sacan adelante y con éxito todo lo que se proponen; conservan la calma aún en las situaciones más difíciles, percibimos su comprensión hacia todas las personas y jamás ofenden o pierden la compostura. Así es la prudencia, decidida, activa, emprendedora y comprensiva.

El valor de la prudencia no se forja a través de una apariencia, sino por la manera en que nos conducimos ordinariamente. Posiblemente lo que más trabajo nos cuesta es reflexionar y conservar la calma en toda circunstancia, la gran mayoría de nuestros desaciertos en la toma de decisiones, en el trato con las personas o formar opinión, se deriva de la precipitación, la emoción, el mal humor, una percepción equivocada de la realidad o la falta de una completa y adecuada información.

La falta de prudencia siempre tendrá consecuencias a todos los niveles, personales y colectivos, según sea el caso. Es importante tomar en cuenta que todas nuestras acciones estén encaminadas a salvaguardar la integridad de los demás en primera instancia, como símbolo del respeto que debemos a todos los seres humanos. 

El ser prudente no significa tener la certeza de no equivocarse, por el contrario, la persona prudente muchas veces ha errado, pero ha tenido la habilidad de reconocer sus fallos y limitaciones aprendiendo de ellos. Sabe rectificar, pedir perdón y solicitar consejo.

La prudencia nos hace tener un trato justo y lleno de generosidad hacia los demás, edifica una personalidad recia, segura, perseverante, capaz de comprometerse en todo y con todos, generando confianza y estabilidad en quienes nos rodean, seguros de tener a un guía que los conduce por un camino seguro.  

Cómo alcanzarla: 

El recuerdo de la experiencia pasada: Si una persona no sabe reflexionar sobre lo que le ha sucedido a él y a los demás, no podrá aprender a vivir. De esta manera la historia se transforma en maestra de la vida.

Inteligencia del estado presente de las cosas: El obrar prudente es el resultado de un “comprender” mirando la comprensión como la total responsabilidad, como el verdadero amor que libera de las pasiones para llegar al final de la vocación humana “el conocimiento”.

Discernimiento al confrontar un hecho con el otro, una determinación con la otra. Descubrir en cada opción las desventajas y las ventajas que ofrecen para poder llegar a realizar una buena elección.

Asumir con humildad nuestras limitaciones, recurrir al consejo de todas aquellas personas que puedan aportarnos algo de luz.

Circunspección para confrontar las circunstancias. Esto sería que alguna acción mirada y tomada independientemente puede llegar a ser muy buena y conveniente, pero viéndola desde dentro de un plan de vida, de un proyecto de progreso personal, se vuelve mala o inoportuna.

La experiencia es, sin lugar a dudas, un factor importante para actuar y tomar las mejores decisiones. Aprender o no es nuestra opción.  

LA HONRADEZ Y EL BUEN HACER

La virtud de la honradez es el honor ejemplificado en las vidas de las personas. La palabra honradez proviene de tener y practicar el honor con los bienes tangibles, intangibles o con la fama. Como la mayoría de las virtudes y valores humanos, está presente en nuestra propia naturaleza, conviene que los padres la desarrollen en sus hijos y les ayuden a ejercitarla en armonía con los demás. Una persona es honrada cuando concilia las palabras con los hechos, pues es una condición fundamental para las relaciones humanas, para la amistad y para la auténtica vida comunitaria.  

Los padres tienen que enseñar a sus hijos, desde que empiezan a tener raciocinio, la honradez, dando su propio ejemplo. Realizando bien las tareas familiares, haciendo responsablemente los trabajos en la empresa y las tareas voluntarias u obligatorias en la sociedad, para que los hijos comprendan que la honradez les proporcionará la felicidad y la tranquilidad que ellos necesitan para una feliz convivencia en la familia, en los estudios, trabajos y sociedad. La honradez, cuanto más se ejercita, más se convierte en costumbre, luego en hábito y después en virtud.  

La honradez debe mantenerse por encima de falacias, imposturas y falsificaciones. La mejor expresión de la honradez es mantener el derecho al honor propio y al ajeno, a la propia imagen y a la intimidad personal y familiar, que incluso está recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La honradez paga, a la corta o a la larga. Lo honrado, lo real, lo genuino y auténtico, la buena fe, se enfrentan en desventaja a lo deshonesto, a lo falso, a lo ficticio, etc. pero la honradez hace libre a las personas. La honradez, que expresa respeto por uno mismo y por los demás, se opone a la deshonestidad, que no respeta a la persona misma ni a los demás.

Las personas honradas siempre actúan con sinceridad, en base a la verdad y a la auténtica justicia, de forma genuina, auténtica y objetiva, expresando respeto por uno mismo y por los demás. La honradez produce confianza, sinceridad, verdad y apertura hacia los demás. Su propio ser y su yo, tienen que sentir un placentero bienestar espiritual. 

Aunque el sabio Diógenes, con un candil en la mano estuvo buscando a un hombre honrado y no lo encontró, no pierda Vd. la esperanza de localizarlo, pues hay millones. Yo conozco a muchísimos. ¿A que Vd. también?….. ¡Hum! Ya observo que lo pone en duda. En mi próxima charla sobre la economía actual, procuraré armonizar el compendio de todo éste engranaje de palabrería, que espero haya sido de su agrado.

Mientras, tenga en su casa un pequeño “jacinto”, lo sitúe entre la sombra y el sol, para contemporizar los extremos de la vida; sólo riéguelo con poca agua, y piense en lo antedicho, todas las mañanas de su vida.

Deseo entrañablemente que saboree el Cosmos del Universo, y cada día que amanezca sea un poquito más feliz. 

***   

Fernando Bermúdez. Graduado en Ciencias Sociales y Humanidades. 

