Doña Patro

A Natalia Sanmartín, una niña de la guerra

Todos los días me despertaba con la sirena que anunciaba la llegada de los obreros a la fábrica de maderas. Entonces acercaba la máquina de coser al balcón y abría las contraventanas. Sin dejar de darles a los pedales, respondía a los saludos de las vecinas.

—Hala, hala, Patro, que a ti no se te pegan las sábanas —me dijo un día la del piso de arriba.

—Es que corren malos tiempos y tengo tres bocas que alimentar.

Me levanté a cerrar el balcón y me pasé la mano por la frente, como para despejarme, pero en realidad necesitaba sacar fuera todo lo que me torturaba. Entonces acaricié la Singer de forma voluptuosa y comencé a hablarle, como si fuera mi marido.

¡Ay, mi Arturo! ¡Cuánto me ha costado levantar cabeza! Y todo por culpa de aquellos cabrones insaciables. Esos que se creían los dueños del pueblo y si hubieran podido nos habrían arrancado las entrañas. ¿Te puedes creer que a los cuatro años del chandrío seguían mandando malos informes de tu comportamiento como si estuvieras vivo? ¿Para qué? Al principio no me aclaraba, pero luego comprendí que lo que intentaban era destruir tu memoria y aniquilarnos a todos.

—¡Acabaremos con la semilla de Caín! —gritaban con voz engolada.

¿Qué sabían ellos de Caín? Si solo habían visto estampas pintarrajeadas en las que, como una mancha de carmín, yacía al lado de su hermano Abel. Ellos, como las aves carroñeras, lo único que querían era apoderarse de nuestros despojos.

Bueno, Arturo, que de una me voy a otra. Es que me cuesta mucho reconstruir los hechos y aún lo mezclo todo.

Cuando nos fuimos del pueblo se montó mucho alboroto. Lo sé porque un día vino a verme la mujer del alcalde, que también se quedó viuda en el treinta y seis. Unos decían que todos los vecinos confiaban en ti. Y otros que solo te relacionabas con los de la ugeté y que fuiste el verdadero apoyo del Frente Popular. Y que tu carácter reservado aún te hacía más sospechoso. Anda que decir eso. ¡Con lo famoso que eras en las rondas con tu violín!

Intentaba darle al pedal, pero no podía dejar de confesarme con Arturo. ¡Cuántas horas había pasado cosiendo a su lado mientras él preparaba trabajos para la escuela! La Singer era como una prolongación de su cara.

No sé si te conté que el otro día una de las alcahuetas del carasol se presentó en casa a darme el pésame y me dio un soponcio cuando escuché lo que me dijo. Óyelo bien, que no te lo vas a creer.

—Mira, Patro, acabemos de una vez. Tu marido se metió en muchos líos y de una manera tan secretuda que mereció que lo fusilaran.

Le contesté que no tenía entrañas y la puse de vuelta y media.

—¡Sois todos unos mentirosos! —Y la empujé para que saliera de nuestra casa—. Todos sabéis que a mi marido no lo fusilaron. Pero os calláis la verdad y decís que no sabéis nada. ¡Claro que sabéis!

—¡Zorra, eres una zorra! Así agradeces a los que te venimos a compadecer. —Bajaba las escaleras y de vez en cuando volvía la cabeza para escupirme.

Arturo, cuando se llevaron tu cadáver creí que sería para hacerte la autopsia. Pero, cuando tu cuerpo no apareció por ninguna parte, caí en la cuenta de que así serías un desaparecido. Que yo nunca sería tu viuda ni tus hijos huérfanos. Y después, vino la patraña de hacerte un expediente de responsabilidades políticas como si estuvieras vivo. Y todo el pueblo declaró en el juzgado. Unos no se atrevieron a defenderte. Solo dijeron que no sabían si estabas afiliado a la ugeté. Otros fueron más duros y te acusaron de llenar las paredes de la escuela con carteles de propaganda política y de no atender a los alumnos. ¡Menos mal que no te enteraste!

Pero lo que más revuelo montó fue la radio. Dale que te pego con que todos venían a casa a oír los mítines de Indalecio Prieto y las emisoras rojas.

El peor de todos fue el cura. Llamaron al párroco de Salcedo, que no nos conocía de nada. Y no quieras saber lo que largó. Que no aparecíamos por la iglesia y que incitábamos a la gente a que no fuera a misa. Es que me pongo mala, Arturo. Que en los libros parroquiales consta que bautizamos a nuestros tres hijos.

Y, después del proceso contra ti, arremetieron contra los que quedábamos. Como no me encontraron a mí, buscaron a tu madre, que ya se iba de la cabeza y no supo darles razones seguras. En cambio, ellos le dijeron que, al comienzo de la Guerra, nos habíamos escapado por la noche y nos dejamos la puerta abierta. Que por eso entraron los del pueblo y vaciaron la casa.

Pero se callaron lo principal. No le dijeron que a los pocos días de llegar del pueblo nos localizaron en Calcedonia.

Que derribaron la puerta con machetes y te acuchillaron por la espalda, delante de los niños. Yo me quedé alelada. Y tardé más de cuatro años en escribir esta carta:

Patrocinio Cañada, de 32 años, viuda del maestro Arturo Samper, ante el Tribunal de Responsabilidades Políticas, expongo:

Que el Alzamiento Nacional me sorprendió en Aguilar, donde residía con mi difunto esposo y mis hijos.

Que a los pocos días de morir mi marido me embargaron dos mesas y seis sillas, varias camas con los colchones, un violín, un gramófono, un aparato de radio Philips, una máquina de coser Singer y todos los utensilios de la casa.

Ruego que me devuelvan esas pertenencias, el único patrimonio que tienen mis hijos, que ahora se hallan en la indigencia.

Mira, Arturo, todo fue muy difícil. No sabes lo que tardé en recuperar esta máquina que nos regalaron tus padres el día de nuestra boda.

Carmen Romeo Pemán

Imagen principal. Una postal antigua.