El señor de Luriés

Tengo tantos hijos en estas aldeas como estrellas hay en el cielo y arenas en el mar. Don Juan Manuel de Montenegro, en Romance de lobos, Ramón del Valle Inclán.

Desde lejos se podía ver al señor de Luriés, erguido sobre las piedras de la era de Sancharrén, cómo vigilaba el trajín de los que nos afanábamos en la trilla. Hacía poco que me había nombrado su capataz y no me quitaba los ojos de la nuca. Se pasaba los días dándome órdenes absurdas. Que si dile a fulano que ate mejor los fajos de la mies, que no quiero perder ni una espiga en el acarreo. Que si mengano no azuza a los bueyes y se queda dormido dando vueltas encima del trillo.

En una de esas peroratas me mandó a buscar a Dionisia. Hacía rato que había ido al barranco de Cervera con el cántaro y ya tendría que estar de vuelta.

—Estos días se entretiene mucho.Me apuntó al pecho con su bastón—. A mí no me la pega. Estoy seguro de que tiene líos con alguno de vosotros.

—¿No se referirá a mí?

—Pues podría ser. También me he dado cuenta de que, cuando no la ves, no te concentras en las faenas.

—Pensaba que usted me tenía en otra estima.

—¡Pues no te podrás quejar! Por la estima en que te tengo, te nombré el mandamás de toda esta pandilla. Pero cuando se cruzan las mujeres, el mundo se pone patas arriba.

—Por Dios, don Fernando, se lo juro por mis muertos.

—Anda, que no me hace falta que jures. Haz lo que te digo. ¡Ah! Y no tardes en volver tanto como ella.

—Descuide. Lo haré lo más rápido que pueda. Pero tenga en cuenta que el pozo de la Faja Canal cae algo lejos, está ya en barranco de San Andrés —Se rascó la cabeza—. Además, sacar el agua del pozo con una cuerda vieja y con una lata roñosa lleva su tiempo.

Eché a correr. A mí también se me había retorcido el estómago. No era su Dionisia. Era mi Dionisia, y nos pensábamos casar. Y, si don Fernando se opusiera a nuestra boda, teníamos planeado huir por el camino que, escondido entre los pinos, lleva a la Collada.

En estas estaba mientras iba hacia el barranco. El pulso se me subió a las sienes cuando vi el cántaro arrimado a una carrasca, al lado sus zapatillas, rotas por la punta y llenas de barro.

Me acerqué con cuidado hasta la bajada del pozo. La vi antes de llegar. Aún no flotaba. Tenía una mano atrapada en las zarzas y el cuerpo se estaba hundiendo entre el pan de rana. Como en una danza macabra, sus sayas se le habían subido y flotaban moviéndose alrededor de su cintura.

Me quedé paralizado, sin poder respirar. Me daba pellizcos en las manos para comprobar si estaba vivo, quería asegurarme de que no era una alucinación ni una pesadilla.

Sin darme cuenta, me puse a hablar solo, o con ella, que no lo sé.

Dionisia, ya sabía yo que no te podías caer al llenar el cántaro. Recuerda que preparamos juntos la lata con la que lo llenabas. Le atamos una cuerda larga y le pusimos una piedra dentro, así la podrías tirar desde lejos, sin acercarte al borde del barranco. Nos inventamos el artilugio porque la orilla estaba muy resbaladiza, tanto que ya nos había dado un susto a más de uno y decían que hasta se había caído una caballería. Mira, Dionisia, yo sabía que, aunque hiciera calor, tú nunca intentarías refrescarte. A ti, tan pudorosa, nunca se te habría ocurrido subirte las faldas y remojarte las piernas. ¡Qué desvergüenza! Así que al verte metida dentro del agua me ha dado un aire. Yo sé que no te has caído. Eso es imposible. Hemos hablado muchas veces de estos barrizales cubiertos de hierba, donde las culebras de agua están a sus anchas. ¿Te acuerdas que siempre me decías que les tenías mucho miedo?

No sé cuánto tiempo pasamos así. Tú en el agua y yo mirándote desde la orilla, embelesado en tu piel blanca y en tu cabellera enredada en las zarzas. De repente, unas moscas verdes me sacaron de mi ensimismamiento y comencé a correr hacia la era. Cuando vi al señor de Luriés, se me doblaron las piernas y se me mojaron los pantalones. No pude hablar, pero él lo entendió todo. Me quedé perplejo con sus lamentos, como si le hubiera ocurrido algo a alguien de su familia.

