El instante sagrado

Alguna vez leí que el momento de la muerte es una oportunidad excepcionalmente poderosa para purificar el karma. Pero, ¿será posible purificar el karma de un alma que utilizó el cuerpo para satisfacer sin pudor todos los placeres propios y ajenos? 

Soy drogadicta desde los catorce años, dealer desde los veintiuno y puta desde que tengo memoria. En el barrio me conocen como “Terroncito”. Conmigo puedes comprar la mejor heroína de la ciudad; yo solo vendo calidad y si el cliente paga un poco más le doy el servicio completo. Y ni para que te hablo de mi servicio post venta, conmigo tienes todo 100% garantizado. 

Esta mañana, después de otra sobredosis, la peor hasta ahora, cuando desperté en el hospital el médico me dijo que me quedan pocos meses de vida, con suerte tres. Y que si vuelvo a consumir lo más seguro es que no logre despertar de nuevo y ya no tenga que esperar unos meses. 

No había pensado en la muerte hasta ahora, ni siquiera cuando me internaron a los quince años en esa fundación de mierda en la que internan a todos los niños problema de este país. Ni los golpes con palos que me daban las enfermeras y la comida insípida y a medio cocer me hizo pensar en la muerte. Cuando por fin salí de ese lugar me prometí que jamás me iba a negar los placeres, jamás. 

Me gusta fumar, que el humo entre y salga de mis pulmones. Me gusta culiar, que mi piel se impregne del sudor de conocidos y desconocidos. Hombres o mujeres, me da igual. Me gusta la buena vida, esa en la que ningún don nadie te dice lo que tienes que hacer y después te da un sermón de lo que está bien y lo que está mal. Me gusta mi vida, la vida que he construido a pulso con mi imperio de drogas y mi pequeño prostíbulo personal. Y esa es la vida que me gustaría tener hasta que el humo no pueda entrar más en mis pulmones.

No tengo problema con vender mi cuerpo, finalmente, es solo un pedazo de carne y sangre que después de un tiempo de uso se pudre como todo en este mundo, así que hay que gozarlo; para eso es, no tiene otro propósito. Me gusta la sensación que me produce la aguja rozando la única vena buena que me queda, el instante sagrado en el que comienzo a ver los colores, las formas, en el que comienzo a disfrutar del silencio, de la apacible dicha que produce la nada. Sentir que estoy en dos mundos al mismo tiempo y en ninguno, que puedo ser una persona que vive entre dos realidades. 

La mayoría de mis clientes son mis amigos, incluso algunos han sido mis amantes. Me encanta que mi casa sea el centro donde toda la miseria de mi país explota y renace en un arco iris psicodélico por el que viajan los buenos deseos y las ganas de cambiar el mundo. Aunque al principio no la tuve fácil, no me he quejado de la vida que me tocó. He sufrido, sí, pero también he gozado y he amado. No me arrepiento de nada. 

Ahora que la muerte se arrastra silenciosa y está pasando lenta por debajo de mi puerta, me pregunto si la vida que escogí, la que elegí vivir, me hará arder en las llamas eternas de desesperación que ofrece el infierno. Cualquier buen religioso alegaría que mi vida mundana merece ese castigo. O quizás, como dicen las sagradas escrituras, aún tengo tiempo para abrazar el perdón divino y sentarme en el Valhalla a beber buen vino con Odín, o de pronto me reciba el Dios de los cristianos y primero me obligue a recorrer el mismo camino que Dante hasta encontrarme con mi versión de Beatriz. O a lo mejor tienen razón los budistas y volveré a este mundo de mierda una y otra vez hasta expiar algunos pecados y saldar todas mis cuentas. 

Me gusta la idea de tomar vino eternamente, pero el sistema que nos rige a los humanos considera que mi vida pecaminosa no merece la gloria, que hacer lo que me daba la gana no era correcto, que tenía que adaptarme, tener un trabajo “decente”, una familia, muchos hijos para inundar el planeta de más humanos, envejecer y morir entre lágrimas y susurros de compasión para cerrar el ciclo perfecto de la vida.