Definitivo. Regalo de Navidad de una escritora para nuestros lectores

Hoy la Navidad trae un regalo a nuestro blog. El relato de una escritora, María Hidalgo Arellano, que ha querido compartir una historia con todos nosotros. Os dejo unas palabras suyas como presentación:

«Hace muchos, muchos años en un pueblo donde en invierno siempre huele a tierra mojada aunque no llueva nunca, un padre le dijo a su hija que no dejara de escribir. Ella fue profesora de lengua y literatura en el pasado. En el presente ayuda en la empresa familiar y es madre a tiempo completo. En el futuro, quizás, consiga escribir a rachas».

Adelante, amigos, y disfrutad de esta historia:

DEFINITIVO

El día que muera papá, mi casa dejará de oler a ralladura de limón. Se desmoronará la cal del patio blanco, poco a poco. Se resquebrajarán las baldosas por las esquinas y el suelo quedará como un mar de olas. Se nos olvidará que se vendimia a principios de septiembre el tinto fino, cuando la uva esté duz. Se acabarán los racimos, las viñas, los campos de olivos, los tomates maduros. No se recalará jamás el bizcocho. Nadie se atreverá a mezclar el sabor del flan de café con lágrimas. No se harán hogueras con sarmientos para asar chuletas de cordero ni veremos a nadie comerse la fruta con pan. No sabremos dónde se venderá el azúcar más barato ni compraremos huevos al por mayor. El día que muera papá, las puertas de mi casa empezarán un lamento de chirridos eternos. Nadie untará con aceite las bisagras. Los libros se volverán amarillos, casi de cartón-piedra. Seremos incapaces de releer Señora de rojo sobre fondo gris porque se nos escurrirán las palabras de las páginas. Seremos también incapaces de quemar los libros en un fuego devorador. Y los dejaremos en la estantería de siempre, de adorno. Vaciaremos el armario de cuatro jerséis, dos pantalones y un pijama de invierno. El mejor traje, supongo, se lo llevará a la tumba. El día que muera papá me quedaré vacía, como su habitación. Habrá eco entre los muebles desnudos, el espejo y el colchón marcado con la forma de su cuerpo. Habrá eco en mi cabeza porque solo escucharé su voz repetida. Y no la podré borrar. Y la oiré cuando esté lejos de allí y cuando vuelva. Y cerraré los ojos porque en el fondo lo que querré será oírlo cada día, cada hora. Y tendré mucho miedo a olvidar cómo sonaba su voz. El día que muera mi padre quizás comeremos lentejas. Un guiso insípido porque le faltará sal. Pero comeremos con prisas, por obligación, sin hambre y sin ganas. Nos sentaremos alrededor de una mesa triste e intentaremos agarrarnos al único pilar que quedará en pie: quizás será mi madre, quizás algún hermano. El día que enterremos a papá deberá ser un día lluvioso, plomizo. Necesitaré notar la humedad entrando por la punta de los dedos y recorrerá con escalofríos cada milímetro de mi piel. El día que entierren a papá veré a mi hija, por primera vez, llorar en serio. Se atragantará con sus propios fluidos y se le hará imposible imaginar el resto de su vida sin su abuelo. Y la abrazaré y notaré en ese momento que me echa en cara sin decírmelo toda una ristra de rencores que se resumirán en uno: “no te has dado cuenta de que se moría el abuelo, de que quizás estaba enfermo”. El día que entierren a papá cogeré a Jaime en brazos para que vea el cuerpo sin vida porque me pedirá al oído darle un beso al abuelo. Y después, en la oscuridad de la casa, al volver del cementerio, me confesará haber notado su cara como un trozo de mármol, “como las piedras del baño, mamá”. Y yo lo cogeré de la mano y lo llevaré al salón. Le enseñaré fotos antiguas y disimularé mis lágrimas. Él se dará cuenta de mis lloros y me dará un abrazo caliente. El día que muera papá llevaré un jersey que no me volveré a poner nunca más. Me prometeré a mí misma que no borraré su contacto del móvil y sabré, en ese momento, que llamaré el día veinticinco de cada mes durante el resto de mi vida. Me enfadaré si algún día me contesta alguien que no sea él. El día que enterremos a papá iré cerrando puertas. Primero la de su habitación. Me costará volver a entrar y tardaré meses en hacerlo. Y cuando lo haga veré a mi padre muerto en la cama, sin hablar, sin sentir, sin querer. Cogeré un pañuelo de su mesita y lo esconderé en mi bolsillo. Será mío para siempre. Después cerraré la salita, la trastera y el comedor.  Cogeré también un bote de cristal, un frasco pequeño e intentaré meter en él toda la esencia de mi vida: los abrazos en el sillón orejero, las comidas en el campo, el olor a lumbre, la mirada, el perdón, los rezos nocturnos, el sabor de las gachas o los cielos de verano. Lo taparé con un corcho y me dará pánico abrirlo más tarde por si me quedo vacía de golpe, por si me absorbe la vida. La noche que vendrá, cuando por la entrada de casa entre un viento helado y paralizador, bajaré a verlo morir. Le tocaré la mano todavía caliente y le susurraré que no tenga miedo, que se vaya tranquilo, que mis hijos, los otros, los muertos, lo esperarán en la entrada del Cielo. Pero no me contestará.

Mi casa quedará vacía, aunque llena de gente. Y se irá a otra casa para siempre. Y no me gusta como suena “siempre” porque cuando muera papá me daré cuenta de que la vida no es eterna, no ésta. De que el camino, es verdad, tiene un final y no lo querré ver. Y me encerraré en cualquier baño a gritar. Dejaré por la escalera un mechón de pelo detrás de otro. Y se formarán en los recovecos bolas de pelusas inmensas.

Mi padre morirá y mi casa solo olerá a él.

María Hidalgo Arellano

Imagen: Alejandra Hidalgo Arellano

A orillas del Rin

Por Vanesa Sánchez Martín Mora

Vanesa Sánchez Martín Mora es nuestra invitada de hoy con un precioso relato: A orillas del Rin.

