A mi padre. El mejor del mundo
La casa de mi infancia era un edificio de dos plantas, majestuoso y solitario. Construida en un terreno elevado, estaba rodeada de una enorme terraza por donde solía corretear con mis hermanos. Aquel día, a pesar del frío, la tata Rosarito nos llevó a todos allí. Ellos paseaban en bici mientras yo vigilaba el balcón del dormitorio de mis padres. La tarde se me hizo eterna. Los ojos me dolían de tanto mirar al cielo, pero me mantuve alerta. No hacía mucho que había descubierto que los Reyes Magos eran los padres. Y el tema de la cigüeña también me planteaba bastantes dudas.
En el pueblo, en la década de los sesenta, aún no existía confianza entre padres e hijos para hablar de todo y sin tapujos. Hoy día cualquier niño hubiera abordado a su papi para acorralarlo en busca de una respuesta sobre el origen de los bebés, pero en mi infancia todavía no se había inscrito lo de «papi» en el diccionario. Papá era eso: Papá. Con mayúscula. Imponía respeto. Y no me quejo. Mis hermanos y yo nos sentíamos queridos por nuestro padre; en cambio, algunos amigos nuestros solo podían dirigirse a su progenitor con el solemne término, aún más estremecedor, de «Padre» (con la misma mayúscula inicial). Pensar en abordar a papá para preguntarle sobre el origen de los niños me hacía sudar en pleno invierno, así que preferí vigilar el sospechoso aumento del perímetro abdominal de mamá para ir sacando mis propias conclusiones. Y, por culpa de ese misterio sobre los nacimientos, yo estaba en el banco, muerta de frío, en vez de entrar en calor pedaleando como mis hermanos. ¡Si existía la cigüeña, ese día la pillaría in fraganti! Pero no pensaba bajar la guardia ni desfallecer en mi labor de vigilancia. A ratos me preguntaba si alguna vez podría bajar el cuello para volver a verme los pies.
Casi de noche, papá se asomó al balcón del dormitorio y nos llamó sonriente.
—¿Todo bien, don José? —preguntó la tata.
—Todo bien, Rosarito. ¡Otro niño!
Mis hermanos y yo subimos con la tata al dormitorio de mis padres. Yo tenía un mosqueo de campeonato. ¿Otro niño? ¿De dónde había salido aquel trocito de carne con ojos? Mamá estaba tapada en la cama, y el bulto de su barriga se había reducido a menos de la mitad. Entre los brazos tenía un bebé lo suficientemente grande como para que yo lo hubiera visto llegar en el pico de la cigüeña. Por no hablar de que el tamaño de aquellas aves no era el de los gorriones, y de que por el balcón no había entrado ni una mosca en esa tarde interminable. ¡Mucho menos un pajarraco con la envergadura y la fuerza necesarias para haber dejado aquel amasijo llorón en los brazos de mamá!
La desesperación es un buen combustible para el valor, y yo necesitaba salir de dudas. Cogí a papá en un aparte y le planteé la cuestión entre tartamudeos. Aunque hacía frío, los dos sudábamos. Papá se secó la frente y se quedó pensando durante unos segundos. De pronto se le iluminó la cara y me dijo que rezara el Avemaría. Aunque no entendía el motivo de su petición, obedecí. Empecé a recitar de forma mecánica, sin prestar atención al significado de las frases, con el mismo soniquete monótono de las tablas de multiplicar que aprendíamos con un ritmo parecido. Con esa entonación de cantinela, propia de niñas de colegio de monjas, llegué a la parte de: «Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Realmente, en aquella frase alusiva a la maternidad de María, lo que dije fue: «Y bendito es el fruto, de tu vientre Jesús» (siempre me acuerdo de esto cuando leo acerca de la importancia de la colocación de las comas). Aunque las palabras de mi plegaria eran perfectas, esa coma trastocada solo sirvió para confundir en lugar de ayudarme a dar sentido a la frase. Pero papá no debió pensar lo mismo y dio por supuesto que aquello lo aclaraba todo. Me sonrió muy ufano y me dijo:
—Ahí tienes la respuesta. Ese es el origen de los niños.
Sonreí como tonta y me quedé más confusa que al principio. No quise desilusionarlo diciéndole que seguía con el misterio sin resolver. ¡Me sorprendió que mi padre me inspirara una extraña ternura! Como si yo fuera la adulta y él un niño intentando explicar algo. Esa noche, al acostarme, decidí que no solo no tenía la respuesta, sino que lo único que había sacado en claro de aquella extraña tarde era un montón más de preguntas.
Los días que siguieron fueron reveladores para mí, gracias a mi tata Rosarito, que todavía no tenía ni veinte años, pero había escuchado las explicaciones de papá y se compadeció de mi desamparo. En pequeños apartes, y con aquella sencillez de muchacha sana de pueblo, me descubrió con cariño el misterio de la vida. Meses después fue mi cómplice y mi modelo cuando empecé a fijarme en los chicos y no sabía a quién plantearle las dudas que me acosaban y me robaban el sueño.
Recuerdo el misterio resuelto de la cigüeña como uno de los últimos pasos en el camino que me llevaba desde mi infancia hacia la nueva y emocionante aventura de la adolescencia. El nacimiento de mi hermano tuvo otra consecuencia: la mayúscula de Papá se transfiguró en minúscula, aunque no tuve el valor de compartir con nadie ese descubrimiento. Pero aquel clon de Dios, dueño de todas las respuestas y soluciones de nuestros problemas infantiles, me descubrió ese día que también tenía su talón de Aquiles. Mi padre, como médico, era genial, y había atendido los partos de mi madre y casi todos los de las mujeres del pueblo desde que llegamos allí. Y menos mal que se dedicó a ser médico generalista. Porque como psicólogo infantil, creo que no hubiera hecho carrera.
Adela Castañón
Foto: Flickr