Cuando salí de la clínica esta mañana, caminé algunas cuadras hasta que me dolieron los juanetes. Luego me subí al primer bus que me dejaba cerca de mi casa, atestado de gente con olor ha guardado y a sudor agrio. En el departamento, cuando abrí la puerta, vi la mercancía apilada en un rincón de la sala, vi los sillones de tela manchados en los que me he tomado algunas cervezas con mis clientes y amigos. Vi los mejores momentos de mi vida pasar al galope enfrente de mi. En ese momento me vi cara a cara con la muerte y descubrí lo que tenía que hacer, lo que pasaría en los próximos días. Palpé el instante sagrado sin alucinógenos, el que te da la cercanía del último aliento. Lo abracé y escuché con atención el sonido de los minutos pasando implacables en todos los relojes de la casa. 

Aunque había una fecha límite y el tiempo corría en mi contra, se había esfumado como el humo del café que quedó sobre la mesa la noche anterior. ¿Tiempo? ¿A quién le importa el tiempo cuando los segundos están contados? Si podía purificar mi alma putrefacta para que el karma me dejara avanzar hacia el otro lado de la vida, no les abriría espacio a los arrepentimientos falsos, ni a Padre Nuestros recitados como una canción que se repite en la radio, ni me daría golpes de látigo hasta sangrar la indecencia.

Después de veintisiete años de vivir como una diosa entre mortales no era momento de entrar al sistema para dar vueltas, como un hámster que juega en su rueda hasta que le duelen las patas. Si me iba a entregar a la muerte, sin dramas ni lamentos, lo haría siendo quien había sido hasta ahora. Siendo yo. Una adicta y una puta. 

Mónica Solano

Imagen de Klaus Hausmann

La terraza de la calle Pasadena

“¡Buenos días, buenos días! Bienvenidos sean todos. Niños, niñas, señoras y señores, señoritas, jóvenes y ancianos. Bienvenidos a mi último día en la Tierra” gritaba Alegría desde la terraza de un edificio de cinco pisos.

—¡Alegría! ¡Desactivar! —gritaba Luciano desde el otro lado de la calle, con la voz crispada, rodeado por los transeúntes curiosos que se detenían a mirar el espectáculo.

—¿Pero miren quién ha venido a verme en mi última morada? Mi creador, el hombre que insiste en que yo, ¡yo!, señoras y señores, soy solo un arrumaje de cables y de programaciones mal instaladas. ¡Luciano! ¡Aplausos para Luciano!

Alegría aplaudió con fuerza sin quitarle la mirada a Luciano. Luego sacó una navaja de uno de los bolsillos del pantalón y se cortó el antebrazo. La sangre que brotaba a borbotones le baño el rostro, algunas gotas alcanzaron el suelo arrancando gritos y quejidos de las personas que la observaban.

—¿Te parece que las máquinas sangran así? ¿Te parece Luciano?

—¡Alegría! Es suficiente, por favor, baja de la terraza de inmediato.

—Ya te lo dije Luciano, hoy es mi último día en la Tierra, mi último día como la máquina que crees que soy. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? Estoy segura de que no lo recuerdas, para los hombres no es fácil recordar las fechas especiales. Yo sí lo recuerdo y lo recuerdo muy bien. Fue en esta misma calle, el 13 de septiembre de 2099. Traías puesta esa gabardina azul oscuro de cuero que te hace ver más bajo, unos lentes oscuros y ese sombrero trilby que tanto odio. Me crucé en tu camino y tropezamos. Mi bolsa se cayó al piso, te agachaste para recogerla y luego me preguntaste la hora. Las doce menos cuarto te respondí. Faltan pocos minutos para que sea la misma hora en que nos conocimos. Esa, Luciano, será la hora oficial de mi deceso.

—Alegría, baja de la terraza, no quiero volver a repararte, esta es la tercera vez en la semana que saltas en este mismo lugar, a la misma hora.

