A las 6:14 PM

Sentada en los primeros escalones de acceso a su casa, Antonia se fumaba un cigarrillo. En cada bocanada de humo gotas de sangre le chorreaban de sus manos. Se miraba los dedos con detenimiento y examinaba cada una de las líneas que la sangre seca había dibujado en algunas de las coyunturas. Las ideas viajaban con rapidez en su cabeza. Faltaba poco para que llegara la policía. Sabía que no tenía una coartada. Sonreía y se daba cuenta de que, por más que tratara de sentir un ápice de arrepentimiento, nada le había producido más placer.

El sonido de las sirenas hizo que se perdiera aún más en sus pensamientos. Aunque observaba con claridad cómo corrían los hombres uniformados hasta su puerta, en un parpadeo viajó en el tiempo. Estaba de nuevo con las llaves en la mano, lista para entrar en la casa.

6:14 p.m. Antonia llegó a su casa más temprano de lo acordado. Llevaba varios días fuera de la ciudad en un viaje de negocios y había dedicado algunos minutos libres para idear un plan y sorprender a su esposo.

Aunque, a los ojos de los demás, el matrimonio de Antonia era como un cuento de fantasía, siempre había pensado que sus esfuerzos no eran suficientes para tener un matrimonio feliz y estaba convencida de que no era la mujer que se merecía su esposo. Tobías era de esas personas que provocaba tener sexo todo el tiempo. Sus pestañas largas, su cabello sedoso y su cuerpo atlético eran suficientes para sentir un cosquilleo por la piel. Era el hombre con el que toda mujer soñaba. Siempre estaba pendiente de los pormenores del hogar. Mantenía la nevera llena de comida gourmet y decoraba con mimo todos los rincones de la casa. En los cinco años que llevaban casados, Antonia creía que nada había estado fuera de lugar. Bueno, sí había algo: ella. Hacía semanas que no se tocaban. Cruzaban palabras cordiales cuando se encontraban en el pasillo. Dormían en la misma cama, pero estaban ausentes. Antonia tenía todo lo que deseaba, menos a su esposo.

Abrió la puerta de la casa, se quitó el vestido y se quedó solo con las botas negras de caña alta. Sacó una botella de vino del bolso y subió las escaleras con cuidado para no alertar a Tobías. Cerca de la habitación oyó unas voces, en realidad unos susurros. Frunció el ceño y pensó detenerse, pero decidió continuar. Cuando llegó a la puerta se le resbaló la botella de la mano al ver a su esposo. El ruido de los cristales chocando contra el piso llamó la atención de Tobías, que estaba tendido sobre la cama, vestido con un corpiño de cuero, mientras disfrutaba del placer que le producía su amante. Antonia se agarró con fuerza al marco de la puerta. Todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Las tripas se le retorcían en el vientre. Se tapó la boca con la mano para ahuyentar las náuseas. Tobías se acercó con prisa y trató de auxiliarla. Antonia ya estaba a pocos centímetros del suelo.

La espiral de emociones le nubló el juicio. Con una mano cerca del piso sintió el pico de la botella quebrada, se aferró a él con fuerza y sin pensarlo se lo enterró a su esposo en la garganta. Se cayeron al suelo entre los gritos desgarrados del amante que se levantaba de la cama para ayudar a Tobías. Con la sangre brotando en cascada por el cuello, entre unos dedos que trataban de estancarla, Tobías exhalaba su último aliento. El amante se aferraba al cadáver, horrorizado. Sus ojos enrojecidos se encontraron con los de Antonia. Se abalanzó sobre ella e intentó estrangularla. Antonia apretó el pedazo de botella en su mano y le cortó la cara. El hombre la empujó y salió dando un traspié. Antonia se levantó del suelo y lo hirió en la espalda, varias veces. El hombre logró salir de la habitación. Gritaba sin parar mientras descendía hacia la puerta de la casa. Salía en busca de ayuda y a la mitad de la cuadra se cayó y murió desangrado. Antonia bajó por la escalera, sin prisa, contando los pasos. Cogió el bolso, sacó un cigarrillo, lo encendió y se sentó en el segundo escalón. Se miró las manos aún temblorosas y pensó: “¡Un hombre, Tobías! Ahora entiendo por qué nada era suficiente para ti”. Expulsó con fuerza el humo de sus pulmones y cerró los ojos. 

La mano del oficial sobre el hombro la apartó de sus pensamientos. Pronunció unas palabras que se perdieron entre el eco de los murmullos de los vecinos, entre el sonido de las sirenas y entre el pitido de sus oídos. Para Antonia ya nada tenía importancia. No podía volver en el tiempo aunque, si fuera posible, los volvería a asesinar. La sangre en sus manos le daba un nuevo sentido a su vida.

Se puso de pie con ayuda. Todavía desnuda y con las botas negras que le había regalado su esposo en su último aniversario. El oficial la cubrió con su abrigo y la escoltó hasta la patrulla. Antonia dibujó algunos círculos con los dedos en la ventana del automóvil y se despidió de su casa. Era una asesina.

Lunes 6:14 p.m. Llegó el momento de conocer el veredicto. Se oyó como un eco en la sala: “Pena de muerte”. Antonia sonrió y se contempló las manos una vez más.

 

Mónica Solano

 

Imagen de Julia Bilyk

Hacia el primer contacto

Ares se puso de rodillas sobre el pupitre y esperó. Estaba en el aula de música, en el cuarto piso del instituto al que había empezado a ir ese año. Era rectangular, con las mesas colocadas en círculo para proteger una pila de guitarras, triángulos y flautas. Las ventanas de las paredes largas que daban al pasillo estaban a más de un metro del suelo y no ofrecían nada interesante. En cambio, desde los ventanales que daban al exterior se veía la animación de la calle. El edificio se había construido de espaldas a la ladera de una montaña, así que, mientras la calle de la entrada daba al patio y a la planta baja, para ver la calle de atrás había que ir las aulas del último piso.

