Que viva la reina

Alessandra dejó atrás su ático en Le Marais y echó a andar por la orilla del Sena, con los guardaespaldas a corta distancia. Se preguntaba cómo había podido pasar tanto tiempo sin abandonar la oficina y sin sentir el delicioso hormigueo que le recorría la espalda antes de un trabajo. ¿Cuándo había sido la última vez? No lo recordaba, pero en realidad daba igual. Eso era algo que también iba a cambiar.

Se llevó una mano al cuello. El sol primaveral le irritaba la piel. “Irá a peor con los cambios de temperatura”, había dicho el médico. “Son los nervios”, prosiguió. “Hasta que no se relaje no desaparecerá el escozor”.

Ojalá fuera tan fácil calmarse. Él no podía entenderlo. Alessandra llevaba cinco años controlando cada cosa que se hacía en París, cinco años distanciándose cada vez más del siguiente escalafón de la pirámide, cinco años alejándose de todos y de todo lo que quería. Cinco años esperando un tiro, un apuñalamiento, una ostra envenenada. Ella sabía mejor que nadie que no era demasiado difícil quitarse de encima al jefe. Un pequeño despiste sería suficiente.

En su caso, solo necesitaron que ella bajara la guardia y no ordenara investigar a aquellas dos ratas de cloaca que pretendían unirse a sus filas. Ojeó sus informes y dio el visto bueno. “Otros más”, pensó. “Veremos si valen”. Y dejó que demostraran de lo que eran capaces. Lo hicieron cargándose a cinco de sus hombres y a Petyr, el hijo de uno de representantes de la Bratva que estaba bajo su protección.

Por fortuna, tenía las pistas suficientes. Descubriría quién era el malnacido que pretendía enemistarla con la mafia rusa.

París se llenaba de visitantes en abril, y Alessandra no podía evitar mirar a todos lados desde el resguardo que le ofrecían sus grandes gafas oscuras.  ¿Quién era un turista y quién simulaba serlo? Hizo crujir su cuello con un movimiento. Aquellos hombres habían recibido ayuda desde dentro, y le había costado mucho tiempo y dinero averiguar quién había sido. Acabaría con él, pero antes quería jugar un poco. Ella se lo merecía. Y él aun más.

La majestuosidad del Louvre se abrió ante sus ojos. No fue difícil reconocerlos. Estaban en pleno intercambio al pie de la pirámide de cristal. Los dos asesinos entregaban un maletín a su hombre, que estaba de espaldas .

Alessandra caminó con paso tranquilo, el de quien se sabe por fin a salvo. Uno de los hombres, el más alto, hizo amago de gritarle al verla a su lado pero calló en cuanto vio la mueca de su confidente.

—Señores —dijo Alessandra.

Les guiñó un ojo travieso, y, de puntillas, sentenció al traidor con el beso de la muerte. Se marchó igual que había llegado.

Cuando sus espías la informaron del plan del renegado, le dio mucha pena dejar que mataran al chico y a sus hombres. Pero a veces hace falta sacrificar a torres y peones para mantener viva a la reina.

Carla Campos

@CarlaCamposBlog

Foto de Steve Johnson en Unsplash

Un comentario en “Que viva la reina

  1. Adela Castañón dijo:

    ¡Estupendo relato, Carla! Personajes y situaciones no pueden ser más expresivos. Imposible mostrar más, contando menos. Un trabajo magnífico, amiga. ¡Enhorabuena!

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