Los viajes de Polonia

#relato

De las fragolinas de mis ayeres

En la duermevela Polonia pensaba cómo había llegado hasta allí, desde el día que,  pasada la medianoche, se escapó de casa. Y  todo porque aquella tarde oyó a su madre que le decía a su padre que ya le había llegado la regla y  tenían que casarla pronto. Que las hijas solteras daban muchos quebraderos de cabeza. Además, aún les quedaban muchas bocas que alimentar.

Ese mismo día por la mañana había oído gritar por las calles:

—A componer sillas, el silleeero. Apresúrense, señoras, que es el último día.

Era la señal de que los gitanos, que llevaban varios días en la arboleda, iban a levantar el campamento.

Sin pensárselo dos veces, se levantó, salió en camisón y cogió el camino del puente. Cada vez que oía un ruido intentaba correr, pero avanzaba poco, que no estaba acostumbrada a andar descalza.

Cuando se acercó a la carreta se le echaron dos perros encima. Detrás llegó un chico de unos quince años, los cogió por el cuello y les hizo caricias en el lomo. Miró a Polonia y le preguntó:

—¿Te has perdido? —A la vez que le miraba las heridas de los pies.

—No, no —respondió Polonia con  resuello—. Es que no quiero seguir en mi casa. Me quiero ir con vosotros.

—¿Qué dices?

—Lo que has oído.

—¿Cómo te llamas?

—Polonia. ¿Y tú?

—Pues no lo sé. Todos me llaman Mundo. No sé si de Segundo o de Segismundo, que los dos son nombres corrientes.

Mundo cogió a Polonia de la mano y la ayudó a subir al carromato.

—¡Chist!, ¡chiss!, ¡chsss! A ver si no despertamos a nadie. Si te arrepientes, tiene que ser ahora. En menos de dos horas arrancaremos. Y, como este viaje no nos ha ido bien, mi padre dice que no volveremos más a este pueblo.

Se acostaron encima del saco de la paja de las mulas. Polonia temblaba, pero se quedó dormida cuando una mano la acarició con suavidad.

Al amanecer, el padre de Mundo los descubrió. Entonces Polonia le dijo que era una de las hijas del alcalde y que se quería ir de su casa.

—Así que eres hija del que nos ha denunciado por robar tomates en un huerto. —Le salía espuma por las comisuras de los labios—Sal ahora mismo de aquí, ¡zorra! Que antes de llegar a Luna nos detendrá por haber robado a su hija. —Abrió el toldo y la tiró al camino de un empujón.

Aún no se había repuesto del golpe, cuando pasó una caravana de trajineros y les pidió que la dejaran ir con ellos. Que se le habían roto las alpargatas y no había podido seguir a los pastores con los que bajaba desde Monte Alto. Estaba segura de que ya estarían cerca de Gurrea. Le pusieron unas abarcas, le dieron un trozo de pan seco y la dejaron dormir hasta Gurrea.

Allí se bajó y callejeando llegó a las afueras donde se encontró con una mujer que iba a coger el tren. Le contó lo mismo que a los arrieros y, además, que sus padres estaban de criados en Zaragoza, en casa de un ganadero que tenía los corrales cerca la estación. Y siguieron hablando hasta que oyeron el pitido del tren.

—Bueno, pues convenceremos al revisor. A ver si te deja viajar sin pagar. Ya verás como sí.

Ya en Zaragoza, justo al salir de la estación, se despidió de la mujer de Gurrea y se dirigió al Puente de Piedra. Pero antes de llegar, unos mozos muy jaraneros le dieron un susto. Así que, aunque las abarcas le estaban grandes, corrió que se las peló hasta que llegó al Pilar. Se notaba cansada y con dolor de estómago. Se sentó en el suelo y comenzó a pedir en la puerta del templo. Al momento unos mendigos la echaron a muletazos.

—¿Qué te has creído? Llegas la última y te saltas la cola. Además tú no estás tullida y puedes trabajar —le dijo uno que hacía alarde de sus muñones.

En eso estaban cuando una señora, con mantilla de blonda y rosario de nácar, echó una moneda al primero de la fila y siguió adelante.

—¿No necesitará usted los servicios de una doncella? —le dijo Polonia, cortándole el paso—. Sé hacer de todo. Y tengo muy buena mano para los niños.

Hablaron un poco al paso de la señora. Polonia la siguió hasta los bancos y se quedó junto a ella, durante la misa. A la salida volvió a seguirla. Como la buena mujer notó que Polonia ponía mucho interés, le dijo que vivía cerca y que podría cuidar a su niño de pocos meses a cambio del alojamiento. Eso sí, tendría que dormir en un camastro junto al lavadero. Y que si se portaba bien, como había hecho en misa, la dejaría asistir con las otras criadas a las escuelas dominicales.

