#relatosdelascincovillas
De las fragolinas de mis ayeres
Ese día no fui al campo con mi padre. Tenía que llevar dos mulas a la herrería y arreglar la hortaliza del huerto. Él se llevó el caballo. Por la tarde, cuando volví a casa, encontré a mi abuela con los brazos en cruz, arrodillada delante de la hornacina, donde siempre había estado del Corazón de Jesús. Desde la entrada oí la jaculatoria que todos nos sabíamos de memoria: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío”.
—¿A quién le rezas, abuela? ¿No ves que ya no está el santo? —Me acerqué y le puse la mano en el hombro.
—¡Qué desgracia, hijo mío! Llevaba aquí desde que me casé. Tu abuelo le hizo esta capillica, así lo veíamos siempre que salíamos de la cocina.
—Anda, abuela, cálmate. Lo entiendo, pero ahora no podemos hacer nada.
—No, no lo entiendes. El Corazón de Jesús nos protegía sin tener que ir a la iglesia.
—Pero era solo un santo de escayola pintada. Podremos poner otro.
—¡No, hijo, no! Los santos tienen vida. Por eso les rezamos y nos corresponden. Y no nos perdonan que los olvidemos.
—Abuela, ¿no te das cuenta de que la gente ya no cree en estas cosas?
—¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza?
Entonces la abuela siguió hablando. Que el Corazón de Jesús era lo más importante que teníamos. Que cada vez que pasaba por delante se santiguaba, rezaba una jaculatoria y hacía una genuflexión. Que así se sentía segura. Que sabía que mientras él estuviera en casa no nos pasaría nada a nosotros.
—Compréndelo, abuela. Ha sido un accidente. Se le ha caído a mi madre cuando lo estaba limpiando.
—Claro, al final tenía que pasar. Mira que le advertí que tuviera cuidado. Que no fuera tan aturullada.
También me dijo que ni a ella ni a mi padre les gustaba tener un santo en casa.
—¡Que no es eso, abuela! A ver cómo te lo explico. Era como un muñeco. Y, como tú nos has dicho muchas veces, los santos mutilados son de mal agüero y…
—¡Jesús, María y José! —No me dejó terminar—. ¡Qué herejes! Eso es lo que sois. Ahora, ¿quién nos socorrerá en los malos trances?
—Abuela, por favor, cálmate. No sé, creo que…
—Y tú, ¿qué sabrás? Ya veo que no te ha contado tu padre lo de las fiebres de malta.
—Ya sé, ya sé lo que me vas a decir. Que tú me lo has contado muchas veces. Pero él dice que se curó gracias al médico.
La abuela cogió la pila del agua bendita que tenía al lado de su cama y echó gotas en las ventanas, para que no entraran los malos espíritus. Mientras tanto me senté junto al hogar. Cuando acabó se acercó y me dijo.
—¿Tampoco sabes que malparió la yegua? ¿No te han contado que el Corazón de Jesús salvó a la madre y al potro? Pues bien asustados que estaban todos. Yo misma le oí decir al veterinario que no había nada que hacer.
—¡Vuelta con la burra al trigo! ¿Sabes lo que va diciendo el veterinario? ¡Eh! Pues que tú y tus jaculatorias sois sus peores enemigos.
—¿Tampoco sabes lo de la muerte repentina? —siguió, como si no me hubiera oído.
Se secó las manos en el delantal negro que le llegaba hasta los pies y me habló muy seria.
—Mira, aunque te quieran comer la mollera, no les hagas caso. Solo hay una manera de no morir en el monte de repente. Hay que ver a un santo y santiguarse antes de salir del pueblo. Yo se lo decía a todo el mundo, pero no me creían. Y a los dos criados de casa Picaruela, a esos que se reían de mí, los encontraron muertos de un cólico miserere.
—Abuela, sería porque comerían algo en malas condiciones.
—Mira que eres tozudo, hijo mío.

San Critobalón de Moral de Calatrava
Entonces me contó otra vez la historia de san Cristobalón. Que en la puerta de la iglesia habían pintado un san Cristóbal muy grande. Así se podía ver desde todos los caminos que llegaban al pueblo. Así los hombres lo veían cuando salían y aseguraban que ese día volverían vivos.
—Y todo era normal hasta que un rayo rompió la puerta. A los pocos días, tu abuelo, que en paz descanse, fue a Zaragoza y compró un Corazón de Jesús. Me dijo que era tan milagroso como san Cristóbalón y que nos protegería sin salir de casa
—Abuela, pues a mí me parece que tienes miedo.
—¡Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía! ¡Corazón de Jesús, perdónalo, que no sabe lo que dice!
—¿Lo ves? Es lo que yo te digo.
—¿Qué maneras de hablar son esas? Esas palabras no son tuyas.
—Es que también lo dice mi padre. Y mucha gente.
—Pues llámalo cómo quieras. Pero esto nos traerá alguna desgracia. Por eso llevo aquí rezando desde que he visto el chandrío que ha hecho tu madre. Espero que haya roto el santo después de salir tu padre.
—¡Shist! ¡chiss!¡chss! Oigo relinchar un caballo. Se acerca. —le dije interrumpiéndola.
—Seguro que viene asustado —me contestó—. Los caballos vuelven a casa cuando huelen la muerte.
Bajó la cabeza y comenzó a repetir la jaculatoria: “Sagrado corazón de Jesús, en Vos confío”. Noté que sus rezos no tenían el tono de otros días, como si hubieran perdido el sentido con la hornacina vacía. El caballo volvía solo, sin el amo.
Biel, 1930. María Pemán Casajús (Biel, 1855-1931). En 1872 se casó con Andrés Ferrández Arenaz (Biel, 1853-1917), de oficio pelaire, domiciliados en la calle del Jesús. Tuvieron cuatro hijos: Antonio, Simón, Petra y Benita. Eran los de casa El Moreno.
Carmen Romeo Pemán