¿Loba solitaria o loba de manada?

Cuando decidí tomarme en serio la escritura, todos los temores me cayeron en avalancha. ¿Y si descubro que es una locura? ¿Y si piensan que tengo instintos asesinos porque mi personaje es un psicópata? ¿Y si no tengo talento? La lista era aún más larga y las excusas se ponían unas detrás de otras, haciendo que todos esos temores me paralizaran los dedos. Cuando publiqué mi primer texto fue como pararme desnuda sobre un escenario, frente a un montón de personas que no me conocían y esperar a que cada una emitiera un juicio sobre mí, sin la posibilidad de defenderme. Estuve varios días mordiéndome las uñas para calmar mi ansiedad. Todavía me sudan las manos cuando recuerdo lo aterrada que me sentí hasta que recibí las primeras críticas. Por suerte, fue menos catastrófico de lo que esperaba. Y pensé: “Es increíble cómo nos empeñamos en ver las cosas más nefastas de lo que son, en ver que nada es suficientemente bueno”. Ese día descubrí que mi temor más grande no era al fracaso o a no tener madera de escritora, ¡no! Era a sentirme expuesta y vulnerable. Tuve una ardua batalla con mi ego. Pero me fui despojando de todos los prejuicios y complejos, y aprendí a recibir las críticas con humildad. ¡Hasta me he vuelto adicta! Ahora me encanta que me señalen las erratas y que me hagan sugerencias. Si no, ¿de qué otra manera podría avanzar en este camino?

He tenido la oportunidad de encontrarme con varias personas con las que he compartido mi pasión por las letras. Unas han pasado de largo y otras me han dejado grandes enseñanzas. Pero solo algunas, como mis amigas mocadianas, han permanecido a mi lado para acompañarme. Me siento muy afortunada de poder contar con ellas en esta aventura, porque siempre están alertas para que no decaiga cuando las cosas no me salen como yo espero.

Otra de mis grandes pasiones es el cine. Hace poco vi Genius, la película que me inspiró este artículo. Es un bosquejo de la relación entre el novelista Thomas Wolfe y Maxwel Perkins, el editor que se hizo famoso con las publicaciones de Fitzegarld y Hemingway. Perkins y Wolfe, trabajaban en la edición de la primera novela de Wolfe y el editor le señalaba al novelista algunas líneas que se podrían mejorar o párrafos de los que debería prescindir. Y, gracias a sus acertados comentarios, Wolfe logró sacar a la luz su primera obra maestra, El ángel que nos mira, con la que se hizo muy famoso. Perkins fue un importante aliado para el novelista. Cuando terminé de ver la película, pensé que yo tenía la suerte de contar no solo con un aliado, sino con tres. Antes de publicar mis relatos, les pido a mis amigas que les echen una mirada, y ellas con mucho cariño, me señalan alguna coma mal puesta y me dan ideas para mejorarlos. Aunque no siempre coincidimos, sus críticas dotan a mis escritos de un sabor muy especial. Contribuyen a que sean algo más que ideas sueltas en una hoja. Muchos llegan a tener un gran número de versiones y, cuando leo la última, me siento muy a gusto con el resultado. Si comparo la primera con la definitiva, y dejo de lado el ego que envolvía a la primera versión, descubro que esas pinceladas eran necesarias y que mis relatos han ganado en concreción y verosimilitud.

La relación de Maxwell Perkins y Thomas Wolfe no era solo de editor y autor, también eran amigos. Y fue la amistad la que logró sacar lo mejor del escritor. En una escena de la película, Thomas defiende a capa y espada su prosa, llena de florituras y de adjetivos. Entonces Max le insiste en que ha convertido en tedioso, un capitulo que era muy atractivo, al recargarlo con descripciones y adornos literarios. Al final, Perkins le demuestra que puede conseguir que sea más fluido e impactante si elimina todo lo innecesario. En ese punto solté unas cuantas carcajadas, porque recordé todos esos momentos en los que he mirado con desdén alguna crítica de esas que, al final, terminan ganándome la batalla.

Otra de las ventajas de no lanzarse a esta aventura en solitario está relacionada con el uso mismo de la lengua. Cuando leo un libro y me encuentro con nuevas palabras, o con algunas que tenía por ahí guardadas en el subconsciente, me pregunto si el autor tendría a mano un diccionario mientras escribía.

Quiero afirmar que estoy convencida de que, en la literatura, es de suma importancia contar con un vocabulario bien nutrido. Cuantas más palabras conozcamos, más sencillo nos resultará darle una voz original a nuestras historias. Pero no debemos abusar de palabras demasiado artificiosas. Eso solo dificultaría al lector la tarea de interpretar nuestras intenciones comunicativas.

En las charlas con mis amigas, cuando comentamos los relatos, afloran palabras que para mí, y para ellas, son nuevas, porque pertenecemos a culturas diferentes. En esa comunicación enriquecemos nuestras formas de expresión y aprendemos algunos modismos que son característicos de nuestras regiones. Por ejemplo, adoro leer los relatos de Carmen Romeo porque siempre aprendo vocablos que desconocía y descubro más cosas de su cultura, que es fascinante.

La lectura nos ayuda a enriquecer el vocabulario. Y las palabras son signos dinámicos que, como la cultura, se van transformando a través del tiempo, en respuesta a las necesidades humanas. El lenguaje evoluciona con los años debido a las modas, las tendencias, la geografía o al cambio de visión del mundo y de la realidad. En muchos casos la lengua se ha llegado a deformar. Aunque los usos y las costumbres siempre estarán por encima de las reglas, porque la lengua es de todos, no debemos olvidar que, en literatura, una idea se convierte en una gran idea si cuenta con una buena estructura narrativa.

Estas reflexiones me han llevado a recordar un artículo del blog de Diana P. Morales “Por qué los escritores necesitamos pertenecer a una tribu”, donde plantea la importancia de formar parte de un grupo en el que podamos compartir nuestros escritos e intercambiar nuestros puntos de vista. Diana afirma que emprender este camino con un grupo de amigos, con pasiones afines, nos permite ganar confianza, impulsar nuestra escritura y contar con el apoyo mutuo. Para mí, esta última ganancia es lo más importante. En mi grupo, Mocade, cuando los días están un poco grises y las ideas son esquivas, resuenan las palabras de aliento, porque dejar de escribir nunca es una opción.

Existe la creencia de que los escritores somos lobos solitarios, que pasamos los días encerrados en compañía de nuestros pensamientos. Y, en parte, es verdad, porque cuando estoy dando vida a alguna de mis creaciones, no quiero que nadie pase por la puerta de mi estudio. Sin embargo, cuando la musa me abandona, porque ha cumplido con su misión, me gusta abrir la puerta para dejar entrar a la crítica. Así que si me preguntan si me inclino por ser una loba solitaria o por ser una loba de manada, les diría que estoy de acuerdo con Diana P. Morales. Me gusta pertenecer a una tribu de escritores, y, por eso, elegí ser una loba de manada, porque hace el proceso más divertido, porque es enriquecedor y porque ayuda a exorcizar los demonios del ego.

Mónica Solano

 

Imagen de Anthony