Prejuicios

Carmen dejó caer sobre el platillo dos monedas de diez céntimos. El resto del billete lo había pagado con un muestrario de piezas de níquel pescadas una a una de su monedero. El gesto con el que el conductor cogió el dinero y le tendió el tique arrancó una tímida ovación entre los que estaban esperando para subir al autobús.

Sintió la tentación de sentarse ahí mismo y así silenciar los bufidos y aspavientos que se oían a su espalda pero lo descartó. Aquel sitio auguraba la cháchara de un hombre canoso, cuyo vello del pecho sobresalía por el cuello del polo y las bolsas de piel enrojecida se pegaban a sus gafas. La miraba anhelante, como si llevara todo el día esperando ese momento para poder entablar conversación con alguien. Carmen avanzó un poco, ante el evidente alivio del resto de viajeros, y se sentó al lado de una chica que le pareció demasiado joven para estar embarazada. Sin contestar a su saludo, Carmen juntó mucho las piernas y colocó el bolso sobre la falda para evitar que se le subiera y mostrara el dobladillo de sus medias calcetín.

Tres paradas más tarde la muchacha se levantó sin despedirse, y Carmen arrugó los labios. Un chico joven, con el pelo hacia atrás y una barba cerrada, ocupó el sitio que había dejado vacante. Su traje gris parecía bueno, de esos que caen con gracia y se ajustan ahí donde tienen que hacerlo.

—Buenas tardes —Le deseó Carmen, y relajó la presión de sus manos sobre el bolso.

—Hola —contestó él con voz profunda, como si estuviera hueco por dentro.

Sacó el móvil del interior de la americana, y empezó a mover lo dedos con agilidad por la superficie. Pasaba fotos rápidamente y de vez en cuando aparecían letras más o menos grandes que Carmen no llegaba a leer. Sacó las gafas de ver del bolso y se las ajustó sobre el puente de la nariz.

Segundos después se abanicaba con furia, primero con la mano y, cuando vio que no tenía suficiente, con un folleto del supermercado que rescató de su abrigo. Desvió la vista de la pantalla, donde seguía la  progresión de imágenes de úlceras y otras heridas supurantes, y observó al chico con una mueca de asco. Además de las uñas mordidas y rodeadas de pieles secas y arrancadas, lo que más llamaba su atención por encima de aquella barba espesa eran sus ojos, redondos y salidos como los de un sapo. El accesorio perfecto a su nariz grande y curva.

El teléfono del chico sonó con una melodía que invitaba a la audiencia a alzarse en armas y conquistar un país pequeño.

—¡Juan! —exclamó el chico. Carmen agudizó el oído—. Sí, mejor que bien. Las pocas preguntas que me han hecho han sido muy sencillas.

Carmen suspiró. Después de cinco minutos de espionaje casero había descubierto que el chico acababa de presentar un proyecto de doctorado, así que supuso que aquellas fotos tan extrañas debían formar parte de su tesis. No entendió las palabras técnicas pero estaba claro que el muchacho era médico.

Carmen se soltó el último botón de la blusa al imaginárselo ante ella en la consulta, con la bata blanca abierta sobre una camisa de raya diplomática y una corbata verde, a juego con sus ojos. El estetoscopio colgaría de aquel cuello ancho y masculino y le dedicaría una sonrisa, que quizá no haría zarpar barcos pero sí subir la fiebre cuando firmara sus recetas. Casi podía ver un destello de película en sus dientes. Casi podía oír el “clinc”.

—Podríamos ir a celebrarlo a nuestro restaurante. Yo invito— Continuó el doctor.

Carmen echó para atrás los hombros, esperando el desenlace de la conversación y el momento en el que pudiera preguntarle dónde pasaba consulta o cuándo podrían volver a verse.

—Te cuelgo, que estoy a punto de bajar del bus. Te quiero, vida mía.

El muchacho se despidió de Carmen. Ella ni siquiera lo miró.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Matthew Henry

El espejo

Lo primero que le dio problemas fue la barba. Los cortes de la cuchilla y la cara de espanto de sus compañeros al verlo aparecer en la oficina con aquellas heridas le habían convencido para que se dejara crecer el vello de la cara. Más adelante tuvo un encontronazo con su jefe, que lo convocó en su despacho y le dijo que parecía un animal sucio y piojoso. Decidió ir a un barbero dos veces al mes para que se la arreglara. Escogió uno que había visto centenares de ocasiones de camino a casa de Victoria. Apenas tenía espejos. El peluquero, además, parecía tener la mente abierta para aceptar, sin hacer muchas preguntas, que Marcos no quería verse. Y es que las superficies de vidrio transparente no eran problemáticas, no. Lo peor eran los reflejos traicioneros que acechaban en cualquier lugar. Una cuchara, un escaparate… Incluso la pantalla del ordenador cuando se ennegrecía de improvisto y, pensaba él, con alevosía, devolviéndole una mirada acusadora que se columpiaba entre el asco y la decepción.

