
Llamas a mi vida después de treinta años de silencio y tumbas mis defensas con un simple rectángulo de papel, el de una fotografía en blanco y negro que me mandas al email.
Pero ya no tenemos dieciséis años.
Salgo de mi cuerpo de mujer adulta, de abogada de éxito, y se invierten los mundos. La foto fija es ahora mi despacho, los libros alineados a mi espalda, en la biblioteca. El ruido del mar no es ya el de la playa de la costa de Cádiz que escucho desde mi casa, sino otro, el de las olas rompiendo en la arena del Cabo de Gata, una melodía nostálgica que pone música a la voz del muchacho rubio que eras y que se acerca a la muchacha con coletas en la que yo me he vuelto a convertir. El despacho, la letrada, se difuminan. Una brisa con olor a algas se los lleva muy lejos y dejan de existir.
Estoy en Cabo de Gata, posando cerca de la orilla mientras mi hermano trata de enfocar la cámara para hacerme una foto de recuerdo de nuestra primera excursión con el grupo Scout. Te veo venir con el rabillo del ojo, sin moverme. El carrete tiene veinticuatro fotos y no es cuestión de desperdiciar ninguna. Antes de que Pablo apriete el botón, te escucho pronunciar unas palabras imposibles:
–¿Puedo ponerme, o se enfadará Rafa?
Trago saliva sin saber qué contestar. Bebo los vientos por ti, pero me moriría de vergüenza si lo supieras. Por eso, y porque Rafa me regala piropos que yo no sabía ni que existían, he dejado que se sentara a mi lado en el autobús y permito que me acompañe a casa a la salida de las reuniones. Y por eso hablo tanto con él, para obligar a mis ojos a no girarse cada vez que tú entras en los salones, o cuando llegas a los ensayos con la guitarra. Y no sé qué hacer para que no parezca que Rafa y yo estamos saliendo. Cuando entré en el grupo, Chari me dijo que te arrimabas a mí porque te daba pena verme como la “nueva”, la que, recién mudada a la ciudad, todavía no había sido capaz de hacer ni un amigo. Y yo, que no sabía que el cielo existía hasta que te vi, sé que podré soportarlo todo, cualquier cosa, excepto tu compasión. Y Rafa es mi armadura, pero en lugar de sentirme defendida me oprime, me asfixia, me roba el aire que te pertenece a ti, y no a él.
Y eso cambia de pronto allí, de pie, en la arena de la playa, cuando tú, sin esperar respuesta, te pones a mi lado y dices dos frases que son todavía más imposibles:
–Si se enfada, que se enfade. Vale la pena.
Y ahora, después de treinta años, me has buscado en internet, me has llamado y, cuando me has pedido mi dirección de email y te la he dado, (¡cómo no dártela!), lo primero que me mandas es esa foto escaneada.
Y me toco las yemas de los dedos. Ya no hay callos, los surcos que dejaban las cuerdas de tu guitarra cuando me la prestabas se borraron hace mucho. Recuerdo que mis dedos se empeñaban en dibujar acordes para que la huella de tus dedos se alojara en los míos que luego, a solas, besaba mil veces. ¿Qué habrá sido de aquella guitarra tuya, cómplice silenciosa de mis ritos de amor adolescente?
Abro los ojos, salgo de la foto y me pregunto por qué me buscas ahora.
Estás jugando con ventaja, lo sabes y lo sé, y sé que no me importa. La foto en blanco y negro lo ha trastocado todo. El color está allí, en Cabo de Gata, en la orilla del mar. En ese cosquilleo que me subía desde los pies y que yo achacaba a la arena que se coló en mis zapatos, con tal de no admitir que alguien con ojos como el mar y con trigo por pelo se había adueñado de todo lo que yo era. De todo lo que soy. Y mi trabajo fijo, mi vida, mis logros de estos años no son más que cenizas si los comparo con esa foto nuestra.
Me escribes. Te respondo. Me vuelves a escribir. Vienes a verme aprovechando un viaje que haces por otra causa. Tu pelo ya no es trigo. Ahora es nieve. Tus ojos son los mismos, eso sí. Mojamos los recuerdos en dos o tres cafés, toda una tarde hablando sin parar. Ahora no hay ningún Rafa entre nosotros, el tiempo se ha encargado de que ya no haga falta. Nos sobra con tu vida, con la mía. En tu cara hay arrugas y quisiera besarlas para beber en ellas las historias que has escrito y en las que yo no he estado. Y me muero de ganas de entregarte el tiempo que me quede.
Las horas del reloj se nos escapan. Nos levantamos y te acompaño al autobús. Pero antes de llegar me paro en una esquina y, por sorpresa, se abre el baúl de todo aquello que no hice. Y hoy soy yo la de las frases imposibles:
–¿Te enfadas si te pido un solo beso para decirte adiós?
