Tintado en sangre

—Mamá, por favor, guárdalo. Te está mirando todo el mundo —me dijo Victoria.

Me levanté las gafas de cerca y pestañeé para enfocar mejor la cara de mi hija. A mi alrededor, algunas personas, las más jóvenes, no apartaban los ojos de mí y de mis manos. Como si quisieran decirme con sus sonrisas que era una vieja loca.

—Hija, solo quiero ver si tu madre me ha dicho algo —le contesté.

—Pues cuando entres en la tienda, te metes en el probador y lo miras. Lo que mami te tenga que decir puede esperar. Y tú también.

Iba a contestarle que qué más daba lo que pensaran los demás, pero, ¿quién era yo para reprocharle nada a Victoria? Esos miedos a que la pusieran en evidencia, a que la juzgaran, los había aprendido de nosotras, sus madres, en nuestra propia casa. Victoria, que ya era una mujer, debía tener grabadas a fuego todas aquellas tardes en las que la esperábamos un par de esquinas más abajo del colegio para que los padres de los otros niños no vieran que nuestro coche aún no era eléctrico. Se comía el bocadillo en casa cuando le apetecía tomar crema de chocolate con abundante aceite de palma. Había notado cómo le estirábamos la manga de la camiseta para tapar la pequeña reacción de una vacuna en el brazo.

Para una vez que salía con la niña de compras no iba a importunarla. Guardé el teléfono en el bolso, ese saco de lino con pespuntes de hilo que me regaló el último día de la madre. Una bolsa sencilla y, aún así, más cara que aquel artefacto que me permitía hacer más cosas que cualquiera de los ordenadores que tuve en la infancia.

Entramos en la tienda, y Victoria fue rápidamente a mirar los vestidos de verano mientras yo me metía en un mar de prendas de colores naturales que dependían del tejido del que estuvieran hechas. Sentía el teléfono como un peso extra en el bolso. Cogí una chaqueta cualquiera, una de lana basta que rascaba la piel y de un color marrón indeterminado, y me metí en el probador. Saqué el móvil con manos ansiosas. Un único y solitario mensaje parpadeaba en la pantalla sin desbloquear.

Aura no había perdido las costumbres de su juventud ni había caído bajo las garras del miedo a las ondas de radiofrecuencia.

Después de treinta años de matrimonio, mi mujer seguía siendo capaz de sorprenderme. Me deseaba una gran tarde de compras con nuestra niña. Además, me enviaba una foto junto a un emoticono. Una persona se llevaba un dedo a la boca. Un secreto.

En la imagen, una solitaria bolsa de un snack con sabor a queso, y, probablemente, regado de glutamato sódico, palpitaba sobre la encimera de la cocina. Me preguntaba de dónde narices la había sacado, pero ya me enteraría más tarde.  Salí del probador con la prenda en la mano, en la misma posición que al entrar, y me dirigí al lugar de donde creía que la había cogido para devolverla a su sitio. El calor era tan intenso que aquella chaqueta cada vez me picaba más en las manos. Fui pasillo a pasillo mirando cada estante y cada burra, sin éxito. Todo era tan… anodino. Desde hacía años, desde que habían dejado de llevarse los estampados. No es que hubiera tenido nunca predilección por los vestidos floreados o la ropa de mil colores, pero ahora todo se había vuelto demasiado aburrido.

A menudo me preguntaba qué habría pasado si no hubiera saltado aquella polémica sobre lo perjudicial de los productos químicos de los tintes de la ropa. Recordaba que lo había hablado con Aura y habíamos llegado a la conclusión de que lo dañino no parecían los químicos sino la nula conciencia ambiental de quienes los utilizaban. Sin embargo, pronto empezó el aluvión de firmas pidiendo que los prohibieran y las empresas decidieron cambiar las cosas, no sabía si por conciencia o por marketing. Aunque sospechaba que era por esto último.