Este relato lo publicó, hace dos años, en la antología solidaria «Canfranc. Relatos de ida y vuelta», en beneficio de la Asociación AlMa, que trabaja en favor de los niños con discapacidad física e intelectual severa, y de sus familias.

Vanessa, bienvenida de nuevo a Mocade, y gracias por compartir este relato con nuestros lectores.

A orillas del Rin

Por fin mamá fue valiente y me compró el libro, sabiendo que le iba a costar una disputa con papá porque no le gustaba que me consintiera. Yo no lo consideraba un capricho. Les decía mil veces que eran referencias para cuando yo escribiera mis propias obras literarias, pero la realidad era que escuché a una profesora que lo había leído y no se había enterado de nada; me entró curiosidad.

Durante la cena, papá nos puso al día de todos los soldados que se había encontrado en la ciudad, que la gente estaba preocupada porque no pintaba nada bien la cosa. Se escuchaba, ya entonces, que a los judíos los estaban llevando a campos de concentración, y papá decía que acabaríamos abandonando Praga algún día.

Me subí a mi cuarto sin tomar postre. Le dije a mamá que el puré me había dejado la barriga bastante llena, pero era mentira.Subí porque estaba deseando leer “La Metamorfosis» de Franz Kafka. Estaba tan ansiosa por saber de qué trataba, que no pude comer el pastel de zanahorias, con todo lo que me gustaba. Hasta mi hermana Sophie se extrañó. Siempre nos estábamos peleando por comer un poco más.

A la mañana siguiente, después de leer el relato de Kafka, me desperté con ganas de ir al nuevo cementerio a visitar su tumba y decirle, al pobre, que me había gustado mucho y que sí que la había entendido, pero, al poner los pies en la calle, vi una avalancha de gente que venía en mi dirección. Varios soldados estaban reclutando a judíos, y sabía que lo eran porque nos obligaban a llevar, desde hacía unos años, una estrella amarilla de seis puntas cosida a la altura del pecho. Había gente que temía llevarla y que les pudiese pasar algo. A mí, en cambio, me gustaba. Estaba muy orgullosa de mi familia y de ser judía.

El caso es que no pude ir al cementerio. Papá tiró de mi brazo con tanta fuerza que casi me lo disloca. Dijo que no se podía salir de casa, pero él salió con la excusa de que iba a buscar una vía de escape. No entendía entonces para qué queríamos escapar, si en Praga se vivía muy bien.

Unas horas más tarde entró en casa como un cachorrillo asustado, y menos mal, porque, de no ser así, se habría dado cuenta de que había cogido uno de sus libros que me tenía prohíbo leer porque era para adultos.

—Tenemos que hacer las maletas, pero coged solo cosas necesarias. Martha, nada de libros, son muy pesados y ocupan mucho espacio.

—Pero papá, yo no puedo vivir sin los libros, me moriré si no leo y también me moriré si me voy de Praga. ¿Por qué tenemos que irnos tan rápido?

—No puedo deciros mucho más ahora. Haced las maletas. Nos vamos en dos horas.

No estaba dispuesta a salir de allí sin libros, y menos a no llevar conmigo mi cuaderno verde y la pluma que me trajo de España la abuela en su última visita.

—Martha, cariño, —dijo mamá al entrar en mi cuarto—. ¿Te ayudo a cerrar la maleta? —Pero no quería que viera lo que llevaba y me senté encima para terminar de cerrarla.

—No, gracias.

La estación de tren estaba llena de gente. Había muchos niños llorando y asustados. Muchas personas despidiéndose de sus seres queridos. No entendía por qué se despedían y no se iban todos juntos si era cierto que corríamos tanto peligro.

De repente, se oyó un silbido muy fuerte, a continuación, la gente empezó a chillar y a correr como loca. Sin sentido. Papá dijo que no entráramos en pánico, que nos agarrásemos fuerte de las manos para no perdernos entre la multitud. Avanzamos unos pasos, pero era imposible no chocarse con la gente. Un señor alto sujetó a Sophie del brazo.

—¡Suelta a mi hermana, imbécil!

—Aparta, mocosa. Tenemos ordenes de enviaros a Auschwitz y vais a venir todos conmigo.

Papá tiró de nosotras y echamos a correr hacia el pelotón de gente que se estaba concentrando en el medio.

—Pero papá, yo no quiero que ese soldado nos lleve a Auschwitz.

—Mezclaos con la gente mientras busco un sitio por el que no nos vean abandonar la estación, ya veremos luego a donde nos dirigimos. Lo que está claro es que estos trenes solo tienen un destino.

Papá se dio la vuelta, buscando con desesperación y, justo cuando un señor levantó la mano llamándolo, el soldado vino de nuevo, pero esta vez con refuerzos.

—Suban todos al tren, es una orden.

—¿Y quién lo ordena? —le solté de golpe.

—Cariño —dijo mamá mientras me tapaba la boca—, no seas desobediente.

—Suban todos al tren, es una orden. —Y esa vez estaba mucho más enfadado.

Caminamos en dirección a los vagones y no dejé de mirar a papá. No comprendía como él se había podido quedar callado, y por qué no estaba buscando esa vía de escape.  Era muy extraño verlo hacer caso de lo que decía un soldado nazi, pero no quise decir nada por si era parte de su plan para escapar.

Los vagones eran oscuros, no tenían ninguna ventana. El suelo estaba lleno de paja y olía a pis de rata, como en aquella granja que visité en una excursión del colegio. No dejaba de subir gente, aunque apenas cabían más personas. Cuando entramos, algunos estaban sentados en el suelo, pero empezaban a pisotearlos y era mejor ir de pie.

—Papá, ¿qué hacemos aquí, a donde nos llevan? —preguntó Sophie.

—No te preocupes, cariño, cuando lleguemos a ese sitio podremos coger otro tren a donde queramos. ¿Dónde os gustaría ir?

