Ciudad Leones

Ariana caminaba por el desierto. Cabizbaja, arrastraba sus pies descalzos y con cada paso dejaba una delgada línea sobre la arena. Los harapos que envolvían su cuerpo no eran suficientes para protegerla del viento cargado de polvo que le desgarraba la piel. Hacía algunas horas que se había escapado de casa. Llevaba meses planeando la fuga y, de nuevo, había llegado el momento de arriesgarse a partir.

Al cumplir los diez años, sus padres la vendieron a una familia de Ciudad Leones. Los Salek consiguieron a su nueva criada a cambio de una de sus vacas. Desde entonces, deseaba con todas sus fuerzas que la insufrible rutina de lavar pisos, fregar trastos y recibir azotes pasara a formar parte de su pasado. Kande, la criada de sus vecinos, le había hablado de un lugar en el que se podía jugar todo el tiempo, porque estaba prohibido que los niños trabajaran. Ariana se propuso abandonar Ciudad Leones para conocer ese paraíso en el que los niños tenían infancia.

Después de tres intentos fallidos, había logrado rebasar las murallas de la ciudad. La última vez fue atrapada por una patrulla de la policía cuando apenas llevaba medio kilómetro avanzado. La castigaron con un encierro de casi una semana, en el sótano de la casa, sin comida y sin agua. Pero esta vez había logrado llegar más lejos, estaba segura de que ya no la atraparían.

El horizonte se desvanecía y en cada parpadeo sentía que se le iba la vida. Tomó un sorbo de agua para calmar la sed y, en un instante de torpeza, sus manos temblorosas dejaron caer la vasija. El agua se derramó sobre la arena. Su provisión más valiosa se evaporó ante sus ojos. Por la última señal que había visto en el camino, sabía que le faltaban pocos kilómetros para llegar a la meta. Pero el sol se alzaba imponente en el cielo y le arrebataba la poca cordura que le quedaba. No lograría atravesar la frontera.

Su cuerpo se fue haciendo cada vez más pesado, hasta que sus pies se quedaron anclados. Se desplomó sobre la arena y cerró los ojos, exhausta. Reunió las últimas fuerzas que tenía, se puso de rodillas casi sin aliento, jaló con fuerza sus andrajos y gritó. Observó una gigantesca sombra que venía a posarse sobre su cabeza. Al ver una figura que se elevaba ante ella, tan grande como una montaña, dio un salto y cayó de espaldas. Cuando logró enfocarla, distinguió una melena de fuego y unos ojos color carmesí que la miraban como si sus pupilas contuvieran todo el odio del mundo. En el rostro de la criatura se formaba una delgada línea de la que salían unos feroces colmillos. A Ariana se le secó la boca y sus ojos se clavaron inmóviles en la aparición. En un instante de lucidez, quiso salir corriendo. ¿Se alejaría lo suficiente? Quizá sería mejor enfrentarse al adversario, pero, ¿podría ganarle?

Revestida por una inesperada valentía, se puso de pie, decidida a desafiar a aquel demonio. Las fauces del enemigo se abrieron y dejaron ver el fuego en su interior. Los destellos de su melena ardiente, agitada por el viento, la retaban a una batalla. Aunque Ariana sentía un vacío en la boca del estómago y las rodillas le temblaban, el monstruo que se había cruzado en su camino no la hizo retroceder. En ese instante sintió que había escogido la ruta de la muerte cuando decidió fugarse. Un escalofrió la llenó de satisfacción, al pensar que su último aliento se lo arrebataría un digno adversario, y no los azotes de su amo.

Sacó de su bolsillo una navaja y amenazó al león en llamas. Era momento de iniciar la batalla. El animal se lanzó enfurecido y Ariana empezó a repartir golpes descontrolados para herirlo, pero cada corte de la navaja se desvanecía en una piel de fuego. Todos sus intentos eran inútiles y las garras del león estaban destrozándola, faltaba poco para que su alma enferma dejara de existir en aquel desierto.

Por delante de sus ojos, como recuerdos ajenos, pasaron las imágenes de sus últimos días. Todavía le dolía la piel por la paliza que había recibido la semana anterior. Las manos empezaron a sudarle. Sintió cómo se le cerraba la garganta y el aire entraba con dificultad en sus pulmones. Perdía la batalla, pero nada la haría retroceder. Si estaba destinada a morir ese día, lo haría luchando hasta el último minuto. Empuñó la navaja y miró fijamente a la bestia. Se llenó de valor y su cuerpo creció hasta llegar al tamaño de su atacante. Los intentos desesperados empezaron a surtir efecto y Ariana dejó al demonio sobre la arena, con una herida mortal en el pecho. El león en llamas se desvaneció en un fino polvo que el viento arrastró en una brisa.

Los ojos de Ariana se abrieron de golpe. Lo primero que divisó fue un buitre que le velaba el sueño. El viento soplaba inclemente. La mitad de su cuerpo estaba sepultado en la arena y el sol había lacerado su rostro, pero a su alrededor no había ninguna señal de la batalla. Dejando a un lado el dolor, se puso de pie con precaución y siguió adelante.

Después de caminar por unas horas más, el aire le volvió al pecho, como una bocanada de salvación, al leer un letrero a pocos metros que decía “Gracias por su visita a Ciudad Leones. Feliz viaje”. Había logrado abandonar su viejo hogar, el fin de su travesía estaba a unos pasos. Jamás regresaría.