La vuelta a lo de siempre, provocada por el abuso de la tecnología o de los químicos, fue muy aplaudida. Las coletillas de “Al natural”, “Vuelta a lo tradicional” o “Como los de antes” llegaron y dieron paso a las etiquetas de “Sin conservantes” y “Sin colorantes”. Y todo aquello parecía lógico. ¿Quién iba a querer productos llenos de química si lo que necesitaba el ser humano era volver a la alimentación sana? Incluso Aura estaba de acuerdo en buscar alimentos que se parecieran a los que comían nuestras abuelas. Y así quisimos criar a Victoria desde que nació. De vuelta a lo natural.

Estábamos a finales del S. XXI y lo natural era no ponerse vacunas y morir de sarampión.

Me rendí. Nunca encontraría la burra de la que había sacado la chaqueta así que me acerqué al joven que había en el mostrador y le dejé la prenda sobre la mesa con una disculpa. Después fui a buscar a mi hija, que parecía una niña dando saltitos de emoción. Me mostraba un vestido de un solo tirante que bajaba por el pecho como una túnica romana y se cogía a la cintura con un cinturón hecho de fibras de cáñamo. Lo pagué, porque me parecía natural regalarle un capricho a mi hija, y salimos a tomar el aire fresco.

Me despedí de ella un par de manzanas al sur, después de tomarnos un té endulzado con miel y antes de que ella cogiera el autobús hasta su casa. Yo prefería caminar hasta el piso que compartía con mi mujer, aunque el calor apretaba. Pensé en quitarme la túnica, pero entonces recordé que debajo llevaba una de esas camisetas antiguas, teñida de un rojo casi eléctrico. Si me despojaba de la tela beige, anodina, me plantaría en medio de la gente como un semáforo, una alarma, un faro. Todos me mirarían, se sorprenderían de ver a alguien con una prenda tóxica. Recordaba haber leído en redes sociales a personas temerosas de que los tintes se pegaran a su piel, les cubrieran los poros y las mataran por intoxicación. Premio Darwin, dirían algunos. Se lo merece por inconsciente, dirían otros. Fuera lo que fuera, me verían con esa camiseta y me señalarían como si su vida dependiera de mis decisiones. Me juzgarían.

Me quedé quieta delante de un paso de peatones. No era una calle demasiado concurrida, con unas aceras estrechas y un carril para la circulación rodada, que se había parado para dejarme pasar. Di paso a los coches con la mano y me di la vuelta al tráfico. Me chorreaba la espalda.

Quizá era el momento.

Abrí mi bolso, aquella saca sencilla de algodón, y saqué el móvil para guardarlo en el bolsillo del pantalón. Después, me puse la bolsa entre las piernas mientras me quitaba la túnica. La camiseta, de un rojo vibrante, salió a la luz. A mi derecha, una niña de unos siete años vestida con un uniforme beige dejó caer la manzana que estaba merendando. Se paralizó. Su madre dejó escapar una exclamación que posiblemente su hija no habría oído nunca y le dio un tirón del brazo para apartarla de mí.

La niña y su madre me recordaron a mi pequeña y a mí, la una tan interesada por descubrir el mundo y la otra tan preocupada por protegerla de él. Las observé cómo se acercaban a un par de policías con los que me había cruzado unos metros antes. La madre me señaló y la pareja vino hacia mí con decisión, acelerando el paso y desenvainando las porras. Gritaban algo que no entendía.

Antes de desvanecerme pensé en el color de la sangre que me manchaba el pecho, casi tan brillante como el de mi camiseta.

 

Alimañas

—Han encontrado otra alimaña —dijo Jude mientras removía con brío su café. El sol le daba en la cara y no se había quitado las gafas de lentes redondas que la hacían parecer un insecto—. En tu edificio.

—¿En serio? —Ares puso los ojos en blanco. Llamaban alimañas a los niños nacidos fuera del Programa de Crecimiento Sostenible de la Población—. Me parece increíble que aún haya quien se arriesgue sabiendo lo que pasará si los pillan. Que siempre lo hacen, por cierto. Con el ruido que hace un crío… Y en este edificio, que solo te digo que me entero cada vez que mi vecino va el baño.

