De la peste al coronavirus

#relatoaragonés  #cuentomaravilloso

De las fragolinas de mis ayeres

A finales de marzo llevábamos encerrados casi un mes en casa por culpa del coronavirus. Cerraron la escuela y la maestra se marchó a Zaragoza. Los mayores hablaban en voz baja para que los niños no nos enteráramos. Al anochecer apagaban las televisiones y todas las luces de las casas, por si aquel bicho era como las mariposas.

Una noche, ya estaba acostada con mis hermanas en el cuarto de arriba cuando oí el susurro de la conversación de mis padres. Noté que subía por las grietas de la tarima.

Me arrastré hasta la rendija que caía encima del hogar y ajusté la oreja para escuchar lo que decían.

—Mira, Antonia, ya has oído al alcalde. Aquí el peligro está en los niños, que no enferman, pero nos contagian a todos.

—¿Qué quieres decir, Martín?

—Pues eso. Que les van a buscar un sitio seguro lejos del pueblo. Y, como son listos, se las arreglarán.

Entonces pensé que igual era una trampa. Que a lo mejor nos llevarían a un sitio donde moriríamos muchos, como pasó con los animales del Arca de Noe.

Me esperé hasta que se fueron a la cama. Y, a tientas, me puse las sayas y el abrigo, cogí los zapatos en la mano, bajé las escaleras y, sin hacer ruido, salí a la calle. Casi no podía respirar, no me entraba el aire en los pulmones y se me nubló la cabeza. Al llegar al Terrao, me dirigí a la ermita de las Cheblas, en la que había estado algunas veces cuando íbamos a segar espliego. Ese sí que era un lugar escondido. Como estaba cerca del Arba, no me faltaría agua. Además, siempre había algo que comer en los huertos cercanos.

Caminé por las trochas a la luz de la luna. Cada vez que volaba una lechuza o se movían los árboles me acurrucaba en el suelo. Cuando vi la ermita eché a correr, pero de repente desapareció. Y para no perder el rumbo, caminé por el lecho del río. Al poco, volvió a aparecer la misma ermita en lo alto de otra colina.

Capitel, médico de la pese.

Gárgola. pinterest.com

 

Era como una iglesia fantasma colgada del cielo. Al final, subí por una ladera en la que los enebros y las zarzas no me dejaban avanzar. Llegué con los pies destrozados y me tumbé en un banco de piedra, justo debajo de un capitel en el que sobresalía un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de pájaro.

Me estaba venciendo el sueño, cuando la cabeza del capitel se me acerco y yo comencé a gritar:

—¡Chist!; ¡chiss!; ¡chsss —Cruzó el dedo índice delante del pico.

—¿No eres el monstruo del capitel? —Me incorporé temblando

—Tú lo has dicho. Llevaba esperándote más de quinientos años.

—¿Qué dices? No entiendo nada.

—No te preocupes. Pronto lo entenderás. —Me acercó un botijo—. Anda, bebe un poco que te hará bien.

Médico de la peste. 2

plaguedoctormasks.com

Antes de sentarse a mi lado, se quitó un abrigo de cuero encerado que le llegaba hasta los pies, lo dobló y lo dejo en el banco. Encima colocó una vara que acababa  en tiras de badana, como si fuera un látigo. Se quedó en mangas de camisa. Era una camisa de piel fina, arremetida en unos pantalones de la misma piel. Unas calzas altas, de cuero marroquí, le recogían los pantalones, de tal forma que no quedaba ninguna parte de su cuerpo al descubierto.

Con parsimonia se quitó unos guantes de cabritilla y el sombrero. En la parte de la nuca le sobresalían las hebillas que sujetaban una mascarilla hecha por un guarnicionero. Llevaba incorporados unos anteojos y debajo dos orificios, tapados con una especie de gasa, que le permitían respirar. Encima de la boca le salía una nariz, larga, larga, como la de Pinocho, y puntiaguda como el pico de un ave. Cuando se la quitó se le cayeron unas hierbas que rellenaban el pico. La guardó entre sus manos y me llegó un aroma tan intenso que me hizo estornudar.

Máscarilla hecha por un guarnicionero. Buena

Mascarilla hecha por un guarnicionero. nuevatribuna.es

Me contó que lo llamaban el médico de la peste. Porque solo él, y los que iban vestidos como él, atendían a los enfermos contagiosos, a los que era muy peligroso acercarse. Y los que se acercaban morían antes de una semana.

—Anda, pues eso mismo dicen ahora. Que los médicos necesitan trajes y mascarillas para defenderse del coronavirus.