Convencer a Lola, su esposa, había sido sencillo. Ella no solía oponerse a sus ocurrencias. Marcos cogía una idea, le tomaba las medidas y la vestía con las mejores sedas para ofrecerla como buena. Además, era capaz de hacer creer a la otra persona que la idea había sido suya, algo que había querido toda la vida. Por eso, cuando él habló a Lola de la dictadura de la imagen en la sociedad moderna y lo beneficioso que sería para su estado de ánimo y para su relación hacer el experimento de verse únicamente reflejados en los ojos de sus seres queridos, Lola, la niña de pueblo que nunca había crecido del todo, se tiró a sus brazos y le prometió que esa misma tarde descolgarían todos los espejos de la casa, incluido el del baño.

Por las noches, cuando la vejiga le apretaba o un movimiento de Lola lo despertaba, le asaltaba la imagen que el espejo del ascensor de Victoria le había devuelto después de acostarse con ella por primera vez. En aquel momento, fue tal la impresión que le dio la espalda. Después atribuyó aquella visión al cansancio de una tarde llena de sexo y se enfrentó de nuevo a sí mismo con su ensayada mueca de soberbia. De nuevo se encontró con una mirada de odio tan violenta que casi podía esperar que su doble saliera de su prisión de cristal y se abalanzara sobre él.

En algún momento durante todo aquel tiempo pensó en dejar a su amante y contarle toda la verdad a Lola. Quería volver a ser él mismo, ver cómo le quedaba el traje o mirarse a los ojos que, antes, sonreían orgullosos. Pero la cama de Victoria era demasiado caliente y acogedora. Y a ella no le picaba su barba.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de Erik Eastman

 

Imagínate

Imagínate que entras por la mañana en tu oficina arrastrando los pies por la moqueta, sin levantar la cabeza para no sentirte obligado a dar esos buenos días que te queman en la garganta y que sabes que nadie te devolverá. Llegas a tu cubil, acompañado por un silencio artificial, solo roto por el clac-clac de los teclados y el sonido del teléfono, y te dejas caer sobre la silla de ruedines que ya no giran. La puerta del baño de hombres, otro espacio ridículamente pequeño con un solo retrete para treinta personas, está pegada a tu mesa de trabajo, y cuando se abre te llega el olor de estómagos vaciados, enmascarado por un ambientador barato que impregna tu garganta y te quita el apetito.
Imagínate que solo te ha dado tiempo a encender el ordenador cuando el director de la empresa baja a tu planta. Busca a los compañeros con los que llevaste el caso Smith, los que pusieron sus vidas privadas como excusa y te recordaron con delicadeza que tu falta de familia te permitía hacer tu trabajo, y también el suyo, si eras tan amable. Los que te agradecieron tu labor con una fugaz palmada en el hombro y te prometieron que la próxima vez te llevarían con ellos a tomar una cerveza, pero que ese día no podías ir porque no cabías en el coche. Son aquellos a los que el jefe está felicitando y tú solo miras, dolido porque
nadie reconoce tu labor. Aunque no quieras pensarlo con detenimiento, sospechas que quizá no deban hacerlo.
Imagínate que oyes otra vez a tu jefe llamarte desde su despacho. Hundes la cabeza en tus manos sabiendo que ni quedándote a dormir vas a poder cumplir con sus expectativas porque no deja de mandarte todos los casos problemáticos que nadie más quiere atender. Tampoco
tienes valor de negarte porque tu madre y tú dependéis del raquítico sueldo que apenas llega para pagar el alquiler y llenar la nevera. Cuando te levantas, las piernas te tiemblan y no dejan de hacerlo cuando cierras la puerta de cristal detrás de ti. Eres consciente de que tus compañeros miran sin disimulo hacia el despacho, donde ven a vuestro jefe poniéndose en pie y aprovechando su altura para intimidarte. Te mira con desprecio y, con cada palabra, una lluvia de saliva cae sobre tu cara que está a pocos centímetros de su barbilla. Sales del despacho y te enderezas la corbata, sin dejar de prestar atención a tus pies. Casi nadie te mira ahora. Los que sí, sonríen. Son los que saben que es tu último día.
Imagínate que abres los cajones para recoger tus objetos personales. Tus vecinos tienen decenas de fotos cubriendo el gris de los cubículos, pero tú solo tienes una postal, el último contacto que tuviste con tu padre. Sobre tu cabeza, uno de los fluorescentes de luz aséptica empieza a titilar antes de fundirse. Colocas todos los objetos sobre la mesa y los coronas con la imagen del puente de Brooklyn que has
estado mirando los últimos quince años decenas de veces al día.
Imagínate que Carolina asoma la cabeza y te ofrece una bolsa de plástico del supermercado para transportar tus cosas. Te quedas mudo mientras te preguntas de dónde ha salido tanta perfección, si es posible que tenga ombligo o sea una obra de Dios. Cuando te mira a través de esas frondosas pestañas te sientes como un niño que aun moja los pantalones. Reparas por primera vez en la pequeña muesca de su pala superior derecha, y te das cuenta de que, aunque única, es tan humana como tú.
Imagínate que piensas que es ahora o nunca, y la invitas a cenar.
Imagínate que una mueca de asco, demasiado rápida para verla a menos que la estés esperando, pasa por su cara antes de ponerte una excusa.
Imagínate que tu mano empuña un abrecartas.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

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Imagen de tpsdave