—¿Es decir que hemos vivido este momento más de una vez? ¡Pero qué mal ingeniero eres, Luciano! Tan malo que no puedes cambiar el resultado y tu estúpida máquina se suicida una y otra vez. ¡Bravo! Aplaudan al señor que verá morir a su creación una vez más.

Luciano se agarraba el cabello con fuerza y suspiraba. Sin quitarle la mirada a Alegría digitó el número de la oficina de Innovatroniks en su reloj de pulsera:

—Innovatroniks, buenos días, habla Samantha.

—Samantha, habla Luciano Conde, por favor, comunícame con el área de innovación y desarrollo.

—En un momento, señor.

—Innovación y desarrollo.

—¿Cristóbal? —pregunta Luciano.

—Hola, Luciano. ¿Cómo estás?

—Otra vez Alegría está en la terraza de la calle Pasadena.

—¡Mierda! ¿Y esta vez qué pasó?

—Creo que lo mismo de siempre, no lo sé. Esta mañana la activé como a las nueve horas, después de cargar los ajustes en la programación que me enviaste ayer. Parecía normal, se puso el pantalón blanco con la camisa naranja, se pintó los labios con el labial carmesí y se sentó en la sala, en silencio. Te juro que solo me fui a servir un café y cuando volví ya no estaba. Me imaginé que había vuelto a la terraza y, por supuesto, aquí está. Creo que la idea de implantarle que nos conocimos en una calle cualquiera de la ciudad, en un día soleado, acompañados por el sonido de los autos pasando a toda velocidad… ¡Esa estúpida idea de mostrarme como un caballero de resplandeciente armadura, fue una completa mierda! Y antes de que me lo digas, sí, sé que dije que era un buen recuerdo para marcar el instante en que empezaba a formar parte de mi vida, pero, Cristóbal, terminó siendo un virus, ¡le implantaste un puto virus! Ella utiliza ese recuerdo para lanzarse al vacío cada que se le cruza algún cable. Si no la reparas tendrán que devolverme el dinero o darme otra máquina, una que sí funcione.

El sonido de la navaja golpeando el piso interrumpió la conversación telefónica de Luciano con la empresa de tecnología que fabricaba a las androides desde el 2099, para cubrir el déficit en la población femenina desde que empezaron a nacer menos mujeres.

—¡Luciano! Quedan diez minutos para que me veas morir y quede en tu consciencia que no hiciste nada para evitarlo.

—A la mierda, Alegría, ¡salta! Salta de una vez, te prometo que no te volveré a reparar.

Las personas que estaban al lado de Luciano lo empujaban y le reclamaban que no la dejara morir, le reprochaban por ser insensible y no valorar la vida. “¡No la deje morir, por favor, haga algo!” le gritaban.

—¡Es solo una máquina!

—¿Estás seguro de que yo soy la máquina, Luciano? ¿Estás seguro?

 

Mónica Solano

 

Imagen de S. Hermann & F. Richter

 

Sueños en luna roja

Corres sin mirar atrás en medio de la noche. Te abres camino entre la oscuridad a grandes saltos. Le gritas a la luna que te espere, que estás cerca. Son solo unos pasos para llegar a la punta del risco, quieres que se detenga mientras avanzas a toda prisa. Te tiemblan las extremidades y sientes que los jadeos no te dejan respirar. Los pulmones se te contraen y expanden con fuerza en cada inhalación, te duelen las costillas. Ya no eres tan ágil, has perdido el toque mágico de la juventud.

El viaje hasta la cima parece eterno, como si llevaras días corriendo sin descanso. Te detienes y bebes agua de un pequeño manantial que brota a un lado del camino. Respiras. El aire ya no se te pega en la garganta, has ganado unos minutos extra. Sacudes la cabeza y aceleras el paso. De repente los recuerdos te invaden, es como si tu cuerpo avanzara hacía el futuro y tus ojos se hubieran quedado en el pasado, contemplando las buenas y las malas decisiones. Las lágrimas se amontan en tus ojos, la visión se te nubla y la luna… la luna palidece.