—Lo sé, lo sé. Y más cosas que te iré contando. Ahora tenéis mucha suerte los niños. En cambio la peste se cebó con ellos.

—Sí, pero ahora se quieren deshacer de nosotros. —Me quedé un momento pensando—. Dicen que los pequeños somos los culpables de que todos se pongan malos.

—¿Por ese te has escapado?

—Sí, claro.

Se echó a reír, acercó un poco más a mí y me contó que cada vez que un cometa se acerca mucho a la Tierra, su cola deja grandes desgracias. Que desde hacía quinientos años ninguno se había acercado tanto. Y que justo antes de llegar el coronavirus pasó un cometa que tenía una cola. Como la estrella que guió a los Reyes Magos que venían de Oriente.

—¿De allí viene lo de la corona? —Me di una palmada en la frente—. ¡Anda! El coronavirus también viene del Lejano Oriente.

Antes de dormirnos, hicimos un pacto. Por el día, él se ocuparía de los enfermos y de cómo sacar a los niños del pueblo. Mientras tanto, yo tendría que esperar allí y encargarme de buscar agua en el río y comida en los huertos cercanos.

—Mira —me dijo—, somos muchos médicos, pero por las noches cada uno se va a su casa, menos los que se quedan de guardia. —Señaló con el dedo los huecos de los capiteles—. Yo vivo allí desde que se construyó la ermita. Uno de los canteros me hizo un sitio y me concedió el don de convertirme en piedra cuando no tuviera que acudir a ninguna desgracia.

—¿Y por eso has dejado de ser piedra ahora?

—Veo que lo has entendido muy bien. Cuando todo termine volveré a mi sitio hasta que se acerque otro cometa a la Tierra.

Me cubrí con el abrigo y me dormí profundamente junto al rescoldo de las brasas de la hoguera, recién apagada.

Los días siguientes, en un rincón junto al altar, fue guardando bellotas que encontraba por el monte, patatas y acelgas de los huertos. Un atardecer oí un griterío que subía del Arba. Por si acaso, me escondí en una grieta de la pared. Estaba muy encogida, conteniendo la respiración, cuando entraron todos los niños del pueblo seguidos del médico con cara de pájaro.

Carmen Romeo Pemán

Los otros héroes del coronavirus

En estos días en los que la palabra coronavirus es sinónimo de saturación, he pensado mucho si escribir o no este artículo. Y ha ganado el sí porque voy a tratar un aspecto que, quizá, se ha dejado un poco de lado.

No creáis que voy a hablar de los sanitarios, aunque lo haré solo un poquito, por la parte que me afecta. Y también pasaré de puntillas sobre otros colectivos, aunque también les rendiré mi pequeño homenaje. Mi artículo quiere ser un aplauso para quienes, como mi hijo, encuentran motivo de superación en cualquier experiencia de vida. Aunque se llame coronavirus.

He pensado mucho el título, y la palabra héroes me vino enseguida a la mente. No cabe duda de que, después de los enfermos, los sanitarios hemos sido los segundos protagonistas. La actitud de todo el mundo, esos aplausos que nos regalan desde los balcones, la respuesta de los ciudadanos a ese lema de #YoMeQuedoEnCasa son, para nosotros, el mejor de los regalos. Ni todos los salarios del mundo valen lo que vale sentirnos apoyados por la gente de a pie, que no por los responsables políticos, ni por su gestión, ni por la escasez de mascarillas, ni por… pero he dicho que no iba a hablar de eso, así que mejor me quedo en el aplauso que os quiero dedicar, en nombre de mis compañeros y mío, porque, para nosotros, que estamos en primera línea en la trinchera, vosotros sois nuestro gran refuerzo en la retaguardia.

Y después de los sanitarios quiero agradecer la labor de muchos otros, aunque seguro que alguno se me olvida, por lo que me disculpo de antemano. Me refiero a las fuerzas de seguridad, a todos los que trabajan en cualquier campo de la industria de la alimentación, desde el agricultor o el ganadero hasta el que nos atiende, armado de valor, guantes y mascarilla, en la carnicería o en el súper, guardando la distancia de seguridad. Pasando, claro está, por transportistas, distribuidores, etc. A los equipos de limpieza, a los empleados de las funerarias, a los cuidadores de personas dependientes, a los voluntarios que se ofrecen para hacer recados, comprar medicinas, a los que atienden las gasolineras. A los profesionales que atienden a mi hijo y a otros como él que, sin tener obligación, le envían un video para saludarlo, le envían fichas para hacer en el ordenador y que se las devuelva por correo, o le piden una foto como la que cierra este artículo para juntarla con otras fotos de otros compañeros y formar entre todos una piña que difunda ese mensaje tan importante para ganar esta lucha.

