Tiburcio el Zurdo

Tiburcio representaba a la tercera generación de los Zurdos. Eran tontos como Dios manda, no de esos que tiene que decirlo el médico. Todo el mundo lo sabía, pero nadie lo comentaba. A  las pocas horas de nacer, la partera lo llevo a que lo bautizaran y dijo al cura que, como venía de cruzado, había tenido que sacarlo tirando del brazo derecho. Y que además tenía la cara envuelta en una telilla. Así que sería zurdo y tendría el don: sería uno más del clan de los Zurdos. Cuando creció presumía de que no podía ser tonto cualquiera, que eso era cosa de los Tiburcios de su familia.

Siempre caminaba con la cabeza gacha. Por encima del cuello de la zamarra le asomaban una nuca corta y unos hombros fornidos. En lugar de pasos daba unas zancadas y balanceaba los brazos como los simios. No tenía cara de bobalicón, pero en la escuela no consiguió aprender a firmar.

—Venga, Tiburcio, que casi lo hemos conseguido.

—Imposible, señor maestro. Es más fácil conocer a las cabras por las caras que las letras de mi nombre.

Era el primero que se apuntaba a jugar a eso de A la una andaba la mula y, cuando le tocaba saltar, daba coces y tiraba al suelo a sus compañeros. Entonces no le perdonaban su tontez y entre todos lo molían a palos.

 —-Si te atreves, vuelve —-le decía uno de los más pequeños.

En las fiestas de Carnaval corría entre las chicas, gritando enloquecido:

—A remangar que es Carnaval.

Y todas huían atemorizadas, que si no andaban listas les bajaba las bragas. Entonces se montaba un jolgorio al que acudían otros mocetes.

Lo malo fue cuando decidió buscarse novia. Que una cosa era ser tonto y otra tener que aliviar las necesidades con las cabras. Con estas aficiones había cogido mala fama y no se le acercaba ninguna la moza. Solo Marcela, pariente lejana de los Zurdos, que tampoco andaba en sus cabales, iba a verlo cuando encerraba el ganado en el corral de las Eras Badías.

— ¿Qué haces danto vueltas por aquí? ¿No sabes que este corral es mío? —gruñó la primera tarde que la vio merodeando por el aprisco.

—Ya —le contestó Marcela—. Es que me gusta ver cómo encierras el rebaño. Se ve que tienes dotes de mando. Te  hacen más caso a ti que a los perros.

—Es que estos no son buenos mastines. Se los encontró mi padre de recién nacidos y no aprendieron bien. Aunque asustan a la gente, están como atontados. Pero no me importa, que los Zurdos nos valemos solos para todo. Hasta los perros me sobran.

—Ya veo que me he equivocado. Yo solo venía a preguntarte si me dejarías venir a ayudarte por las tardes. —Titubeó antes de dar un paso hacia adelante.

—No te acerques mucho. Si espantas a las cabras y luego me falta alguna por tu culpa, te sacaré el fiemo de las tripas con esta horca.

Marcela se quedó quieta mirando al suelo. Cuando lo vio entrar detrás del rebaño gritó:

—Me quedaré aquí hasta que acabes y después subiremos juntos al pueblo.

Dio vueltas alrededor de la empalizada hasta que Tiburcio salió con dos cántaros de leche. Se notaba que además de ordeñar había tetado. Por las comisuras de los labios le caían churretones blancos de olor ácido.

—Igual vienes a verme porque te piensas que llevo monos en la cara. Pues no. Soy como todos los demás. Lo que pasa es que se me da bien hacer muecas y hacer reír a la gente

—¡No te enteras de nada, Tiburcio! Me gustaría ordeñar contigo. Todas las tardes le ayudo a mi padre, que cuida el rebaño de casa Pinseque. Y luego me da un premio. Me deja que me harte con la leche de la última cabra.

—Pues en mi corral nunca ha entrado nadie. Ni siquiera el veterinario. Y menos una mujer. Que no quiero que me lleven en lenguas. Así que si me quieres ayudar nos tendremos que casar —le contestó mirándola a la cara.

Era la primera vez se fijaba en los ojos verdes de Marcela. Aquella tarde que subieron juntos la cuesta del Peñazal.