Intentaba que no tuviésemos miedo, yo sabía que estaba mintiendo porque siempre que lo hacía se daba pequeños pellizcos en la barba. Mamá se quedó muda con nosotras, solo hablaba bajito al oído de papá y asentía de vez en cuando, eso sí, casi me rompió la mano de tanto apretármela.

Junto a nosotros había un señor que no me quitaba ojo desde que subió al vagón, de vez en cuando se le caía una lágrima. Sí, solo una lágrima, parecía como si el otro ojo no le funcionase. Me daba un poco de vergüenza preguntarle si necesitaba algo, no quería ser impertinente otra vez y que papá me regañase, pero es que me daba tanta lástima…

—¿Está enfermo, señor? —solté de repente y sin poder evitarlo.

—Te pareces mucho a mi nieta, ¿sabes? Ella murió hace unos meses mientras jugaba en el parque. Un soldado le disparó por intentar proteger a su madre. Quisieron enviarla a un campo de concentración y ellas se negaron. Tenía solo nueve años.

—Lo siento mucho.

—Ojalá tú tengas más suerte, pequeña.

—Disculpe —dijo papá—, no va a morir nadie. Deje de asustar a las niñas.

—Ojalá todos tengamos más suerte —dijo el señor mientras nos daba la espalda.

El camino se nos hizo mucho más largo de lo que realmente fue. Era asfixiante tantísima gente en un vagón para ganado y sin ventilar. Los inviernos en Polonia eran muy duros, lo pudimos comprobar durante el viaje, ya que íbamos mirando por una ranura que había en el suelo del vagón, por la que entraba un frio horrible.

Papá no habló durante el trayecto, y tampoco separaba sus pies de aquella ranura del suelo, pero entonces no sabíamos de sus intenciones.

—Tengo muchísima sed, me muero de sed —dije de repente— si no paramos pronto se me va a quedar la garganta tan pegada que me asfixiaré de todos modos porque no entrará aire a mis pulmones.

—Sirves para el teatro —dijo Sophie, cruzándose de brazos. Estaba graciosa cuando fruncía el ceño—. Eres una teatrera.

No pude más que reírme, aun corriendo el riesgo de que se me pegase la garganta, pero entonces papá sacó una cantimplora de su macuto y me dio un sorbo.

Papá seguía callado y eso ya me estaba pareciendo demasiado extraño. Me di cuenta de que mamá lo miraba por el rabillo del ojo, pero ella tampoco se atrevía a decir nada. De pronto, el tren se paró y se escuchaba cómo los soldados de fuera daban voces a los pasajeros que iban bajando. Les decían a los hombres que se pusieran a un lado y a las mujeres y niños, en el otro. No tenía ni idea de porque los separaban. En ese momento papá arrancó la madera por la que habíamos estado mirando todo el camino y nos ordenó que saliéramos por ahí.

—Rápido, chicas. No sé dónde estamos exactamente, pero si no nos reunimos aquí en el día de hoy, nos encontraremos en París. En este macuto lleváis todo lo que necesitareis para llegar a Francia.

No me lo podía creer. Con apenas doce años que yo tenía y los quince de mi hermana, nos vimos solas en aquella situación. No sabíamos que hacer, si mis padres conseguirían escapar pronto o deberíamos refugiarnos cerca de aquel lugar para no perdernos. ¿Cómo íbamos a llegar nosotras solas hasta París, si nunca habíamos salido de Praga? Pero saltamos. No consiguieron atraparnos, estuvimos escondidas en el hueco de una tubería de la que salía un hilo de agua. Sophie dijo que allí no nos buscaría nadie, que por el mal olor que desprendía no buscarían ahí. Y acertó.

En el macuto que nos dio papá en el último momento, justo antes de escurrirnos por entre aquellas maderas, había provisiones, agua y algunas chocolatinas por si nos daban bajadas de azúcar, era lo que siempre llevábamos durante las excursiones. Y eso fue lo que comimos durante esos dos días que estuvimos escondidas. También llevábamos el dinero de papá y una foto donde salíamos los cuatro. Es el único recuerdo que tenemos de aquella época.

Ya nos habíamos planteado salir de aquella tubería cuando Sophie arranco a llorar:

—¡Calla boba!, que nos puede escuchar alguien.

—Me da igual, Martha, tengo mucho miedo. No sabemos qué les han hecho a nuestros padres ni qué nos harán a nosotras cuando se enteren de que nos hemos escapado.

—Saldremos de aquí cuando caiga el sol. Nadie nos verá porque nadie sabe que estamos aquí.

Tardé un rato en tranquilizarla, parecía yo su hermana mayor. Yo también tenía muchísimo miedo, sobre todo después de escuchar a escondidas una conversación entre mis padres en las que papá decía que en sitios como aquel solo llevaban a las personas para exterminar la raza judía, que las metían en una cámara de gas y acababan con miles en unos minutos.

—Ten más cuidado al pisar, si sigues haciendo tanto ruido nos acabarán descubriendo y nos matarán —dijo Sophie cuando nos pusimos en marcha.

—No puedo andar de otra manera, parece que todas las ramitas que hay en el suelo me tocan a mí, ¿acaso crees que lo hago queriendo?

—Pues mira bien donde pisas, Martha.

—Mira bien donde pisas, mira bien donde pisas… por qué no vas tú la primera, listilla.

—Porque tú eres quien sabe a donde tenemos que ir.

—Para eso sirve la geografía que estudiamos en el colegio, se nota que no eras aplicada en esta materia.

—Vale ya, Martha. Estamos muy cerca de algunas casas y nos podemos topar con alguien. Tal vez hayan dado aviso de que dos niñas andan solas por el mundo y nos estén buscando.