Mónica Solano

Ilustración. www.instagram.com/spacomacaco

El sabor del vuelo

Amelia soñaba con volar. Era su deseo más profundo, escondido en sus entrañas, junto a sus más grandes temores. Adoraba observar el vuelo de las aves, tan llenas de gracia, libres. El cielo la apasionaba, se imaginaba sumergida en ese azul vibrante, admirando su majestuosidad durante horas y horas. Llevaba años atesorando ese deseo, pero hasta ahora no había tenido la suficiente valentía para hacerlo realidad. Estaba escondido entre mil justificaciones sin sentido que le impedían alcanzarlo.

Un día, al despertar de un espléndido sueño, de esos que al abrir los ojos sientes el alma volver al cuerpo, tan real como un vago recuerdo, Amelia experimentó una sensación desconocida. Su corazón latía con fuerza, el aire le faltaba y respiraba con dificultad, sus manos temblaban y un escalofrío recorría su cuerpo. Esa reacción nerviosa la animaba a cumplir con su deseo, ese era el día y sabía que no habría otro igual. Se levantó de la cama, dejó que el agua de la ducha aclarara sus ideas, escogió ropa cómoda, agarró las llaves de su auto y salió de casa. En el camino llamó a su hermano para pedirle la dirección exacta del sitio donde hacía unos meses que había practicado parapente. Ese día Amelia iba a volar.

Fueron varios kilómetros rumbo a “Parapente Paraíso”. La ansiedad no logró ahuyentar el deseo, la expectativa superaba cualquier sentimiento de acrofobia. Mientras el auto se acercaba al lugar, su corazón se agitaba con más fuerza y las náuseas consumían su interior, desde el esófago hasta la boca. Se sentía un poco mareada pero nada la detendría en el cumplimiento de su misión. Bajó del auto y se acercó a la recepción donde una joven de cabello color morado la esperaba sonriente.

–Quiero volar –dijo Amelia con la voz entrecortada.

La recepcionista escribió los datos personales de Amelia en un papel y le indicó que esperase su turno en alguna de las mesas del hall o cerca de la zona de vuelo. Amelia respiró profundamente y salió de la cabaña. Al pisar el césped, sus ojos apreciaron un increíble paisaje verde y frondoso que le quitó el aliento. Pasó las manos por su cabello para apaciguar el asombro que sentía ante tal espectáculo. Había pocas personas en aquel lugar. Dedujo por el aspecto que solo unos cuantos eran aficionados como ella. Rodeada de profesionales del parapentismo sintió un poco de tranquilidad y la certeza de estar en el lugar adecuado. Estática, de pie, expectante, observaba ensimismada a las personas que sobrevolaban el lugar, sabía que solo debía esperar que la llamaran por su nombre y llegaría el anhelado momento. Un mesero se acercó para ofrecerle algo de beber, pero, sin dudarlo, rechazó el amable ofrecimiento. Estaba segura de las consecuencias, cualquier tipo de comida en su estómago sería un detonante para convertir sus náuseas en un desastre ecológico de seguridad nacional.

Miraba su reloj con impaciencia, temía retractarse y, mientras disipaba su ansiedad en las manecillas, escuchó un eco que pronunciaba su nombre. Todo su cuerpo se sobresaltó al oír: “¡Amelia!”. Era el momento. Con timidez se acercó al instructor que la esperaba con un casco en la mano y una abultada maleta. Le hizo muchas preguntas. Amelia solo miraba con detenimiento el movimiento de sus labios y contestaba sí o no. El grado de estupefacción la tenía aletargada. Sin darse cuenta, en un instante ya tenía puesto el arnés y la mochila gigante, un casco color azul y sus lentes de sol. No faltaba nada en su indumentaria.

Al filo del abismo esperaron el viento propicio para emprender el vuelo. El paracaídas que colgaba de sus mochilas se alzaba lentamente con la fuerza del viento y tiraba sus cuerpos en sentido contrario; la respiración se hacía más difícil con cada tirón. Se movían de un lado a otro, danzando con el viento. En el momento perfecto, el paracaídas se alzó imponente en el cielo y a pasos agigantados se lanzaron al abismo. El vacío se apoderó del estómago de Amelia y las lágrimas inundaron sus ojos, estaba volando, suspendida como las aves, no era un sueño, era su cuerpo disfrutando del viento, del azul del cielo y del verde terreno bajo sus pies. Se perdió entre las nubes, en el eco de la brisa, en el aroma de la libertad. Fueron quince minutos mágicos, únicos, que perdurarían por siempre en su memoria.

El aterrizaje fue forzoso, sus manos perdieron la movilidad y su cuerpo estaba insensible al tacto. Cayó desplomada en el césped, casi sin aliento. Tumbada sobre la hierba admiró fascinada el cielo que había surcado como un ave rapaz. El éxtasis le duró hasta que recuperó la sensibilidad en sus extremidades. El hormigueo en la planta de los pies la trajo de vuelta a la realidad.

Con una enorme sonrisa que le atravesaba todo el rostro, entró de nuevo a la cabaña donde estaban el restaurante y la recepción. Pidió chocolate caliente con tostadas y, mientras disfrutaba del calor de la taza, ojeaba por la ventana cómo otros amantes del cielo se deleitaban. Allí sentada descubrió una frase escrita en un pedazo de tela, exhibido en una urna de cristal: “Una vez que hayas probado el vuelo, caminarás sobre la tierra con la mirada levantada hacia el cielo, porque ya has estado allí y allí siempre desearás volver. Da Vinci”. Era la descripción perfecta para un sentimiento inexplicable, para el momento que cambió su vida. Sus brazos se habían convertido en magnificas alas, había saboreado el cielo, era imposible no querer regresar.

Mónica Solano

Imagen. Municipio de Sopó, Colombia. Foto de Mónica Solano.