Las Narvilas

De la serie: mitologías fragolinas.

Rowan o Serbal. Dicen que con sus ramas se hizo la primera mujer. Maggie O´Farrell, Hammet.

Iba camino de Narvil con mi madre, que ya había entrado en dolores de parto. Mientras caminábamos en silencio, me acordé de mi abuela Narvila, nacida en el bosque como sus antepasadas.

Según mi madre, mi abuela se solía perder por los senderos que no pisaban los niños ni las mujeres. Cocía bebedizos como las brujas y giraba el huso como una peonza. Manejaba la rueca, trenzaba los hilos blancos y negros a su antojo. Y los cortaba también a su antojo, como las Parcas. Mi abuela era una Narvila que vivía en el bosque. Alta y fuerte, calzaba abarcas y se cubría la cabeza con una toca negra.

Un día, cuando estaba descuidada mirándose en la balsa de Narvil, mi abuelo vio el reflejo de unas hebras negras y se sintió hechizado. Antes de un mes la desposó y, antes de un año, con la luna en cuarto creciente saltó por la ventana y se escapó a la balsa. Cuando mi abuelo notó su vacío en la cama, corrió al bosque y la encontró envuelta en la hojarasca amamantando a una niña.

—¿Cómo la llamaremos? —le preguntó.

—Pues, ¿cómo va a ser? —Mi abuela sonrió y lo miró a los ojos buscando su aquiescencia—. Narvila como yo. Narvila, hija de Narvil, el pinar sagrado que nos da la vida y nos protege.

Me pasé la mano por la frente, intenté apartar los recuerdos de mi abuela.

En ese momento tenía que centrarme en mi madre, la segunda Narvila que yo había conocido.

—Mira, hija, ya te vas haciendo mayor y te tienes que preparar para lo que te tocará pronto. —Me apretó la mano con fuerza—. Acaban de empezarme los dolores y quiero que me acompañes a Narvil.

Por las venas de mi madre, como por las de mi abuela, corría la savia campesina. A mí me recordaban a unas mozas fuertes y libres de las que nos hablaba la maestra, creo que las llamaba serranas y, a veces, serranillas, como si fueran niñas que solo supieran vivir en el monte.

Siguiendo los consejos de mi madre, metí todo lo necesario en un gran pañuelo de cuadros y me lo colgué a la espalda. No se me olvidaron las tijeras, ni el cordel, ni la ceniza para secar el ombligo.

El camino nos resultó difícil. Mi madre, cada vez tenía más baja la barriga y de vez en cuando se quedaba sin respiración. Cuando le llegaban los apretones se apoyaba en las piedras. Al llegar a Peña Saya oímos croar a las ranas en la balsa.

—Eso es un buen augurio  —dijo sujetándose el bajo vientre con las manos.

Al momento llegamos a un claro en forma de círculo, se paró en seco. “Aquí”, me dijo. Era un trozo de tierra calcinada en el que ululaban las lechuzas y entre la hierba crecían amapolas. En realidad este lugar mágico era el lecho de una antigua cabera en la que se hacía el carbón vegetal. En el plenilunio aún se pueden escuchar las voces de antiguos aquelarres y los susurros de ánimas que vagan perdidas. Allí, el lodo ahumado acaricia los cuerpos y acoge en su seno a los recién nacidos.

En el centro seguía tumbado un pino que había derribado un rayo. Desde muy niña me lo imaginaba como un gigante dormido. Tenía las raíces al aire y, justo debajo, en el lugar que ellas habían ocupado, había un gran agujero que daba cobijo a las comadrejas. Por entonces pensaba escaparme de casa, como Alicia, y refugiarme en ese escondite.

Cuando llegábamos al pino, mi madre perdió el resuello y se apoyó en el tronco. Abrió las caderas y fue doblando las rodillas hasta que se quedó en cuclillas. Cada vez jadeaba con más fuerza. Con los empujones no pudo contener un grito que espantó a los zorzales. Entre sus piernas asomó un cogotillo. Entonces contuvo el jadeo y me dijo:

—Narvila, hija mía. Apresúrate. Sujétale la cabeza y ayúdale a salir. Cuando tengas el cuerpo en tus brazos, toma las tijeras, corta el cordón de la placenta y anúdalo con la liza.