—Pues alucina, que no ha sido por eso. Ha sido por la comida. Parece que había pedido un aumento de las raciones, se lo concedieron y aun así, la mujer no paraba de adelgazar —se tomó su bebida de un trago y señaló la taza vacía de Ares—. ¿Quieres otro?

—Un chocolate, por favor. Con nata.

La cabeza de Jude cayó hacia un lado con tanta violencia que, en cualquier otro tiempo y lugar, habría significado un cuello roto. Luego volvió en sí.

—Ahora lo cargan —contestó, como si nada.

—Oye, se te ha vuelto a romper el SRV. Se ha desconectado durante un segundo.

—Ya, ya. Me lo dijo mi prima ayer. ¿Te puedes creer que es la segunda vez este mes? —Jude se llevó la mano a la sien donde, en el mundo real, tenía enchufado el conector del Sistema de Realidad Virtual—. Quizá sean paranoias mías pero antes, al enchufármelo, me ha parecido que chisporroteaba.

—Son paranoias tuyas —contestó Ares con sorna—. Venga, acaba de contarme eso.

Aparecieron dos tazas sobre la mesa redonda. Habían elegido para su encuentro la terraza de un café parisino de principios del siglo veinte y estaban rodeadas de parejas de todas las edades que hacían manitas a la vista de todo el mundo.

—Pues nada, que al ver que no había ningún motivo aparente para que perdiera peso, sospecharon que la comida no era solo para ella. Así que hicieron una redada sorpresa. Seis años tenía la niña.

—¡Qué barbaridad! —El avatar de Ares se estiró las comisuras de los ojos con el índice y el pulgar-. ¿Y el padre?

—Solo tienen sospechas de quién es. Parece ser que hace siete años tu vecina recibió el permiso para que la visitara un primo que… —calló repentinamente y se le torció la cabeza a un lado para volver a erguirse enseguida—. Guapa, tengo que cerrar aquí. Hablamos luego.

Jude desapareció. Dejó una silla vacía y un café a medio beber. Ares supuso que acabaría de conocer la historia cuando su compañera tuviera tiempo de publicarla. Su avatar suspiró, sorbió un poco de chocolate y se desvaneció.

Su madre siempre decía que la realidad virtual no había conseguido simular del todo el sabor del cacao, y que sospechaba que, por mucho que intentaran recuperar plantas y animales extintos, ni siquiera su hija podría probarlo algún día. Aun así, cuando Ares entraba en esa otra realidad donde todo era posible, seguía pidiendo una taza de chocolate caliente. Tenía la esperanza de que algún día conocería el sabor que su madre había adorado de niña, cuando la abuela lo conseguía pagando un sueldo entero.

Se colocó ante la ventana, que en ese momento mostraba el paisaje de una desaparecida isla tailandesa, de playas blancas y mar transparente, y con un gesto de la mano cambió ese fondo de pantalla por la interfaz del teléfono. Después de diez tonos dio por hecho que Max no lo cogería y colgó, dejando que apareciera de nuevo en la ventana la ciudad de Singapur. Los edificios eran tan altos y el espacio entre ellos tan estrecho que desde el piso 87 no se veía el cielo. Ares se preguntaba si los habitantes del ático veían algo, pero de su última incursión a la superficie sospechaba que, para lo que había que ver, era preferible tener la pantalla 24 horas conectada.

Otra de las cosas que su madre siempre decía era que el Gobierno invertía en lo que no debía. Que estaba muy bien que intentaran mejorar la realidad virtual, pero eso debía ser un parche para el problema, no la solución. Que la gente necesitaba poder salir de sus casas, respirar aire limpio y dejar de estar encerrada. Cuando empezaba con aquella perorata, Ares se encogía de hombros y le daba la razón, porque no hacerlo era peor. Y es que le daba igual. Ella no había conocido otra cosa. Solo había salido una vez de su casa, cuando le tocó pasar por el Programa de Análisis Reproductivo. Y no le había gustado.