El final del risco desaparece entre sollozos, el tiempo se detiene entre los gemidos y la tierra rasgándote la piel.

Es tarde. La luna estará completamente teñida de rojo antes de que llegues. Tendrás que verla desde la distancia. Tendrás que esperar tres años más, atrapada en esta forma, maldiciendo tu suerte, rogando a las almas puras que se apiaden de ti y te dejen deambular de nuevo por el planeta.

No quieres darte por vencida, pero la fatiga no te deja continuar.

Faltan pocos metros. Estás tan cerca. Te arrastras como las serpientes en el desierto. Un poco más. Te estiras, arañas la tierra con el último quejido. Ahí está.

Te quedas inmóvil mirando la luna. Un pequeño resplandor plateado se asoma en una de sus esquinas. Contra todo pronóstico has llegado a tiempo.

Cierras los ojos y sientes cómo el aire inunda tu vientre. El corazón se sacude con tanta fuerza que lo escuchas latir en todos los rincones de tu cuerpo cansado, moribundo.

—¡Aquí estoy! —gritas.

Te rasgas la piel del pecho con tus uñas afiladas. Dejas correr la sangre que se esparce con rapidez por los límites del risco.

La luna está en su máximo esplendor. Destella en un rojo escarlata que te reconforta.

Te pones de pie con el pecho goteando y aúllas hasta quedarte sin aliento.

La piel que te cubre se rasga y de las entrañas de tus lamentos emerge un nuevo ser.

Tu sacrificio ha dado frutos en abundancia. Valió la pena cada gota de sangre, el sudor, el cansancio.

Te dejas caer sobre el suelo. Con cada respiración la luna retoma su color plateado. Cierras los ojos y disfrutas del aroma de la hierba húmeda, de las flores en primavera, de la tierra bajo tu cuerpo inerme. El sonido de los grillos te arrulla y te dejas mecer por la calidez del viento en la cima de la montaña.

La brisa se siente como dedos reptando entre tu nuevo pelaje. Así es como te gusta que te acaricien. Te estremeces ante el toque de aquellas manos conocidas. Abres los ojos. Ahí está tu alma gemela, su rostro resplandece de alegría mientras te mira con dulzura.

La luna se ha ido. El dolor de otras vidas se ha escabullido entre los sueños. Ahora solo está ella para darte amor, acariciarte el lomo y llenarte de besos cada mañana.

Mónica Solano

 

Imagen de Rahul Yadav

 

Un poco más sobre la muerte

No sabemos dónde nos espera la muerte: así pues, esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo. Michael de Montaigne

Este mes he estado en contacto estrecho con la muerte. Personas cercanas han estado enfermas, amigos han perdido a sus seres queridos, eventos atroces han ocurrido en mi país. La muerte ronda como un cáncer silencioso y yo me pregunto si es el momento de que algunas cosas abandonen esta realidad, si es verdad que estamos atravesando por una etapa de transformación y si todos estos eventos desafortunados forman parte de esa patada que necesitamos para despertar, para ver la vida con otros ojos y avanzar hacía nuevos escenarios.

El año pasado, un poco al azar, leí un libro que me provocó una meditación profunda: El libro tibetano de la vida y la muerte. Su título me atrajo. Había oído hablar del libro de los muertos, pero del libro de la vida y la muerte, jamás. Lo compré en un centro comercial y, mientras caminaba en el pasillo de la Librería Nacional, sentí como si algo me llamara. Tenía tiempo, entonces entré y pregunté por él. Era el único ejemplar que tenían, así que lo compré sin vacilar. Esa noche comencé a leerlo. El prólogo, escrito por el Dalái Lama, me cautivó aún más: “Para tener la esperanza de una muerte apacible, debemos cultivar la paz tanto en nuestra mente como en nuestra manera de vivir”. Esa frase aún da vueltas en mi cabeza.