El frio de noviembre en Polonia era demoledor. Aun quisimos caminar un poco más y alejarnos lo suficiente para buscar un sitio seguro donde dormir cuando empezase a amanecer. Habíamos decidido que avanzaríamos también de noche para no correr riesgos. En mi cuaderno, tracé una línea y anoté todos los sitios que recordaba del mapa que nos encontraríamos entre Polonia y Francia, era la única forma que se me ocurrió para saber hacia dónde dirigirnos sin perdernos; añoré mi casa por un momento. Habíamos sido unas niñas tan felices allí que aún duele pensar en la forma que tuvimos que abandonar nuestras vidas.

Estuvimos durmiendo en graneros, nos acurrucábamos cerca de las gallinas para entrar un poco en calor y por la mañana cogíamos uno de sus huevos para desayunar. No estaban tan ricos como las tortitas de maíz con cacao de mamá, pero nos mantenía nutridas. Nos encontramos con varias personas que nos ayudaron, e incluso nos dieron prendas limpias. Corrieron riesgos ocultando en su propiedad a niñas judías que los nazis buscaban, pero sabían que era lo correcto, que el mundo estaba de nuestro lado, aunque la voz de los nazis se hiciera notar mucho más.

Dos semanas después de lo que les pasó a nuestros padres, llegamos a la frontera entre Alemania y Francia. Estábamos en Khel y teníamos que cruzar el Rin en barca, era la única manera viable de entrar en Francia, pero entonces sucedió algo: cuando inspeccionábamos el puerto, por si encontrábamos a algún marinero que nos ayudase a cruzar el río, alguien nos sorprendió por detrás. Era la policía alemana, soldados de la SS.

Nos ataron las manos y nos metieron a la fuerza en la parte de atrás de una camioneta. Yo me quedé bloqueada, sin saber qué hacer o decir. Poco importaba ya todo lo que habíamos conseguido, y por mucho que Sophie llorase no iban a soltarnos. Nos habían capturado.

El lugar a donde nos llevaron era mucho más siniestro y oscuro que el vagón que nos transportó a Auschwitz. Había barro por todas partes, la gente vestía con un pijama de rayas solamente y estaban esqueléticos; si no morían de hambre morirían de frio —aquello era una locura—.  Nadie podía aguantar mucho tiempo en esas condiciones.

Sophie estaba muda desde que habíamos llegado, no conseguí sacarle ni una palabra, tampoco la gente que se acercaba a nosotras para ayudarnos. Nos destinaron a un barracón donde había adultos y niños. Eran familias enteras o casi enteras, nosotras estábamos solas en el mundo. Solas y atrapadas en un campo de concentración del que no recuerdo su nombre porque solo estuvimos un día. Nuestro destino final era el campo de exterminio de Treblinka, o eso era lo que nos decían los soldados de la SS cuando nos capturaron.

—¿Sois las fugitivas de las que habla todo el mundo? —Aquel niño rubio de ojos verdes, tenía en su mirada una chispa de esperanza—. Tenéis que enseñarnos a escapar de aquí.

—¿Has venido con tus padres o tampoco sabes lo que les ha pasado, como a los nuestros? —pregunté con rapidez.

—¡Discúlpate, Martha! —hablo por fin la muda de mi hermana—. No tienes ningún derecho a ser tan bruta con la gente, no aprendes a mantener la boca cerrada ni en los peores lugares del mundo. Perdónala, su nombre debería ser impertinente —se dirigió al chico.

—El mío es Noah, y mi mamá ha muerto. Fue hace unos meses, justo antes de que nos capturasen los soldados de la SS. Ella tenía una enfermedad del corazón, y un día no despertó…, sin más. En parte mi padre y yo nos alegramos de que muriese en nuestra casa, pudimos enterrarla en el cementerio, no como a la gente de aquí. A ellos, cuando mueren, los amontonan en una fosa y cuando hay muchos directamente los queman. He visto como lo hacen…

—¡Venga ya! Nadie hace eso…

—Te lo puedo enseñar si quieres —contestó nada orgulloso.

Después de comprobar que Noah no mentía, me dieron ganas de asesinar a aquellos soldados con mis propias manos.

Aquella noche, después de haber visto la fosa de personas derretidas, no podía sacarme esa imagen de la cabeza, eso y el hedor a carne chamuscada que se respiraba a todas horas.

—Tenemos que escapar de aquí, Sophie, antes de que nos lleven a Treblinka. Si aquí queman a las personas después de dejarlas morir, que no nos harán donde quieren llevarnos.

—Eres muy ignorante a veces, Martha. ¿Crees que alguien puede escapar de un sitio así?

—Pues seremos las primeras. Ya casi lo conseguimos una vez.

No sabíamos cuando seria nuestro traslado a Treblinka, por lo que no podía desperdiciar ni un minuto sin trazar un plan para escapar de allí. Fui hasta la cama de Noah y le pregunté si podíamos salir para ver las estrellas. No se me ocurrió otra cosa.

—Pero si en invierno no se ve el cielo, siempre hay nubes o está lloviendo.

—¡Venga, vamos, quizás tengamos suerte esta noche!

Aquel niño era mucho más inocente de lo que podía parecer yo, y me siguió sin rechistar. Estaba casi segura de que se conocía el terreno mejor que nadie y le dije que me enseñase el lugar más fácil por el que escapar.

—¿Lo dices en serio?

—No puedo seguir aquí ni un segundo más, necesitamos escapar antes de que acaben con nuestras vidas. Dime, ¿algún agujero en la alambrada por el que salir sin que nos vean?

—¿Bromeas?, ¿un agujero? Perdona, pero yo no buscaría nada de eso. Hay un camión que viene cada día y se lleva las pertenencias de los que mueren. Se escucha que lo venden en mercados clandestinos. Yo, si fuese vosotras, me subiría a uno de esos camiones para salir de aquí sin ser vistas. Es un plan que he pensado muchas veces, pero mi papá está muy débil y nos pillarían a la primera. Por eso seguimos aquí, no quiero abandonarlo.