Y ahora voy con esos otros héroes que me han inspirado este artículo y que, en mi caso, están representados a la perfección por mi hijo.

Los que me conocen saben que soy madre de un joven con TEA (Trastorno de Espectro Autista) que ha roto todas las estadísticas. Su pronóstico era desolador, pero nos pusimos el mundo por montera y hoy es un chico feliz, un habitante del mundo con pleno derecho, porque hemos peleado como leones y nos hemos ganado a pulso todo lo que tenemos. Y, en esta crisis del coronavirus, hemos tenido dos momentos puntuales que lo convierten, a mi parecer, en un héroe. A él, y a los que son como él. El primero que os voy a contar es más anecdótico, pero servirá como pincelada para que quienes no conocen bien las características del autismo se hagan una idea. Y el segundo… bueno, ese es otra historia. Pero vamos por partes.

Cuando se declaró el estado de alarma, Javi, que todos los días tiende su albornoz después de la ducha, me preguntó:

–Mamá, ¿tiendo el albornoz dentro, en el lavadero?

Yo miré por la ventana. Hacía sol, no vi nubes por ningún sitio, y, al pronto, no comprendí la razón de su pregunta. Debéis saber que las personas con autismo son muy literales, no entienden de dobles sentidos, ni cosas así, pero estoy tan compenetrada con Javi que a veces se me olvida y me pilla despistada, así que le respondí con otra pregunta:

–¿Por qué ibas a tender dentro de casa, Javi? Hace buen día y no creo que llueva.

–Pues para mantener el confinamiento, mamá.

Por poco me derrito allí mismo de ternura. Le expliqué que el confinamiento se refería a no salir de casa, pero que podía subir a la terraza cuantas veces quisiera, a mirar el mar. A Javi le encanta caminar, damos paseos de dos horas varias veces a la semana, y adora todo lo relacionado con la playa, el paseo marítimo, el viento, el clima, etc. Por suerte vivo cerca de la playa y desde nuestra terraza puede ver el mar. Ya podréis imaginar lo contento que se puso.

Bueno, pues hasta ahí, esa es la primera noticia, que da paso a la siguiente, que se produjo hace solo dos días.

El escenario es muy parecido: todos en casa, llevamos ya varios días de confinamiento, yo estoy con el ordenador y él viene a mi despacho.

–Mamá.

–Dime, Javi.

–He escuchado en la tele una noticia muy interesante.

–¿Ah, sí? –Tampoco le hago excesivo caso. Al fin y al cabo hablamos mucho todos los días y le encanta conversar de todo, de modo que estoy acostumbrada a interacciones variadas–. ¿Y qué han dicho?

–Que quien tenga autismo puede salir a dar paseos acompañado de un familiar si lleva su certificado.

Él sabe que es una persona con autismo. Lo tiene tan asumido como yo, por ejemplo, sé que soy una persona habladora, o que su abuela sonríe a todas horas. Y su lenguaje es siempre muy formal y correcto, como saben quienes lo conocen, y más cuando se trata de comentar noticias o acontecimientos. Le hemos trabajado mucho la comunicación, y le encanta y nos encanta que se exprese a su manera, tan personal y “académica”, por llamarlo de algún modo. Así que su comentario no me extraña, pero sé que espera una respuesta por mi parte y se la doy en forma de otra pregunta:

–¿Y tú qué opinas de eso?

En el fondo espero que me diga algo como “¡qué bien!” o “entonces podemos salir a dar paseítos” o algo así, pero su respuesta me desarma por completo.

–Pues me parece muy bien, pero yo creo que eso debe servir para niños pequeños que se pongan nerviosos si se quedan en casa, como me pasaba a mí cuando era pequeño, o para los que no entiendan bien lo que está pasando. Pero yo estoy muy bien informado y además estamos haciendo estiramientos en casa y me asomo a la terraza muchas veces al día, así que creo que es mejor que no salgamos y nos quedemos en casa para dar ejemplo y ayudar a que todos hagan lo correcto.

A ver, ¿es, o no es para comérselo a besos?

Por eso, porque hay gestos como el suyo en miles de hogares, porque hay personas que no salen en las noticias pero que aportan su grano de arena, he querido hoy rendir un homenaje a esos héroes silenciosos.

Por eso hoy aplaudo yo también. Por todos nosotros, por los sanos y por los enfermos, por vosotros que estáis regalándome vuestro tiempo al leer esto, y por ellos, por todos ellos, que, en la lucha contra el coronavirus, están también hombro a hombro, a nuestro lado.

Gracias.

Adela Castañón

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