La muerte me ha llamado la atención desde siempre. Cuando era niña pasaba horas derramando lágrimas porque algún día me iba a morir. Sentía mucha curiosidad y a la vez un miedo enfermizo por lo que había más allá de la muerte. A mis diez años quería resolver el enigma para poder vivir en paz, obviamente a mis casi cuarenta no lo he resuelto. A veces hablo con mis amigos del tema, cuando sus vidas están de cabeza, y siempre les digo que la muerte no es una opción, porque por más teorías y personas que hayan tenido encuentros cercanos con el otro lado, nadie puede afirmar qué hay más allá de la vida. O al menos eso es lo que yo pienso. Para mí no hay garantía de que sea mejor o peor de lo que estamos viviendo ahora.

Según el Dalái Lama, mientras estamos vivos consideramos la muerte de dos maneras: elegimos ignorarla o hacemos frente a la perspectiva de nuestra propia muerte e intentamos, mediante una reflexión lúcida, minimizar el sufrimiento que conlleva. Ninguna de estas opciones nos permitirá triunfar sobre ella, porque nada evita que llegue ese momento; ni la transferencia de consciencia que muestran en las películas de ciencia ficción, ni la criogenia, ni la fuente de la eterna juventud. Por todo esto, considero que hacerle frente quizás nos permita verla como un proceso normal, natural y una verdad que debemos aceptar.

Los budistas ven la vida y la muerte como un todo inseparable. La muerte es el inicio de otro capítulo de la vida y un espejo en el que se refleja todo su sentido. El sufrimiento y el dolor que conlleva forman parte de un profundo proceso natural de purificación. La mayor parte de los seres humanos vivimos aterrorizados por la muerte o negándola. Hablar de ella puede considerarse hasta morboso y para algunas personas el solo hecho de mencionarla podría atraerla. Cuando mueren personas cercanas o somos testigos de accidentes o nos toca vivir cerca de enfermedades incurables nos cuesta mucho pensar que la muerte no es un hecho atroz y nefasto, incluso muy injusto.

Algunos quisiéramos vivir eternamente en este planeta y que todas las personas que son importantes para nosotros jamás envejecieran o murieran, pero comparto la idea de Sogyal Rimpoché, autor del Libro tibetano de la vida y la muerte, de que la muerte no es deprimente ni seductora; es sencillamente un hecho de nuestro ciclo vital. Forma parte de un proceso natural que muchos preferiríamos negar, pero con el que tarde o temprano tendremos que lidiar. Y si no podemos escapar de ella, ¿por qué no mejor centrar nuestros esfuerzos en lo que podemos controlar? Amar intensamente a todas las personas que hacen parte de nuestra realidad y vivir de forma tal que morir sea la cúspide de nuestra existencia.

El nacimiento de un hombre es el nacimiento de su pena. Cuanto más vive, más estúpido se vuelve, porque su ansia por evitar la muerte inevitable se agudiza cada vez más. ¡Qué amargura! ¡Vive por lo que está siempre fuera de su alcance! Su sed de sobrevivir en el futuro le impide vivir en el presente. Chuang Tzu

 

Mónica Solano

 

Imagen de Gerd Altmann

Desde la ventana

Emilia se peina el cabello delante del espejo.

En la calle se oye un estallido y un grito ahogado que le eriza la piel. Se pone de pie y aparta con fuerza la silla del tocador. Corre hacia la ventana y asoma la cabeza para ver qué pasó.

En la esquina ve un automóvil que ha atropellado a una mujer. Su cuerpo ha quedado tendido en medio de la calle. Lleva un traje ejecutivo de color gris y unos zapatos rojos de tacón puntilla. “Yo tengo unos zapatos iguales”, piensa.

Tiene el pelo tan enmarañado que no se le puede ver el rostro. Emilia siente una punzada en el corazón y se lleva la mano al pecho. El cepillo se le cae de la mano y rueda por el suelo. Siente como si el alma le abandonara el cuerpo.

