Alicia y la corrupción del dinero

Alicia jugaba con un mechón de su cabello mientras observaba, con desdén, el montón de papeles apilados encima del escritorio de su oficina. Eran las dos menos cuarto de la madrugada y aún le quedaba bastante trabajo por hacer. A las seis de la mañana tenía que tomar un vuelo a Madrid. Como era el primer viernes del mes, debía presentar todas las cifras de noviembre a la junta de accionistas. Había sido un mes fantástico para la Compañía, pero resumir todos los indicadores en pequeñas tablas y gráficas se había convertido en un gran suplicio.

Alicia siempre había pensado que tenía un trabajo fantástico. Era directora ejecutiva de una de las compañías de textiles más importantes del país. Su salario era envidiable, con más de seis ceros a la derecha. Su closet estaba repleto de carteras de reconocidos diseñadores, abrigos de cashmere y zapatos de Jimmy Choo. Aunque alardeaba de conocer el mundo, gracias a sus innumerables viajes de trabajo, en el fondo sabía que nunca se había tomado un chocolate caliente frente a la torre Eiffel, ni había hecho un viaje en góndola por los canales de Venecia. Y sus pensamientos jamás se habían perdido contemplando las ruinas del Coliseo romano. La verdad era que no conocía el mundo tanto como quisiera. Su vida se reducía a participar en reuniones, asistir a cócteles y salir de la oficina en la madrugada, como esa noche. Aunque Alicia había cosechado muchos éxitos, no se sentía feliz. Su vida amorosa era un desastre, ningún novio le duraba más de unos meses. No había conocido a ningún hombre que aguantara su ritmo de trabajo. Y, lo más importante, nunca había tenido tiempo para ella misma. Al realizar el balance de su vida, un sabor agrio se instalaba en su boca. No recordaba la última vez que había cenado en casa.

Se levantó de la silla y apartó el portátil con tal fuerza que se quedó al borde el escritorio, a punto de caerse y partirse en pedazos. Caminó por la habitación y se detuvo delante de la ventana. Admiró las luces de la ciudad y pensó en todas las personas que a esa hora estarían durmiendo en sus casas, y que esa noche no habrían cenado un sándwich de Subway con un refresco dietético. Tenía que hacer un cambio en su vida. Quizás ser la directora ejecutiva de una prestigiosa empresa, y ganar millones de euros, no era lo más importante en la vida. Nunca se había detenido a pensar en sus verdaderas prioridades.

Regresó al escritorio, acercó nuevamente el portátil y escribió un mail. Lo envió y apagó todos los dispositivos electrónicos de la oficina. Se puso el abrigo rojo y agarró la cartera. Entró en el ascensor y se miró en el espejo. Las ojeras le llegaban casi hasta la comisura de los labios, eran de un color gris humo y le daban el aspecto de una enferma terminal. Cuando se abrieron las puertas salió con prisa; no quería seguir contemplando a la extraña del espejo.

Su casa quedaba a pocas cuadras de la oficina. Caminó por las calles, en medio de la oscuridad de la noche, acompañada por el murmullo de las hojas de los árboles. Las vitrinas de las grandes tiendas de moda iluminaban su camino. Fue inevitable pensar que podría comprarse todo lo que se le antojara. Aunque pronto se percató de que era solo una ilusión, porque no podía comprar la felicidad. Esa no la exhibían en una vitrina ni se podía comprar en las rebajas de agosto. Nunca se había dedicado a algo solo por el placer de disfrutarlo. Se había convertido en una nómada del dinero. Si el trabajo no ofrecía un cuantioso salario, no encajaba en su ideal. La desconocida figura que le había devuelto el espejo del ascensor era la de una mujer maltratada por una vida que giraba en torno al dinero.

Cuando llegó a su departamento, abrió la puerta, dejó en el perchero el abrigo y la cartera, y tiró los tacones en medio del pasillo. Acarició a Zeus, que siempre la recibía agitando la cola. Se abalanzaba sobre ella y le pasaba la lengua llena de babas por sus manos. El peludo Zeus era lo más constante y sincero que tenía en su vida. Se sirvió una copa de vino, se sentó en el sofá del balcón a ver amanecer y se quedó dormida.