Lo interrogue durante los siguientes veinte minutos. Necesitaba toda la información posible para saber cómo y cuándo actuar; después, salí corriendo a decírselo a Sophie, quien tardó demasiado en darse cuenta de que iba totalmente en serio.

Eran las siete de la mañana cuando aquel trasto viejo que Noah llamaba camión entró humeando y paró justo donde dormían los soldados de la SS, en la parte de atrás de la cocina donde guisaban para ellos. Nuestra cocina estaba en el propio barracón y allí solo se preparaba un puchero con caldo caliente para todo el mundo.

El caso es que solo contábamos con unos minutos para hacernos hueco en aquel montón de chatarra. Noah estaba vigilando para que nos diese tiempo de subir al camión o entretener a los soldados si era necesario. Echamos a correr una vez se bajó el conductor y nos escondimos tras unos sacos de patatas mientras cargaban la mercancía que saldría de allí con nosotras. Sophie me agarraba de la mano tan fuerte que por fin pude sentirla caliente en muchos días.

—No te vayas a echar a llorar que te conozco, y nos van a pillar si te oyen.

—No, no voy a llorar, solo estoy nerviosa y orgullosa a la vez. Eres muy valiente —me dijo—. Ojalá nuestros padres pudieran vernos. Estarían orgullosos de nosotras, sobre todo de ti, Martha.

Y entonces me eché a llorar yo. Los echaba tanto de menos… Y me dolía, me dolía pasar por todo aquel sufrimiento y no tener la recompensa de volver a abrazarlos algún día.

—Deja de llorar, renacuaja, y corred a ese camión a la voz de ya si queréis salir de aquí vivas. —Se me quedaron los ojos como platos al escuchar esa voz tan potente y desconocida. Era la cocinera, había salido a fumar un cigarrillo y no nos habíamos dado cuenta de ella, en cambio, aquella señora había captado nuestras intenciones con solo un gesto.

Y al mirar hacia la chatarra de color verdoso que empezaba a rugir como un tractor, supe que era el momento de echar a correr. Le hice señas a Noah para que se decidiese a venir con nosotras, pero negó una vez más con la cabeza, rechazando una plaza hacia la libertad.

Subimos de un salto a la parte trasera de aquel camión y nos ocultamos detrás de unos sacos de tela. Aún no habían terminado de cargar la mercancía, pero la cocinera entretuvo a los soldados pidiéndoles fuego para que nosotras pudiésemos asegurar nuestra plaza en aquel trasporte.

Y, de pronto, oímos el portazo que dieron al cerrar el camión y pudimos sentir el fuerte traqueteo por los baches que se habían formado por la lluvia que horas antes habíamos sufrido al llegar allí.

—Ya queda poco, hermanita. Pronto estaremos de camino a París y allí decidiremos que hacer.

—¡Alto! —oímos de pronto—. Abran de nuevo las puestas del camión. —Y frenó en seco. Sentimos como se abrían las puertas y el peso de que alguien había subido. Era nuestro fin—. Maldita sea, menos mal que esta aquí, enganchado en un saco. Si llego a casa sin el reloj mi mujer me mata. Dice que le costó carísimo y yo no lo pongo en duda…, ni me atrevo. —Todos rieron al unísono y las puertas del camión se cerraron de nuevo. Ahora sí, nos íbamos de verdad.

No sabíamos cuál era el destino de aquella mercancía, pero no tardamos más de tres días en descubrirlo. Nuestras fuerzas eran mínimas, si no salíamos para beber y comer algo moriríamos allí mismo, sin testigos.

Estábamos en el puerto de Somport, en la frontera entre Francia y España, fue lo primero que leí cuando salimos de aquel cubículo que nos había mantenido ocultas todo el viaje, y en el que tuvimos que hacer nuestras necesidades a pesar de la vergüenza. De nuevo echamos a correr hacia la parte abandonada de aquellas vías de tren.

—¡Alto, niñas! —oímos a nuestra espalda—, ¿no querréis que os pillen?

—Usted…, ¿no va a delatarnos?

—¿Delataros?, no. Llevo semanas esperando vuestra llegada. Perdí la esperanza cuando os capturaron en la frontera de Alemania con Francia; pero, hace tres días, mis compañeros me dijeron que las niñas que habían sido atrapadas a orillas de Rin habían logrado escapar de nuevo en un camión de la SS, y supe que vendríais hasta aquí. Venid conmigo, soy amigo de Gabriel, vuestro difunto padre,

No sé aun si fue el miedo a continuar solas o escuchar el nombre de nuestro padre lo que nos hizo seguir a aquel señor, pero lo hicimos. Un rato después, ya a salvo de miradas, nos dijo que a nuestros padres les habían disparado en cuanto alguien les contó a los soldados de la SS que habían ayudado a huir a dos niñas, y que él era la vía de escape de papá, que nos sacaría de aquella tortura que entonces llamaron guerra, pero que sin duda era lo que hoy en día se conoce como Holocausto.

Resultó que aquel camión transportaba oro que los alemanes ofrecían a los españoles a cambio de Wolframio, y aquel señor era participe de aquel trapicheo solo como tapadera. Su misión desde hacía mucho tiempo era ayudar a los judíos a viajar hacia la estación de Canfranc, hacia la libertad. Y nosotras llegamos allí el 31 de diciembre de 1942, en el tren de la seis de la tarde. Allí estaban nuestros abuelos, esperándonos para llevarnos a casa.

Vanesa Sánchez Martín Mora

Imagen: Pixabay

Reseña de Dame mi nombre

Iciar de Alfredo, autora de la novela «Por qué lloras», nos deja hoy una emotiva reseña de la novela de Adela Castañón, «Dame mi nombre». Es una gran alegría compartirla hoy con todos nuestros lectores. ¡Gracias, Iciar!

