De las fragolinas de mis ayeres
Un día la Mamesa le vendió a Antonia de Melchor un almirez, y una alacena grande, de dos puertas, con cuarterones sobrios. Es esa alacena que conservan los de casa el Maestro en el granero del patio. La había hecho un buen carpintero de Biel con los mejores pinos de la Sierra de Santo Domingo.
Muchos años antes, allí había guardado la dote una moza de Biel. Aquella de casa Bretos a la que sus padres habían casado con Gil de Mamés, un viudo de El Frago que estaba de pastor en Santo Domingo.
En esa alcoba, Gil recibió a una novia montaraz y asustadiza. Y de verdad que era asustadiza, pues cuando vio el gran colgajo del novio le impresionó tanto que se escapó despavorida por la ventana y se perdió entre los montes en una noche sin luna. Nadie volvió a saber nada de ella. Como las gentes son olvidadizas, ni los más viejos del lugar se acuerdan de su nombre.
Gil de Mamés se quedó con el vergajo apuntando al techo, pensando qué podía hacer, porque era tanta la fama de su miembro viril que tenía espantadas a todas las mozas de la redolada.
Desde que se había escapado su mujer las cosas estaban empeorando. Ya no tenía nada que hacer en el pueblo. Las fragolinas eran estrechas y eso de las cabras no le atraía mucho. Que para un apuro valía, pero para todos los días no. Él prefería una moza de carnes prietas.
Le daba vueltas a lo de su nuevo matrimonio y cada vez estaba más seguro de que había sido nulo. Que no se había consumado. Que la novia huyó del susto antes de tocarla. Que no había habido violación ni malos tratos. Pero de eso ya no iba a poder convencer a nadie. Así que él, el mozo mejor dotado y más envidiado del pueblo, se había convertido en un hazmerreír. En todos los hogares y carasoles se contaba su historia.
Como no había manera de conseguir otra moza en El Frago ni en Biel, se fue a Undués Pintano y se trajo a Ángela de criada. No era de las de buena fama pero, a esas alturas, eso ya no le importaba.
Con el amontonamiento, Ángela se convirtió, así, a secas, en la Mamesa, sin nombre ni apellido. Luchó contra las malas lenguas y llego a ser una de las mujeres más bravas que se recuerdan en el pueblo.
Era pequeña y diminuta, pero fue la mejor hembra paridora del lugar. Para parir a Juan y a Matilde, no necesitó del médico ni de la partera. Ella sola los trajo al mundo y les ató el melico, que así llamaban al ombligo. También consiguió que el cura los bautizara. Esto le costó más porque eran hijos de amontonados y porque ella solo fue a la iglesia el día que la enterraron.
***
Cuando se murió Gil, vendió la dote que había traído la moza de Biel y todos los trastes de labrar.
Como en las sábanas de lino estaba bordada la “M” de Mamés, pensó que Antonia se las podría comprar y hacerlas pasar por la “M” de Melchor. Pero no la pudo convencer, porque Antonia, que había nacido en casa Fontabanas, había bordado su dote con la “F”. Y es que Antonia también tenía su propia historia. La habían casado con un viudo viejo de casa Melchor, que ya tenía un hijo y una hija.
Estuvieron muchos días discutiendo el trato. La Mamesa que sí, que se las tenía que comprar. Y Antonia que no.
—Mira, si te compro estas sábanas los entenados pensarán que ya estaban en la casa antes de llegar yo. —Se limpió una legaña con una esquina del tapabocas y continuó—. Y me las vendrán a reclamar.
Así que, como no le pudo vender las sábanas a Antonia, tuvo que buscar otras casas que empezaran por la “M”. Pero no había muchas. Les vendió bastantes a los de Martina y a los de Manuelico. También le compraron los del Piquero, porque llevaban la “M” de «Meregildo». Y colocó algunas sueltas en otras casas a cambio de nueces y trigo. Y es que eso de que llevaran la “M” era un estorbo muy grande. En cambio, con los trastes que estaban sin marcar tuvo más suerte.
Para hacerse la importante, se fue de la lengua diciendo que Gil le había dejado la casa en herencia. Todos sabían que era mentira. Que ni ella ni sus hijos podían heredarla porque nunca se había formalizado el matrimonio. Los del Ayuntamiento la sacaron a subasta, pero no consiguieron echarla. Atrancó la puerta y se pasó la vida esperando con la escopeta de su marido cargada. Del ventanuco de la cocina siempre asomaba una cabeza con una toca negra atada a la nuca de la que parecían escaparse una cara vivaracha y una nariz puntiaguda.
***
De la Mamesa solo queda la leyenda y, como testigos mudos, el almirez y la alacena de casa Melchor, y algunas sábanas de lino repartidas por las falsas de las casas más antiguas.
Pero su vivo retrato está en la fotografía del nicho de su hijo Timoteo, a quien unos cazadores furtivos confundieron con un jabalí, una noche sin luna, en los prados de Santo Domingo en los que crecía el lino, junto al pinar de la alacena.
Este es un relato ficticio, inspirado en personas y sucesos reales. Todos los personajes, nombres, acontecimientos y diálogos se han utilizado de manera ficticia o son producto de la imaginación de la autora.
Imagen principal. Biel. Casa Bretos en la calle Barrio Verde.
Carmen Romeo Pemán