El sonido de su celular la despertó y se levantó a revisarlo. Tenía quince llamadas perdidas, diez de su padre y cinco del presidente de la junta. Estaba segura de que su padre la estaba buscando para hacerla cambiar de decisión. No quería que su hija renunciara a una importante compañía y se dedicara al arte. Pero ahora no podía lidiar con todo ese drama familiar. Tenía que dejarlo para después. En cuanto al presidente de la junta había sido bastante clara en su carta de renuncia.

Alicia se puso los Converse blancos, el chándal color gris y una camiseta azul celeste. Le ató la correa a Zeus y salieron juntos a la calle. Caminó entre la gente que corría con prisa hacia sus trabajos. Se deleitó con el aroma a café del Starbucks de la esquina. Escuchó con atención el sonido del motor de los autos esperando el cambio del semáforo. Disfrutó cada instante mientras iba de su casa al parque central. Se sentó en el césped, aún húmedo por el rocío de la mañana, y respiró profundamente. Se le escaparon varias sonrisas mientras observaba cómo Zeus, tímido, se mojaba las patas en el lago. Dejó que el sol la alimentara como en las películas de Superman. Ese día, en medio del caos de la ciudad, sentada en un parque a las siete de la mañana, Alicia tomó la decisión de hacer solo lo que le apasionara. Tomó la decisión de vivir la vida.

Mónica Solano

Imagen de Jürgen Rübig

 

Líneas temporales

¿Qué es el tiempo? Una manera de medir una sucesión de cosas. ¿Qué más podría ser? En el afán del hombre por medirlo todo, no se me ocurre una mejor respuesta. Existen tantas teorías y hay tantas personas que han hablado del tema -científicos, filósofos y todos con una escuela mucho más amplia que la mía- que es difícil decantarse por alguna. Aunque la verdad es que lo que exponen “con todo su conocimiento” no dejan de ser solo teorías porque, a mi juicio, todo en esta vida es cuestión de perspectiva. Me imagino a Einstein sentado en una colina mirando desde lejos pasar un tren, mientras en su mente empiezan a formarse algunas ideas sobre la relatividad. También puedo ver cómo concluye que, cuando las cosas se mueven con mayor rapidez, entonces el tiempo pasa más lento. Y pienso “¿será que tengo que hacer que las cosas pasen con mayor rapidez para que el tiempo no juegue en mi contra?”. Es que el tiempo no corre a la misma velocidad para todo el mundo y yo necesito que marche a una velocidad en la que pueda hacer con efectividad todo lo que me propongo.

Estos últimos días, el tiempo ha sido un factor que no ha jugado a mi favor. He estado obligada a decidir entre escribir o cumplir con el resto de mis obligaciones. He tenido que admitir que cada situación es el resultado de una decisión y que solo puedo escoger una cosa cada vez, que no puedo ejecutarlas todas de manera simultanea, aunque me considere una mujer multitarea.

Llevo dos años leyendo artículos que generosamente regalan tips para escribir mejor, para que una persona como yo pueda convertirse en ese escritor soñado. Cuando estás metida en este cuento vives en la cacería de la receta mágica para el éxito, y más, cuando eres mujer, mamá, esposa, profesional y todavía hija; con un sinnúmero de tareas para cada día. Tengo que planificar a la perfección mi rutina diaria para no fracasar en el intento. Alguna vez leí que para ser un gran escritor había que escribir diez mil palabras diarias. ¡Con lo que a mí me cuesta escribir un artículo o relato cada quince días! Gran parte del día tengo unos ojitos verdes que me miran demandándome tiempo y cuando esos ojitos no están, miro a mi derecha y las tareas laborales se apilan en mi escritorio, me quitan la concentración y, como dijo Stephen King, “ninguna distracción es bienvenida mientras escribes”.