Sacude la cabeza y algunas gotas de sudor se le escurren por la sien. Se pasa las manos temblorosas por la frente. Todo comienza a dar vueltas a su alrededor. Mientras respira siente que el aire sale con fuerza, como si hubiera estado aprisionándolo en su boca todo el día. La imagen de la calle es aterradora, pero no tiene fuerzas para alejarse de la ventana. Desde el tercer piso, mira cómo las personas se abren camino con prisa, cómo tropiezan unas con otras y gritan despavoridas.

Un corrillo se forma alrededor del conductor que, sentado sobre el andén, oculta su cabeza entre las piernas. A pesar de la distancia puede ver que se le escurren las lágrimas por la cara. El hombre no hace ningún esfuerzo para contenerlas. Es comprensible, acaba de arrebatar una vida.

¿Qué se sentirá cuando se le quita la vida a otro ser humano? ¿Y qué sensación producirá ver cómo se entumece cada extremidad con el último aliento?

“Pude ser yo”, piensa Emilia mientras abre más la ventana para observar mejor. “Ese cuerpo sin vida pudo ser el mío. ¡Pobre mujer! Salió un día más a trabajar y jamás pensó que la muerte la alcanzaría en una esquina. ¿Y si soy yo? ¿Y si en el instante en el que sentí que mi alma volaba del cuerpo estuviera dejando atrás una de mis vidas? ¿Y si cada accidente que ocurre cerca de nosotros es realmente el nuestro? Siempre me he preguntado por qué todas las cosas horribles del mundo les pasan a los demás y nunca me han pasado a mí. Si esa persona que está tendida en la calle soy realmente yo, o una parte de mí: ¿no sería una oportunidad para comenzar de nuevo? El cuerpo de la mujer se ve como si estuviera dormida, tranquila, como si nada la perturbara. Sería fascinante tener esa paz”.

Emilia no puede dejar de pensar que una de sus vidas pudo quedar en el cuerpo de aquella mujer. Pero no sabe si fue la última o quizá la primera. Antes había sentido esa misma sensación de abandono y se había hecho la misma pregunta sin obtener una respuesta, pero no entendía por qué esta vez se sentía tan diferente.

“¿Qué pasará con la vida de los demás cuando no están formando parte de mi realidad? ¿Sus vidas de verdad existirán? ¿Vivirán en un mundo paralelo o solo dejarán de existir por unos instantes? Todo cobra sentido cuando forman parte mi mundo. Lo que hagan en mi ausencia lo desconozco, es como si toda su existencia fuera una ilusión”. Emilia se pasa la mano por el cabello mientras explora las posibilidades.

La madre de Emilia se acerca a la ventana para ver más de cerca lo que ha ocurrido en la calle. Un grito desgarrador se oye por toda la casa.

Sofía sale a toda prisa y, sin darse cuenta, deja la puerta abierta. Tiene puestas unas sandalias y el delantal de la cocina. Estaba cocinando una paella para Emilia, su favorita. Se abre camino entre la multitud y se pone de rodillas junto al cadáver. Recoge con sus manos el cabello de la mujer para verle el rostro. Le toma con fuerza la mano sin vida y se la lleva al pecho. Las lágrimas salen a raudales y se deslizan por sus mejillas mojándole el cuello.

–¡Mi Emilia!

 

Mónica Solano

Imagen de Polski

 

Pequeñas ideas

–Mamá, mamá, ¡MAMÁ! –Nico deja escapar un alarido y Leticia suelta el tazón con la harina, que queda derramada sobre el piso.

–¡Dios!, ¿qué es tan importante que no puedes esperar?

–Mamá, ¿por qué nos tenemos que morir?

Leticia mira a su hijo con el ceño fruncido y se agacha para recoger la harina.

–Qué sé yo, hijo, ¿por qué me preguntas esas cosas?

–Contéstame, mamá –exige Nico.

–Bueno, creo que porque es la ley de la vida.

–No, mamá, nos morimos porque nadie ha inventado algo para vivir eternamente.

–No lo sé, hijo. –Leticia sonríe–. Podría ser.

–Mira, mamá, he tomado una decisión. –Nico se arrodilla junto a su madre–. Quiero ser un inventor.

