Marcos extiende la mano y busca a tientas el móvil en la mesilla. Desliza el dedo para desbloquearlo y, una noche más, los números luminosos se burlan de su insomnio. Son las 02:45. La enfermera ha dejado abierta la puerta de su habitación sin que él lo haya pedido. Lleva tres meses ingresado y todos los turnos conocen sus hábitos.
El pasillo del hospital, visible desde su cama, es un borrón negro roto solo por la luminiscencia verdosa de los monitores del control de oncología, siempre vigilantes. De noche, la única compañía de Marcos es el cadáver de un mosquito aplastado en la esquina superior derecha de la ventana. Piensa que los dos tienen algo en común: no volverán a estar al otro lado del cristal. Marcos hace apuestas consigo mismo sobre cuántos días tardará la auxiliar en limpiar el vidrio incluyendo las esquinas.
Ha creído que esta noche lograría dormir. Sabe que ayer, cuando pudo hablar a solas con Eloísa, la convenció por fin. Ella no ha accedido todavía, pero Marcos conoce la arruga que se le forma en la frente cuando se enfrenta a un conflicto. Sabe que cuando duda se muerde el labio inferior y que entrelaza los dedos cuando toma una decisión. Y anoche, cuando dejó de llorar, los entrelazó. Marcos besa en el móvil la imagen de su chica y rememora la conversación:
–No puedo hacerlo sin ti, preciosa. –Eloísa clavó entonces las uñas en el sillón, y él rectificó–. No sin tu ayuda. Solo tienes que traerme la insulina, nada más. Yo haré el resto.
En ese momento empezó el llanto. Su novia se puso de pie y descorrió las cortinas, aunque era noche cerrada. Arregló las flores que le regalan a Marcos casi a diario y que ahora dejan en una bandeja auxiliar a los pies de la cama. Al principio las colocaban en la mesilla, pero Marcos duerme de lado y no le gusta verlas porque al pasar del sueño a la vigilia cree que está en un jardín. Y al tomar contacto con la realidad le golpea un olor a crisantemos, aunque en el jarrón haya rosas.
La puerta abierta y las flores lejos son rituales que las enfermeras conocen y respetan. Y a Marcos le consuela que el aroma a cementerio huya hacia el pasillo. Es como si pudiera mantener a raya su cita con la muerte hasta que él fije el día y la hora del encuentro. Pero necesita la ayuda de Eloísa. Por eso anoche agotó todos sus argumentos hasta que la convenció. Está cansado. Tiene tanto miedo de la quimio que se escuda en que solo es algo paliativo que, más que la vida, le prolongará la agonía.
Su cáncer es un animal noctámbulo. Elige las horas de la madrugada para cebarse con él mientras alterna una mezcolanza de gases y eructos con los bocados que le van carcomiendo las tripas y la vida. Por eso no quiere compañía de noche. Lo suyo con el monstruo que lo devora es una relación de pareja en la que un tercero como testigo no haría sino estorbar.
Marcos suelta el móvil en la mesilla y cree que lo ha dejado en vibración. El aparato inicia un baile hasta el borde y en dos segundos cae al suelo. Marcos maldice en voz baja aunque está solo. Cuando levanta la mano para pulsar el timbre de llamada, su cama vibra igual que vibraba el móvil un instante antes. Se agarra con las dos manos a los barrotes de la cabecera. El jarrón de los pies de la cama se une al baile y desaparece de su vista cuando cae al suelo. Marcos no oye el ruido que hace al romperse porque un rugido que nace del exterior, del pasillo, de su cama, de sus tripas, ahoga cualquier otro sonido.
Al día siguiente las noticias dirán que la intensidad del terremoto ha sido de 6.9 en la escala de Richter.
No sabe cuánto tiempo ha durado ese viaje a lomos del miedo. Al cabo de varias horas, o de minutos, la enfermera entra y suspira al verlo. Lleva la cofia torcida y le da un vistazo rápido a la habitación. Ignora el jarrón roto y las flores desparramadas. Hay cosas más prioritarias como atender a los heridos.
–¿Se encuentra bien? ¿Necesita algo urgente?
Marcos nunca la ha visto tan desaliñada. Con una lucidez desconocida adivina los pensamientos de la enfermera al ver que aprieta los labios y arruga el ceño. Debe de pensar que es injusto, que hay heridos o muertos que no estaban desahuciados como él. Entonces tiene una epifanía y solo es capaz de responderle a la enfermera con una risa histérica que se transforma en un llanto incontenible. Ella cree que es una reacción normal tras el susto del seísmo. Marcos señala al móvil y la enfermera lo recoge y se lo entrega antes de salir para continuar la ronda.
Busca el nombre de Eloísa en marcación rápida y antes de pulsarlo ve una llamada entrante. Es ella.
–¡Marcos! ¡Gracias a Dios! ¿Estás bien?
–Sí, sí. ¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
–Bien, amor. El temblor me pilló por la escalera, pero solo me he torcido un tobillo.
Eloísa no le cuenta que el ascensor se ha descolgado y hay dos vecinos muy graves. Ya habrá tiempo de contárselo. De pronto recuerda la petición de Marcos y se echa a llorar. Puede que no, que no haya tiempo. Marcos aferra el teléfono con fuerza.
–Elo, no me traigas nada.
–¿Qué…?
–Mañana. No traigas nada. Olvida lo de anoche.
Marcos recuerda la melena pelirroja de su novia, sus pecas, las ojeras que últimamente luce como único maquillaje. No quiere dejar de ver todo eso. No quiere poner fechas.
Eloísa, a seis calles de distancia, alza los ojos al cielo lleno de humo y polvo en una muda acción de gracias. Oye a Marcos como si lo tuviese a su lado:
–Quiero seguir aquí contigo, amor.
Adela Castañón
Foto cabecera: Brandon Holmes en Unsplash
Foto final: Pixabay