A mis pacientes y a sus familias.
Y a mi padre, que me enseñó a amarlos como personas
antes que a verlos como enfermos.
–¡Mamá! ¿Otra vez? –le grita Maribel. Las ganas de llorar y la impotencia la invaden cuando sorprende a su madre con el teléfono pegado a la oreja.
Juana mira a su hija, aprieta los labios y agacha la cabeza. Baja la mano despacio y deja que Maribel le quite el auricular sin ofrecer resistencia. Al otro lado del hilo se ha repetido el mensaje de siempre, aunque Juana no se acuerde de un día a otro: “El número marcado no existe”. Y luego, también como siempre, solo silencio.
Juana se sabe ese número de memoria. Los lunes, miércoles y viernes Andrés, su novio, la llama por teléfono, pero los martes, jueves y sábados es ella la que le telefonea. Los domingos no hace falta. Es el día que se ven y pasean del brazo por la plaza del pueblo. Él camina muy erguido y ella taconea con fuerza. Al fin y al cabo, Andrés ya ha hablado con sus padres y se casarán en verano.
Maribel se muerde el labio. No quería hablarle así a su madre, pero está cansada. No se ha sentado en toda la mañana y ha discutido otra vez con sus hermanos. Vale, ella está soltera y es la única que todavía vive en la casa familiar, pero no le parece justo que toda la tarea recaiga sobre sus hombros. Cuelga el auricular y le acaricia la mejilla.
–¡Ea, vamos! Que, aunque el médico suele llevar retraso, como se nos escape el autobús llegaremos tarde. –Eso último lo dice más para ella. No espera respuesta.
Echa sobre los hombros de su madre una toquilla tan antigua como el teléfono, como los muebles del salón, heredados de los abuelos, como los techos altos de la casa, impensables en cualquier piso moderno. Maribel, a sus cuarenta años no recuerda que su madre haya querido mover ni siquiera un cuadro de la pared. Un novio que tuvo le preguntó una vez cómo era capaz de vivir en un museo, y a ella le dio vergüenza contestarle. Aunque sabe que su madre necesita estar entre sus cosas para sentirse feliz, después de aquello pensó proponerle algún cambio en la decoración. Pero el momento quedó atrás y ahora ni se le pasa por la cabeza.
En la consulta, el doctor les estrecha la mano y empieza a hablar con Maribel como si Juana no estuviera delante. De todos modos, la anciana también lo ignora. Está mirando a la enfermera con su bata blanca mientras se pregunta qué hace ahí esa lagartona en lugar de estar despachando en la tienda de ultramarinos del pueblo. Sabe que tiene los ojos puestos en Andrés, pero su hombre es cabal. Más le vale a esa tipa no hacerse ilusiones, piensa Juana, porque yo seré la que esté junto a Andrés, de blanco delante del altar mayor, el día de la Virgen de Agosto cuando el cura nos eche las bendiciones.
El médico ha cogido unos papeles del cajón, y se los enseña a Maribel, aunque la pobre está más pendiente de la cara del doctor que de sus palabras. Juana, ajena a la conversación, se cansa de mirar a la enfermera y sus ojos se posan sobre el folio que hay encima de todos. De soltera fue maestra, y lee bien al revés. Y entonces la realidad llega en forma de un puñetazo de papel con la dureza del pedernal. La mano de Juana tiembla y busca el brazo de su hija. Maribel y el médico la miran a la vez, ven sus ojos fijos en el folio, y cruzan una mirada. Un segundo después, como niños cogidos en falta, hablan a la par.
–¿Se encuentra bien, Juana?
–¿Mamá? ¿Te pasa algo, mamá?
La anciana nota la boca seca y no responde. La enfermera no habla, pero se acerca y le pone una mano en el hombro. Juana, anclada al brazo de su hija, le dirige una sonrisa desdentada como desagravio por haber pensado que era la pelandusca de la tienda.
–¿Me dice dónde está el servicio, por favor? –Su voz suena cascada.
–Claro, señora. Acompáñeme.
Juana se levanta y camina hasta el baño del brazo de la enfermera. Cuando llegan a la puerta, le habla en tono más firme:
–Puedo volver sola, gracias.
La enfermera vacila, pero acaba por darse la vuelta. Juana entra, cierra con el pestillo y se sienta sobre el váter sin levantar la tapa. Se arrebuja en la toquilla y abre mucho los ojos cuando ve su imagen reflejada en un espejo. Es ella y no lo es. Levanta la mano derecha y su doble en el cristal hace lo mismo con la izquierda para atrapar un mechón de pelo. Al doblar el cuello para mirarlo de cerca comprueba que ya no es como el ala de un cuervo. Entre sus dedos se entrelazan hilos de ceniza y nieve.
Entonces mira de nuevo al espejo y, en un instante de lucidez, sonríe al reconocerse. Su reflejo le devuelve todo lo que ha perdido y piensa que sus cabellos grises son los archivos del pasado, que cada cana guarda una historia, cada arruga el recuerdo de una risa o de una herida. La memoria le duele, pero el dolor dura poco. Solo lo que tarda en regresar el olvido. Quizá mañana Andrés conteste cuando lo llame por teléfono. Aunque tendrá que esperar a que Maribel salga de casa.
En el despacho, el médico rodea la mesa y apoya la mano sobre el hombro de Maribel, que parpadea y traga saliva. Piensa que tendrá que hablar con sus hermanos y suspira. Le vienen a la mente los cuentos que su madre les contaba antes de dormir.
Nunca pensó que ponerle un nombre al olvido pudiera doler tanto. Pero duele.
Adela Castañón
Imágenes cabecera y cierre: Gerd Altmann en Pixabay
Adela, este relato reúne varias condiciones que lo convierten en excelente. Tus conocimientos médicos y los de tu padre, tu convivencia diaria con este tipo de pacientes y, sobre todo, tu capacidad para recrear con buena prosa y buenos recursos literarios tus propias experiencias.
Es triste, como la vida misma. Pero también la tristeza es bella si se cuenta bien. Un abrazo, amiga.
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Mi médico, mi escritora, mi amiga, sabes que ya no tengo adjetivos calificativos, ni de ningún otro tenor, como dice Carmen aquí lo reúnes todo y, claro, sale el extraordinario relato que acaba de emocionarme. Un beso
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Mi querido Curro, mi ángel de la guardia, a mí también me faltarían adjetivos cariñosos para regalarte. Si no hubieras encendido y espoleado mi eterno proyecto teórico de escribir, ni este relato ni otras muchas cosas hubieran visto la luz. Gracias y un beso.
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Gracias, querida Carmen. Como bien dices, la vida está hecha de sonrisas y de lágrimas. Y unas veces toca una cosa, y otras veces la otra. Un abrazo, amiga.
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El olvido es duro para el que recuerda.
Una vez más tu estilo delicado y respetuoso invita a la lectura. ¡Precioso!
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Muchas gracias, Margarita. Hay temas que intento tratar siempre con el máximo respeto y cariño, y este es uno de ellos. Me animan mucho tus palabras. Un abrazo. 🙂
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