Antes de medio año los amonestaron en misa mayor. Y, después se casaron en la misa del alba. No se lo podían creer, la iglesia estaba a rebosar. Si lo hubieran sabido se habrían casado en misa mayor.

Al la salida, las mozas les echaron peladillas. Enseguida se formó una comitiva que los  acompañó hasta la Punta de la Carretera.

—Ayer le dije al secretario que nos pidiera un taxi para irnos de luna de miel como los ricos —le dijo Tiburcio al alcalde, en voz alta para que lo oyeran todos. El secretario no dijo nada. Solo él sabía que aquello era mentira.

Esperaron hasta mediodía y, como el taxi no llegaba, fueron a casa y aparejaron la burra. Tiburcio se sentó encima sujetando una maleta vacía. Era la maleta de cartón que los Zurdos guardaban en la falsa por si los llamaban a la mili. Marcela tomó el ronzal y comenzaron a subir la cuesta que llevaba al Corral de Coles. Cuando llegaron, a Tiburcio se le achicaron los ojos, nunca había conocido ninguna oveja tan dócil como Marcela. Además tenía las carnes prietas.

Antes de un año, estaban encerrando el ganado en el Corral de la Eras Badías  y a Marcela le vinieron los dolores de repente. Cuando llegó el momento de los empujones, se acostó en un camastro de paja. Enseguida asomó la mano derecha del niño, que venía de cruzado. Tiburcio tiró y al momento salió la cara cubierta con una telilla, como las de los entresijos de los corderos. Lo recogió del suelo, le ató el ombligo y lo limpió con la zamarra. Luego intentó sacar la placenta, pero no pudo. Tenía unas raíces muy hondas.  Con el niño en los brazos vio cómo Marcela se acurrucaba. Poco a poco, a su alrededor, se fue formando un charco de sangre.

Con dos palos hizo una cruz y la puso en el borde de la era, junto a la de su madre y su abuela.

Carmen Romeo Pemán

Los ruejos del Arba

A mi nieto Sergio, que tanto le gusta andar por los ruejos.

Estábamos comiendo en silencio, todos atentos al parte en la radio, que así se llamaba el boletín de noticias. Cuando acabó el locutor, mi padre apoyó los codos en la mesa y me dijo en tono solemne:

—Alodia, tenemos que hablar muy en serio.

Me pilló tan despistada que no sabía de dónde podían venir los tiros. Llevaba muchos días portándome bien para que no me castigara.

—¿Qué he hecho ahora?

Se me cayó cuchara al plato y la sopa salpicó el mantel. Mi madre corrió a buscar una bayeta, ronroneando: “esta Alodia es una patosa. Mira que manchar el mantel que tejió el señor Benito”.

—No, no me mires con esa cara de susto que hoy no te voy a reprender. Hoy quiero hablarte de tu futuro. —Yo me puse en guardia. Aquellas palabras me sonaban peor que un castigo.

—¿De mi futuro? ¿Ha cambiado algo? ¿Ha pasado algo?

—No, hasta ahora nada, pero vas a cumplir diez años y tendremos que pensar en llevarte interna a la ciudad.

—¿Quéé? Pero si yo he quedado con mamá que no iría a las monjas hasta los catorce años.

—Eso son cosas de tu madre que no para de darme la murga con que ella te va a echar de menos y tú vas a pasar muchos cariños.

—Por favor te lo pido —junté las palmas de las manos—. Prepárame tú para el bachillerato como haces con los chicos.

—¿Lo ves? Lo que le digo a tu madre. —Se limpió los labios con la servilleta y siguió—: Aquí no puedes seguir con esa vida de chicazo.

La verdad es que solo pensaba en bajar a pescar al río. En verano los acompañaba a cortar espliego y se lo vendíamos al esplieguero. Yo llevaba media hoz roñosa que día me encontré en el Corronchal. A la vuelta la escondía entre unas matas de ortigas. Así no me la quitaría nadie.

—A ver, levántate la falda. Tu madre me ha dicho que llevas un corte en el muslo.