En la era se montó mucho revuelo y todos corrieron. Pensaron que yo no había podido salvarte.

Todo ocurrió muy rápido. Echaron un arpón al pozo y lo ataron a dos mulas. Entre gritos y empujones lograron sacar tu cuerpo y lo arrastraron hasta la carrasca donde habías dejado el cántaro apoyado. Te cubrieron con una sábana grande, de las que se usaban en la era para recoger la paja. Esa noche los hombres velamos tu cadáver a la luz de la luna.

Al día siguiente, el forense certificó lo que todos sabíamos, que la muerte te había llegado por ahogamiento. En un momento, yo me hice adelante y le pedí que te hiciera más pruebas, que te mirara la madre por delante y por detrás.

—Si se refiere usted a un frotis vaginal y otro anal, ya he hecho las investigaciones pertinentes y he sacado mis conclusiones —me contestó.

 Don Fernando de Luriés se me encaró por semejante desvergüenza, pero el forense realizó su trabajo y también certificó lo que no nosotros no sabíamos: “la víctima ha sido violada y hay signos de un embarazo incipiente”.

Entre todos los presentes no me pudieron sujetar. Yo escupía al suelo y gritaba.

—¡Canalla, viejo canalla! Has engendrado una camada de lobos que acabarán contigo.

Entonces, aproveché que aún estabas de cuerpo presente y te dije todo lo que me había callado hasta entonces.

—Y tú, Dionisia, no eres inocente, que lo sabías todo. Yo mismo te lo conté. Recuerda que te advertí que el señor de Luriés había mancillado a todas las novias de sus dominios, que ninguna se pudo casar virgen. Sí, se creía con derecho sobre todas. También decía que lo amparaba el derecho de pernada. ¡Sí, eso decía y eso se sigue creyendo! Pero todos sabemos que eso no es un derecho, que es un abuso. Y todo esto te ha pasado por terca. ¿Qué es eso de buscarle agua fresca al señor? Por algo te decía yo que teníamos que marcharnos del pueblo antes de anunciar la boda.

Cuando te colocaron encima de la yegua que te iba a llevar a tu casa, yo cogí una horca de hierro afilada y apunté a la barriga de don Fernando. Con los ojos ensangrentados le dije:

—¡Usted ya no tendrá más vástagos! Se acabaron los aullidos de los lobos.

Carmen Romeo Pemán

Nacido en El Frago, de una tal Ambrosia

De las fragolinas de mis ayeres

Aquella nota, ¡puta nota!, la encontré en la escribanía de mi madre cuando revolví sus papeles después del entierro: “Nacido en El Frago de una tal Ambrosia”.

A los cincuenta años, mi vida se volvía del revés. ¿No era mi madre esa señora rubia, de alta cuna, que me había criado con tanto cariño y esmero? ¿No era yo el hijo de un cirujano muy conocido en la ciudad? ¿No era yo mismo un médico famoso gracias a los esfuerzos de mis padres? ¿Quién era mi madre verdadera? ¿La habrían echado de su casa conmigo en los brazos? Mil preguntas sin respuesta se enredaban en mi cabeza. Tenía que ir a El Frago. Quería saber quién era la tal Ambrosia.

A los pocos días aparqué el coche en la entrada del pueblo, justo donde acababa la carretera de tierra y comenzaban las calles estrechas de roca viva. Subí una cuesta y solo me encontré con un viejo que estaba dormitando al sol. Se había sentado en un banco de piedra enfrente de una barbacana que daba al río. Me acerqué, lo desperté con cuidado y entablamos una conversación sobre el tiempo. Mientras escuchábamos el ruido del agua, le pregunté si conocía a Ambrosia.

—¿Así que pregunta por la señora Ambrosia?

—Sí, dicen que me parezco a ella.

—Puede que se dé un aire, sí. Pero ella era más guapa.

—¿Cómo que era?

—Pues claro, ya va para tres años que se murió. ¡Pobre Ambrosia! No fue nadie al entierro.