Lo último que he leído es que para ser un buen escritor debes escribir ocho horas al día, ¡sí!, ocho horas, porque las personas exitosas son las que rayan en la obsesión. Isaac Asimov trabajaba ocho horas al día, los siete días de la semana. No descansaba ningún festivo ni fin de semana, y su horario era intocable. Cuando estaba dedicado de lleno a escribir, su media era de treinta y cinco páginas al día. En ese momento pensé que mi aventura de ser escritora había llegado a su fin. ¿Ocho horas? Es algo que no puedo hacer ahora, porque hay que pagar las cuentas y apenas estoy iniciando. Escribir me llena de felicidad pero no llena mis bolsillos de dinero. Quizás lo más sensato sea esperar a la jubilación o rogar que me gane la lotería para dedicar todo mi tiempo a escribir, ¡qué más quisiera! Pero vivo en esta realidad y en este momento. Como estamos hablando de tiempo, también considero que no tiene sentido esperar para hacer algo que me apasiona y dejar para un futuro incierto el placer de deslizar mis dedos sobre el papel. Porque podrían pasar los años y limitarse mis facultades, mi mente podría perderse y todo este deseo de ser una escritora se quedaría solo en eso, en un deseo.

Todo este análisis de las recetas, los tips, los consejos, de las tácticas más apropiadas para acercarme a mi objetivo, me llevaron a verme como Einstein, sentada, mirando no un tren sino mi línea temporal. ¿Qué pasaría si pudiera jugar con mi hijo, leer más de un libro al mes, dedicar ocho horas solo a escribir y hacerlo todo al mismo tiempo?

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Cada persona evalúa el tiempo de una forma diferente y el orden temporal puede ser una ilusión generada por nuestro cerebro. John William Dunne afirmaba que nuestra experiencia del tiempo como algo lineal era una ilusión producida por la conciencia humana. Decía que el pasado, el presente y el futuro eran simultáneos y que solo los experimentamos secuencialmente, debido a nuestra percepción mental. En la mecánica relativista el tiempo depende del punto de referencia donde está ubicado el observador y de si está en movimiento o no. Hasta principios de este siglo se creía que el tiempo era absoluto. La mecánica clásica concebía el tiempo igual para todos los observadores.

Stephen Hawking afirma que el tiempo está formado por tres flechas: la termodinámica, la psicológica y la cosmológica. Las leyes de la ciencia no distinguen entre las direcciones del tiempo hacia adelante y hacia atrás. Sin embargo, estas tres flechas sí distinguen el pasado del futuro. La flecha termodinámica es la dirección del tiempo en la que el desorden o la entropía aumentan. La flecha psicológica es la dirección en la que nosotros sentimos que pasa el tiempo, la dirección en la que recordamos el pasado pero no el futuro. Finalmente, la flecha cosmológica es la dirección del tiempo en la que el universo está expandiéndose en vez de contrayéndose.

Si la flecha psicológica es la que nos ayuda a percibir el tiempo, significa que el presente se encuentra en el pasado y que nuestro cerebro es capaz de editar nuestra percepción del tiempo, adaptando los hechos a nuestra realidad, así que podría estar escribiendo, leyendo, jugando con mi hijo y sentada en una junta muy aburrida, en un mismo lugar pero en líneas de tiempo diferentes.

Organizar todas estás ideas, me hizo pensar en la película del director belga Jaco Van Dormael, Mr Nobody, en la que el protagonista tiene la capacidad de recordar todas sus probabilidades de vida, las cuales ha vivido de una u otra forma, a diferencia del resto de los mortales. No estoy segura de si quiero ser Mr. Nobody o el resto, de lo que sí estoy segura es de que me encantaría vivir sin que el tiempo manejara los hilos de mi existencia. Hacer las cosas que me gustan: escribir, tocar el violín, pintar, viajar… sin sentir cómo el tic tac del reloj me destruye el tímpano.

Mónica Solano

Imágenes de Tanja-Denise SchantzXavi Andrew