Una historia vital y azul

Hoy os voy a contar un relato verídico, basado en hechos reales. Y no vulnera ninguna ley de protección de datos porque la protagonista soy yo misma.

Estoy matriculada en uno de los muchos cursos de escritura a los que suelo engancharme. El curso, “A la manera de”, consiste en escribir cada semana imitando el estilo de algún autor famoso. Hace poco le llegó el turno a Francisco Umbral (escritor español, 1932-2007), y en el material teórico correspondiente descubrí su libro “Mortal y Rosa”. Es el dolor hecho poesía. Es un llanto derramado en cada renglón por la muerte de su hijo, “Pincho”, que falleció de leucemia con solo seis años. Un libro único.

Soy madre de una persona especial. Aunque supongo que, para todos, nuestros hijos son personas especiales. Pero sentir tan dentro ese dolor del escritor por la pérdida del suyo me provocó las reflexiones que os quiero compartir. Aquí os las dejo.

Me despierto un buen día dentro de un curso. Me toca ser el mimo de un escritor famoso. El material incluye algún fragmento de su obra, y su lectura me atrapa sin remedio. La música del texto es tal que incluso compro el libro. Un libro que, tan solo por el título, “Mortal y Rosa”, ya quiero conocer. Me enredo entre sus líneas porque me hace pensar en cosas importantes. Y pienso mucho. Escamoteo minutos de mi tiempo porque la prosa de Francisco Umbral me atrapa, me enreda entre sus líneas. Y, cuando me doy cuenta, descubro muchas cosas.

Ese darme de bruces con un Mortal y Rosa me estremece. Me hace entender, de un golpe, que mi vida, que ahora siento tan plena, tampoco en el pasado fue el vacío absoluto donde yo creí estar. Y me arrepiento. Porque hace mucho tiempo, al principio de todo, me sentí estafada por la vida. Mi niño era mi niño, y no lo era. Y nadie lo entendía. ¡Tan solos, él y yo! ¡Qué triste soledad, vivida en compañía! Es duro comparar lo que ahora tengo con lo que se me muestra en ese libro. Pero no puedo evitarlo, y lo comparo.

Y ese Mortal y Rosa baja por mi garganta y me hace daño. Escuece, como debió escocer la hiel en la boca de Cristo al ser crucificado. Porque eso sí es vacío. Ese mortal, que me roba hasta el aire. Ese rosa, con aroma a corona, pero a corona fúnebre.

Lo mío no era eso. Mi vida, incluso entonces, tenía mucho sentido. Aunque no lo supiera. Porque esa vida, lo mismo que un buen maître, me dejaba elegir el plato que quisiera. Yo, todavía, sentada en esa mesa, tenía la potestad de decidir. De escoger entre miles de platos: dulces los unos, otros bien amargos. Ligeros o pesados. Pero en todo momento yo tuve libertad. Y todavía la tengo, y continúo eligiendo. No como Umbral. Su pena irreversible, la ausencia de ese hijo…

Vuelvo la vista atrás. Y me doy cuenta. Hubo un momento, cuando dejé de manotear en el mar de las lágrimas y comencé a remar. Y el barco se movió, aunque más que un navío era una humilde barca. Y solo con un par de tripulantes. Mi pequeño. Yo misma. Timonel y grumete, sin saber quién era quién en ese dúo. Empecé a creer que el mundo se movía, pero me equivocaba. Éramos nosotros dos los que avanzábamos.

Le doy gracias a Dios porque mi pluma escribe todavía con la sangre que corre por mis venas y por las de mi hijo. Mi escritura se nutre de la vida. Y la del pobre Umbral, porque nadie es más pobre que aquel que pierde un hijo, va escrita en color negro, igual que la ceniza, y vestida de un luto irrevocable.

Porque un hijo nos duele en los hijos de otros que aún alientan. En risas infantiles que se siguen oyendo. En unos gritos. En saltos, chapoteos en la piscina que alteran esas siestas de verano. En una bicicleta con la rueda pinchada, cuyo dueño no puede ni podrá reclamarnos su arreglo.

¡En qué cosas tan nimias puede doler esa ausencia del hijo!

Me pierdo nuevamente en mis recuerdos. Vuelvo a ver a ese niño, mi niño, oculto tras sus ojos de pequeño. Cautivo de sus brazos que ni abrazar sabían. Prisionero de una boca hecha de dientes mudos, obligada a un silencio impuesto y obligado. Me recuerdo muriendo de deseo, doliendo en mis entrañas esa necesidad de encontrar un camino, de buscar una puerta, o algún modo, para poder cruzar esa muralla. Para encontrarlo a él al otro lado.

Pero mi niño vive. Mi niño vivía entonces. Y, otra vez, se me clava en la carne ese Mortal y Rosa.

El nuestro es un camino que ha llegado a buen puerto. A través de baldosas amarillas, nos condujo a la tierra de Oz. Porque la magia existe. La magia es una hermana, es un amigo. Es una profesora experta en esa asignatura del amor, que imparte a manos llenas. Es mucha gente buena que, en todo ese trayecto, nos va ofreciendo asilo.

Mi niño se hace un hombre. Encuentra las palabras. Ahora sus brazos saben estrecharme. Los dos, en algún punto, ganamos la partida. La soledad ya solo es un recuerdo que no tiene cabida en nuestra vida.

Y tiene que llegar este momento. Un curso de escritura. Un minuto distinto, para una reflexión en un instante eterno.

¡Qué lleno de poesía ese mortal y rosa! ¡Y qué vacío tan grande sentimos derramarse en cada línea!

¡Qué equivocada estuve! Que nunca fue el vacío lo que yo tuve. Que mi niño, que lo era y no lo era, estuvo siempre allí. Y yo encontré el camino que me llevó hasta él. Y ahora es mi niño.

Y me duele pensar que cometí un error. Doy gracias a la vida, porque lo único que he llegado a saber sobre Mortal y Rosa se limita a las páginas leídas. Lo que yo tuve y tengo es otra cosa.

Porque es vital y de color azul. Como el autismo.

Adela Castañón

Foto: Unsplash. Frank Mckenna,

4 comentarios en “Una historia vital y azul

  1. María Nión dijo:

    Precioso y triste lo que cuentas. Muchas veces nos ahogamos en nuestras desgracias, sin ver que siempre hay quien lo tiene peor. Yo no puedo ni quiero saber lo que es perder a un hijo, sólo puedo imaginarmelo si recuerdo los ojos de mi abuela cuando murió mi tío, después de una vida de desvivirse en cuidarlo.

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  2. Adela Castañón dijo:

    Muchas gracias, María. Tu comentario me llega al alma. A veces hay que recordar aquello que escribió Calderón de la Barca, lo de «Cuentan de un sabio que un día…» Porque sentirnos mejor o peor, en última instancia, va a depender de nosotros mismos y del cristal que elijamos para ver la vida.

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  3. Mónica Solano dijo:

    Todos los vellitos de mis brazos se erizaron mientras te leía. Me encanta cuando nos compartes estas historias que te salen de las entrañas y de lo más profundo de tu corazón. Es un placer leerte. Gracias por despertarme tantas emociones. Besos.

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  4. Adela Castañón dijo:

    Gracias a ti, Moni, por formar parte de mi vida y estar tan cerca, a pesar de los kilómetros. En este mundo de la escritura, la distancia tiene otras unidades de medida que no nos afectan. Un abrazo enorme, amiga.

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