Puse sobre sus senos un bulto sanguinolento que no dejaba de llorar. Después, até la placenta a una raíz y tiré con fuerza, como si fuera una soga, hasta que salió toda. Al acabar el niño ya no lloraba, estaba desmadejado y sus labios tenían el dulzor amargo del malvavisco.

—Mira, Narvila, esto es un secreto entre las dos. Es un niño débil que ha nacido antes de tiempo. —Se calló un momento—. Cuando te toque a ti, vendrás sola.

Metí al niño en el mismo hoyo que la placenta, lo cubrí de musgo y semillas de amapolas. No me olvidé de los abozos, esas plantas, alimento de los muertos, que los griegos llamaban asfódelos y los cristianos gamones.

Unos años después, mi madre volvió a desaparecer de casa. Grité, lloré. Nada. Había cumplido el ciclo. Entonces entendí aquello de “vendrás sola”: la gente tenía miedo de que las Narvilas pudieran llegar a ser tan poderosas como los hombres.

En esas fechas, yo ya andaba en amores con Florián, y no tardamos en casarnos.

Si mi marido no hubiera estado tan concentrado en sus asuntos se habría dado cuenta de que su semilla no granaba en mí y de que yo buscaba otras simientes en los hombres que frecuentaban el bosque. Se habría enterado de mi embarazo incipiente. Y, si no se hubiera muerto de un cólico miserere, se habría enterado de que cuando murió yo estaba de siete meses y no de cinco.

Por eso, cuando me puse de parto solo lo sospechó la panadera, pero no dijo nada. Es que ella nos vigilaba desde que ponía la levadura junto al fuego, antes de que rayara el alba.

—Buenos días, Narvila. —Me miró de arriba abajo—. Será el madrugón, pero te encuentro un poco pálida. No sé, no sé.

—Es que ayer fue un día de mucho trajín. —Me eché la toquilla hacia adelante y crucé los brazos por encima del vientre—. Hoy hace años que murió mi madre y voy a visitar su tumba.

Clavé el estribo en los ijares de la yegua pero la panadera la sujetó por el ronzal y la paró en seco.

—Narvila, hija y nieta de Narvilas, a mí no me engañas. Algún día conoceremos el secreto y todas seremos Narvilas.

Sin responderle, aspiré el olor a pan caliente, mientras el zumbido del sol me subía el corazón a las sienes.

Con apuros llegué a la tierra calcinada y me recosté en el árbol caído. Me acaricié la piel con unas hojas de beleño. Al momento, el mundo comenzó a dar vueltas. Hasta las copas de los árboles ascendió el llanto de una nueva Narvila y pronto se mezcló con el susurro del viento.

Carmen Romeo Pemán.

‘Hamnet’, de Maggie O’Farrell. Cuaderno de bitácora: guía que nos orienta en el bosque de personajes, por Carmen Romeo.

El serbal. «The Rowan Tree»: Will protect us from the devil and all his wiles, canción tradicional escocesa. En la mitología celta, árbol sagrado mágico relacionado con la fertilidad y una nueva vida.

Papa Jamin

Relato fragolino

Papá Jamín llegó a Bata desde muy lejos. Desde tan lejos que nadie sabía de dónde había venido. Si hubieran tenido mapas, tampoco lo habrían sabido, porque El Frago era tan pequeño, tan pequeño, que no figuraba ni en los de los liliputienses.

Muchos años antes Papa Jamín ya se había quejado de que su pueblo no apareciera ni en el periódico de la comarca:

Lo que sí me llama la atención es que los nombres de los pueblos de El Frago, Biel y Orés no suenan por ninguna parte, y no sé si esto se deberá a nuestra situación geográfica, a que somos muy sufridos o a que vivimos en un paraíso terrenal que nada nos hace falta. Y creo, pues, que no debemos ser ni tan callados, ni tan sufridos, porque nos hacen falta muchas cosas.

