El punto de vista del personaje Vs. el punto de vista del autor

Hace unos días, recibí un whatsapp de mi amigo David (¡Hola, David!). Me preguntaba si el personaje de uno de los relatos que tengo colgados en este blog, Muralla de piel, era gay. Su duda me causó bastante impresión. Al escribir la historia no me había planteado cuál era la sexualidad de Yago. Sí que había pensado en él como un chico moderno, sensible, algo crédulo y, seguramente, desesperado —¿quién, si no, consultaría a una médium?—, pero no se me había ocurrido nada sobre con quién preferiría compartir su cama. No lo consideraba importante para la trama de una historia tan corta. Así pues, ¿qué había hecho yo, sin enterarme, para que David llegara a esa conclusión?

La novia llegando al altar

Cuando leí la respuesta me dio por reír. ¡Cómo no me había dado cuenta de algo tan evidente! Me había pasado igual que cuando te enseñan una foto trampa en la que se ve a una pareja acurrucándose ante una puesta de sol y la belleza del ocaso me impide ver que uno de ellos tiene tres brazos. Al centrarme tanto en recrear la atmósfera, había dejado de lado algo tan básico como la experiencia vital del personaje, y había puesto en el texto un símil que correspondía a mi manera de ver la vida, no a la de él.

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¡Anda! ¡Ese chico tiene un pegote entre los dientes! Y así es como no ves que a esa foto le sobra un brazo. Fuente: Colgate

Fallé (sí, los escritores también fallamos. ¡Larga vida a los correctores!) cuando hice que Yago describiera, a través de sensaciones, el espacio. Escribí que, si subía por las escaleras hasta el piso donde se encontraba la bruja, “se sentiría como una novia llegando al altar”. Mi amigo me dijo que no se creía que un tío se imaginara como una novia, un icono tan femenino, sino como Rocky entrenándose o un semidiós subiendo al Olimpo, y que pensó que igual era una manera sutil de explicar que era homosexual.

Un inciso: El lector activo

Durante algúniempo se ha creído que la audiencia era pasiva. El emisor, ya sea en televisión, en un periódico o en un libro, enviaba un mensaje y el receptor lo asimilaba tal cual, igual que un pavo degluta su comida, sin ningún tipo de pensamiento crítico. Con el tiempo, esa teoría ha ido cambiando hasta darle un papel decisivo a la audiencia, a la que trata de activa y supone que, cuando recibe un mensaje, utiliza todos los recursos que tiene a su disposición para descifrarlo.

Si aplicamos esta teoría del acto de comunicación a la lectura, esto quiere decir dos cosas. Primero, que la cultura y las experiencias del lector serán las encargadas de poner el aliño que necesita para descifrar un relato o una novela. Segundo, que el mensaje que llegue al lector no tiene por qué ser igual a lo que el autor pretende transmitir.

Qué jodido, ¿eh?

El ejemplo de David es fantástico para visualizar la importancia del contexto en el descifrado de un texto. Cuando escribí esa frase, quería transmitir la sensación de un paseo majestuoso por las escaleras. En mi imaginario, influenciado por la cultura en la que me ha tocado vivir, uno de los primeros ejemplos que me vienen a la cabeza es el de una reina recién coronada subiendo a un trono, o una novia, tal como puse en mi relato. Pero mi amigo, y posiblemente cualquier hombre, tiene decenas de ejemplos majestuosos subiendo escaleras, muchos de ellos dados por la cultura popular, como la imagen de Rocky que apuntaba mi amigo. Porque la experiencia, tanto propia como prestada a través de la historia, libros o películas, nos muestra a muchos hombres haciendo cosas majestuosas con las que identificarse. ¿Por qué, entonces, iba un hombre a hacerlo con una novia subiendo al altar?

No solo eso, sino que una mujer a punto de casarse es una estampa extremadamente femenina, y en una cultura donde se han polarizado los iconos de género durante años, un hombre heterosexual difícilmente se identificará con una novia.

No quiero entrar en lo importante que es que existan personajes femeninos molones en la cultura popular, porque creo que Gothic Paranoid ya lo explica en su blog estupendamente. Sin embargo, es necesario apuntar que, su falta, hace que las mujeres nos hayamos acostumbrado a identificarnos con personajes del otro sexo mientras que los hombres no. Por tanto, cuando eso pasa, es lógico que les resulte extraño.

Por supuesto, David ha llegado a esta justificación porque, al no haber dado más datos, se llega a la conclusión de que mi personaje vive en la Barcelona actual. No habría sido así si, por ejemplo, el relato estuviera situado en una sociedad matriarcal o le hubiera dado un trasfondo al personaje que explicara por qué se imagina a una novia subiendo por las escaleras.

¿Y eso, en qué nos afecta como escritores?

Ponemos mucho esfuerzo en la verosimilitud y definición de nuestros personajes como para que llegue un pensamiento desubicado que lo tire todo por la borda. Si olvidamos del punto de vista que estamos tratando, puede que el lector saque conclusiones que no esperamos o, incluso, que se haga una idea de los actores de nuestra historia que haga la trama poco veraz. Imaginaos que nuestro personaje es Clint Eastwood y, al ver a un gatito, le entran ganas de restregar la cara por su pelaje y lanzarle besitos en la barriga. Igual ese pensamiento lo tenemos las locas de los gatos, pero no me imagino a este señor, cigarro en boca, achuchando a un minino. Más bien lo visualizo disparándole entre los ojos si al dulce animalito le da por acercarse a su güisqui on the rocks. Pero, en medio del fragor descriptivo y metafórico en el que entramos a veces, podemos perder la brújula. Y así, amigos, es como extraviamos la esencia de nuestro protagonista.

