A la memoria Celedonio Fontabanas, que siempre me hablaba de estas cosillas.
—Tonto, malacate, maqui, malacatón, traidor.
En ese momento oí la falleba de la ventana de la cocina. Me quedé parado cuando escuché los gritos de mi madre.
—¿Qué palabras son esas? ¿He oído bien?
—¡Nada, madre! Es que este me ha puesto la zancadilla justo en el momento que estaba meando la yegua y he me caído de morros en el charco que ha dejado en medio de la calle.
—¡Basta ya! Siempre con excusas. Ahora mismo te tienes que ir a confesar.
—¿Cómo? Si vengo de confesarme.
—Pues tienes que volver, que mañana es el día de tu Primera Comunión y acabas de soltar una rastra de juramentos. Así no puedes recibir el pan de los ángeles.
Me hice el remolón, pero mi madre bajó con la escoba y yo eché a correr. Cuando me vieron aparecer los que aún estaban en la cola del confesonario soltaron una carcajada.
—¿Seguro que se te ha olvidado contarle al cura que ayer pellizcaste a la chica que vino con los maquis? —me dijo Celedonio que siempre estaba de guasa.
—No seas cabrón. He vuelto porque me ha obligado mi madre.
Le entró la risa floja y me dejó pasar.
—Ah, y no te olvides de confesarte que me acabas de llamar cabrón.
Cuando le conté al mosén lo que me había pasado, escuché su risa de conejo. Me dio la absolución y me dijo:
—Anda zagal, reza un padrenuestro y tres avemarías. A ver si rezando te contienes y no dices tacos hasta que hayas comulgado.
Sin darme tiempo a levantarme, me puso una punta de la estola en un hombro y me mandó arrodillarme.
—Espera. ¿En la lista de insultos también has dicho maqui? Es que hablabas tan deprisa que me has hecho dudar.
—Sí, así llamamos, desde que vienen por aquí, a estos pedigüeños a los que la gente llama maquis.
—Pues yo no veo dónde está la gracia —con voz grave
—Bueno, pero son cosas nuestras sin mala intención. ¿No ve que maqui casa muy bien con malacate y malacatón? El maestro diría que casi riman.
—Pues con rima o sin rima, me vas a prometer que no lo dirás más y que no dejarás que lo digan tus amigos. Este insulto tan gordo vale doble que los otros —se santiguó antes de mandarme más penitencia—. Rezarás un padrenuestro y tres avemarías de propina.
A la salida me estaban esperando los amigos en la puerta de la Trastera. Cuando les conté que no había entendido por qué eran insultos esas palabras, empezamos a discutir.
En lo de tonto, malacatón y traidor nos pusimos de acuerdo. Todos creíamos que no eran juramentos, pero que podrían molestar a las personas. En cambio, en lo de malacate y maqui no pensábamos igual.
Con malacate subimos el tono. Según unos, era la máquina nueva que había comprado el panadero para hacer la masa. Decía que le quitaba mucho esfuerzo y que el pan salía más esponjoso. Así que este no era un insulto, al revés, una cosa buena. Según otros, significaba otra cosa. Que ya lo habían buscado ellos en el diccionario: “persona retorcida, con malas intenciones”. El Pecas no la había oído nunca y propuso preguntársela al maestro.
—Ni se te ocurra —le gritó Celedonio—. Luego pensará que estamos todo el día hablando de juramentos y guarradas.
Después, en lo de maqui nos acaloramos. Unos decían que los maquis eran unos pordioseros que vivían en la Carbonera. Esos que venían todas las tardes a buscar recado. Esos a los que las mujeres les cosían los botones de las camisas y les remendaban los pantalones. Tía Gregoria de Michela les hacía los peduques y en algunas casas les daban hasta tocino blanco. Además, mientras las mujeres les ayudaban, ellos entretenían a la chiquillería. Nos dejaban mirar por unos gemelos que colocaban en unos artefactos en la plaza. Nos poníamos en fila y nos empujábamos para estar más rato. Nos gustaba contar los pinos de la Punta de San Jorge.
—Mira, si apuntas bien, puedes ver hasta los nidos —dijo uno de los pequeños.
Otros decían que no nos podíamos fiar de los maquis, que se parecían mucho a los malacates.
En eso estábamos cuando desconecté. La cierto es que me callé porque no sabía a qué carta quedarme. Y al hilo de la conversación me vino a la cabeza el caso de José María de casa Diego.
Aún no hacía medio año que lo habían matado los maquis. Juraron que había sido por error y fueron a pedir disculpas a su familia. Pero mucha gente se quedó con la mosca detrás de la oreja. Y todo porque coincidieron muchas cosas.
En ese momento estaba cumpliendo el servicio militar y acababa de llegar a casa con permiso. Iba vestido de soldado. Al acabar de cenar le dijo a su padre que pasaba a ver a sus primos, que vivían en la casa de al lado.
—No salgas sin cambiarte de ropa —le dijo su padre muy serio.
—Anda, no me venga con estas cosas. Me buscaré una muda limpia para mañana.
—Pues no deberías salir así —insistió su padre—. El pueblo está lleno de maquis y no me gustaría tener un disgusto. Dicen que se les ponen las cosas feas con los militares y sospechan que alguien los denuncia.
—¡Vaya tontería! Yo le digo que no, y lo sé de buena tinta. Además, es de noche y ni siquiera voy a cruzar la calle. —Se rió—. De noche todos los gatos son pardos.
Cuando salió de su casa, antes de dar dos pasos, justo debajo de la bombilla de la esquina de la calle Mayor con la Placeta, unos maquis que estaban apostados en el cubierto del Terrau le asestaron varios tiros. El ruido resonó hasta en la torre. Y como alguno apuntó a la bombilla, se cayó el casquillo, chisporrotearon los cables y se fue la luz de todo el pueblo.
En la plaza había otro grupo. Todos bajaron corriendo a ver qué había pasado. Discutieron entre ellos y enseguida desaparecieron por la bajada del Terrau. Es que habían dejado las caballerías cerca de la era de Boné.
Cuando se oyeron los disparos, nosotros estábamos cenando judías secas. Las mujeres se asomaron con candiles a los ventanucos y, en susurros, de ventana en ventana, la noticia llegó a todas las cocinas.
—¡Acaban de matar a José María de Diego!
Yo me quedé tan impresionado que no me pude dormir. Estuve toda la noche asomado a la ventana del granero. Tenía que hacer algo y sentía que lo arropaba con mi vigilancia.
Al día siguiente, antes de ir a la escuela, me acerqué a ver el charco de sangre. Allí nos encontramos todos los chavales llorando. La mancha de sangre tardó muchos días en desaparecer. Yo creo que, si miras bien, aún se ve una sombra de color rojizo. O es que me lo hace mi imaginación.
No sé cuánto rato estuve pensando en esto. Pero me desperezó el vozarrón de Celedonio:
—No os empeñéis en que melocotón y malacatón no son lo mismo.
Noté que tenía los ojos enrasados y me pasé la mano por la frente. Al momento metí baza en la conversación para aparentar que me había enterado.
—Pues yo seguiré diciendo malacate, malacatón, y traidor. Y, si me sale, también cabrón. Pero ya no llamaré maqui a nadie. Que así se lo he prometido al mosén.
Nunca supe si el cura era amigo o enemigo de los maquis. Pero siempre supe que rezumaba bondad y que, con su sonrisa y con su ego te absolvo, nos perdonaba a todos por igual.
Carmen Romeo Pemán
Foto: Chesus Asín,