Es que a Papá Jamín siempre le gustó ayudar a la gente que no figuraba en los mapas ni en los libros de historia. A gente como la de su pueblo o la de la selva.

Papá Jamín en realidad se llamaba Benjamín porque así lo decidió su madre. Y no porque fuera el más pequeño. Era el cuarto de ocho hermanos, Tomasa, Francisco, Jacinto, Benjamín, Eulalia, Mariano, Lázaro y Carmen. Aunque en su pueblo hasta el juez decía que habían sido cinco. Entonces era costumbre descontar a los que habían muerto de recién nacidos. Pero Benjamín se acordaba de que él ya tenía once años cuando el cólera de 1895 se llevó a su hermano Lázaro, de tres años, con casi sesenta fragolinos más. Como lo mandaron al Limbo con Carmen y Eulalia, nadie volvió a mentarlos.

El cura quería que le pusieran el santo del día. La noche del dieciséis de febrero su madre no durmió repasando el santoral. Y no le gustaron ni Faustino, ni Onésimo, ni Honesto, ni Simeón, ni Pánfilo, ni Teodulo, ni Flaviano. Pensó que si le ponían un nombre de esos iba a ser el hazmerreír del pueblo. También estaba san Elías, pero Elías ni hablar. En menos de dos años se habían muerto los dos Elías del comercio de la calle de Zaragoza.

Gregoria sabía que su hijo se llamaría Benjamín desde el día que le faltó la regla. Salía de cuentas el treinta y uno de marzo, justo el día de San Benjamín, pero se le adelantó el parto cuando se cayó de la burra. Además, en el Año Cristiano, leyó que Benjamín significaba el predilecto y el que hace relucir los talentos de los demás. Así que con ese nombre por lo menos llegaría a ser maestro de escuela o cura de pueblo.

Los parientes de Benjamín formaban una red tan tupida que era difícil saber quién era y quién no era de su clan familiar. Y menos mal que la familia de su padre era corta y venía de otros pueblos. Si no, habría necesitado una guía como la que llevaba Úrsula Iguarán en Cien años de soledad para identificar a sus parientes de Macondo.

La familia materna extendía sus tentáculos y se colaba en todas las casas de El Frago. Su abuelo Francisco era hermano del de casa Pichón. Su abuela Tomasa tenía una hermana en casa la Pancha y otra en casa Leandra. Y los hermanos de su padre lo emparentaban con casa el Boticario, casa Picos y casa Braulio.

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Como su padre iba entrando en años y tenía muchas bocas que alimentar, se llevaba a los chicos al campo. Que todas las manos eran pocas. A Benjamín lo libraron del monte sus hermanos Francisco y Mariano, que dejaron de ir a la escuela muy pronto. Por las noches iban al repaso a casa del maestro don Manuel Marco a cambio de algún saco de carbón para la estufa.

Su otro hermano, Jacinto, tenía muchas ganas de volar. Así que al cumplir los catorce años se fue a Zaragoza a trabajar a una carbonería. Y a los veintiuno abrió la suya. En la pared, al lado de la puerta, con un trozo de carbón escribió: “CARBONERÍA NUEVA. JACINTO BIESCAS GUILLÉN”.

Pronto cambió el anuncio por otro grande encima de la puerta y se dio a conocer en los periódicos.

CARBONERÍA NUEVA. Procedente de El Frago, se vende carbón vegetal superior de carrasca, desde un kilo hasta un quintal métrico, a precio corriente. En la plaza de San Miguel, 3. Propietario Jacinto Biescas Guillén.

Las carbonerías eran un negocio seguro y, además, el carbón de carrasca de El Frago llevaba fama. Había carreteros que iban a buscarlo desde Zaragoza. Cuando subían de vacío llevaban los ultramarinos a las tiendas.

