El mentiroso

Arturo soñó que era niño de nuevo. Se tocó los brazos, las piernas y el cuerpo, y los sintió duros como la madera. Corrió en busca de un espejo sin darse cuenta de que estaba en plena calle y de que sus pies volaban sobre un sendero de baldosas amarillas. Pero, como en los sueños todo es posible, a medio camino se encontró un espejo ovalado, más alto que un hombre, con un marco lleno de arabescos que brillaban como el sol. Se paró de golpe y se enfrentó a la imagen de un niño de madera. En lugar de tener piernas y brazos, sus extremidades eran palitos que se movían con un engranaje. Movió el cuello de un lado a otro negando la evidencia.

–¡Soy un hombre adulto!

La nariz le creció de pronto unos centímetros.

–¡Esto no está pasando!

La nariz le creció un poco más.

–¡Quiero despertarme! ¡Voy a despertarme! ¡Voy a abrir los ojos!

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Con cada una de las tres frases, la nariz se fue haciendo tan larga que ya no podía tocarse la punta con los dedos. Sobre su hombro derecho, con un sombrero de copa y una levita negra, había un pequeño grillo que meneaba la cabeza con aire reprobatorio mientras agitaba un paraguas rojo y hacía un ruidito con la lengua que sonaba como “tse, tse”.

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Arturo cerró fuerte los ojos. Se inclinó hacia el espejo, esperando a que la nariz de madera chocara contra el vidrio en cualquier momento, pero no percibió ningún contacto. Al no notar nada, entreabrió los ojos muy despacio y apoyó las manos sobre el cristal. La rendija entre sus pestañas le dejó ver que las manos apoyadas eran reales, de carne y hueso. Cerró los ojos con un suspiro de alivio, y los volvió a abrir del todo.

–¡No!

El grito se le escapó sin querer. Ya no era un muñeco, y la nariz de madera había desaparecido. Pero la de ahora era casi igual de larga, muy carnosa, como un montículo que surgía del centro de su cara y se prolongaba en un equilibrio que parecía imposible de mantener. En su base destacaban dos orificios paralelos, alargados y oscuros, por donde asomaban algunos pelos.

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En el espejo, sobre su hombro seguía el grillo de antes. En el reflejo lo vio acercarse a su oído para susurrarle unas palabras asombrosas:

–Cyrano, deberías haber seguido siendo como antes. Así Gepetto hubiera podido ayudarte, pero ahora… –volvió a hacer ese ruidito con la lengua– tse, tse… ahora no sé si vamos a poder resolver esta historia. Va a ser complicado, porque ni siquiera me has dejado volver a mi cuento…tse, tse…

Arturo separó los ojos del reflejo del espejo y los giró muy despacio hacia el hombro. ¡El grillo estaba allí! De pie, muy tieso, con las manos cruzadas sobre el mango del paraguas rojo, que usaba como si fuera un bastón con la punta clavada en la hombrera de la chaqueta de Arturo. Y seguía con ese “tse, tse” que lo estaba sacando de sus casillas.

–¡Esto es una pesadilla! –Arturo tuvo ganas de llorar– No puede estar sucediendo.

Dijo esto último medio en susurros. Se tapó los ojos con las manos para no dar el espectáculo bochornoso de un adulto llorando delante de un grillo, mientras en el espejo el reflejo de ellos dos seguía destacando en el camino de baldosas amarillas. Pero las lágrimas no entendían de manos ni de vergüenzas y se le escurrieron entre los dedos.

Arturo no supo cuánto tiempo estuvo así. Notó algo suave en la mejilla derecha. Abrió los ojos. Era la funda de su almohada, húmeda por el llanto. Se puso boca arriba y miró al techo. La lámpara que había en el centro, una araña llena de cristales heredada de su abuela, tintineaba y se movía. Encima de ella, con el tamaño de dos miniaturas, identificó a dos personajes de su sueño. Pinocho y Cyrano de Bergerac le gritaban a dúo la misma palabra una y otra vez:

–¡Mentiroso! ¡Mentiroso!

Arturo se levantó de la cama. Se acercó a la mesa donde estaba la carta que le había escrito a su mujer la noche anterior. La carta en la que le decía que se iba a suicidar en alta mar para que ella no sospechara que se fugaba con su amante. Iba a irse esa misma mañana, antes de que Mercedes y los niños regresaran de pasar el fin de semana en casa de su suegra. Miró a la lámpara. Los fantasmas no estaban. Ahora solo había allí una foto familiar de las últimas vacaciones en la playa.

Recordó aquel día, con Mercedes y con los niños. Los juegos en el agua. La espalda por la noche, quemada por el sol. Se llevó las manos a la cabeza. Había estado loco, pero el sueño le devolvió la cordura. Casi había tirado por la borda lo mejor que tenía. Rompió la carta. Hablaría con Mercedes y le pediría perdón. No más mentiras.

Adela Castañón

Fotos: Pixabay, Photobucket

Un comentario en “El mentiroso

  1. Mónica Solano dijo:

    Como dices tú «me dejaste ojiplática». Adoro tu imaginario 🙂 Me encanta esta reflexión que nos compartes por medio de un relato muy bien escrito y con una prosa que da gusto leer. Qué buen inicio, qué buen final, qué buena historia. Besos.

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