Esteban y Orosia

De la tradición oral de las Altas Cinco Villas.

Las corrientes de los ríos están llenas de historias. Un día que estaba jugando con los ruejos del Arba, me encontré esta que bajaba de Biel.

Aquella mañana, llegué a la escuela antes que la maestra. Había venido corriendo, y eso que nuestra casa estaba lejos, detrás del cerro. Sentía como si el corazón se me fuera a salir de su sitio.

—Buenos días, Orosia. —Doña Pascuala me acarició la cabeza–. Toma, guárdame estos libros un momento.

—Bue… buenos días, tenga usted. —No sabía si me había oído. No me salían las palabras por culpa del nudo de la garganta.

Me senté en una mesa, justo detrás de donde se solía poner Esteban. Desde allí podría hablarle al oído cuando entrara, antes de que doña Pascuala comenzara a pedir los deberes.

Esteban llegó tarde. Iba un poco desgreñado, como si no le hubiera dado tiempo a lavarse. Me pareció que tenía cara de haber dormido mal.

—Mis padres se han enterado de lo nuestro y se han puesto como dos basiliscos —le dije de corrido, a la vez que me echaba la melena por la cara para que nadie me viera hablar.

—¡Chist!; ¡chiss!; ¡chsss! Hablaremos en el recreo. —Me apretó la mano por debajo del pupitre—.Y no te preocupes, que ya los convenceremos.

—Pues me parece que no vas a tener razón. Mira que he tenido que saltar por la ventana. Me habían cerrado la puerta para que no viniera a la escuela —y continué con un susurro casi inaudible—. Verás como en cualquier momento se presenta mi padre.

—Pues esta vez no será como las otras. Si hace falta, diré delante de todos que estás preñada.

En ese momento se abrió la puerta. Sólo vi los ojos de mi padre y cómo doña Pascuala lo cogía del brazo y lo sacaba al pasillo. Al poco rato entró ella sola, se acercó a mi mesa y me dijo:

—Recoge tus libros. Te voy a poner deberes para que los hagas en casa. ¡Ojala puedas volver pronto! Te esperaremos.

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—Antonio, no me ha hecho ninguna gracia que hayas ido a buscar a Orosia a la escuela —gritó mi madre cuando nos vio aparecer por el recodo del camino—. Los trapos sucios se lavan en casa. No quiero ir en lenguas de la gente.

—¡Cuántas veces te lo tengo que decir, Josefa! —Mi padre, ceñudo, levantó la horca de recoger la paja y miró a mi madre—. ¡Que eres muy corta de entendederas! ¿Aún no te has dado cuenta del peligro que es ese chico, todo el día dando vueltas por aquí? Que se nos quiere llevar a la niña. Y la Orosia es nuestra. ¡La Orosia es mía! Al hombre que le ponga una mano encima lo ensartaré con esta horca.

En estas andábamos, cuando llegó Esteban con sus padres. Y, dando un paso al frente, se encaró a mi padre:

—Señor Antonio, aunque no haya cumplido los catorce años y usted crea que soy un crío, sepa que me voy a portar como un hombre con su hija y con ustedes. Estoy dispuesto a esperar la boda el tiempo que digan. Mejor dicho, hasta que yo cumpla los dieciocho y tenga un trabajo para mantener a Orosia y al niño. Que el niño es mío y lo reconoceré.

Mi padre empezó a dar vueltas por la era cagándose en todos los santos del cielo y soltando copones y hostias a mansalva. Esteban y sus padres retrocedían poco a poco. Oí su voz, por última vez, al otro lado de la cerca.

—¡Orosiaaaa, te quieeeeroooo! Volveré cuando haya nacido el niño. Te lo prometo. Nos iremos a vivir a la capital.

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Después de cenar, mis padres se enzarzaron en una de sus discusiones. Pero esa noche, mi madre, que no solía hablar, tomó la palabra.

—Mira, Antonio, que tengo clavada la fecha. Dos años tenía Orosia cuando decidimos venir a vivir al monte, que en todos los sitios veías fantasmas.

Mi padre intentó protestar, pero no había quién hiciera callar a mi madre.

–Antonio, para mí fue un golpe muy duro.

Mientras tanto, ella seguía con su monserga, secaba las sartenes, barría la cocina y metía brasas en un calentador. Y venga a repetir aquello de que estábamos acostumbradas a otra vida y que en aquel chamizo nos habían salido sabañones hasta en las orejas.

Desde que llegamos, yo dormía con mis padres. Decían que así no me acatarraría. Mi padre en la parte de afuera, mi madre contra la pared y yo en medio, bien calentita. Aunque a veces, casi me asfixiaban cuando se daban la vuelta.

No sé cómo empezó aquello. Una noche me despertó mi padre con sus toqueteos. Noté cómo me acariciaba los pezones. De repente se me echó encima. Recuerdo los gritos de mi madre como si fuera ahora. Pero él siguió con su martingala.

Como ya estaba acostumbrada, no me asusté el día que Esteban me llevó a un pajar al otro lado del cerro. Me acariciaba con suavidad y me decía que tendríamos un niño y que abandonaríamos el monte. Pero yo no me lo creía, porque no podría saber cuál de los dos sería el padre. Como mi madre, yo también sabía que nadie podría sacarnos de aquel agujero.