Por eso había escogido esa clase, para ver a Jorge cuando pasara por la calle trasera. Como habían acordado, este iba a ser su primer contacto físico.

Su historia de amor no era extraña. Al menos, no en ese tiempo. También tres de sus amigas habían conocido a sus novios por Internet. Claro que, en su caso, había sido por casualidad y no mediante aplicaciones de ligar. Ella solo estaba buscando a alguien que revendiera entradas para el concierto que iban a dar los One Direction en Madrid. Así que entró en un foro de fans del grupo, se creó un perfil, Ares14, y dejó un mensaje.

Jorge contestó a la media hora. Le dijo que no tenía entradas pero que One Direction era su grupo favorito. Fue una alegría para Ares, para quien cualquier excusa era buena para hablar de ellos. Le preguntó por sus canciones favoritas, le explicó cuáles eran las suyas y por qué, y le dijo que le satisfacía muchísimo encontrar a un chico al que no le daba vergüenza escucharlos. Jorge no tardó en contestarle otra vez. Ella tampoco. El primer día, después de cruzarse más de quince mensajes, se dieron el móvil. Hablaron por WhatsApp durante muchos días hasta bien entrada la madrugada.

Tres semanas más tarde, Ares averiguó que Jorge era mayor. Bastante más que ella. Casi, casi, como su padre.

Ares estaba hecha un lío. Se preguntaba por qué un hombre se había fijado en ella. Aunque Jorge se reía siempre que ella hacía una broma, era consciente de que no era ni la más simpática ni la más graciosa del instituto. Apenas tenía un puñado de amigas que mantenía desde primaria. Tampoco tenía el cuerpo que le gustaría, ni se consideraba guapa porque nunca había tenido novio. Hasta Jorge.

Él le decía que la encontraba interesante, y preciosa. Y a ella le gustaba. Eso, y sentirse deseada, porque él se lo había hecho saber. Jorge le había enviado fotos de su cuerpo, y ella había respondido de igual forma. Aunque no pensaba mucho en eso porque le daba vergüenza. Sentía que no estaba bien, que no debía enviarle fotos casi desnuda ni pensar en practicar sexo con un hombre que podría ser su padre. Pero no podía evitarlo.

Después se enteró de que estaba casado, aunque Jorge le decía que se iba a separar. Que llevaba tiempo queriendo hacerlo, pero que no lo había hecho por sus hijos. Tenía tres, los gemelos, de cuatro años, y la niña, de uno. Decía que le daba pena, pero que ahora que la había conocido, quería ser soltero de nuevo para poder estar juntos. Y eso pasaría cuando por fin se vieran.

Ares sentía que la vida de Jorge estaba en sus manos. Que era injusto tenerlo esperando hasta que ella se decidiera. Pero seguía sin tenerlo claro.

Así que, un domingo en que su padre se fue al cine con su hermano, Ares le preparó un café a su madre y se sentaron juntas en el patio trasero de su casa adosada. Era una tarde calurosa de octubre y, como no soplaba nada de viento, las hojas caían al suelo en vertical, casi sin vaivén.

Se sentaron en la mesa de madera de teca con sillas a juego y Ares le explicó que había conocido a un chico mayor por Internet. Le dijo que le gustaba mucho y que quería verlo, pero que le daba cosa. No habló de su edad exacta, y su madre tampoco se la preguntó. “Mejor así”, pensó.

Su madre solo le pidió que usara la cabeza, que le diera el móvil de Jorge por si acaso y que fuera acompañada cuando fuera a conocerlo

Ese mismo día, como si Jorge hubiera leído la mente de Ares, la llamó y volvió a insistir en verse. Ares le dijo que sí y él se quedó en silencio. Durante unos segundos solo se oyó un leve jadeo. Por fin Jorge contestó con tal explosión de alegría que Ares se emocionó.

Quedaron en una esquina, junto al colegio, después de las extraescolares. Ares iría sola, pero estaría todo lleno de sus compañeros. Quedó en que esperaría en la sala de música hasta que lo viera pasar, y entonces bajaría corriendo. Así no tendría que aguardar sola en la calle.

Lo reconoció por la gorra de beisbol azul, la misma con la que aparecía en todas las fotos en las que enseñaba la cara. Iba con paso lento y seguro, pero apretaba y relajaba los puños sin cesar.

Ares sintió náuseas. Le pareció mayor de lo que le había dicho, incluso más que su padre. Le empezaron a sudar las manos y le entraron ganas de llorar. No había tenido una buena idea.

Pero ya era demasiado tarde. Se verían, él intentaría besarla en la boca y ella se movería con rapidez para zafarse y darle dos besos. Irían a un bar y, ahí, Ares le diría que sería mejor dejarlo.

Salió del colegio con un nudo en el estómago. Se paró en la esquina, cambiando el peso de un pie al otro. Él la reconoció, levantó la mano y la saludó. Ella, aunque sintió ganas de echar a correr, hizo lo mismo.

Estaba a punto de llegar a él cuando notó un tirón en el brazo que la obligó a darse la vuelta. Era su madre, colorada y con los ojos hinchados. Cuando se quedaron cara a cara, las dos se echaron a llorar y Ares se apretó contra ella como a un salvavidas en medio del océano.

Cuando se giró hacia Jorge, dos hombres lo estaban metiendo en un furgón policial.

Carla

@CarlaCamposBlog

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