Orcas en mi piscina

Conocí a Adela en la Escuela de Escritores de Madrid, donde cursamos juntas un itinerario de novela de varios años y algún otro curso. Semana tras semana, escribíamos los ejercicios y los compartíamos, con tanto miedo como vergüenza, con el profesor y los compañeros. Tengo que confesarlo: me encantaba que le tocase comentar el mío. Aparte de encontrar todos y cada uno de mis puntos flacos, siempre me arrancaba alguna carcajada. Adela es divertida y generosa a partes iguales. Dedica al ejercicio del compañero un montón de tiempo, lo destripa y le da la vuelta. Como ella misma dice, se pone sus gafas de bruja y se lanza al mar. La dulzura de sus palabras, la exactitud y originalidad de sus comparaciones hacen que tu corazón se abra en canal y que, según vas leyendo sus opiniones, pases de la emoción a la risa en un segundo y acabes con dolor de costillas y los ojos llenos de agua. Y, sobre todo, comprendes que tiene razón. Lo hace tan fácil que te preguntas: Pero ¿cómo no me he dado cuenta yo antes?

Tengo que confesarlo: no tengo la menor idea de cómo escribir una reseña, solo soy capaz de decir si algo que leo me gusta o no; no puedo más que hablar de lo que ha significado para mí Dame mi nombre, un proyecto que nació durante el segundo año del Itinerario de Novela y que se ha convertido en toda una novela. He visto brotar ese libro desde sus primeras páginas; Juan Luis y Verónica, Ana, Andrés y Pablo son también buenos amigos míos. Adela los creó, les dio vida y, después de que escribiera la palabra «fin», los hemos desmenuzado juntas hasta dejarlos bien guapos. Son personajes que pertenecen a dos familias normales que tienen problemas normales, que se meten en líos, discuten y también ríen. Entre ellos se va tejiendo una historia llena de ternura que se entrelaza, se une y se separa; una historia tan cercana que el lector podrá reconocerse en cada pasaje. Es una historia cotidiana con la que es muy pero que muy fácil identificarse.

Dame mi nombre es Adela en estado puro. Tiene su misma sensibilidad y, al mismo tiempo, su fuerza. Los personajes se deslizan por tu cabeza sin que te des cuenta. Las tramas son suaves y avanzan con precisión, como el mecanismo de un reloj, que se intuye pero que no se ve. Tal y como ella misma dijo en la presentación del libro, el lector no encontrará grandes misterios, una acción trepidante o una historia épica, sino otra sencilla, con personajes cercanos con los que podrá identificarse sin problemas. Además, está tan fenomenalmente escrita e hilada de forma tan sutil que te cogerá de la mano en las primeras páginas y no te soltará hasta que llegues al fin. Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Lo he leído varias veces y esta última casi del tirón. No he tardado ni quince días en hacerlo, y eso, para mí, es un suspiro.

Por si eso fuera poco, tengo que reconocer que lo pasé pipa como lectora cero de este libro. Eso fue lo mejor de todo. Leer el borrador me permitió estar cerca de Adela y poner en práctica mucho de lo que aprendimos en la Escuela de Escritores año tras año. Y, es curioso, pero hemos tronchado de risa al darnos cuenta de que solemos cometer errores similares. Por ejemplo, las dos explicamos las cosas hasta la saciedad. Uno de nuestros profesores, el inolvidable Fernando, solía decirnos que, con tantas vueltas y revueltas sobre un mismo tema, no hacíamos más que tomar al lector por imbécil. Pues bien, si no fuera por las correcciones de Adela, en mi libro yo habría escrito unas tres o cuatro páginas para explicar lo que es un kraken y también para describir cómo nadan en la piscina los bichos buzo, aclaraguas, barqueritos, garapitos o como quieran llamarse. Nunca olvidaré su comentario: «Hija, ni que hubieras encontrado orcas en tu piscina».

Adela es así, tiene una forma muy original de convencerte de que algo no va bien. Y lo hace de inmediato. De verdad, creo que en Dame mi nombre ella sí que lo ha logrado. No he encontrado una sola orca en su piscina. Y, además, puedo decir que me ha entusiasmado su libro, más si cabe que la primera vez que lo leí.  

Si quieres conocer alguno de sus relatos, puedes hacerlo aquí: http://www.letrasdesdemocade.com

Si te apetece leer Dame mi nombre, puedes comprarlo aquí.

Iciar de Alfredo

Imagen: Pixabay

Tardes en la estación. Por Vanesa Sánchez Martín-Mora

Hoy nos visita de nuevo Vanesa Sánchez Martín-Mora. En las redes se define como «Escritora, ilustradora y mamá de Martina», y en las tres facetas brilla por igual. Este relato que ha querido compartir en Letras desde Mocade es buena prueba de ello. Bienvenida, Vanesa, y aquí tienes tu casa.

TARDES EN LA ESTACIÓN

Sam, era un niño de nueve años, pelirrojo, de profundos ojos verdes y la cara salpicada de pecas. Su madre lo peinaba cada día marcándole la raya en el centro y minutos después Sam lo alborotaba de cualquier forma porque decía que con ese peinado los niños se reían de él. Siempre llevaba la ropa limpia, los zapatos brillantes y olía a jabón de violetas que su abuela Ruth hacía en casa.

—¿Qué haces cada día en la estación, cariño? —preguntó Anna, su madre.

—Bueno, observo a las personas y luego invento historias sobre ellos.

—¿Eso es lo que haces todo el tiempo, escribir?

—Sí, a veces llega el viejo Bobby y comparto con él mi merienda. Al pobre le quedan solo cuatro dientes ¿sabes? Mastica fatal el chocolate.

—¿Bobby?, ¿quién es Bobby? —dijo Anna preocupada.

—Ah, es el perro del guardia. Es muy viejo para jugar; se queda dormido por todas partes. Solo sabe roncar.

   Mientras Anna sonreía por la charla con Sam, lo agarró por los hombros para darle un beso en la frente, ponerle bien las mangas de la camisa y un fallido intento por volver a peinarlo. Le dijo que no volviese tarde para la cena, pues prepararía espaguetis, pero Sam no la escuchó. Había echado a correr.

