… lloraban a una ninfa delicada, cuya vida mostraba que había sido antes de tiempo y casi en flor cortada; Garcilaso de la Vega, Égloga III
Era la última semana de septiembre, con los primeros fríos, habían comenzado a marcharse los veraneantes. Los que quedábamos, una tarde nos fuimos a dar el último baño del verano al pozo Zarrampullo. Cuando llegamos, unas culebrillas de agua nadaban despacio, como si barruntaran la tristeza del invierno. Ellas eran nuestros termómetros y nosotros su tormento. Con nuestros juegos y chapoteos desaparecían en un santiamén. Ese día solo habían quedado unas pocas despistadas. Sus compañeras ya habían encontrado un acomodo debajo de la cascada, en las grietas profundas del lecho del río. Allí, enroscadas unas con otras, se daban el calor justo para pasar el sueño invernal.
Nosotros también estábamos un poco aletargados. Esa tarde no nos dimos aguadillas ni corrimos a ver quién aguantaba más rato sin resbalarse por las rocas. Invadidos por el desánimo, tendidos al sol del atardecer, nos enroscamos unos sobre otros en la orilla del agua, como si nos quisiésemos robar los latidos del corazón. A los pocos días todos íbamos a abandonar el pueblo y la escuela. A unos nos esperaba el seminario y a otros los internados. No es que los seminaristas tuviéramos mucha vocación religiosa. En realidad no era así. Las familias pobres, como la mía, habían encontrado una manera de dar estudios a sus hijos y alimentar las bocas sobrantes. Esperaban que, con los años, los nuevos curas les sirviéramos de apoyo. Las vocaciones llegaban en los seminarios. Que en eso eran expertos.
El mosén que nos llevó al Seminario de Jaca nos advirtió:
—Mirad, sé que sois chicos espabilados, pero tenéis que ser buenas personas y llegar a ser excelentes sacerdotes.
Nosotros asentíamos y él seguía:
—Antes que vosotros, algunos se quedaron en el camino, pero ya no volvieron a labrar los campos ni a cuidar los rebaños. Recordad a Emiliano de casa Eusebio o Enrique de Antonina que se hicieron abogados.
Esa tarde, como otras muchas de otros años, repetíamos las mismas conversaciones y yo me ponía muy triste. Sin decir nada, me levanté y me metí en el agua. Fui derecho al punto en que la cascada se deshace en espuma. Una vez allí me zambullí hasta las grietas de las rocas. Recordé que Elisa me había dicho que nos encontraríamos allí si nos perdíamos.
Ella llevaba un año esperándome. La tarde anterior a su desaparición habíamos discutido. No quería que yo siguiera en el seminario. No podía hacerle entender que era la única forma que tenía de salir del pueblo.
—Si convences a tus padres y vienes a mi instituto, nos veremos todas las tardes —me dijo con voz temblorosa.
—¿Es que no te das cuenta? —Le cogí las manos— ¿Es que no ves que en mi casa no pueden con esos gastos? Te diré más. Por las tardes, para que yo pueda venir un rato con vosotros, mi madre tiene que ir al campo a ayudar a mi padre. Yo no puedo llevar vuestra vida. Tengo que ayudar a segar, a trillar y a recoger lo poco que da esta tierra. Además, con lo que sacamos, no me pueden pagar una patrona. En cambio lo del seminario es una solución.
—¡Pero tú no tienes vocación! Podrías buscarte algún trabajo que te permitiera estudiar. —Acercó mucho sus ojos a los míos—. Yo también haría algo para ayudarte, a escondidas de mis padres.
—No es que no quiera hacer lo que me propones. No me interpretes mal, pero yo no puedo aceptarlo. Será mejor que esperemos unos años.
El verde de sus ojos era más profundo que el del agua del pozo. Eran como dos lagos grandes, sin límites. Me asomé y solo vi el abismo. Estuve toda la noche muy inquieto.
A la mañana siguiente, cuando se levantó mi padre, yo lo esperaba sentado en el hogar.
—Mire, padre —le espeté—, no voy a volver al seminario.
—Hijo, ¡te has vuelto loco! —Bajó la cabeza—. Entre todos estamos haciendo un gran esfuerzo por sacaros adelante a los dos pequeños. Aquí, aunque se arañe mucho, la tierra da poco.
—Lo sé padre, lo sé.
—Pues si lo sabes, apechuga. Todos hemos sido jóvenes y hemos tenido algún arrebato, pero tienes que comprender lo que puedes hacer y lo que no.
—Si me pone así las cosas, me quedaré en casa. Yo no quiero ser un problema para usted.
—Mira, ¡no entiendes nada! Y ya es hora de que abras la sesera.
Se calló y comenzó a jugar con la ceniza y el gancho. De repente se paró y me miró:
—Aunque no hablo con nadie, sé muy bien lo que pasa. Escúchame bien. Esa chica es de casa rica y nunca te aceptarán, aunque tengas estudios.
A medida que escuchaba a mi padre, se me iba cayendo la cabeza hacia adelante, ya casi pegaba en el suelo. Solo veía los carbones negros junto a las brasas.
—Yo también he sido mozo —insistió—. Y cuando uno es joven se cree muchas memeces. ¿Te parece que tú puedes cambiar el mundo? Pues no. —Levantó el tono de voz—. Es la ley de la sangre. El amor nace de un concierto entre iguales. ¡Desgraciado el que vaya contra las leyes no escritas!
Esa tarde, ni corto ni perezoso, fui a ver a Elisa y le conté la conversación con mi padre. Nos cogimos de la mano y nos dirigimos al Zarrampullo por el camino de Cervera. Cuando vio a los otros amigos, se secó los ojos con la punta la blusa y no pronunció palabra en toda la tarde. En el aire flotaba el silencio de la despedida. En el pozo ya se estaban secando las hierbas de las orillas y un árbol enseñaba sus últimas hojas verdes.
Nuestros cuerpos pesaban más que la calima y los tiramos contra las hierbas junto al agua. Solo Elisa se levantó, se acercó hasta la cascada y desapareció envuelta en la espuma. Era como el nacimiento de Venus, pero al revés.
Ya ha pasado un año después de aquello. La nostalgia me atenaza. He querido bajar al fondo, llegar a las rocas y juntarme con ella. Estaba tan blanca que parecía de mármol y las culebrillas la lloraban como si fuera una ninfa delicada. He empezado a hablarle y sus ojos reflejaban una sonrisa en el agua.
—Mira, Elisa, hoy acaba otro verano y he venido a buscarte. Si no vienes, me quedaré contigo. Quiero que sepas que mis padres ya aceptan lo nuestro. Este año iremos juntos al instituto y nuestros apuntes se mancharán con algún chorretón de chocolate caliente de la Granja Astoria.
Cuando estaba aproximando mis labios a los suyos, una mano me ha agarrado el brazo, me ha sacado hasta la orilla y me ha tendido en la hierba. Tan pronto como he recuperado el conocimiento, mi primer pensamiento ha sido para Elisa: ”Siempre me mirarás con una sonrisa desde lo más profundo del Zarrampullo y las culebrillas no vendrán a molestarnos cuando nos bañemos”.
Carmen Romeo
Foto: José Ramón Reyes.