Creo que ha quedado claro que hay que fijarse mucho en los detalles cuando se ponen imágenes y metáforas en boca y mente de nuestros personajes. En ese sentido, es posible que nos cueste menos definir protagonistas de nuestro mismo sexo, pero no por eso debemos tenerle miedo al ejercicio de ponerse en la piel de otros. Claro que, para hacerlo, necesitamos entender la cultura en la que han nacido los actores de nuestras historias y la de nuestros lectores, y así buscar que sus pensamientos e imágenes mentales concuerden.

¿Difícil? Claro. ¿Divertido? Muchísimo.

Carla

@CarlaCamposBlog

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Imágenes de cabecera de Jill111

Que de imposturas se trata

Yo nací de la impostura. José Saramago

Pascuala Castán notaba que, con los años, sus clases se habían vuelto muy aburridas. “¡Basta ya de rollos! Desde mañana practicaré la creación literaria. Lo más eficaz será que mis alumnos piensen que soy experta en eso de los relatos”. Aunque todos se darían cuenta de la mentira, porque era sabido que doña Pascuala carecía de la imaginación necesaria para elaborar un relato.

Comenzó por inventarse la personalidad que habría deseado tener. Por la noche, mientras preparaba la clase del día siguiente, iba escribiendo su nueva biografía y la iba adaptando a lo que le habría gustado ser. Comenzó cambiando los datos de su DNI: la fecha y lugar de nacimiento, el nombre de sus padres, su estado civil y la dirección de su domicilio. Al llegar al apartado de los estudios cambió el colegio de monjas, donde había estado interna más de nueve años, por un instituto; la licenciatura en historia, por un doctorado en filología; y sus verdaderos gustos literarios por otros que estaban de moda. Se inventó una larga lista de publicaciones en las que firmaba con pseudónimos, para evitar que sus compañeros descubrieran sus imposturas.

Este apartado fue el más engorroso. Consultó muchas páginas de internet para hacerlo creíble. Buscaba títulos de críticos famosos y les introducía pequeños cambios, los suficientes para que no la acusaran de plagio. Después llegaba lo más difícil: encajar el nuevo título en una editorial real. Como no encontraba solución, decidió inventarse los nombres de las editoriales, pero como no tenía imaginación no le salía ninguno.

Doña Pascuala, que era un poco supersticiosa, cuando llegaba a la sala de profesores, se sentaba en un rincón, abría el periódico por la página del horóscopo y se ensimismaba soñando en aquellas predicciones. De repente pensó que si deformaba un poco los signos del zodiaco sonarían bien para nombres de editoriales eruditas. Así fue como comenzó a llenar páginas y páginas de bibliografía personal inventada: Florentina del Mar, “Por el camino sin mirar las orillas”, editorial Ariete, Murcia. María Barbeito, “Fiestas populares en la literatura gallega”, editorial Virginal, Padrón (La Coruña). Juana Abarca de Bolea, “Octavas de las horas místicas”, editorial Promesa, Huesca. Cuando acabó, imprimió su nueva biografía, y la miró con regocijo. ¡Así, sí! Así le gustaba más.

Una noche se puso muy nerviosa porque acababan de traerle una lavadora nueva. Una de esas que llevan programación electrónica y que no hay quién las entienda. Para colmo de males, tenía la ropa de una semana sin lavar y las clases del día siguiente sin preparar. “Bueno, iremos por orden. Primero la lavadora y mientras lava, la clase. Pero antes tengo que leerme las instrucciones”. Miró el reloj. Ya eran las doce. “No me da tiempo. Mañana tengo clase a las ocho. Bueno, pues aprovecharé las instrucciones de la lavadora para las clases. En el fondo tiene que ser lo mismo lavar los trapos sucios que escribir un relato”. Y comenzó a copiar las instrucciones de la lavadora. Después, igual que había hecho con el apartado de las publicaciones, iba cambiando los tecnicismos mecánicos por tecnicismos literarios. Al acabar, imprimió sus nuevos apuntes, los leyó y pensó: “Bueno, pues no están tan mal, pueden dar el pego”. Al día siguiente, leyó sus “instrucciones para escribir un relato” y, cuando acabó la clase, todos sus alumnos estaban convencidos de que doña Pascuala Castán era una escritora famosa.

A partir de ese momento, decidió abandonar sus textos basados en imposturas. Se matriculó en cursos de creación literaria, participó en tertulias de escritores y comenzó a escribir de forma compulsiva. Lo más sorprendente fue que aquellas primeras imposturas habían sido el origen del cambio. En ellas estaba el germen de sus mejores relatos.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal: Francisco de Goya, Aún aprendo. Hacia 1826. Lápiz negro, Lápiz litográfico sobre papel verjurado, agrisado, 192 x 145 mm. Era la imagen que doña Pascuala tenía colgada encima de la mesa de su despacho.

 

Alumnos  en la clase de un instituto