Diez días después de que le viniera la regla, una luz roja inundó toda la casa. De los altavoces de la casa salió una voz demasiado aguda como para ser de hombre y demasiado grave como para ser de mujer, que advirtió que se abriría el compartimento de mascarillas y que la familia debía ponérselas de inmediato porque la puerta de entrada iba a abrirse en cinco minutos. Hacía años que el servicio auxiliar de climatización no funcionaba en los pasillos de los edificios: era un gasto en dinero y recursos que el gobierno no se podía permitir. Cuando las cuatro figuras entraron en casa tuvieron que esperar unos minutos para que el sistema de filtrado limpiara el aire contaminado que se había colado al abrirse la puerta y así poder prescindir de las mascarillas. Los visitantes, que resultaron ser tres mujeres y un hombre, se quitaron las escafandras y una de ellas dejó un paquete en el suelo. Después de las presentaciones, una mujer pelirroja con nariz aguileña y ojos vidriosos, que decía llamarse Margoux, se dirigió a su madre.

—Paola, agradecemos su comprensión. Sabemos que ustedes –hizo un gesto para señalar a los dos— no tuvieron que someterse al Programa y eso puede causarles algún temor, pero puedo prometerles que Ares no va a sufrir daño alguno. La llevaremos al hospital para realizar un análisis genético y otro ginecológico, y la traeremos de vuelta.

Su madre permaneció en silencio, mirándola como si fuera su némesis. La mujer ni se inmutó y volvió la atención a Ares.

—Mañana estarás en casa. Lauren, ayúdale a ponerse el traje.

Ares se dejó hacer. Era la primera vez que estaba en la misma sala con unas personas que no eran sus padres y se sentía demasiado aturdida como para responder.

Cuando volvió a su casa fue directa al baño y se encerró durante horas. Sus padres no la instigaron a hablar, y ella no lo hizo. En aquel momento esperaba no ser apta para concebir y no tener ningún contacto físico con nadie más. Pensar en eso le alegraba. Hasta que conoció a Max.

Volvió a llamarlo.

—Hola cariño, soy yo —dijo Ares cuando, al tercer tono, saltó el contestador—. Perdón por ser tan pesada, pero es que no puedo más. Por favor, no me tengas en ascuas. Llámame.

Se echó en el sofá cama y cambió con la mano la interfaz de la ventana para que le mostrara el diario. Primero fue a local, por si Jude había llegado a escribir la noticia que le había contado. Hablaban de otros niños, pero no de la de su edificio, y siempre con titulares jugosos: “La ciudad se llena de alimañas” o “Padre y abuelo de la misma alimaña. El gobierno recrudece las penas para quien se reproduzca sin permiso”.

Siempre conseguían encontrarlos: el ruido, el gasto de agua, la luz, deslices en la realidad virtual… Comida. Sin embargo, la gente seguía intentándolo. Y, aunque le sorprendía que hubiera gente que se atreviera a arriesgarse, podía entenderlo. Como decía su madre, por mucho que intentaran mejorarlo, nada se asemejaba al contacto real de otro ser humano, y, menos aún, al placer de tener entre tus brazos a un hijo. Podía hacer tanta falta como el aire limpio.

Siguió buceando por el periódico. Frunció el ceño. Hasta ese momento no había sido consciente de que nunca decían el nombre de la criatura, ni mostraban fotos, ni los trataban como niños. Eran alimañas. Animales. Como si no tuvieran manos regordetas y caras con chorretones de leche, igual que los avatares que veía en la realidad virtual. A veces se preguntaba qué se sentiría al cogerlos, apretarlos contra el pecho y olerles la cabeza. Su madre decía que no había perfume más delicioso que la piel de un bebé, y la curiosidad de Ares por saber cómo olía se había convertido en una necesidad.

El sonido de unas campanas la sacó de su ensimismamiento y vio cómo la pantalla se dividía en dos: a la izquierda el periódico y a la derecha la cara de Max, esperando a que su novia le cogiera la llamada.