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Ilustraciones de Inmaculada Martín Catalán.

Inmaculada Marín Çatalán (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora.

Su dedicación al arte comenzó cuando se preparó con Alejandro Cañada, en Zaragoza, para el Ingreso en Bellas Artes de Barcelona. Comenzó los estudios en la Universidad de Barcelona, pero pronto se trasladó a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, donde se licenció en Bellas Artes, especialidad de Escultura, en 1975.

Su carrera artística ha sido muy reconocida. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Es una experta en carteles y miembro de varios grupos de dibujo: Urban Sketchers, Flickr, Group Portraits in your art, Group with Experience.

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En su muro de Facebook nos deleita con dibujos de escenas cotidianas de Zaragoza.

Carmen Romeo Pemán

El día que Nicolasa rompió el hielo del Arba

–Mira,  José, te he dicho que esta niña me tiene muy preocupada. Es de esas que se las campa sola y no hace caso a nadie –le dice Ana a su marido, cuando llega del campo. Viene sudoroso, cansado y con pocas ganas de hablar de estas cosas, que para él no tienen importancia.

–¡Anda, no será para tanto! Se nota que, como es la pequeña, la tienes muy mimada y ella, ¡claro!, quiere soltarse un poco de tus sayas.

–¡Es que no te enteras de nada! Te parece que con trabajar y taparnos la boca con un poco de pan ya está todo arreglado. ¡Pues, no, José, que las cosas no son así! No tendrías que ser tan cachazudo. Tendrías que esforzarte en conseguir un jornal mejor. Y tendrías que enterarte qué es lo que pasa en casa con nuestros hijos.

–¡Ya estamos como siempre! –gritando mientras le quita los aparejos al burro–. ¡Tendrías, tendrías! ¿Y tú? Más te valdría trabajar y dejarte de tantos remilgos con los críos. Mira, precisamente esta mañana me he enterado que los de casa Fontabanas están buscando una mujer que les lave la ropa en el Arba. Y dicen que en esa casa pagan bien.

–Pues aquí nos apretaremos el cinturón. Pero no pienso dejar a los críos solos todo el día. Y menos a Nicolasa. ¡Lo que le faltaba! Entre lo flaca que está, lo mal que come y esa tos perruna, si yo me pongo de lavandera, ella no pasará el invierno.

–Lo que tendría que hacer es dejar de una vez tantas fantasías. Anda que no ha dado que hablar con aquello que leyó el cura en misa el otro día –Y se planta delante de su mujer esperando que le conteste algo.

–¿A qué te refieres? ¿Al diario que le robó su amiga y se lo entregó al cura?

–A las cochinadas que se le ocurre poner por escrito. Que tenga cuidado y no me ponga nervioso que igual se me va la mano. ¡Y no es mi voluntad!

–José, ¡por favor!, que todo fue una mala intención del cura y la envidia de una niña que va peor que ella en la escuela.

–¡No la justifiques, Ana! Que esa será su perdición. Que no se puede escribir, ni siquiera para uno mismo, como tú dices, lo que anda haciendo Damiana por los pajares con otros chicos. Que eso es calumniar ¡y mucho!

–¡Pero si ella solo lo escribía para no caer en la tentación!

–¡Vale, ya! ¿Me oyes? Con eso nos ha deshonrado a todos. Así que tú, ¡a lavar y a recuperar la honra de la familia con el trabajo! –levantando el tono de voz.

–¡Joseee! Que lo estás mezclando todo.

–Yo no mezclo nada y sé muy bien lo que digo. A esta cría hay que ponerle las peras a cuarto. Lo mejor que podrías hacer es sacarla de la escuela y llevártela al río contigo. Seguro que todos saldríamos ganando.

–¡Buenas tardes, padre! ¿Qué tal el día? –dice Nicolasa, que en esos momentos llega sofocada de la calle.

–¿Se puede saber de dónde vienes a estas horas? Hace rato que tendrías que estar en casa ayudándole a tu madre.

–Es que se me ha hecho un poco tarde jugando en la plaza.

–No te digo nada porque es el último día –le contesta su padre, mientras se levanta la boina y se rasca la cabeza con unas uñas renegridas–. Desde mañana irás a lavar con tu madre para los de casa Fontabanas.

–¿Y la escuela, José? La niña tiene que ir a la escuela. Es menor de edad y, si no la llevamos, nos denunciarán.

–Pues que me vengan a mí con la denuncia –le contesta, a la vez que levanta una horca amenazante.

Nicolasa se acurruca detrás de las sayas de su madre, comienza a llorar. Su madre no mueve ni un músculo. Aprieta los dientes y dice con voz ronca:

–Vamos a cenar, que la sopa está caliente –y continua, volviéndose hacia Nicolasa–. Mañana nos levantaremos temprano y pondremos a hervir un caldero de agua para llevarlo al Arba. Así nos podremos calentar las manos cuando tengamos que romper el hielo antes de empezar a lavar

Carmen  Romeo

Imagen: El Arba a su paso por El Frago. Foto de María José Romeo Berges.

Lavandera. Harresi

Lavandera camino del río, “Cuando no había lavadoras”, publicada en Harresi Kulturala Elkartea, 28/04/2013.