La de Jacinto subió como la espuma y se quiso llevar a sus hermanos, pero estaban demasiado apegados a la tierra. Solo Benjamín estaba esperando cumplir los años para irse con él.

—Mira, Jacinto, yo solo iré a trabajar contigo si me dejas tiempo libre y me puedo pagar los estudios —le dijo un día que Jacinto subió a buscar una carretada de carbón.

Es que su maestro le había metido tal afición por las letras que estaba enloquecido con eso de salir a estudiar.

—Bueno, en principio de acuerdo. Pero, si las ventas aumentan, igual tendrás que ayudarme más. —Le dio un apretón de manos como cuando se sella un pacto entre caballeros.

—¡Eso sí que no! Muchas noches sueño con que soy un maestro como don Manuel.

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Sin comerlo ni beberlo, en 1883 se desató la guerra del Rif y movilizaron a Jacinto. Aprovechó la ocasión para hacerse militar y traspasó la carbonería a José Romeo Guillén, un fragolino de casa Braulio, que se quedó a Benjamín de recadero.

Benjamín, siempre que podía, acompañaba a José al monte de la Carbonera, cerca de El Frago, a comprar caberas de carbón.

Con el olor de las carrascas y los pinos sentía la llamada de la tierra y una punzada en el pecho. Siempre pensó en volver, pero aún no había acabado los estudios y no tenía dinero, ni a nadie que lo respaldara. La marcha de Jacinto lo dejó como huérfano.

Muchos años después, cuando el exilio lo llevó hasta Bata, les contaba las historias de su infancia y de su pueblo a los niños de la selva. Y todos creían que Papa Jamín estaba dotado de gran talento para inventarse aquellos cuentos maravillosos de los tiempos de Maricastaña.

Carmen Romeo Pemán

El alguacil que todo lo zafumaba

Leyenda fragolina

Al alguacil de casa Moliné y al de casa Picos. Y a la alguacila de casa Calistro.

Evaristo, el alguacil, llegaba muy temprano al Ayuntamiento y todos los días se preguntaba lo mismo:

—¿De quién sería la idea de poner la Secretaría en este local con tan poca ventilación? —suspiró resignado—. Seguro que al mismo que se le ocurrió poner la escuela en un piso alto, y con las escaleras justo aquí al lado.

Sí, era cierto que estaba a piso llano con la plaza y que en invierno los hombres entraban a calentarse y a charlar un rato con él. Eso le gustaba porque estaba al tanto de todo lo que pasaba en el pueblo.

Lo que no le gustaba era encender aquella estufa que tiraba tan mal. El tubo de hierro no podía subir recto al tejado porque tenía que pasar por la Escuela de Niñas. Así estaba al principio hasta que un día comenzó a salir humo de la tarima. Y menos mal que no era hora de clase, si no, menudo chandrío.

—Esto se pasa de castaño oscuro —le dijo la maestra—. Y que sea la última vez que enciendes.

Evaristo se fue a ver al herrero y entre los dos se las ingeniaron para sacar el tubo directamente a la calle. Agujeraron el cristal de la ventana, lo atravesaron con un codo de hierro y empalmaron dos tubos en forma de L.

—Creo que no se ha visto un tiro como este en toda la redolada —le decía el herrero. Y miraba complacido su obra de arte.

Lo que no se esperaban era que el primer día que salió calmado una gran humareda llenara la plaza y bajara por la calle Mayor hasta El Terrao. Las mujeres se asomaban a las ventanas a ver de dónde venía, por si había que correr. Y el sacristán estaba preparado para tocar a fuego.

—No te preocupes, Evaristo, esto solo pasará hasta que se mueva un poco de aire.

A los pocos días, empezó a silbar el cierzo y un humo denso revocaba hacia adentro. Entonces el alguacil abría la puerta del pasillo y dejaba que subiera escaleras arriba. Al momento oía las toses de las niñas y los pasos de la maestra que bajaba los escalones de piedra de dos en dos. En un santiamén se plantaba en la puerta y parecía un fantasma en medio de aquella nube negra.