   Eran las cuatro de la tarde cuando Sam llegó a la estación ferrovial. El tren de línea Paris-Lyon, tenía prevista la salida a las cuatro y media. Como cada día, el pequeño era fiel a su cita para ver partir aquella máquina de grandes ruedas. Él nunca había salido de la ciudad, pero había muchas personas que sí, que iban y venían a todas horas. Y él envidiaba a cualquiera que lo hiciera.

   Sam sacó de su cartera verde un cuaderno y varios lápices, también sacó un trozo de pan y una onza de chocolate que colocó de forma ordenada a su lado izquierdo, y un trozo de tela bien doblada que usaba para amortiguar un poco la dureza del suelo. Se sentó en el mismo lugar de siempre, en el andén, junto a una papelera.

   Faltaba poco para que el tren se pusiera en marcha, ya se notaba el traqueteo de los zapatos de los caminantes cuando se escuchó el silbato que lo anunciaba. El tren se iba. Vio subir a mucha gente después de ver bajar a otras tantas que, a veces, llegaban a chocar por las prisas.

—Hola, pequeño —dijo la mujer que llevaba sobre su cabeza un canotier con plumas de colores llamativos y un vestido rojo bastante elegante—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Supongo.

—Vengo cada semana para ver a mi hermana que está enferma, y siempre te encuentro aquí. ¿Qué anotas en ese cuaderno?

—Cosas —espetó sin levantar la vista del papel que tenía delante.

—¿Y puedo saber qué tipo de cosas?

—Historias que invento cuando veo a la gente de la estación.

—¿Hay alguna historia que hable de mí? —dijo la mujer entusiasmada.

—Sí, y de esa cosa tan rara que lleva siempre en la cabeza, pero quizá no le guste lo que escribí sobre eso.

   La mujer echo a reír a carcajadas. El niño arrugó el entrecejo y la miró sin entender que era lo que le hacía tanta gracia. Le revolvió un poco más si cabe su peculiar cabello y se despidió de él.

   Tres días más tarde a la misma hora de siempre, Sam se encontraba preparando su zona de trabajo cuando vio que la señora del sombrero raro se mantenía en el andén, observándolo. Tenía en la mano dos billetes de tren y un paquete envuelto en papel Kraft sujeto con una cuerda. Sam se dio cuenta de que aquel día se estaba mordiendo las uñas de la mano que tenía libre, un gesto que antes no le vio hacer.

—Hola, pequeño. Soy Sara. ¿Me recuerdas?

—Sí, señora, la recuerdo, y a su sombrero también.

—¿Cuál es tu nombre?

—Sam.

—Bueno, Sam. Tengo un regalo para ti —le dijo mostrando el paquete marrón.

—¿Un regalo, para mí? Mamá dice que son lujos que no puedo tener siempre, solo en mi cumpleaños y en algunas navidades que papá gana algo más de dinero.

Sam se quedó un poco extrañado, las únicas personas que le habían hecho regalos eran sus padres y la abuela Ruth. Pensó que quizás esa señora era muy rica y les hacía regalos a los niños, regalos que escondía en la gran maleta que la acompañaba.

—¿Alguna vez has montado en tren?

—No, señora. No tenemos dinero para viajar, y tampoco a nadie a quien pudiésemos visitar.

—Podrías venir conmigo, te encantaría. Cerca de mi casa hay una gran tienda de dulces, ¿te gustan los caramelos, Sam?

—Nunca los he probado, pero los veo cada día en el escaparate de la tienda del señor Ford, de camino a la escuela.

—Te compraré varios si vienes conmigo. ¿Qué te parece la idea?

   El niño se quedó callado, pensando. Le había dicho muchas veces a su madre que le llevase a algún lugar para poder montar en tren, pero su madre le decía que no había dinero para esos lujos. Por una parte, deseaba subir a ese cacharro que tanto le gustaba, pero también estaba preocupado por su madre, no le gustaba que hablase con extraños, y si se enteraba se enfadaría mucho con él.

—Solo si promete que volveremos pronto —dijo al fin—. A mi madre no le gusta que me retrase para la cena, y a mí no me gusta tomarla fría. Se preocupará mucho si llego tarde, siempre lo hace.

—Prometido —dijo Sara.

Rígida como una estatua, esperó a que Sam recogiese sus cosas mientras le escuchaba decirle al viejo Bobby que le esperase, que volvería en un rato.  La señora lo cogió de la mano y subió con él al tercer vagón, desde el que se veía la garita del señor Robinson, el guardia y amigo del padre del pequeño. Una vez se hubieron acomodado le tendió el paquete, Sam lo cogió de buen agrado y lo abrió.

—¿¡Un cuaderno!? Ya tengo cuadernos, no necesito más —dijo decepcionado.

—Este será especial, a partir de ahora escribirás tu propia historia —le dijo dándole una palmadita en la pierna.

—Mi historia, ¿por qué mi historia? —preguntó sorprendido. Pero Sara no contestó, solo saco de su bolsa el libro que estaba leyendo y se acomodó en su asiento.

   En ese instante, Sam no dijo nada más, giró la mirada hacia la ventanilla para observar el paisaje cuando el tren avanzase. Observó al viejo Bobby que ladraba sin descanso junto a su ventanilla y le extrañó. Preocupado por no volver tarde a casa, pues su madre había preparado para la cena su plato favorito, ratatouille, no se dio cuenta que el guardia había salido corriendo hacia su vagón mientras gritaba palabras que se perdieron con el ruido de la máquina al ponerse en marcha, y que se disiparon tan rápido como el humo del tren.

Aquella noche sí se quedaría fría su cena; y el corazón de su madre.

Vanesa Sánchez Martín-Mora

Imagen: Javad Esmaeili en Pixabay