—Ay, Dios, mi amor, ¡por fin! ¿Cómo ha ido?

—No muy bien.

Un calambrazo la asaeteó entre los ojos. Lo tendría que haber supuesto por la mueca de Max.

—¿Quieres contármelo ahora o prefieres que te deje tranquilo?

—No, no. Mejor ahora.

Max, al otro lado del teléfono, se sentó sobre la cama y se masajeó levemente la sien derecha antes de continuar.

—¿Te acuerdas de lo que nos contó Ciri del Tribunal? Se quedó muy corta. No puedo evitar pensar que tendrías que haber ido tú.

Ares miró aquella cara redonda, los ojos grises y su naricita pequeña como la de un niño, y no dudó en darle la razón mentalmente. Pero mintió.

—A mí no me habría ido mejor.

—No lo sé, la verdad. Ahora creo que no iba tan preparado como creía. Pero al menos escucharon todo mi alegato.

—Claro, mi amor —Ares colocó la palma de la mano en la pantalla, como si quisiera transmitirle ánimos cuando en realidad era ella la que necesitaba el contacto. Sonrió de medio lado, un gesto que a él le encantaba, y habló en tono bajo y suave—. ¿Han dicho que no?

—No exactamente. Sí que podemos vivir juntos.

La boca de Ares se abrió sin que ella pudiera hacer nada al respecto. Toda la tensión que había ido creciendo desde que decidieron, meses atrás, pedir permiso para unirse desapareció de golpe. Se levantó, se volvió a sentar y se levantó de nuevo, sin saber muy bien qué hacer con su cuerpo. Quería gritar, reír, llorar, abrazarle y darle un bofetón por hacérselo pasar tan mal.

—Pero Max, ¡me lo había creído! Con esto no se bromea…

—No, Ares, espera. Podemos vivir juntos, pero no nos dan permiso para tener un hijo.

—¿Cómo? ¿Por qué? —masculló. Sentía la misma confusión y dolor que si le hubiera dado un bofetón—. ¿No somos fértiles?

—Sí que lo somos. No lo he entendido muy bien, pero tiene algo que ver con enfermedades de nuestro árbol genealógico. Me han dado muchos datos, han usado un montón de nombres técnicos que ni su puta madre sabe qué son. —Se tapó la cara con una mano temblorosa—. Me han abrumado con información. No he sabido qué decir. Lo siento.

Ares se masajeó la frente con las yemas de los dedos. Mientras tanto, la cámara del teléfono captaba a Max paseando de un lado a otro en su diminuta sala de estar, intentando tranquilizarse. Ella sintió el deseo de colgar y encerrarse en el baño, pero sabía que él la necesitaba. Los dos se necesitaban. ¿Qué iban a hacer? Ares quería a Max, quería vivir con él hasta que el cuerpo se lo permitiera, pero también quería tener hijos. Se preguntaba si habría podría tenerlos en el caso de haberse enamorado de otra persona.

“El problema no es que no pueda”, pensó. “Es que no me dejan”.

—Entonces, ¿seguro que somos fértiles? —preguntó. Max, que se había movido hasta el fondo de la habitación, caminó de nuevo hacia la cámara, al lado de la pantalla.

—Sí. El problema es que no somos compatibles.

—Eso lo dirán ellos. Te llamo en un rato, ¿vale? Te quiero.

—Y yo a ti.

Al colgar, la interfaz del teléfono desapareció para dejar en la pantalla la última hoja del periódico que estaba leyendo. Mientras hablaba con Max habían publicado la noticia de Jude. El titular rezaba: “Proliferación de alimañas en el distrito 7” En el subtítulo se recogía la declaración de la policía, que amenazaba con encontrar a todo aquel que intentara esconder a una alimaña.

Ares entrelazó los dedos de las manos y los hizo crujir.

—Ya veremos.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imagen del Jardín junto a la Bahía, en Singapur.