–¿Un inventor?

–Sí, mamá, quiero construir una máquina para que todos podamos vivir por siempre. Claro, primero tendré que conseguir el elixir de la eterna juventud, pero eso no será un problema. Podré ir con papá en una expedición, como esas de la tele.

Leticia interrumpe a su hijo.

–Espera un segundo, explícame bien, por favor, ¿qué es lo que quieres hacer?­

Nico ha acaparado toda la atención de su madre. Los pequeños ojos verdes le brillan y una sonrisa, que muestra sus dientes torcidos, le ocupa toda la cara.

–Lo he pensado mucho, y con cuidado, ¡eh!, no creas que no he investigado.­

Leticia no puede reprimir la risa que le producen las palabras de su hijo. Esta historia le está haciendo olvidar su mal día.

–También he decidido no volver a la escuela. Desde mañana quiero empezar a construir mi invento. Como tú dices, debemos dedicarnos a las cosas que nos gustan. Además, no puedo dejar pasar un año más, en un año los adultos se hacen más viejos y los niños como yo nos volvemos adolescentes. No puedo perder tiempo. Y está la abuela, que ya tiene como mil años, y no quiero que se muera. Y tú, mami, que cada día estás más viejita, y no quiero que me dejes nunca.

Leticia deja de recoger la harina para escuchar con mayor atención a su hijo.

–Es muy fácil, mamá, cuando tenga el elixir solo necesitaré un reloj de arena, como el del juego de Cranium, podremos usar ese, porque hace tiempo no sirve para nada. También necesitaremos una cajita musical que dé vueltas. ¡Y ya!, con eso quedará listo y el tiempo se detendrá. ¿Qué piensas mamá?, ¿te gusta mi plan?

En ese momento se oye el sonido de unas llaves entrando en la cerradura. Es el padre de Nico que llega del trabajo.

–¡Papi! –Nico salta sobre él y lo envuelve con un abrazo.

–¡Hola, Nico!

–Amor, ¿qué haces sentada en el suelo? –Javier se agacha un poco para darle un beso en la frente a su esposa.

–Aquí, escuchando las historias de tu hijo y recogiendo la harina. –Leticia tuerce los ojos.

Javier sonríe y se sienta al lado de Leticia para ayudarla. Nico se deja caer sobre las piernas de su padre y juntos amontonan la harina con las manos.

–Cuéntame, Nico. Yo también quiero escuchar esas historias de las que habla tu mamá.

–Mira, papá, ya está decidido, no voy a volver a la escuela porque tengo un trabajo importante que hacer: voy a construir una máquina para que todos podamos vivir por siempre, pero antes necesito que me ayudes.

Javier escucha a su hijo con atención, mientras observa de reojo a su mujer.

–¡Vaya, Nico!, tienes todo un plan montado. Pero quiero saber algo más, ¿cómo vas a construir tu máquina si todavía no has terminado la primaria? Para ser inventor tienes que estudiar.

–Pero, papá, la escuela es muy aburrida. Todo el tiempo te están poniendo tareas tontas y la profe Amalia ni siquiera me deja respirar. La escuela es para niños bobos.

–Eso no es verdad, Nico –interviene Leticia–. Mira a tu padre, él construye puentes, edificios, casas y, para eso, tuvo que ir primero al colegio y luego a la universidad.

–Mamá, eso no es verdad, ¿cierto, papi?

–Lo siento, Nico, pero es verdad lo que dice tu madre. Todos debemos ir al colegio para aprender. Puede que algunas cosas no nos gusten y otras nos gusten mucho, pero todas son importantes, si queremos cumplir algún día nuestros sueños, como este que me estás contando.

La boca de Nico se curva en una mueca y se queda pensando unos segundos. Javier cruza una mirada con su esposa.

–¡Ya tengo una idea mejor, papá! Antes construiré una máquina para que no tengamos que estudiar, y así podremos hacer realidad nuestros sueños sin tener que ir a la escuela.

Mónica Solano

Imagen de Geralt Altmann