Se quitó la gorra y me acompañó hasta una puerta entreabierta y desvencijada. La empujé con fuerza y chirriaron los goznes. Un rayo de luz que entraba por la rendija de un ventanuco iluminó las losas del patio, cubiertas de zarzas, en las que corrían a sus anchas unas lagartijas verdes. Un olor ácido de estiércol y maderas podridas me hizo retroceder. Entonces, me saqué un pañuelo blanco del bolsillo y me tapé la nariz. En cuanto me acostumbré a la oscuridad, subí las escaleras estrechas y empinadas que llevaban hasta la cocina.

Aún estaban los tizones a medio quemar y del calderiz, o llares o como se llame, colgaba una marmita negra, de esas que se empleaban para calentar agua. A los lados dos bancos de madera carcomida y una silla baja de anea. Una de esas en las que las amas de cría amamantaban a los hijos de los ricachones. Me vino un mal pensamiento: ¿Y si mi madre les hubiera vendido mi leche? No podía ser. Pero, aun así, me cagué en los muertos de esa panda de caciques.

El ruido del bastón y los resoplidos del viejo, que apenas podía subir las escaleras, me sacaron de mi ensimismamiento.

—Entonces, ¿es usted el niño que se llevaron a la inclusa?

Noté una punzada en la boca del estómago. Tardé un momento en reaccionar.

—¿Qué dice?, ¿usted qué sabe?

—Pues, ¿qué he de saber? Lo mismo que todo el pueblo.

Me senté en el poyo de piedra que había debajo de la ventana y me cogí la cabeza con las manos. Empecé a imaginarme mi historia. Que a mi madre la habían echado de casa por haberse quedado preñada. Que se vio en apuros y me dio en adopción en casa de un médico sonado. Que les había pedido que fueran buenos padres y que le guardaran el secreto.

—¿Y qué es lo que sabe todo el pueblo? —Se lo preguntaba a él, pero, en realidad,  me lo estaba preguntando a mí mismo.

Le costó arrancar. A final me dijo que mi madre estuvo sirviendo en casa Navascués desde muy joven, casi una niña.

—Ya sabe usted cómo eran las cosas entonces. —Con tono de complicidad.

—Pues no lo sé. Es más, no tenía noticia de que existiera El Frago. Y menos casa Navascués.

—Verá. Como yo era un crío, no me enteraba bien. Pero luego lo oí contar muchas veces. Aquí se decía que los amos tenían derecho de pernada.

—¿Derecho de qué?

—Mire, que viene de la capital. No se haga el tonto. Pues eso. Que se podían tirar a todas las que servían en sus casas cuando quisieran y sin dar que hablar. Que todo se quedaba en casa.

Noté cómo, alrededor de mí, giraban el candil y los cacharros de la chimenea. Me apoyé en la pared y me cayó encima la tierra de los adobes. El viejo no callaba y seguía con la historia.

Habló del parto de mi madre en el camastro de paja que se veía al otro lado de la puerta de la cocina. Me dijo que la atendió mi abuela, que era partera. Que ella me inscribió en el registro y, esa misma noche, sin dejar que mi madre me viera ni me cogiera en brazos, me llevó a la inclusa en el carro de Navascués. El criado que la acompañó, ni siquiera se apeó. Ella me depositó en el torno, envuelto con un trozo de manta zamorana, y dentro, en medio de los pañales, metió una nota escrita de su puño y letra: “Nacido en El Frago de una tal Ambrosia”. Y que ya nunca se supo nada más de mí en el pueblo. También me dijo que a los pocos días, antes de que se le secara la leche a mi madre, nació el primogénito de Navascués, mi medio hermano, y ella lo amamantó hasta que la dejó seca y se le mustió la mirada.

—¡Basta, basta! —Me acerqué para zarandearlo, pero él me apartó con el bastón.

—Pues aún no sabe toda la verdad.

Siguió y siguió. A mi madre la mandaron a la puta calle cuando se le aflojaron las carnes. Vivió de la caridad hasta que una mañana la encontró una vecina. Ya llevaba más de una semana muerta y nadie la había echado en falta. Se había entufado con un brasero. Como no podía comprar carbón, recogía los trozos que quedaban alrededor de las caberas, esos que iban mezclados con tierra y ardían mal.

No sé cuánto tiempo estuve arrodillado con la cabeza apoyada en la silla de anea. Cuando me levanté el viejo había desaparecido.

Carmen Romeo Pemán