Cuando se lo enseñé me saltaron las lágrimas de rabia. No por la herida, que no me preocupaba, sino por mi madre. Me acababa de defraudar: “Palabrita del Niño Jesús.   A partir de ahora, nunca, nunca le contaré ningún secreto”, me prometí en silencio.

—Y tú callada, ¿eh? Mira, me he enterado por casualidad. Se le ha escapado a tu madre. ¡Basta ya de patrañas entre vosotras!

—Ahora sí que no entiendo nada. Tú siempre me has dicho que tus alumnos son más nobles que las chichas. Y también sabes que voy con ellos pero no hacemos nada raro. Puedes preguntárselo mañana en la escuela.

—A ellos no les tengo que preguntar nada. Aquí la que mea fuera de tiesto eres tú.

—Estoy segura de que sabías que iba con ellos al espliego. Y lo de la hoz ha sido poca cosa.

—Eso de poca cosa lo dirás tú. Ahora mismo vamos a casa del médico a que te ponga una inyección contra el tétanos. Y le explicarás cómo te lo hiciste.

—¡No puedo más! Me estoy sofocando mucho.

—Eso son lágrimas de cocodrilo.

—Pues el médico lo entenderá. Que no será la primera herida de una hoz que vea en este pueblo.

—¿Pero qué formas son esas de hablar a tu padre?, ¿no te das cuenta de que solo aprendes malos modales? Nunca serás una señorita como Dios manda.

—Es que yo no quiero ser una señorita. No quiero llevar faldas de tubo ni zapatos de tacón. No me quiero pasar las tardes apoyada en las paredes del baile esperando a que los mozos me saquen a bailar.

—¡Basta ya! Lo que me faltaba, una mocosa metida entre las parejas del baile.

De unas nos fuimos a otras y la discusión subió el tono. En un momento, empezaron los gritos. Mi madre se azoró, se le cayó la sopera con las albóndigas y le salpicó la camisa.

—Y tú, podrías tener más cuidado. —Mi madre se apretaba las manos escaldadas con el delantal.

—Pues ahora voy a hablar yo —dijo mi madre—. No sé a cuento de qué has sacado esta conversación del internado si yo ya había hablado con Alodia. Y tú estabas de acuerdo en que siguiera en casa tres años más. Esto es que te han contado algún chisme nuevo o te ha dado una tarantela.

—¡Y tú no le des la razón a la niña! ¿Es que no te das cuenta de que aquí ni va estudiar ni nos podremos hacer con ella?

—Pues claro que voy a estudiar, como hacen todos los que se examinan libres. Y no sé a qué te refieres con que no os podréis hacer conmigo. ¿Acaso es malo coger renacuajos y tenerlos en casa mientras se les caen las colas y les salen las patas? ¿Es malo ir a ver cómo crecen las crías de los picatroncos?

—No, eso no es malo —dijo mi padre—, pero no es propio de una chica.

Yo había hablado muchas veces con mi madre de la desazón que sentía cada vez que pensaba en un colegio de monjas.

—Bueno, pues que este año se examine libre de Ingreso y luego volveremos a hablar. Hoy estamos demasiado acalorados los tres para tomar decisiones —dijo mi madre.

Mi padre dio un puñetazo en la mesa, se levantó y, antes de salir del comedor, se volvió hacia nosotras:

—Aquí mando yo. ¿Me habéis oído?

A los pocos días me subí al coche de línea y me senté en la última fila. Por el cristal trasero veía cómo se alejaba la roca sobre la que se asentaba el pueblo. Llevaba en el bolsillo dos piedras redondas del Arba. Me las había dado el abuelo de casa Garriancho, que estaba ciego y aún vestía calzón.

—Toma, moceta, estos ruejos que te caben en la mano. No los sueltes que así no te marearás. Y guárdalos hasta que nos volvamos a ver.

En las primeras vacaciones volví a devolverle los ruejos. Pero hacía dos meses que lo habían enterrado. Me los volví a meter en los bolsillos y aún los conservo. Esos cantos rodados desprendidos de la gran roca que me vio nacer- De tanto acariciarlos cuando escribo, se han convertido en brillantes pisapapeles.

Carmen Romeo Pemán.