—Evaristo, no te das cuenta de que nos estás atufando. —Doña Simona se tapaba la nariz con un pañuelo de batista—. Además, estás ennegreciendo toda la fachada. Y hace menos de un mes que la blanquearon.

—¡Tranquila, mujer, tranquila! En cuanto se caliente el hierro todo se pasará.

Cuando se fue la maestra, Evaristo se quedó pensando cómo arreglar el asunto. “Tendré que madrugar más y encender antes de que ella se despierte”. Pero, como doña Simona dormía en la escuela y tenía el sueño ligero, tendría que andarse con cuidado.

Así fue como se acostumbró a salir de casa al rayar el alba. Subía por la cuesta de El Terrao, atravesaba el arco medieval y se asomaba a la barbacana. Aspiraba el aroma de los pinos mientras escuchaba el ajetreo de la herrería. Por mucho que madrugara, siempre le ganaba el herrero. Las caballerías no podían esperar.

En las paredes de la Placeta, el herrero había colocado varias argollas para atar a las mulas. Los días que había muchas, a Evaristo le daba miedo pasar cerca de las patas de los animales y se iba dando un rodeo por el Plano.

Esos días aprovechaba para ver salir el salir sol por el camino de Lacasta. Al llegar a La Cruz, se quedaba embobado mirando el manto rosáceo que cubría los campos del barranco de Cervera. Después daba la vuelta por el ábside de la iglesia y al enfilar la calle que llevaba al centro del pueblo le llegaba un olor agridulce. Tenía que andarse con cuidado y no pisar los vertidos de los orinales ni los excrementos de las cabras que estaban esperando al dulero.

Cuando llegaba a la plaza metía la llave en la cerradura del portón del edificio escolar, y procuraba no hacer mucho ruido para no despertar a la maestra. Entraba por el pasillo, casi a tientas, y abría la puerta de la derecha. Entonces se sacaba una caja de cerillas del bolsillo y encendía una vela que tenía preparada. Al momento salía con unos tizones hacia la Secretaría, que estaba justo enfrente del leñero. Cargaba la estufa y con la llama de la vela prendía las teas que había colocado en la parte baja. Abría el tiro y lograba que el fuego prendiera, pero controlar el humo era harina de otro costal. Y no tardaba en oír un grito ronco que bajaba por las escaleras:

—Ahora no moriremos de un incendio, pero con esas trazas de encender acabaremos todos zafumados.

Carmen Romeo Pemán

Evaristo, el alguacil, llegaba muy temprano al Ayuntamiento y todos los días se preguntaba lo mismo:

—¿De quién sería la idea de poner la Secretaría en este local con tan poca ventilación? —suspiró resignado—. Seguro que al mismo que se le ocurrió poner la escuela en un piso alto, y con las escaleras justo aquí al lado.

WhatsApp Image 2018-06-29 at 09.13.43 (1)Ilustración de Inmaculada Martín Catalán. (Teruel, 1949). Conocí a Inmaculada cuando llegó al Instituto Goya de Zaragoza. Venía con un buen currículo y con una excelente fama como profesora. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas de escultura y pintura. Ya es una habitual colaboradora de Letras desde Mocade con la ilustración de mis relatos

 

Las acacias de El Fosal

Los recuerdos son como eslabones en una larga cadena que une el pasado con el presente y tienden un puente de plata por el que gustamos andar hasta confundir las dos orillas.

Bruno Gracia Sieso, Maestro de El Frago (1925-1931), “Recuerdos”

 

Cuando se edificaron las escuelas, don Bruno convirtió el antiguo Fosal de san Nicolás en un jardín, llamado desde entonces El Fosal, así, a secas, como si de un topónimo ancestral se tratara.

Nuestros padres arrancaron las viejas lápidas, allanaron el terreno con las yuntas y en un rincón apartado cavaron una fosa en la que iban echando los huesos y las calaveras que les iban saliendo. Los niños nos tomamos aquello como un juego y les ayudábamos a cargar las tibias y los cráneos, renegridos por el humus, en los carretillos.