Una mañana, cuando apenas llevaba una semana de niñera, al salir de casa con el crío, reconoció a uno de El Frago. Se dio cuenta de que él también la había visto y miraba fijamente el número de la casa. Así que cruzó la calle, en una esquina de la plaza más cercana abandonó el carricoche con el niño dentro y puso pies en polvorosa. Las otras niñeras dieron la voz de alarma. La señora buscó a los mozos de asalto y la denunció por haber atentado contra la vida de su hijo. Antes de llegar al Puente de Piedra, la detuvieron y la llevaron a un calabozo. A los dos días, estaba pensando en cómo escaparse a Barcelona, cuando se abrió la puerta de golpe y vio que se le acercaba un bulto. Enseguida reconoció la voz de su padre.

Hicieron el camino de regreso en silencio. Su padre no paró de gritar y azotar a las mulas. Desde ese día Polonia supo que pronto la casarían con un hombre de otro pueblo, que en el El Frago  había cogido fama de moza brava. Y también supo que su nuevo viaje no sería a tierras lejanas.

Carmen Romeo Pemán

 

Imagen. Carro de El Frago. Tarjeta postal. Foto de Ricardo Vila.

La Pata de Orés

De la tradición oral fragolina

–¡A la buena gente! ¡Una limosna para la Pata! –En lugar de tocar la aldaba, hacía sonar una tableta que llevaba en su faltriquera, como esas que decían que llevaban en los lazaretos. Al oírla todas las niñas echábamos a correr. Las mayores nos decían que era como el sacamantecas, que, aunque parecía una mendiga, venía a chuparnos la sangre. Que si nos cogía no volveríamos más a nuestras casas.

Si teníamos suerte y la veíamos subir por el camino del Corronchal, cuando ella llegaba al pueblo, nosotras ya estábamos buscando refugio en los regazos de nuestras madres. Nos daban miedo las pústulas que asomaban entre sus harapos. Un grupo de chicas la seguía desde lejos gritando: “¡Pedigüeña, pedigüeña!” y ella se defendía tirándoles piedras que llevaba escondidas debajo del delantal.

Un día bajaba las escaleras de mi casa y me la encontré en el patio llamando a mi abuela. No me pude contener y chillé como si me estuvieran matando. Me di la vuelta, subí las escaleras a gatas y me cobijé entre las sayas de mi abuela, que estaba cerrando la puerta del balcón para bajar a recibirla.

La abuela me cogió en sus brazos, me apretaba fuerte contra su pecho y me decía: “Nicolasa, no tengas miedo. La Pata es mi amiga y no es mala. Está muy enferma y solo viene a que le cure las heridas. Ahora no lo entiendes. Cuando seas mayor sabrás por qué no la quieren curar ni el médico ni el practicante. Pero no tengas miedo, que no nos va a pasar nada ni a ti ni a mí”. Yo quería creer a mi abuela, pero temblaba y me agarraba a su cuello. Y así estuvimos un rato, ella me acariciaba y yo la abrazaba cada vez con más fuerza. Fue un momento mágico, perpetuado en mi memoria como esas fotografías en blanco y negro que tantas veces miramos buscando un significado transcendente.

Con los años supe que la llamaban la Pata de Orés, porque vivía en un chamizo en los Urietes, cerca de Orés. Que nadie conocía ni su nombre ni su edad. Que era amiga de mi abuela desde que eran niñas. Que mi abuela se había pasado sus años mozos cuidando ovejas por los montes. Y debió ser entonces cuando la Pata se había ido a la paridera, aunque nadie estaba seguro de nada. Unos decían que era una bruja, que algunas noches la habían visto cómo se disputaba el aceite de las lamparillas de la ermita de Santa Ana con las lechuzas. Otros decían que, las noches de tormenta, se escondía en los nichos vacíos del cementerio, que allí estaba protegida y caliente.

El día que se murió nadie quiso enterrarla. Todos tenían miedo de que les contagiara la lepra. Mi abuela la envolvió en una sábana, cavó una fosa delante de la choza y encima colocó unos palos en forma de cruz. Y durante muchos años me contó historias de la Pata de Orés.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal: José Ferraz de Almedia,  «A mendiga», 1889.

Cruz de palo. httpgauchoguacho.blogspot.com.es201101cruz-de-palo.html.jpghttpgauchoguacho.blogspot.com.es201101cruz-de-palo.htm

Orés

Orés (Zaragoza)

 

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