Y, antes de que reacciones, mis labios rozan los tuyos casi sin tocarlos. No me respondes, tampoco me rechazas. Te quedas quieto, pero veo o quiero ver una sonrisa. Da igual. El autobús no espera. Te mando por whatsapp cuatro folios que me entretuve en escribir anoche, por si no me atrevía a decirte todo lo que te he escrito.
Y, después, solo ausencia. No hay respuesta.
De adolescente te perdí por callar. Y ahora creo que te he vuelto a perder por hablar demasiado. Es la vida, supongo. Pero tengo ese beso robado y ahora me quiero más por haberme atrevido a terminar mi escrito con las dos palabras que te debo desde hace treinta años: Te quiero.
Y paso del orgullo y te vuelvo a escribir. Y tu respuesta ya no me cosquillea: ahora somos “amigos”, eso soy para ti. Dices que me buscaste por curiosidad.
¿Después de treinta años? Permite que lo dude.
Y entonces me doy cuenta de que, a pesar de todo, he salido ganando. Porque si lo nuestro hubiera seguido, si hubiera siquiera empezado, entonces o ahora, a lo mejor ya estaríamos hartos uno del otro. Pero, como nunca llegó a ser nada, se quedó congelado en el tiempo, convertido en un milagro de eterna juventud donde la magia del futuro sigue estando a salvo de la monotonía y la desilusión del pasado, de un pasado que no llegó a existir porque no hubo presente. Solo sueños.
Esa foto, ahora lo veo, siempre dejó la puerta abierta a la esperanza, al millón de historias que pudimos tener y no tuvimos.
Y no sé qué creer, pero no importa. Porque tal vez estaba equivocada.
Y no quiero entregarte ya mi vida, la quiero para mí.
Y ya no os necesito ni a ti ni a tu guitarra. Me basta con la chica de la imagen, aunque ya no me peine con coletas.
La foto me ha devuelto mil historias que algún día escribiré. Y, pensándolo bien, quizá, solo quizá, acabo de ponerle la palabra “fin” a la primera de ellas.
Porque, a pesar del tiempo, hay puertas que nunca se podrán cerrar del todo.
Adela Castañón
Gracias, Adela. Conmovedora. Muy sugerente. Perturbadora.
Una historia universal (o casi, hay personas que nunca han podido amar).
Seguro que levantas ecos en muchxs de tus lectorxs. En mí has resonado con fuerza.
Creas historia verosímil, no hace falta que sea real. Deseamos que sea real y con eso basta.
Me gusta tu final autoafirmativo. ¿A cuántas cosas renunciaste (renunciamos) para ser lo que eres (somos)?. La nostalgia de lo que hubiese sido posible es estéril.
Tu narración, semilla de reflexiones, porque nos has tocado con tu dedo luminoso.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias, Miguel. Creo que las historias universales tienen un nombre perfecto porque son eso, universales. Y si he conseguido levantar ecos, tú me has levantado una sonrisa con tus palabras, así que gracias de nuevo por pasarte por aquí. Estos comentarios son abono del bueno para mis ganas de escribir. 🙂
Me gustaMe gusta
En toda vida vivida como es debido hay «… millones de historias que pudimos tener y no tuvimos…», muchas veces solo pensar en lo que pudo haber sido nos permite abstraernos de la realidad para volver renovados a la historia que elegimos vivir y tiene la ventaja de que podemos repetir este acto de refresco millones de veces, una por cada historia «… que pudimos tener y no tuvimos…».
Gracias por tu precioso y melancólico relato que no me he demorado en compartir..
Abrazos desde el otro lado.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias, Desgranante. Lo bueno de escribir, lo bueno de imaginar, aunque no se escriba, es precisamente eso, que nos permiten vivir millones de vidas, lo mismo que cuando nos sumergimos en una novela que nos atrapa. Abrazos también desde este lado, con energías renovadas gracias a saludos y comentarios como el que me has regalado.
Me gustaMe gusta
De tus últimas entradas, tanto en verso («Sueños enredados») como en prosa («En blanco y negro»), me quedo con que lo importante es ser uno mismo y saborear el presente de manera muy consciente, haciendo lo que sientes, expresando o callando…y sabes lo que siento yo ahora? que te quiero enviar…Un abrazo fuerte! Gracias Adela
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡Abrazo recibido, Yolanda! Y te lo devuelvo multiplicado y envuelto en sonrisas!!! Ya lo dijo Tagore: si lloras porque se oculta el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas. Y yo creo que, efectivamente, tenemos que disfrutar mucho de lo que tenemos y llorar menos por lo que no se tuvo, sin perder demasiado tiempo o energía en escarbar en razones.
Muchas gracias por esos comentarios que, junto con el abrazo, me cargan las pilas para continuar escribiendo cualquier historia que se me quiera escapar por los dedos.
¡Abrazos grandes! 🙂
Me gustaMe gusta
Adela, genial! Me ha encantado!!
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡Muchas gracias, María! El encanto del lector hace, al menos en mi caso, la felicidad del autor. ¡Abrazos!
Me gustaMe gusta