–¿Te imaginas cómo van a crecer los rosales en una tierra tan abonada? –dijo mi madre una noche, mientras estábamos cenando.

–Mejor las acacias –respondió, mi padre–, que crecen muy deprisa. Ya hemos hablado con el alcalde y dice que va a trasplantar unas muy grandes que hay en la partida de La Fuente. Así que, si arraigan bien, este año ya tendrán flores y darán sombra.

–Sí, sí. ¡Qué bien! Podremos comer “pan de cuco” sin tener que ir hasta las arboledas del río –grité alborozado .

­Pero, ¿cómo vais a comer un “pan de cuco” alimentado por la podredumbre de los cadáveres?

–¡Qué dice usted, madre! Allí ya no hay podredumbre ni nada. Eso ya no es un cementerio. Hace más de cuarenta años que se entierra en el nuevo. Solo salen trozos de huesos mezclados con grandes terrones de tierra. Además, el maestro nos ha dicho que recojamos los que salgan más enteros que los emplearemos en clase –dije yo, haciéndome el valiente.

– “Pan de cuco”, todo el que queráis, pero hojas y semillas, ni hablar. Muchos de esos que estamos sacando se murieron intoxicados porque en momentos de escasez comían semillas de acacias en lugar de judías –intervino mi padre.

–Padre, ¡no será para tanto! A veces a usted le da por exagerar que no vea. El año pasado probamos las habichuelas de las acacias y solo nos dieron unas cagaleras muy fuertes. ¡Ustedes ni se enteraron!

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Tarjeta postal de El Fosal (El Frago, Zaragoza), 1929.

Cuando los hombres habían acabado de preparar la tierra, las mujeres comenzaron a plantar rosales, geranios, petunias, violetas y lirios. Nosotros les traíamos el agua desde la fuente en cántaros y regaderas.

En pocos meses lo convertimos en el lugar más alegre del pueblo. Nuestros gritos reverberaban en los sillares del muro de la iglesia y el eco se propagaba por las dos calles que bajaban hasta El Terrao.

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Un año, que ya habían crecido las acacias, íbamos a celebrar san Nicolás, patrón del pueblo y de los chicos de la escuela, por todo lo alto. Nuestras madres iban a guisar tres cazuelas de judías rojas y unos buenos gallos de corral. Iba a ser el seis de diciembre más sonado de toda la historia fragolina.

Un poco antes de mediodía, acudimos endomingados a ultimar los preparativos de la fiesta. Agrupamos los pupitres para hacer un cuadrado que nos sirviera de mesa. Y nos sentamos alrededor, delante de un gran ventanal desde el que se veía el esqueleto de una acacia, cuya sombra se proyectaba sobre la espesa capa de nieve del jardín.

Después de comer, sacamos una calavera de la fosa común y la utilizamos de pelota para hacer una bola de nieve. Aún no habíamos acabado el muñeco, cuando cinco de mis amigos comenzaron a vomitar con grandes espasmos. Las madres pensaron que era un castigo de los muertos por haber profanado su lugar sagrado. El médico pidió que le llevaran las cazuelas con los restos de alubias En una de ellas encontró semillas de acacias. Con sus remedios solo consiguió salvar a dos.

–En una de las cazuelas había una gran dosis de robinina capaz de matar a un rebaño de cabras –nos dijo el maestro al día siguiente.

Y nosotros nos quedamos mudos, con la muerte clavada en las entrañas.

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1929. Bruno Gracia Sieso. Escuela El Frago.jpg

Don Bruno en la Escuela de Niños. El Frago (Zaragoza), 1929.

Fotografías de Bruno Gracia Sieso. Conservadas por la familia Gracia Sieso. Existen copias en varias familias de El Frago.

Nota. En las Altas Cinco Villas, «pan de cuco» hace referencia a las flores dulzonas de las acacias, un manjar para los niños de las escuelas, que se peleaban por él.

Carmen Romeo Pemán